Recibí la llamada de Enrique Ripoll cerca de las once de la noche. Me contó que habían arrestado a Gassiot y estaba en las dependencias policiales a la espera de ser interrogado. —Me alegra, Enrique, ¿puedo contárselo a Hipathia? —Ya lo sabe, el agente que vigilaba su edificio la ha tranquilizado. —Estupendo, ¿puedo preguntarte cómo lo habéis cazado? —Gabaldá le ha delatado. —Vaya un pájaro. Encima quedará como un santo. —Sí, ha colaborado con la justicia. A la mañana siguiente me pidieron que pasara por Vía Layetana para identificarle, mera rutina. Aunque no me hacía gracia encontrarme con los tipos de la Brigada Social. No hubo la rueda de presos de las películas de Hollywood, sólo me pidieron que identificara a Gassiot como el hombre con quien hablé sobre el códice. Me preguntaron hasta qué hora estuvo Gassiot en la verbena de la víspera del asesinato de Joan Deulovol. —Nos fuimos antes que él, sobre las tres de la madrugada –contesté. No hubo careo, al parecer Gassiot no les había dicho nada. Se había cerrado en banda y se negaba a hablar. Así me lo estaba contando Ripoll cuando entró exprofeso en la sala Vicente Juan Creix, jefe de la Brigada Social en Barcelona y viejo conocido. Creix me tenía entre ceja y ceja desde que me escapé de sus garras y dos de sus hombres se mataron en accidente persiguiéndome por las Costas de Garraf. —Hombre, el «collons» por aquí. Te tengo vigilado –dijo, llevándose el dedo índice y medio a los ojos-. Ya te pillaré. —Es un testigo en un caso de mi departamento, Vicente, déjale en paz –dijo Ripoll. —Eso es lo que quiero, dejarle en paz… en paz eterna –contestó Creix. Se alejó mirando hacia atrás con el odio reflejado en su rostro. No le hagas caso, Jorge, está picado desde que le dejaste en ridículo. —No, si yo no le hago caso, pero él parece que no olvida. De regreso al hotel me alegré de que todo estuviese tranquilo, aquella noche podría ir a la conferencia de míster Backster a instancias de la Cámara de Comercio. El parlamento lo daba en el mejor escenario posible, el Salón Dorado de la Llotja de Barcelona. El Palau de la Llotja, otrora la sede del Consulado del Mar, era la historia viva de Barcelona. Reconstruido varias veces, Joan Soler i Faneca lo transformó en 1771 en un edificio neoclásico de gran belleza. El Salón Dorado se encontraba en la planta noble del palacio. El color dorado y el pan de oro estaban presentes en todos los elementos decorativos, en los marcos y molduras de todas las aberturas, en los frontones de las puertas, en los balaustres de las balconeras y en la ménsula que sostiene un león con el escudo de la Real Junta Particular de Comercio de Barcelona. Acudí con puntualidad. El empleado que les acompañó el día de su llegada al hotel departía con el presidente de la Cámara y con míster Backster en la zona de acceso al salón; me llamaron y me uní al grupo sin necesidad de presentaciones, puesto que ya nos conocíamos todos. Hablamos sobre la magnificencia del edificio, al que el conferenciante americano no dejaba de alabar. Los asistentes ya iban tomando asiento en el amplio paraninfo, en los cuatro ángulos del salón holgaban otras tantas esculturas de mármol blanco de Damià Campeny. Himeneo, La fe conyugal, Diana cazadora y Paris, contemplaban a los asistentes desde sus pedestales cilíndricos. Entramos, el presidente de la Cámara y míster Backster subieron a la tarima donde se encontraba la mesa. Me quedé con el empleado regordete en una de las primeras filas. El guardaespaldas del orador observaba desde una posición cercana a la mesa de presidencia. Después de las presentaciones, Grover Cleveland Backster, Clever para sus amigos, empezó su conferencia. Contó que había trabajado en la Central de Inteligencia Norteamericana como especialista en interrogatorios. Había fundado la unidad de polígrafo de la CIA poco después de la Segunda Guerra Mundial y llegó a ser presidente del comité de investigación de instrumentos y ciencias para el interrogatorio. Acabada esta presentación, pasó a la parte más sustanciosa de su conferencia. El público se mantenía atento e interesado y, sin embargo, no había empezado lo mejor. Backster contó cómo había desarrollado su famosa teoría de la Percepción Primaria en la que afirmaba que las plantas «sienten dolor» y tienen percepción extrasensorial. Pensé que a Nogal le hubiese interesado esta conferencia. Los experimentos de Backster con la plantas conectándolas al polígrafo demostraban que tenían una conciencia telepática y que podía «sentir» distintas emociones, como el dolor o la ansiedad. Después de explicar varios ejemplos, contó su experimento preferido realizado en 1966. Backster era dueño de una planta ornamental que él mismo cuidaba. Ensayó conectarla al polígrafo e imaginar que la iba a quemar, las lecturas se salieron de la tabla como una respuesta de estrés a su intención de dañarla. Luego Backster decidió, mentalmente, no hacerlo y a pesar de acercarse con una cerilla a la planta, esta había detectado las verdaderas intenciones de Backster y no provocó ninguna señal. Una cerrada ovación premió las palabras del orador. Las preguntas fueron numerosas. Una señora le inquirió sobre la posibilidad de que demostraran rechazo a quién las maltrataba. Backster mantuvo que los pensamientos y reacciones humanas en un entorno determinado causaban efecto en algunas plantas y estas guardaban «memoria» de ello. Fue una interesante conferencia, el público se marchó comentando lo escuchado. Como toda teoría, tenía sus defensores y sus detractores. No pude abandonar el palacio sin admirar la escultura de Lucrecia, también obra de Damià. Era magnífica en todos sus aspectos. La representaba recostada en una silla de marfil como las de los ediles romanos. El vestido, parcialmente desgarrado, dejaba al descubierto los brazos, el cuello y el seno derecho de la patricia romana. Algo alejado está el estilete con el que se ha causado la muerte para defender su honor. La belleza en estado puro. Pensé en la burguesía capaz de edificar cosas bellas. Como aquel edificio o mi querido Teatro del Liceo. Esa burguesía trabajadora, innovadora, refinada y entregada, que ama a Catalunya y a su cultura vieja y viva como un ensueño ancestral. ¡Qué lejos de esa otra, autocrática, explotadora y clasista! La fealdad hedionda y racista de los currutacos. Ripoll me estaba esperando en el bar del hotel. Su aspecto no era el de un comisario de éxito que ha capturado a su pieza más deseada. —¿Qué pasa Enrique, no está bueno el whisky? —El J&B está genial, Jorge, pero mi situación no tanto… —¿Qué ocurre? —Gassiot se puso en contacto con el rector de su facultad y ahora tengo a los jesuitas encima. Ese tío tiene muchos enchufes. Además, en el Archivo Militar de Segovia, no figura ningún Albert Gassiot en el frente del Ebro durante el año 38. —¿Y el bisturí asesino? — No lo hemos encontrado todavía, a pesar de que le pillamos después de exhibirlo en la captura, debió deshacerse de él. Mis hombres están registrando su casa y de momento no tenemos nada. —¿Tampoco el texto para romper el pacto? —Tampoco y aunque lo encontráramos no nos serviría de nada… Si contamos nuestra fantástica verdad los jueces se reirían de nosotros. Sólo tenemos resistencia a la autoridad, un delito menor. —¿No habéis podido hacerle cantar? –dije poniendo énfasis en el argot policial. —Nosotros no somos la Brigada Social, necesitamos algún tipo de prueba consistente, Gassiot mantiene una actitud tranquila, incluso chulesca. ¡Fíjate que ha pedido someterse al polígrafo! En aquel instante se me encendió una luz en el cerebro. —¿Tenéis polígrafo? —Sí, hay uno en Vía Layetana, aunque te advierto que se le puede engañar, máxime con la actitud y conocimientos de Gassiot, parece que esté en posesión de la verdad en todo momento. —¿Podría salir de Vía Layetana? —¿El polígrafo? —Los dos. Voy a contarte la conferencia a la que he asistido esta tarde… Referí a Ripoll la conferencia de Backster con todo detalle. —¿Y eso que tiene que ver con el caso? —Recuerda el escenario del crimen de Joan Deulovol. El ficus del archivero fue «testigo» del ataque y quedó manchado con la sangre de la víctima. —Todo eso me parece una tontería, Jorge, el comisario jefe me va a matar. —Te matará mucho antes si no encuentras pruebas… —Eso es verdad, con la situación actual tendré que soltarlo… si consigo una sola prueba, ¡una sola!, le haremos cantar, te lo aseguro. No me gustó la expresión de mi amigo, conocía los métodos policiales en carne propia, pero el caso requería de trato extraordinario, como el que yo le estaba proponiendo; casi una locura. Al diablo con el diablo. Me costó muy poco convencer a míster Backster. A la mañana siguiente pusimos en marcha una extraña caravana. Con el oportuno permiso del arzobispado, trasladamos el polígrafo de la Dirección General de Vía Layetana al Archivo Arzobispal, apenas a doscientos metros. Ripoll, uno de sus hombres y dos policías de uniforme trasladaron al edificio a Gassiot acompañado de su abogado, un jesuita enjuto, de sotana grande y ojos pequeños con el párpado inferior caído y con una perilla estilo imperio, como las que aparecen en el rostro del Belcebú en ilustraciones y dibujos. Los dos policías uniformados y el agente quedaron en la antesala del archivo custodiando a Gassiot y charlando con su abogado, el jesuita bostezó dos veces, tal vez por la temprana hora o tal vez porque aquello le parecía aburrido. Ripoll entró en el recinto del archivo. Allí le esperábamos, míster Backster, su inseparable y silencioso guardaespaldas, Félix Nogal y yo. El norteamericano había ya preparado el polígrafo, hicimos un par de pruebas para comprobar que los electrodos funcionaban bien. Iniciamos las presentaciones y Backster explicó algunos pormenores a Ripoll. —Como usted ya sabe los cambios fisiológicos que puede medir el polígrafo son generados por el sistema de defensa natural. Cuando el individuo a quien se somete percibe un peligro para su integridad, el sis- tema primitivo de autodefensa se pone en marcha. Sucede en segundos, alterando el equilibrio de los órganos vitales que se convierten en alteraciones fisiológicas medibles por el aparato. Este tiene tres canales que miden, la respiración, la presión sanguínea y la sudoración. Backster nos daba explicaciones a los no iniciados y yo las traducía del inglés para la concurrencia, en esas llegó el juez instructor. Gassiot no había pasado todavía a disposición judicial; sin embargo, ya estaba designado el instructor, que no quiso perderse el interrogatorio. —El ser humano tiene cambios fisiológicos debidos a su actividad cerebral y esto es lo que mide el polígrafo –repitió Backster-. Las plantas también los tienen, evidentemente no con una actividad cerebral sino sensorial. Y yo he conseguido teorizarlo y demostrarlo. Miré al juez instructor, tenía una expresión de incredulidad en su rostro que era todo un poema. No podía leer su pensamiento, pero el nerviosismo de los nudosos dedos de sus manos denotaba una impaciencia contenida hasta que todo aquello terminara. Tampoco sabía si a Ripoll le gustaba rezar, si era así, el momento lo requería. Yo seguía traduciendo las explicaciones de Backster, mientras él conectaba los instrumentos de medición al ficus del archivo. La planta seguía en aquel rincón de la sala donde Deulovol la regaba y mimaba, sus hojas todavía estaban cubiertas con la sangre seca del que fuera su protector. El ficus había estado presente en el asesinato, la víctima lo había regado por última vez con su propia sangre. Conectó los neumógrafos a las hojas manchadas y los galvanómetros al tronco y a la raíz, para ambos casos precisó de instrumentos especiales para las conexiones. El juez trató de decir algo y Ripoll de hacer mutis por el foro, el ambiente era tenso. —Por favor –dijo Backster- salgan todos menos el comisario y el juez. Salimos Félix, yo y el guardaespaldas a la antesala. Una vez fuera, Gassiot me miró de arriba abajo, sentí su odio profundo. —Nos hemos de ver en el infierno, Brotons –dijo. No respondí, entre Creix que quería darme la paz eterna y Gassiot deseándome el infierno, la verdad es que me abrumé. Ripoll apareció en la puerta y me señaló que entrara. Backster me pidió que me acercara al ficus, quedé a menos de medio metro de la planta. Los medidores no se movieron ni un milímetro, la línea permaneció recta, sin cambios. Esperamos cinco minutos, entonces me ordenaron que cogiera una de las hojas. Así lo hice y el resultado fue el mismo. Uno a uno, fueron pasando todos, desde el abogado de Gassiot, los tres policías, el agente americano y Félix Nogal. El resultado seguía siendo el mismo, las agujas ni se inmutaron, en el caso de Nogal hubo cierto amago que Backster relacionó con la empatía o conexión del ficus por Nogal. —Bueno, basta ya –dijo el juez, suspicaz e impaciente-. ¿A dónde nos lleva todo esto? —Tenga paciencia, señoría. Estamos acabando –dijo Backster. Al fin, hicieron pasar a Gassiot. Le pidieron que se detuviera a medio metro de la planta. Pasaron dos o tres minutos interminables. De repente, las agujas del polígrafo empezaron a moverse, primero con vértices pequeños, luego más grandes. —Coja una de estas hojas –ordenó Backster a Gassiot. —Esto no es una prueba de polígrafo –gruñó el abogado-, debería anular esta payasada, señor juez. —Ustedes pidieron una prueba con polígrafo, no acordamos quién debía someterse –repuso el juez-. Dígale a su cliente que sujete una de las hojas y terminemos con esto. Gassiot fue a coger una de las hojas manchadas con sangre, rectificó y buscó una del otro lado. En apenas segundos, la maquina pareció enloquecer ante el asombro de todos.
—¡Malditos, malditos! –gritó Gassiot- Nada podéis contra el Señor de los Infiernos… Quedamos todos impresionados. El magistrado instructor se llevó aparte a Ripoll. —Ha sido impresionante; no obstante, cuando lo ponga a mi disposición, traiga pruebas más sólidas. Ripoll sonrió, había ganado el primer round. Ahora tenía la fuerza para someterlo a un interrogatorio con respuestas. Nos abrazamos. —Confieso que no las tenía todas conmigo –dijo Ripoll. Félix Nogal nos añadió sus impresiones. —No hay duda de que es culpable, pero en su fuero interno cree que él no ha sido, que sólo es un instrumento. —¿De quién? –preguntó Ripoll. —Él está convencido que todo es obra del diablo… —¿Esquizofrenia? –dije. —No lo sé, no soy médico, la parasicología estudia las aptitudes mentales paranormales, la esquizofrenia es una enfermedad que afecta a la mente, distorsionando la realidad. No es lo mismo una alucinación que una visión extrasensorial –explicó Nogal. Le di las gracias a Nogal y a Backster, que seguía tomando nota de las mediciones del polígrafo. —Es portentoso, míster Brotons, la planta ha sentido terror, ha reconocido al asesino de su dueño –dijo Backster. Me alegré de tener la oportunidad de tener a Cleve como cliente. Las complicaciones para lograr las dos habitaciones para la Cámara habían valido la pena.
Leones de la Llotja de Barcelona Escalera de accesoSalón Dorado de la LlotjaEstatua de Paris en la Llotja Himeneo Diana cazadora Grover Cleveland BacksterBackster con un polígrafo para determinas los «sentimientos»de las plantas
Sería medianoche cuando me llamó Ripoll, cogí el teléfono en La Parrilla, andaba comentando con el chef los pormenores de la cena y que siguiera las recomendaciones que habíamos acordado. —¿Jorge?… Todo está pasando en mi distrito, parece la casa de los horrores. Esperé a que el chef se alejara para preguntar a Ripoll qué ocurría; no me dio tiempo, desde el otro lado del auricular oí su carraspeo y su exclamación. —¡Se han cargado a Pagés, o se lo han cargado o se ha suicidado! —¿Estás seguro? —Hombre, muy guapo no ha quedado, pero hemos confirmado que es él. Ha caído desde la torre de la basílica de San Justo y Pastor. Treinta y cinco metros de vuelo. Murió en el acto. —¿Qué dirán esta vez los periódicos? —No lo sé. Si es un suicidio los del Opus no querrán admitirlo y si ha sido empujado, tampoco. Aunque los de la autopsia aseguran que hay ciertas marcas en el tórax que sugieren un fuerte golpe. —¿Piensas en Sergio Congost? —Hemos hecho indagaciones, es quién creemos, en cuanto a lo de hoy, Congost ha pasado todo el día en el Hospital del Mar. A la hora del deceso estaba operando. —Nos estamos quedando sin sospechosos –dije contrariado. —Como tú dices… siempre nos quedará Satán. —Habrá que tenderle una trampa. ¿Cómo se pesca al diablo? —Con un político, son los más afines –río Ripoll. —Nuestro quinto hombre lo es y de los importantes… —Y de los más cabrones –matizó el comisario. Quiero regresar esta tarde al lugar de los hechos, podría encontrar nuevas pistas ¿te apuntas? —Claro, no me iba a perder. Quedamos a la misma hora en que sucedió el accidente, valía la pena valorar el momento de luz y el último paisaje que vio Pagés, eso nos ayudaría a reconstruir la escena. La basílica de los Mártires Justo y Pastor olía a humedad y a cirio, a leyenda y a rezo. Algunos fieles permanecían sentados o arrodillados en oración. El rector de la basílica se deshacía en explicaciones. — No nos dimos cuenta de que todavía quedaba un feligrés, siempre advertimos del cierre, no sé por qué no nos oyó. —Nos gustaría subir al mirador de la torre –dijo Ripoll. —Claro, claro… síganme. Pasamos por debajo de las cintas de prohibido el paso que habían colocado los hombres de Ripoll. Subimos por la escalera de caracol, ciento setenta y cuatro escalones nos conducirían a lo alto del campanario. Oía a mi espalda los resoplidos y maldiciones de Ripoll. Llegamos a la terraza del carillón. Egidia, Pastora, Justa y Montserrada, las cuatro campanas de la iglesia, nos vieron ascender el último tramo, la puerta de acceso al mirador permanecía abierta, me pareció que olía a azufre. Salimos, la terraza ofrecía una vista espectacular a los cuatro puntos cardinales. La baranda de piedra sólo llegaba hasta la rodilla. Era fácil perder el equilibrio y caer, y mucho más fácil si recibíamos un inesperado empujón. —Hemos calculado, por la posición del cadáver y lugar en que cayó a la plaza, que fue desde este punto donde se precipito al vacío –dijo Ripoll-. No hemos encontrado huellas de zapatos ni señales que indiquen que hubiese lucha o que fuese arrastrado hasta la baranda, salvo las marcas en el pecho. —¿Eran de manos o de garras? —Si eran garras no le hirieron y si eran manos eran muy grandes, la contusión pectoral, además de fuerte, era amplia. Miramos con detalle en el quicio de la puerta de entrada, en las piezas del arco y en el suelo. Nada, aparentemente. Ripoll, pese a que la luz declinaba, descubrió unos pelos en el piso. —Pueden ser de cualquiera de los que ayer estuvimos aquí… No obstante, me los llevaré al laboratorio. —¿Sabes que he notado olor a azufre? —Yo también, pero no he querido decirte nada al respecto para que no siguieras con tus disparatadas teorías. — No son mías, Enrique-dije, mientras olisqueaba alrededor. — La verdad, es que sí, que huele raro –confirmó Ripoll. — Así que tenemos un asesino que huele fatal, pierde pelo y empuja con decisión. —No, todavía no lo tenemos. —Entonces, ¿a que esperamos?, nos queda sólo una pieza del quinteto- dije convencido. Ya en el hotel, tomándome un café con Félix Nogal, le conté la muerte de Pagés; tampoco él pudo aportarme nada al respecto. —No puedo tener percepciones si lo sucedido es dentro de un templo o en sus inmediaciones. Cualquier religión protege sus misterios con la propia consagración de sus lugares de culto, la cristiana o la judía las que más; es como si tuviesen un aura protectora. —Entonces no «viste» nada de lo acontecido. —Yo no he dicho eso, he tratado de estar conectado a esos hombres desde que me lo dijiste, Jordi. Con Pagés ha sucedido algo muy especial, no he podido presentir su muerte, en cambio sé que las manos que le empujaron no eran humanas. — No me digas, a ver cómo se lo cuento a Ripoll. Un par de días después, sobre las siete de la tarde, recibí una inesperada visita. Se trataba de Sergio Congost, quería preguntar sobre el precio de los menús para una cena de facultativos. Le recibí en La Parrilla, era el sitio más adecuado para hablar de banquetes, si tenía alguna duda podía consultar con el chef que andaba preparando la carta de la cena. Hablamos de distintos platos y acompañamientos. Sergio Congost era un tipo alto, de anchas espaldas y rostro atractivo, podía pasar por un galán de cine. No aparentaba los treinta y dos años que tenía, parecía un jovencito recién salido de la facultad. Tenía el pelo moreno, algo ondulado, con prematuras entradas. Una pequeña cicatriz en la frente y su estampa, le daban un aire de luchador o de gladiador. Sus manos de pianista, dedos largos, sin nudos, de cuidadas uñas, se movían con cierto nerviosismo al escuchar cualquiera de mis comentarios. Vestía un elegante traje a medida, por las hechuras deduje que podría ser una pieza de Cortefiel, de la nueva sastrería Aramis en Rambla Catalunya o incluso de Gilbert Batet, uno de los sastres más prestigiosos de la ciudad. Advertí que lo de los menús era lo de menos, me estaba examinando, tanto como yo a él. Su interés por el banquete de los colegas era sincero, pero vino solo y eso me demostraba su deseo de juzgarme a placer. Cerramos un menú de treinta comensales para el último viernes de julio. —Es una cena de vacaciones, si es que al final alguno de nosotros puede disfrutarlas –dijo. —¿Mucho trabajo en el hospital? —Sí, supongo que sabe lo que está ocurriendo. Lo tenemos todo controlado, hay numerosos pacientes reales y otros que tienen todos los síntomas imaginarios, pero a los que también tenemos que atender. —¿Me permite una pregunta? —Claro, Brotons, trataré de responderle. —¿Por qué el Manila? En la Barceloneta hay magníficos restaurantes, a dos pasos del Hospital del Mar, el Siete Puertas de la plaza Palacio, está a menos de diez minutos. ¿Por qué aquí? —Es un buen hotel con un celebrado restaurante. Además, quería conocerle. Guardé los presupuestos en una carpeta, me giré hacia un camarero que andaba preparando las mesas para la cena. —Por favor, José, tráenos… ¿Qué quiere tomar?-pregunté a Congost. —Lo mismo que usted, Brotons. —Dos de los míos, José –le confirmé al camarero. El camarero trajo los dos J&B con los requisitos pertinentes y una sonrisa, les gustaba servir al jefe y luego contar que yo había bebido el doble de lo que realmente había trasegado. Nunca supe si eso era así para darme una fama que no merecía, o aprovechaban también para hacerle los honores al whisky entre bambalinas. —Verá, Brotons –dijo, después del primer sorbo-. Ya sé que ando en la lista de sospechosos del comisario Ripoll. Me he dado cuenta de que me siguen y preguntan por mí al personal del hospital. Mi madre me comentó que la habían visitado y, poco después, aparecieron los hombres de la gabardina a mis espaldas. —Muy raro, ha llovido poco estos días. —Ya me entiende, eran los hombres de Ripoll. No me extrañó, doy todos los síntomas. Aunque le aseguro que no soy el hombre que buscan, pero tampoco tan inocente… Confieso que me emocioné, detrás de sus palabras había algo que no sabíamos y estaba a punto de ser revelado. Bebí un largo trago y le pedí que continuara. Los camareros habían terminado ya de montar las mesas, faltaba más de una hora para que apareciera el primer cliente. —No lo soy, pero podría haberlo sido. Le voy a contar una larga historia que seguro le sorprenderá. No sé si les consta que mi madre nunca me dio el nombre de Robert Camperol ni me contó su historia. Sin embargo, en un pueblo pequeño siempre hay alguien que está dispuesto a informarte de lo que no le afecta, sobre todo cuando eres niño. Crecí sabiendo el chisme que de mi madre narraban, pero su dignidad fue un bálsamo que me mantuvo indiferente ante los comentarios. Hace unos años, con no pocos esfuerzos, pudo enviarme a estudiar a Barcelona. Aquí hice el bachillerato y el preuniversitario, me asombraba que mi madre pudiera seguir pagando los colegios privados y mi manutención; me habló de la venta de unas tierras de sus padres, de unos ahorros… Yo, para ayudar con los gastos, trabajaba de camarero algunas horas en de los bares de moda de la ciudad. En uno de ellos, ya en último año de carrera, conocí a una joven de la que me enamoré. Ella tenía diecinueve años y yo veintiocho, la edad no fue obstáculo para que me correspondiera, tampoco la diferencia social, era una de las hijas de un rico industrial barcelonés… Me removí en mi silla, traté de dar un sorbo y uno de los hielos impactó en mi nariz, unas gotas de whisky cayeron sobre la carpeta de los presupuestos. Como un estallido en mi mente supe de pronto qué iba a decirme y él supo por mi cara que lo había adivinado. —Sí, era ella, su… nuestra amiga, Eulalia Camperol. Me quedé en silencio. Tenía un montón de preguntas que hacerle, pero él me las respondió todas con un solo comentario. —No lo sabía, tampoco lo sospeché cuando me acosté con ella. —¿Cómo supo quién era su padre? —Llevábamos más de un año saliendo, su padre se enteró de nuestra relación e investigo quién era yo. Un día vino a verme al hospital dónde realizaba las prácticas y me contó toda la historia, incluida la ayuda que le daba a mi madre para mis estudios. No supe que decirle. Él me pidió que dejara de verla, el argumento de que podía ser mi hermana cayó sobre mí como una losa. Las pruebas serológicas pueden determinar el grupo sanguíneo de una persona basado en los grupos de los padres, pero no son pruebas concluyentes, tampoco las recientes con la proteína HLA, cuyos diferentes tipos varían de persona a persona. Hoy, por hoy, no existe todavía forma de averiguar si somos hermanos. —Sería un golpe duro tener que renunciar a ella, pero dígame ¿cómo sabe de mi amistad con Eulalia? —Ripoll no es el único que tiene informantes. —Ya, no obstante, todo lo que me ha contado no explica que usted sepa la personalidad de los asaltantes de su madre. —Cierto, y eso me obliga a relatarle la otra parte de la historia. Hace unos meses volví a recibir la visita de Camperol. Me contó la identidad de los otros violadores y que alguien les había amenazado de muerte a los cinco. Dedujeron que las amenazas partían de un enemigo común y los únicos que tenían cuentas pendientes con todos ellos a la vez éramos, yo… y el diablo. Camperol les tranquilizó asegurándoles que yo desconocía sus nombres, entre los cinco imaginaron un sistema de alarma para advertirse mutuamente de algún peligro. A pesar de todo, Camperol no se quedó tranquilo y pensó que si ellos conocían mi existencia y mi nombre, alguno de ellos, podría tener tentaciones de eliminarme. Por eso me dio el nombre de los otros cuatro. —Rocambolesca historia, Congost, parece más sencillo pensar que es usted el que se los está cargando –dije, esperando su reacción. —Supongo que, a estas alturas, ya habrán comprobado mis coartadas. —En efecto, pero quién tiene informantes también puede tener cómplices…, porque motivos le sobran. —Efectivamente –dijo, depositando su vaso vacío sobre la mesa-. Pero ¿cree usted posible que elija el Manila para cenar si tuviese algo que ver con la muerte de Camperol o con la de los otros? —Por lo menos veo tres razones. La primera porque, el nuestro, es un buen restaurante; la segunda porque siempre se vuelve al lugar del crimen y la tercera porque se moría por conocerme. Aunque, para su tranquilidad, no creo que tenga usted nada que ver con esas muertes, a pesar de que sepa manejar un bisturí. —Muchas gracias, Brotons, nos veremos el día de la cena-dijo cogiendo la carpeta con los presupuestos. —Eso espero –le dije, mientras le acompañaba a la salida. A la espera del elevador nos escrutamos de nuevo, era como en esos wésterns americanos de duelo al sol, aunque estuviésemos a cubierto y atardeciendo. Oímos llegar el ascensor, antes de entrar en él me miró a los ojos: —Cuénteselo, Brotons, yo no tengo valor… no sé si querría escucharme. Entró en el ascensor, encogido como el niño que acaba de contar una travesura. Desde el campanario de la vecina iglesia del Carmen tocaban las ocho.
Restaurante La Parrilla del Manila HotelCAMPANARIO DE LA CATEDRAL CON UNA DE LAS GÁRGOLAS QUE REPRESENTA UN CARACOL – FOTO AJUNTAMENT DE BARCELONA Las terrazas de la Catedral de Barcelona. Foto: Catedral de BarcelonaLa Basílica catedral del Pí o del Pino. Foto: BCNHorasdeOficina.Campanario Basílica del Pí. Foto: BCNHorasOficinaCampanario de la Basílica de la Merçè .Foto: ViajablocCampanario del Arzobispado de Barcelona. Foto: El País. Aunque así la titula el País, en realidad la foto corresponde a Santa María del Mar Santa María del Mar Foto:MiBarcelonaDETALLE DEL CAMPANARIO. FOTO: MiBarcelonaCampanas de la parroquia de Mare de Déu del Carme del barrio del Raval. Foto:Llibert Teixidó, para La VanguardiaIglesia y campanario DE BELÉN EN LAS RAMBLAS DE BARCELONA. Foto: Pere López – Fotografia pròpia. Campanario del antiguo monasterio de Santa Ana en BarcelonaTerraza de la Basílica de los Mártires San Justo y Pastor, en los años 70 la barandilla metálica no existía. Campanario de San Justo y Pastor. Foto: Las Piedras de Barcelona
El domingo día cuatro vi la final de Copa por televisión. Fue un gran partido entre el Valencia y el Barcelona, el resultado después de muchas alternativas y una larga prórroga, fue favorable al Barça con un gol de Ramón Alfonseda, amigo de la infancia con el que había compartido juegos durante los veranos en Granollers, una población cercana a Barcelona. Vi el encuentro rodeado de clientes del hotel en el salón del primer piso, ellos mostraban sus preferencias según afinidades y yo procuraba mantener una actitud diplomática. Lo importante, además del éxito de mi amigo, fue la facturación del bar. Aquella noche recordé la carta que Lilith me había prestado en un arranque de sinceridad. Busqué en el bolsillo del traje de la noche del viernes. Extraje el sobre y me dispuse a leer, antes de empezar la lectura mi mirada se posó en el nombre del destinatario y el corazón me dio un brinco: Sergio Congost. Ahora entendía muchas cosas, el gran amor de Lilith era el hijo de María y de alguno de los personajes del quinteto, incluido Robert Camperol. Leí el contenido de la misiva donde Eulalia Camperol repetía la exposición de sus sentimientos y no comprendía su actitud cobarde. «Mi padre no tiene ningún derecho a hacernos tanto daño», decía en uno de los párrafos. Cuando terminé me sentí abatido, aquello daba un giro inesperado en nuestras indagaciones. Llamé a Ripoll y rogándole máxima discreción, le conté mi descubrimiento. Esa información, decía, colocaba a Sergio Congost, si es que era el mismo, como favorito en las quinielas. Camperol le había obligado a romper con Eulalia y no sólo por cuestiones sociales, también porque podría ser su hijo. Pero, ¿de dónde había sacado Sergio Congost la información?, su madre nunca le dio el nombre de Camperol y esto había ocasionado el drama con Eulalia. Ripoll me confirmó que las posibles coartadas de Congost daban todo el margen para la especulación. Me aseguró que iba a interrogarle muy pronto y que me informaría de los resultados. Sin embargo, una inesperada situación retrasaría nuestras pesquisas. Todo el personal médico quedó alertado, pero no la población. En la ribera del Jalón hubo un brote de cólera que llegó a Barcelona. Los enfermos desarrollaban desde casos triviales, sin apenas síntomas o con diarreas leves, hasta cuadros severos con diarreas intensas. El período de incubación era de dos o tres días y en los casos graves las abundantes deposiciones producían una gran deshidratación. Los establecimientos hoteleros no fuimos, al principio, informados del brote. Noticias procedentes de distintos ámbitos alertaban a sus entornos. A pesar de todo, oficialmente no pasaba nada. El miércoles siete, la dirección general de Sanidad hacía público un comunicado según el cual los datos sobre el cólera eran producto de una «información tendenciosa de algún periódico extranjero». «No pasaba nada», aunque las fichas de entrada de extranjeros eran especialmente controladas por la policía, sobre todo si venían de África. Ripoll me confirmó que la pandemia de cólera existía y que era peligrosa. Tomé todas las medidas posibles. La limpieza de las cocinas y de las vajillas se extremó. Todo el personal que tocara y manipulara alimentos tenía que lavarse las manos con jabón concienzudamente y las materias primas de la cocina debían seguir un riguroso higienizado, las verduras y legumbres muy cocidas, suprimimos el marisco crudo de la carta. Las camareras fueron advertidas de que la ropa de cama con restos de excrementos o de sangre se pusiera en cestas distintas y en la lavandería las trataran aparte y si alguna resultaba sospechosa fuese quemada. Inventamos un comité de emergencia, con la idea de una intervención rápida si se detectaba algún caso. Una de las actuaciones era la de clausurar cualquier habitación por la que hubiese pasado algún afectado. La idea no era mía sino de dos cineastas ingleses en un film de 1950 llamado Extraño Suceso, que desarrollaba una historia inquietante en un hotel de París durante la Exposición Universal de 1889. No tuvimos que llegar a estos extremos; no obstante, mantuvimos la guardia durante los tres largos meses que duraría la alarma. Sin embargo, la ciudad tuvo muchos casos de afectados y de posibles infectados. En el Hospital del Mar se abrió una unidad de diagnóstico y tratamiento del cólera en tres pabellones distintos. Sergio Congost y todo el personal clínico tuvieron más trabajo que de costumbre. A pesar de las negaciones a lo evidente del Gobernador Civil, responsable de la salud pública, al fin recibió de Madrid la orden de vigilar el cumplimiento de las disposiciones sanitarias y ordenar los servicios oportunos. Más tarde supimos que hubo más de 400 ingresos hospitalarios y que la cifra oficial de muertos fue de tres. Ripoll y yo nos preguntábamos por qué la ciudad sufría una plaga decimonónica. Empezaba todo a ser un poco disparatado. Un nuevo suceso terminaría por confirmar nuestras controvertidas sospechas. Al anochecer, Ruth me llamó desde Niza, estaba en la finca de un millonario entrado en años, pero creso. —Los periódicos franceses hablan de que hay cólera en Barcelona… ¿Estás bien? —Bueno, ya sabes que los franceses son muy exagerados, hay algún caso pero está todo controlado. Estoy muy bien ¿Qué tal la playa? —Fabulosa, Henry tiene una playita privada a la que se accede desde su mansión, una maravilla. Nos juntamos más de veinte invitados y él me dice que yo soy la más guapa. —Lo creo. Es un tipo con muy buen gusto –contesté riendo. —Sí, está loco por mí; pero, hasta que no me ponga un anillo de diamantes y de muchos quilates en el dedo, va a tener que seguir deseándome. —Me parece muy bien. Ya sabes lo del refrán. Mucho prometer antes de… —No, no lo sé. ¿Cómo termina? —No tiene importancia, es sólo un refrán del pueblo, Henry tampoco lo entendería. —Te he comprado un traje precioso, Henry lo vio y me dijo que me había equivocado de talla, ¿cómo le iba a decir que no era para él? —Espero que la corbata y camisa que le hagan juego no me cuesten un mes de sueldo. —No, esas también te las traigo, pago con la tarjeta de Henry. No sé si me sentó bien que el tipo que estaba camelando a Ruth pagara mis regalos. Pese a mis reservas, la veía tan feliz que no le dije nada. Nos despedimos con millones de besos y con un saludo para Henry, si la cosa seguía así, estaba condenado a admitirle como amigo. Y aunque perder a una estupenda amante para ganar un nuevo conocido no me apasionaba, entendía que mi relación con Ruth estaba basada en dos cosas fundamentales: complicidad y libertad.
Muchos barceloneses, aprovechando que era verano y ante el peligro del cólera, enviaron a sus familias fuera de la capital. Algunas gentes de talente religioso acudían a los templos para rogar no ser contagiados por la enfermedad, más práctico les hubiese sido vigilar su higiene. Pero, cada uno, encuentra consuelo donde lo busca. Uno de los penitentes que confiaba más en lo místico que en lo aséptico era Ramón Pagés. A pesar de los consejos de Balcells que, desde su sabiduría en patología recomendaba calma, agua y jabón, Pagés envió a toda su familia a la finca de la Costa Brava. Él tuvo que quedarse en Barcelona atendiendo sus negocios y se refugiaba muchas tardes en la Basílica de los Santos Justo y Pastor, en la plaza del mismo nombre, que se escondía entre una maraña de calles estrechas al lado de la plaza de San Jaime. La iglesia se levantó muy cerca del anfiteatro romano que vio morir a los mártires cristianos y cuenta la leyenda que en esta basílica era donde se veneraba a la Virgen de Montserrat, antes de que fuese escondida en la Santa Cueva para evitar que cayera en manos musulmanas. El templo fue el refugio ciudadano en la gran epidemia de peste negra del siglo XIV, su amplia nave acogía a miles de barceloneses en busca de curación y consuelo, y docenas de ellos perecieron y fueron enterrados en fosas comunes en el subsuelo de la sacristía. Allí se encaminaba cada tarde Pagés en busca de alivio, atemorizado con la idea de que aquella epidemia tenía algo que ver con él. Se sentaba en la capilla del Santísimo y levantaba sus ojos para poder ver la magnífica cúpula donde, entre la negrura de su pintura, le parecía descubrir rostros. En la penumbra del recinto, elevaba su plegaría para que fuera localizado el conjuro que le permitiera romper aquel pacto diabólico. Era ya muy tarde, casi la hora de cerrar la iglesia. Pagés no lo sabía, pero por alguna rendija el humo de Satanás entró en el templo. Sintió una llamada y se dirigió como un autómata a la angosta escalera que conducía a la parte alta de la torre. La escalera de caracol se estrechó un poco más, él siguió subiendo, primero contó cada uno de los peldaños y al llegar a los cien dejó de hacerlo, miró hacia arriba, todavía faltaban tramos estaría por la mitad de la subida. Quiso descender, una voz en su cerebro le animaba a seguir subiendo y continuó con su empeño, la larga ascensión por la estrechez de la escalera y la semioscuridad le hicieron distorsionar la noción del espacio y del tiempo, su mente flotaba. Al fin reparó en una luz, una esquirla de luz al final de su trayecto que le permitió ver la entrada al mirador de la torre. La puerta de madera estaba abierta de par en par, el soportal de piedra conducía al exterior. Salió, una bocanada de aire fresco le llenó los pulmones, miró hacia abajo, calculó que estaba por encima de los treinta o treinta y cinco metros. La perspectiva era idílica, desde su atalaya tenía una vista periférica de 360 grados; de norte a sur, de mar a montaña, podía contemplar toda Barcelona. Las luces naranjas y rojas del atardecer juliano pintaban los campanarios cercanos, el de la Catedral aparecía con un aura sanguinolenta con la Sierra de Collserola al fondo ya en penumbra; el de Santa María del Mar se coloreaba de un pastel más tenue resguardado por la mar; y los de Nuestra Señora del Pi y la Mercè encendidos en escarlata. El mar se preparaba para recibir el ocaso, todo era extraordinariamente bello. Una ligera brisa le acarició el rostro, todo es perfecto, pensó. El aura roja cubrió la superficie celestial, miró hacia abajo. ¿Por qué no terminar ahora?, pensó, o quizás lo escuchó. Se reclinó sobre la barandilla construida antes de de Colón descubriera América. «Hazlo», parecía decir el sol mientras entraba en el mar por el horizonte. Levantó la pierna derecha y la apoyó sobre la baranda. Se sintió frágil. Iba a volver a bajar la pierna cuando le vio en el quicio de la entrada a la torre. Era el diablo de Flix, con su guerrera roja de insignias desconocidas y galones amarillos. «Hazlo, me lo debes», dijo la voz grave que resonó en el cerebro de Pagés. Trató de responder con una negativa, un golpe redobló en su caja torácica, vaciló unos instantes y cayó al vacío. El sol se ocultaba por occidente.
Ramón Alfonseda marca el gol del triunfo en la final de copa
Cola en Barcelona para vacunarse contra el cólera en 1971
Basílica de los Santos Justo y Pastor de Barcelona
Detalle de la torre…
Las tentaciones del DibloInterior de la BasílicaVista actual desde el campanario
Por si queréis escuchar cantos gregorianos mientras miráis la página.
Una indiscreción me descubrió la personalidad real de Ramón Pagés. A pesar de mis advertencias y de mis desvelos, el Manila, como cualquiera de los grandes hoteles del orbe, era un nido de espías y no lo digo por otros hechos más consistentes y de más alta repercusión diplomática y política que algún día relataré, lo digo por las situaciones cotidianas que suceden en el pequeño universo de un gran hotel. El ir y venir de los clientes deja, en multitud de ellos, gratos o controvertidos recuerdos, pero también en la memoria del personal de un hotel queda reflejado el paso de muchos de sus parroquianos, incluso tiempo después de estar alojados. Si todo el personal de un centro hotelero tiene capacidades detectivescas y fantasiosas, en los años setenta el centro de operaciones de espionaje estaba en la centralita de los hoteles, allí se recibían los mensajes, se ponían las conferencias, se preguntaba y se respondía a todo, mucho más que en la conserjería o en la recepción. Con el tiempo, la eliminación de aquellas centralitas acabó con una profesión y una forma de fisgoneo selecto. El caso es que, gracias a esta tradición de poner oreja en las clavijas, algunas de mis conversaciones e indagaciones eran seguidas por un público entusiasta. Para confirmarme lo que era de dominio casi general, apareció aquella mañana una de las camareras de piso en la puerta de mi despacho. —¿Puedo pasar, JB? —Claro María, adelante. María avanzó desde la puerta con paso indeciso hasta llegar al centro del despacho. Se detuvo y cruzó las manos sobre el uniforme a la altura del vientre. —Por favor no te quedes ahí de pié, siéntate. Retiró las manos del regazo y se sentó en una de las butacas. —Verás, JB, he oído por ahí que estás interesado en un tal Ramón Pagés… —Sí, María, supongo que habrás sabido algo por radio macuto. Ella sonrió. Me conocía desde que era un muchacho de catorce años recorriendo los pasillos del hotel. María era de las veteranas, estaba desde el primer día que el hotel abrió sus puertas. —Estuve sirviendo mucho tiempo en casa de los Pagés, desde los trece años. Tanto en su piso de la plaza Calvo Sotelo como en su masía de Cadaqués. ¿Qué quieres saber de los Pagés? —¿Conoces bien a Ramón? —Sí, fue justo al terminar la guerra. El señorito Ramón-dijo, todavía con la mente puesta en el pasado –tendría veintiuno o veintidós años. Tenía dos hermanos y cuatro hermanas. Él era el mayor. —¿Cómo era? —No era mala persona a pesar de pasearse todo el día con la camisa azul. Lo hacía porque era muy tímido. Cada vez que una de nosotras le preguntaba algo se ruborizaba. Iba un poco salido, cuando «hacíamos» el suelo nos miraba le trasero. En aquellos tiempos limpiábamos de rodillas. —Perdona la pregunta… ¿llegó a propasarse alguna vez con alguna de vosotras? —No, que va, incluso había una cocinera extremeña que le provocaba. Éramos crías y jugábamos a eso con los señoritos, sin que lo viese la señora… muy de misa ella. En aquella casa no pasaba lo que en algunas otras que el señor o los señoritos andaban tras el servicio, en la de los Pagés todo lo vigilaba la señora. Sonreí. Me imaginaba la férrea mano de la dama controlando a su marido y a sus vástagos. —Al parecer eran buena gente-aventuré. —Bueno, ya sabes, muy suyos, muy católicos, la señora de misa diaria. El señor con sus negocios. Eran primos hermanos, tuvieron que pedir no sé que al Papa para casarse. En aquella casa sólo se hablaba catalán, estaban orgullosos de que su hijo fuese falangista. «Me lo pidió Cambó», repetía el padre. El señorito Ramón utilizaba sus influencias con los gerifaltes para los negocios de la familia. —¿Y el tema del sexo? —¿El ñaca, ñaca? Era muy familiar, en Calvo Sotelo todos guardaban la compostura, pero al llegar a Cadaqués todo se desmadraba. Creo que María vio en mi cara la extrañeza y las ganas locas de que prosiguiera el relato, al fin y al cabo yo también era de la cofradía de los chafarderos. —Sí, JB, en la masía de Cadaqués, con el verano, el sol y la playa, todo cambiaba. Venían a la finca las hermanas del señor y los hermanos de la señora, todos primos, todos Pagés, todos muy catalanes. Pillamos varias veces al señorito Ramón haciendo cosas con dos de sus primas. —¿A la vez? —No, no. Con una en el jardín y con la otra en su dormitorio. Las dos eran primas hermanas, una de un lado y otra del otro, las dos Pagés. El señorito tuvo que casarse con la primera de ellas que quedó embarazada. No hubo escándalo; algunos de los cuñados Pagés también jugaban con sus primitas. —¡Caramba, María! Esta familia sabía divertirse. —Uy, ahí no acaba todo –dijo María, misteriosa-. Cuando empezaba el veraneo la señora se tiraba los tres meses con los pequeños en Cadaqués. La familia tenía un capellán que residía todo el verano en la masía y daba misa todos los días en la capilla de la finca. La familia sólo asistía los domingos, la señora a diario. —Vaya, muy devota. —Sí, muy devota… devota del capellán. Malas lenguas dicen que el más pequeño… bueno, el que ahora es sacerdote… Estallé en una sonora carcajada. —Sí, sí, tú ríete, pero no has tenido que verle con la sotana arremangada empujando desde atrás y la señora apoyada en el altar de la capilla… y luego limpiarlo todo. No podía más, me estaba desternillando de risa. Traté de hacer un esfuerzo y seguir indagando, no exento de morbo pregunté: —¿Pero, vosotras, cómo lo veíais? —A través de una cristalera o por el ojo de la cerradura… y no te rías. —No puedo evitarlo, perdona María. Te voy a preguntar algo muy en serio. ¿Crees capaz a Ramón Pagés de cometer un asesinato? —¿El señorito Ramón? Qué va, es incapaz de matar una mosca. —En la guerra mató a más de una. —Sería a cañonazos y a distancia. Es un cobardica. Se desmayaba si veía sangre. Un día, una de nosotras, Paulina, se cortó en un dedo y al señorito le dio un vahído. —Gracias, María. Me has sido de mucha utilidad. —Ya sabes, JB, si en algo puedo ayudarte… Pero, por favor, no le digas a nadie todo lo que te he contado. —Yo no se lo diré a nadie, María. —Gracias, JB. Salió del despacho contenta de haberme podido echar un capote, ahora veríamos cuál sería su aplomo cuando la interrogaran las telefonistas y los mozos de equipajes, verdaderos agentes de información.
Una noche con Lilith
Barcelona, dos de julio de 1971
Lilith, según las antiguas culturas, fue la primera mujer de Adán. Los sumerios ya contaron que su lujuria y rebeldía la llevó a abandonar a Adán. El primer problema entre ambos surgió cuando ella se cuestionó el porqué tenía que yacer debajo de Adán si también estaba hecha de polvo como el primer hombre. Al parecer, no sólo era una cuestión postural sino de igualdad. Eulalia Camperol cumplía con los cánones de su predecesora, ella quería ser la protagonista de su vida, llevar la parte cantante en las relaciones y elegir la postura del coito según el momento. Yo no tenía ningún inconveniente en aceptar cualquiera de estas condiciones. Así que esperé con paciencia a que ella iniciará un nuevo contacto. Una mañana los dioses escucharon mis silentes ruegos y la tentadora Lilith me llamó para proponerme una cita. Acepté encantado y quedamos a medianoche en un bar cercano a Las Ramblas. Boadas era una coctelería de la calle Tallers, a pocos metros de Las Ramblas y a tiro de piedra del Manila. Era un local pequeño y entrañable, de forma triangular, en el que José Luis y su esposa, María Dolores, hija del fundador Boadas, ejercían de anfitriones. Nos sentamos en los dos taburetes de la barra principal que formaban el vértice del triángulo. Nos atendió la mestressa en persona. —Hola guapos-nos dijo. ¿Qué queréis?, aunque ya sé, Jordi, que me vas a pedir un J&B como siempre. Espero que tu amiga tenga más sentido del gusto y me pida un cóctel. —Te presento a Eulalia –dije. Eulalia le dio dos besos a María Dolores. —Sí, yo no soy de ideas fijas, sorpréndeme con uno de tus combinados. A María Dolores Boadas se le iluminó el rostro. ¡Por fin le traía una persona de gustos exquisitos a la que poder maravillar con una de sus creaciones! — ¿Nunca le pides un cóctel para satisfacerla? –me dijo Lilith. —Si, a veces, pero normalmente recurro al whisky. —Vaya, veo que eres un hombre fiel… a las bebidas. María Dolores seguía mezclando y dándole a la coctelera con agilidad y ritmo. —Toma cariño, mi mejor Dry, nueve partes de ginebra, una de vermut seco, mucho hielo y mi toque mágico –le dijo a Lilith-. Y para ti, tu J&B. Tienes suerte de que me recomiendas a los clientes del hotel, si no, no te serviría ni una cerveza –dijo con fingido desdén y guiñándole un ojo a Lilith. —Bonito local, estuve una vez con mis amigos, aunque había mucha gente y me pasó desapercibido. —Por aquí ha transitado todo el mundo, desde Xavier Cugat a Serrat, pasando por Joan Miró, Salvador Dalí, García Lorca, Picasso, Ernest Hemingway saboreando sus mojitos, o Greta Garbo. —Fíjate que sólo has mencionado a una mujer. —No, Lilith, te he presentado a otra y excepcional. La gran dama del Boadas. Estuvimos dialogando por espacio de media hora larga. Hablábamos de nosotros, protegidos por un mágico halo que nos situaba al margen de todos, la demás gente del establecimiento andaba desaparecida entre la niebla del humo de los cigarrillos. Con un ligero gesto apartó su melena de tonos cobrizos y me miró a los ojos. Supe que iba a contarme la historia de su gran amor, una historia rota por la presión paterna. —Nunca supe, si lo que le molestaba era que me llevara cerca de diez años de edad o, simplemente, por imponer su voluntad. El caso es que no paró hasta conseguir que rompiéramos. Me traumatizó, pero me liberó, a partir de entonces hice lo que me vino en gana, ligué con quien quise. El problema es que en cada una de mis relaciones veo gestos de mi padre y eso me impide amar a nadie. En aquel momento María Dolores Boadas advirtió que nuestras copas estaban vacías, con su habitual sonrisa preguntó si queríamos otra ronda. —Sí, de lo mismo, estaba muy bueno –contestó Lilith. La barman me observó con mirada desafiante para censurarme si le pedía otro nuevo whisky. Esta vez la complací. —Un Rob Roy, al fin y al cabo era un rebelde –dije. María Dolores sonrió. La vimos coger el vaso mezclador y enfriarlo vertiendo una cucharada de hielo picado y removerlo hasta refrigerar el recipiente, tiró el hielo y puso casi tres cuartas partes de J&B de quince años y el resto de vermut dulce, añadió dos gotas angostura, un chorrito de jugo de cerezas y una cáscara de limón, lo mezcló todo con una cucharita larga e intentó servirlo en una copa de Martini, pero la cambió por un vaso corto sonriéndome. —Es una concesión sólo para ti-dijo. —Te lo agradezco. Continuamos la conversación que María Dolores había interrumpido para evitar que nos quedáramos secos. Nuestros taburetes estaban pegados el uno al otro con lo que nuestras pantorrillas se rozaban en cada cambio de posición. Tuve la tentación de subirme la pernera del pantalón por encima del calcetín para sentir su piel. Lilith lo adivinó, me cogió la mano y fue recorriendo con sus dedos las líneas de la palma como si fuese una experta en quiromancia. —¿Sabes leerlas? –pregunté. —No, pero me gusta tocarla –dijo entrelazando sus dedos con los míos y poniendo cara de niña mala por la ambigüedad de la respuesta. Correspondí a sus caricias poniendo mi diestra sobre su rodilla. —A mí también… –dije. Pero, sigue con tu historia, por favor. —Poco más hay que contar. Soy una mujer libre, también quiso serlo mi hermana y ante la imposibilidad de conseguirlo huyó para no enfrentarse a mi padre. —¿Hace mucho que está en Ibiza? —Un par de años… y dudo mucho que vuelva. Yo me quedé aquí, en la misma ciudad que mi padre; preferí darle disgustos en distancia corta. Fue una forma de vengarme. —¿Y ahora que él ha muerto? —No siento ninguna satisfacción, ni alivio, algo se rompió hace tiempo en mi interior y trato de arreglarlo… sin prisas. Nuestras bebidas fueron mermando a la misma velocidad que nuestros cuerpos se buscaban sutilmente. Nos besamos. Sin embargo, no estábamos cómodos, el local no era demasiado grande y pese a las cortinas de humo y el éxtasis del vapor etílico, nos poníamos en evidencia. Nos despedimos de la mestressa, que nos regalo besos, sonrisas y consejos, salimos a Las Ramblas y paramos un taxi. Lilith dio la dirección de su casa y se acurrucó a mi lado como si quisiera fundirse en mí, su mirada era toda una promesa, porque se pueden adornar las palabras hasta hacerlas convenientemente creíbles, pero la forma de mirar no engaña. Llegamos en apenas un cuarto de hora, abrió la puerta y nos besamos en la semioscuridad del patio, sin dejar de besarla tanteé los botones del ascensor hasta dar con el de llamada, en cuanto el elevador abrió sus puertas entramos sin mirar, por fortuna estaba vacío. Lilith se arremangó la minifalda y saltó a mi cintura atenazándola con sus piernas, yo le sujeté el trasero por debajo de la falda sin intención de renunciar a sus glúteos, por lo que tuvo que ser ella la que pulsara el disco de su piso. De la misma guisa y sin dejar de besarnos, dejamos el ascensor y, como pudimos, introducimos el llavín en la cerradura de la puerta, una premonición de lo que iba a suceder poco después en su tresillo. Como era de esperar Lilith me cabalgó con frenesí, y a mí no me importó yacer debajo de ella. El orden de los factores… Un par de horas más tarde, reposábamos felices en su dormitorio. —¿Le has vuelto a ver? –pregunté al techo de la habitación. —¿Te refieres a mi sujetador? Cayó a las primeras de cambio. Solté una carcajada y me giré hacia ella. No hizo falta volverle a preguntar. —Mi padre solía ser muy convincente. No he sabido nada más de él, aunque por amigos comunes supe que vivía en Barcelona. —La muerte de tu padre cambia mucho las cosas. ¿Tal vez, ahora? — No temas, no me gustan los cobardes, se rindió demasiado pronto. Incluso le escribí un par de cartas diciéndole que estaba dispuesta a todo por seguir con él… a todo, incluso dejar mi casa. No recibí respuesta. Mi tercera misiva fue devuelta al remitente, no quiso ni abrirla. — Lo siento. —No tienes nada que sentir, es agua pasada y como te he dicho, entre el uno y el otro me mostraron el camino de la libertad. La abracé tiernamente y no pregunté más. Mis inquisiciones eran sinceras, pero no quería incomodarla. Miré la hora, tenía que regresar al hotel, a la mañana siguiente, es decir, al cabo de unas cuatro horas, empezaba una jornada complicada, al mediodía recibíamos un par de grupos de turistas y despedíamos a otros tantos. —Tengo que irme princesa, ¿me llamarás? Ella sonrió, sabía que la pregunta era sincera, pero un tanto sarcástica. —Es posible que lo haga –dijo irónicamente. Me metí en el baño, estaba lleno de potingues y de ungüentos, pero muy bien ordenado. Dejé que el agua de la ducha de deslizara por mi cabeza para terminar de despejarme. Elegí un gel de baño del surtido de media docena que reposaban en un estante de cristal. Canté un par de estrofas de alguna canción y eso me trajo a la memoria mis días en el coro de Notre Dame de Lausana. «Tengo que apuntarme en algún coro de Barcelona», pensé. Al entrar de nuevo en el dormitorio, Lilith estaba esperándome desnuda y con un sobre en la mano. —Es la última carta que le escribí y que me fue devuelta. En ella le contaba todos mis sentimientos y mi rabia por no haber luchado por mí, quiero que la leas y luego la destruyas. Con eso rompo con el pasado, ya no actuaré ni por venganza ni por indolencia, lo haré a mi modo y cómo decida. —No sé si debo… es tu vida. —Y yo quiero hacerte participe de ella, así no preguntarás nada más, tampoco deseo que me comentes tu parecer, sería baldío; acéptalo como un gesto de especial confianza. Cuando terminé de vestirme cogí el sobre y lo guardé en uno de los bolsillos de mi americana. Ella permanecía sentada en el borde de la cama, me arrodillé para quedar a su altura. —No te olvides de llamarme, todas las mujeres decís que lo haréis y luego si te he visto no me acuerdo. —Eres un payaso, Jordi, –dijo, partiéndose de risa. Di un portazo simulando mi salida, pero me quedé en el piso, entré de nuevo en el dormitorio y ella salió del baño algo asustada. Sonrió con su carita de niña mala al verme allí parado. —¿Qué te has dejado? –preguntó. —A ti-respondí, besándola en la boca. Fue una despedida tierna, con sabor a cóctel a besos y a confidencias. La ducha seguía martilleando sobre la bañera vacía, como una canción de amor.
El Club Med de Cadaqués, años 70. Folo La VanguardiaFoto Maspons. EL PAÍSLA DAMA DEL BOADAS DE ABRCELONACOCTELERÍA BOADASImagen Publicitaria de Bocaccio. Teresa Gimpera, foto Leopoldo Pomés.
El cambio de solsticio no había acabado todavía, unos se purificaban en la mar, otros buscaban un trébol que les trajera la suerte y alguien preparaba un asesinato reclamando una cuenta pendiente. Una figura no demasiado voluminosa vestida en negro, de oscuras y perversas intenciones, se movía como una sombra entre los grupos de juerguistas que todavía pululaban por las calles de la ciudad. Atravesó la plaza de la Catedral, el edificio catedralicio pareció estremecer a la sombra que apretó el paso. Llegó frente al Archivo Diocesano en la calle del Obispo. La entrada estaba protegida por una enorme puerta de madera que, a pesar de la hora, estaba abierta. Deulovol trasteaba en su despacho de archivero, un enorme ficus aportaba calidez y ornato a la sala, lo tenía desde hacía tiempo, lo regaba con asiduidad y le dedicaba todos sus mimos; las plantas también tienen sentimientos, solía decir. La sombra, aparentemente humana, atravesó el patio y subió por la escalera principal. Se movía con comodidad como si hiciese siglos que conociera el lugar. Entró sigilosamente en el despacho del archivero, Deulovol andaba consultando unos documentos. —Ahí no lo encontrarás –dijo una cavernosa voz surgiendo de la negrura. Deulovol se giró, tenía en su mano un antiguo legado con el sello del Vaticano. —Ahí no lo encontrarás –repitió la voz. —Me importuna este juego –dijo, al fin, Deulovol. —Yo tengo algo que tú deseas y tú algo que vengo a reclamarte. —No tienes derecho… —Oh… sí lo tengo, Él me lo otorga. El pretendiente a arzobispo, antiguo falangista, nuevo nacionalista e impune violador y asesino, sintió miedo por primera vez en muchos años. Retrocedió unos metros y su coxis tropezó con su mesa de archivero. Una bandeja que soportaba un tintero, algunas plumas y media docena de lápices tembló con el golpe. —Hicimos un trato –atinó a decir Deulovol. —Un trato que habéis pretendido romper. —¿Cuántas más vidas quiere? —La tuya le bastará, de momento. Trató de lanzarse sobre la sombra, pero su complexión oronda de doctor de la Iglesia cayó contra el suelo del despacho sin hacer apenas ruido y quedó de cara al piso. La sombra saltó con agilidad sobre la espalda del capellán. Fue como si un relámpago cruzara la estancia, con la mano derecha el atacante levantó la cabeza del caído y el acero de un bisturí apareció en su mano izquierda como por encanto. Casi no hubo lucha, la garganta sebosa de Deulovol se abrió como la boca de una hucha de arcilla por donde manó la sangre en abundancia. El ficus recibió las salpicaduras del rojo elemento y se manchó con la sangre de su custodio. El homicida se aupó sobre el cuerpo de su víctima. Su mirada se dirigió hacia un escudo decorativo colgado en la pared de enfrente. Sobre el soporte de madera y piel se cruzaba una espada de doble filo que, pese al uso ornamental, estaba visiblemente afiliada; podía pasar por una de aquellas que se destinaban para decapitar a los nobles. El asesino la blandió con extraordinaria facilidad y de un solo tajo, separó la testa del tronco de Deulovol cuando el sacerdote todavía agonizaba entre desagradables estertores. La cabeza del asesinado rodó por el piso como fruta madura. La expresión de sorpresa y terror de Deulovol al ser degollado había dejado una mueca de falsa sonrisa en su rostro. El criminal levantó su trofeo y lo depositó en la bandeja de plata a la que previamente había vaciado de sus objetos, las estilográficas y el tintero se estrellaron contra el suelo con estrepito. Al igual que la de San Juan Bautista, cuyo día se estaba celebrando, la testa quedó severa y sanguinolenta sobre el plato. Era patético contemplar aquel rictus risueño mirando hacia el tronco podado de lo que había sido Joan Deulovol, casi coadjutor y que ya nunca llegaría a arzobispo. La sombra despareció del lugar del crimen con la misma facilidad con la que llegó. Fuera, los últimos petardos saludaban la salida del sol. El teléfono de mi habitación sonó con insistencia. Me desperecé y me desesperé, ¡eran las seis de la madrugada!, apenas había dormido dos horas. La telefonista de noche estaba al otro lado de auricular. Era una antigua actriz de reparto venida a menos y que ejercía de telefonista en el hotel sin perder ni un ápice de sus condiciones para el melodrama. —Le he dicho que estabas descansando JB, pero ha insistido de una forma casi violenta, repite que es algo de gran importancia. Es el señor Nogal. Imaginé los teatrales aspavientos de mi empleada y la posición de la clavija de la centralita para no perderse ni una palabra de mi conversación con Nogal. —Dime Félix… y usted, Lurdes, desconecte. Oí el clik de la clavija, señal de que ya no podía oírnos y volví a imaginar, divertido, la expresión de la telefonista al sentirse pillada. —Jordi, he tenido un visión, he percibido… –dijo poniendo mucho énfasis en el verbo-. He percibido a Salomé pidiendo la cabeza de Juan Bautista. —¿Antes o después de la danza de los velos? — No, en serio Jordi, alguno de nuestros amigos ha perdido la cabeza. —¿Qué quieres decir, Félix? —Que alguien de nuestro quinteto ha dejado este mundo y se despide de él sin su cabeza. Le han decapitado. —Me dejas de piedra. Llamaré a Ripoll para indagar. Te diré algo. Un policía respondió a mi llamada. El comisario Enrique Ripoll no estaba de guardia y tenía fiesta hasta el día siguiente. Esperé impaciente para llamarle a una hora prudente a su casa de Castelldefels, me respondió su hija Ana. —Papá está navegando, hoy tiene fiesta. —Gracias Ana, dile que en cuanto pueda me llame, es urgente. No pasó ni una hora cuando Ripoll, carraspeando más que de costumbre, me llamó al hotel. —Joder, Jorge, no puedo ni navegar tranquilo, me han llamado de comisaria y Ana me ha dicho que tú también. Y me temo, no sé por qué, que una cosa está relacionada con la otra. —Veras, comisario, Nogal a tenido una premonición… —Ya, que a tu amigo Deulovol le cortaban la cabeza después de rebanarle el cuello. —¿Cómo lo sabes? —Dímelo tú. Me llamas a las nueve a casa, media hora después de que los curas del Palacio Arzobispal descubrieran el zancocho. O estabas allí o te lo ha contado el asesino. —No sabía que se trataba de Deulovol. La historia de Nogal era sobre una cabeza cortada, no pudo «ver» al asesinado. —El juez está levantando el cadáver. De la central de Layetana me han pasado el muerto, primero porque el Archivo es de nuestro distrito y luego, porque mis distintas consultas sobre lo de Flix han convencido al comisario jefe de que este asesinato, el de Torras, y la muerte de Camperol, tienen un nexo común. Al día siguiente Ripoll me ponía al corriente de las investigaciones policiales. Carecían de pistas sólidas o de huellas. Los interrogatorios a los sacerdotes habían sido infructuosos, nadie oyó nada, el cadáver fue descubierto por uno de ellos sobre las ocho de la mañana. La policía científica apuntaba la muerte pasadas las cinco. Tenían la espada ejecutora, pero no la verdadera arma del crimen. Y luego estaba aquella enigmática sonrisa en la testa huérfana de tronco. —Puede decirse que nos la sirvieron en bandeja-dijo Ripoll para terminar su historia. —Diabólico –dije, sin tratar de hacer un chiste. —Voy a tratar de confirmar al quinto hombre y de llevar a declarar a Gabaldá, a ver si le saco algo. —Esta vez estoy libre de sospecha –bromeé. —Tampoco, a menos que me digas dónde estabas entre las cinco y las seis. Le escuche reír a través del auricular. Le encantaba hacer este tipo de preguntas, medio en broma, medio en serio… seguía siendo un poli. —Pues durmiendo en el hotel, el rato que pude. —Entre unos y otros me fastidiasteis la navegación y la fiesta de hoy, el comisario jefe quiere avances rápidos en la investigación, demasiados pájaros influyentes están cayendo en Barcelona y no es por el calor. Me quedé impresionado, aunque nada sorprendido. Nuestro quinteto se estaba ganando el infierno y, siguiendo la increíble historia de Nogal, el diablo sus almas. Giré el interruptor del hilo musical de mi habitación, la voz de Carlos Gardel cantaba Por una cabeza. «No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…» Jugar con según quién era un reto demasiado peligroso, pensé. La prensa se ocupó muy poco o nada del asesinato de Joan Deulovol. Al igual que con la muerte de Torras «alguien» había procurado que los casos pasaran casi desapercibidos por la opinión pública. En el caso de Torras había sido el Opus el que había intentado tapar su muerte, en el caso de Deulovol eran el arzobispado y el nuncio de su Santidad los que utilizaban sus influencias para que el hecho fuese poco publicitado. A todos los efectos, Joan Deulovol, había sufrido un accidente en su despacho y un objeto cortante de adorno le había causado heridas de consideración en la cabeza. Lo curioso fue que su muerte no fue demasiado lamentada por los círculos que reclamaban un arzobispo catalán, otros encabezarían estas exigencias.
Una vieja historia
Barcelona, 25 de junio, 1971
Si alguien me pregunta por un viernes especial, diré que fue aquel del 25 de junio. Tuve una llamada de Balcells, el catedrático del Opus. Ya estaban enterados del asesinato de Joan Deulovol, también de la forma en que había muerto y de datos que todavía figuraban como secreto de sumario, pensé que sus servicios de información estaban muy bien desarrollados o que debajo de las túnicas de algunos jueces, fiscales y funcionarios judiciales latía un corazón de la Obra. El caso es que tenían mucho interés en volver a hablar conmigo. Me sugirieron visitarles de nuevo en Premià de Dalt, me negué, con cortesía, pero me negué. —No puedo abandonar mi trabajo, les propongo entrevistarnos esta vez en mi despacho. Pero, es muy posible que sepan más que yo de lo sucedido a tenor de sus fuentes de información. —No se trata de esto –dijo Balcells-. Esta vez somos nosotros quienes vamos a presentarle a alguien que resolverá alguna de sus dudas. —Bien, ya saben que tengo mucho interés en el caso. Díganme una fecha. —¿Esta tarde? —Vaya, tenemos prisa… ¿Debo advertir a Ripoll? —Preferimos verle a usted a solas, aunque estamos seguros de que luego le contará todo a su amigo. —Ni lo dude, Balcells. ¿Les parece bien a las nueve? —Allí estaremos, le presentaremos a alguien que, seguro, le va a interesar. Esperé con impaciencia a que llegaran las nueve mientras resolvía una docena de problemas domésticos, el hotel era un gran hogar donde recibíamos a muchos primos lejanos que esperaban encontrarse como en su casa. Sin embargo, había dos diferencias notables, pagaban su estancia · 93· y deseábamos con sinceridad que volvieran lo antes posible, salvo unas pocas excepciones. Fueron puntuales. Acudieron Balcells y Guardans acompañados de un tercer hombre. Desde recepción me llamaron para informarme de su llegada. Quendy les hizo pasar a mi despacho. Me levanté para saludarles. Todos iban con trajes oscuros, sobrios y elegantes, camisas blancas bien planchadas con corbatas gris perla, demasiado aristocráticas para la apariencia del terno, y zapatos muy lustrados. Después de los saludos a Balcells y Guardans me presentaron a Ramón Pagés i Pagés. Les rogué que tomaran asiento, mientras me arremolinaba en mi sillón frente a ellos. Balcells y Pagés se sentaron en las butacas de los extremos, dejando a Guardans la del centro. Balcells empezó la conversación. —Sé que no le gusta andarse con rodeos, Brotons, iré a la cuestión que nos ha traído aquí de la forma más directa. Ramón Pagés estuvo allí. Creí saltar del sillón, pero me contuve. ¡Tenía la última pieza del quinteto! No quise aparentar impaciencia ni indiferencia. También fui al grano. —¿Se refiere a Flix? —Así es. Pagés le va a contar una historia sorprendente, verídica y terrible, para que valore nuestra sinceridad y nuestras ganas de colaborar. Me pareció una situación inaudita. Tres importantes miembros del Opus me pedían ayuda y uno de ellos se preparaba para contarme el relato que yo más deseaba. Ni me paré a meditar dónde me metía. Sabía que aquello no era una fineza para satisfacer mi curiosidad y que a cambio tendría que compensarles o pagarles. Por un momento pensé que el precio iba a ser mi alma, aunque ninguno de los tres tenía rabo ni depositaron sobre mi mesa un documento en latín para que lo firmara. Giré mi asiento en dirección a Pagés, crucé la pierna derecha sobre la izquierda y esperé. Ramón Pagés i Pagés se enderezó en su butacón, era un hombre de aspecto tímido, de cabeza cónica, orejas pequeñas y pegadas a la cabeza, nariz chata y labios delgados, parecía un rostro todavía sin terminar; inacabado. Echó un vistazo a sus dos compañeros como pidiendo su aprobación, luego me miró fijamente y estiró el cuello como si la camisa le molestara. —Tengo que remontarme a 1936, cuando los dirigentes de la Lliga, Cambó, Ventura y otros, hicieron un llamamiento a los jóvenes catalanes para escapar de Catalunya y huir a Burgos. Teníamos claro nuestro ideario, pero era preferible arriesgar con Franco que dejar que los sindicalistas, anarquistas, socialistas, comunistas y masones se hicieran con nuestra patria y mancillaran al catolicismo… Iba a decirle que era la patria de todos, me tragué las ganas y me contuve. Tenía que escuchar su historia y oírla desde su punto de vista si quería conocerla con un mínimo de sinceridad. —Mi padre era gran amigo de Cambó –continuó- y le escribí para que me aconsejara, su respuesta no admitía duda: Alístate en un movimiento joven e imaginativo como la Falange. Fuimos bastantes los que nos integramos en la Primera Centuria catalana de Falange Española, la bautizamos «Virgen de Montserrat», tenía que quedar muy clara nuestra catalanidad, porque yo era, y soy, un nacionalista convencido –dijo, antes de pedirme un poco de agua. —Por supuesto –dije sarcásticamente-. ¿Y ustedes que desean tomar? Vacilaron unos instantes. Imaginé que valoraban qué tipo de bebida debían pedir. —Yo voy a tomarme un J&B –dije para animarles. Se miraron interrogantes unos a otros. Al final, Balcells, en nombre de todos, aceptó el envite. Llamé a Quendy. —Por favor, que nos suban una botella de J&B con cuatro vasos cortos y una cubitera con mucho hielo. En apenas cinco minutos apareció un camarero con las bebidas, sirvió los cuatro primeros whiskys y dejó la botella y la cubitera a mi alcance. Bebimos un primer trago y dada la composición de la reunión, puedo decir que nos supo a gloria. Pagés prosiguió. —Nuestro bautismo de fuego fue en el sector de Espinosa de los Monteros. Fue un combate terrible, tuvimos que tomar Herbosa heroicamente a bayoneta calada. Al anochecer los supervivientes temblábamos de miedo ante los próximos combates. Para animarnos, el mando, hizo que las jóvenes fascistas del pueblo nos vinieran a cantar una coplilla que ya nunca olvidaré: En las cumbres de Espinosa / hay una fuente que mana / sangre de los catalanes / que murieron por España. Pero faltaba lo peor… Sonrió como un imbécil al recordar la copla de las jovencitas de Espinosa, incluso ladeó la cabeza como si quisiera cantarla, Balcells le miró con severidad. Le rogué que prosiguiera. Bebió un par de tragos. —Me incorporaron a la Segunda Centuria Catalana y me enviaron al frente de Madrid. Allí fue cuando nació nuestra amistad, me refiero a la de los cinco que usted ya conoce. En los momentos de descanso en la Ciudad Universitaria cambiábamos impresiones de cómo debería ser la nueva Catalunya. Allí nos llegaban los ejemplares del semanario Destino, la revista del bando nacional en cuya redacción abundaban los catalanes Un día integraron la centuria en la Bandera Marroquí de la Falange, una verdadera fuerza de choque. Reunidos en un cobertizo, antes de entrar en combate, compartiendo nuestros miedos, Camperol dijo aquella terrible frase: «Vendería mi alma al diablo para sobrevivir a esta guerra», los demás estuvimos de acuerdo ante la inverosímil propuesta. Mas el diablo tiene muchas formas de engaño. Alguien había oído nuestra conversación y Satanás aceptó nuestra propuesta. Se trataba, en apariencia, de un soldado de aspecto extraño de barba y bigote imperio, con insignias desconocidas en una guerrera roja con galones amarillos; utilizaba un lenguaje pedante y exaltado. Su voz sonaba desde nuestras mentes, la oíamos como la marcha de una máquina de tren en el eco de la lejanía. Nos prometió la supervivencia, el regreso a Barcelona como vencedores, y los mejores logros de vida, tanto económicos como sociales. El precio eran nuestras almas. Para demostrar la veracidad de su oferta nos advirtió de la dureza extrema de los próximos combates, la centuria sería diezmada y entre los pocos supervivientes estaríamos nosotros. Dudamos. «Nada tenéis que perder, si uno de vosotros es herido o cae en el combate confirmará la falacia o la locura de mi propuesta, si por el contrario resultáis ilesos se os pedirá una prueba de maldad que os asegure el resto de la oferta» Ante el insólito relato de Pagés la camisa no nos cabía en el cuerpo, ni a mí ni a mis invitados. Aquello parecía una broma de mal gusto o una enajenación propia de los tiempos de guerra. Habíamos consumido nuestras copas y serví una nueva ronda para los cuatro. Guardans hizo un gesto con la mano a Pagés para que prosiguiera. —Los siguientes combates fueron terroríficos. Como había anunciado el extraño soldado, la centuria fue diezmada, nosotros no tuvimos ni un solo rasguño. Además fuimos escogidos para realizar el curso de oficiales de complemento en un campamento cercano a Burgos. Semanas después, con nuestra estrella en la bocamanga, nos dieron a cada uno de nosotros el mando de una sección en el mismo batallón. El imparable avance nacionalista nos llevó a conquistar Flix y los pueblos de alrededor; el lado occidental del Ebro era nuestro. Entramos en una localidad cercana. Reunimos al alcalde, al maestro y a todos los rojos en la plaza y les fusilamos. Allí quedamos acantonados por un tiempo. Disfrutábamos de un merecido permiso. Camperol incluso tuvo tiempo de conocer a una bella muchacha, una guapa campesina de pelo lacio y castaño, nariz pequeña y enorme sonrisa. Se hicieron novios, o eso le hizo creer Camperol. Mientras nosotros ahogábamos nuestras soledades en la cantina, Camper iniciaba los primeros escarceos amorosos aprovechando los atardeceres y un establo abandonado donde el heno servía de improvisado sofá, porque la moza concedía a Robert sus primeros y más apasionados besos, sus abrazos y poco más. Se negaba a tumbarse sobre el forraje porque se sentía vulnerable en posición horizontal cuando la falda quedaba a merced del embravecido galán de estrella en bocamanga y borla en la gorra. Ella prefería quedarse sentada protegiendo con la mano el vuelo y el levantamiento de su ropa. Pero le quería, así se lo manifestaba abriendo sus bonitos ojos hasta volverse grandes y brillantes, y así nos lo contaba Camperol quien, día tras día, conquistaba un nuevo e inexplorado territorio en el cuerpo de su amada. Estando así las cosas una noche apareció el extraño soldado, habíamos comprobado que no estaba en ninguna de las compañías del batallón, por lo que propuse jalarle por la barba o pegarle un tiro por espía republicano. La voz grave del portavoz del infierno, como él mismo se proclamaba, nos intimidó. «Ahora tenéis que cumplir con vuestra palabra», dijo. Vacilamos, íbamos a arrestarle cuando oímos el motor de un avión republicano, a una señal suya el ruido cesó; quedó todo inmerso en un sepulcral silencio. «Va a lanzar una bomba que os matará a los cinco y el averno os espera-dijo con voz cavernosa -, puedo hacer que la bomba estallé fuera de aquí. Decidid». No dijimos nada, un silbido nos heló la sangre y la bomba estalló fuera del chamizo. Sin querer habíamos pedido los cinco interiormente que la bomba fallara, con lo que aceptábamos tácitamente el contrato. «Quiero la prueba de maldad, mañana violaréis a la chica entre los cinco, su sangre virgen será la firma del contrato». Nos quedamos estupefactos y expectantes escuchando la narración de Pagés, no sólo yo, también Balcells y Guardans, el uno pensando como médico los efectos de una violación brutal y Guardans imaginando las conquistas virginales con el poder y el dinero que hicieron popular su suegro Francesc Cambó. Traté de servir una nueva ronda, Balcells y Guardans la rechazaron, tampoco yo me serví. Pagés extendió su vaso, más sediento por su vehemencia que por sed. Cambié de postura esperando a que prosiguiera el relato. —El resto pueden ustedes imaginarlo, tuvimos que vencer las resistencias de Camperol. Le convencimos. Si el pacto era una quimera, la violación de una chica de un pueblo rojo tampoco era tan grave. No le dijimos que, además, sería divertido. Aparecimos cuando se estaba besando con Robert en el establo de sus encuentros…, cuando terminamos con nuestra infamia limpiamos nuestros fluidos con una bandera de Catalunya que habían escondido los lugareños a nuestra llegada, la Senyera quedó tan violada como la muchacha. Ella se levantó como pudo de aquel heno en el tantas veces había besado a Camperol, se dirigió hacia la puerta sujetándose la falda arrancada por la violencia. Nos quedamos dormidos sobre el montículo de yerba testigo de nuestra canallada. Aquella madrugada los rojos contraatacaron, cruzaron el Ebro y nos pillaron a los cinco. Creo que el resto ya lo sabe-dijo dirigiéndose a mí. —Aparte de la repugnancia que me ha producido su historia –dije sin ningún reparo-, no imagino que se crean eso del pacto con Lucifer. Tal como me dijeron en nuestra primera reunión, ustedes son médicos, profesores, abogados, financieros, teólogos… no les veo sentados frente a un macho cabrío firmando un pacto de sangre. —No es exactamente como lo expone, Brotons. Pero sí sabemos que estos acuerdos con el Maligno existen. Tres miembros de la Obra, el que hubiese sido arzobispo de Barcelona y quien será alguien muy importante en la política catalana, pecaron, no lo negamos, aunque no del asesinato de las autoridades locales de aquel pueblo, eso está dentro de las leyes de la guerra. ¿Qué cree que le hubiese pasado a Josemaría Escrivá si no hubiese huido a Francia?, tampoco lo de la joven, tenga en cuenta que no la mataron… Lo que ahora preocupa es que hay dos seres humanos que creen que tiene un pacto que pone en peligro sus almas y alguien, humano o no, que quiere eliminarlos. Por primera vez tuve la sensación de creer en el diablo porque estuve a punto de enviarlos al infierno. ¿No eran seres humanos los republicanos fusilados o la joven violada?, estuve a punto de gritarles, pero me volví a contener, quería llegar al fondo de la cuestión para poner a Ripoll en conocimiento de todo. —Y a mí ¿para qué me necesitan? —Al Codex Gigas le faltan algunas páginas, desaparecieron durante la Guerra de los Treinta Años, no sabemos si en Bohemia o ya en Estocolmo. Lo que sí sabemos es que una de las páginas arrancadas contenía un conjuro para romper un pacto demoníaco. Gabriele, nuestro Miquel Torras, estuvo buscando durante años la famosa página, incluso tenía pensado viajar a Estocolmo para indagar sobre ello, ya sabe cómo terminó el intento. Estamos al corriente de que, el conjuro en cuestión, está en Barcelona y es muy posible que en la Biblioteca de Egipcíacas. Me quedé helado. Aparentando una firmeza que no sentía, pregunté —¿En qué se basa esta suposición? —No podemos citar nuestras fuentes –dijo Balcells-. Sólo pretendemos hacernos con el conjuro para liberar a Pagés, salvar su alma inmortal y devolver luego el texto a la biblioteca. No sabía si reír o llorar. ¡Creían de veras lo del pacto con Satán! —¿Y los muertos? –pregunté. —No hemos podido evitarlo, el Lucifer se ha cobrado su precio. Miré a Pagés, estaba temblando, los ojillos se le iban cerrando por efecto de los whiskys y por esa extraña vergüenza que siente uno cuando le pillan desnudo. Sabía que había desnudado su alma y no la tenía demasiado bonita. —¿Por qué no van a la biblioteca ustedes y preguntan directamente? —Ya lo hemos hecho. Su amiga Luisa no nos tiene demasiada simpatía y ni siquiera se ha tomado la molestia de investigarlo. —Sus razones tendrá. Tal vez sepa que el tal manuscrito nunca ha estado allí. —Si no está ahora, ha estado en algún momento y ella puede saber quién se lo llevó. —¿Qué les hace pensar que quiero ayudarles? Tal vez tampoco me caigan demasiado bien. —Usted es un hombre sensato y demasiado curioso… –calló lo de fisgón-, para no sentir interés en saber cómo termina todo esto. ¿Me equivoco?- dijo Guardans, buen conocedor de las curiosidades humanas. —Supongo que les consta que toda esta conversación la pondré en conocimiento de Ripoll. —Contamos con ello. Las cosas que le hemos contado ya han prescrito o pueden considerarse acciones de guerra. En cuanto a lo del diablo… ¿Quién iba a creerle? —Me queda lo de la bandera… Enmudecieron. Sin querer habían puesto una información en mis manos que podía perjudicar las ínfulas nacionalistas de Pagés y de Gabaldá. —Les ayudaré si me dan el nombre de la chica. —María… creo que se llamaba María, nunca supe el apellido-masculló Pagés. Anoté el nombre en mi libretita verde. Nos despedimos, el hielo de la cubitera se había fundido, en cambio el mío por aquel individuo había crecido en la misma proporción que los crímenes de su historia. A la mañana siguiente llamé a Ripoll y se lo conté todo. —Gracias, Jorge, me va a ser de mucha utilidad para cuando interrogue a Gabaldá. —Imagino que no podré estar presente –dije, sin demasiadas esperanzas. —Esta vez no, Jorge, es un interrogatorio oficial y en presencia del juez. Comprobé en mi libretita todos los datos y anoté en la agenda: llamar a Hipathia. Sonó el teléfono. Marisa, la telefonista, cantó el nombre de Ruth. —Pásamela-dije, esbozando una sonrisa que nadie vio. —¿Jordi? No te lo vas a creer, he conocido a dos super millonarios, y ¡de más de sesenta años! Me lo estoy pasando en grande. ¿Y tú? —Va, rutina. Lo de siempre, clientes, reservas y algún pequeño lío. —Nada importante, espero. —No, tonterías. Disfruta mucho y coge un buen bronceado. —Para que tú lo disfrutes ¿eh, pillín? Nos enviamos montones de besos y de promesas de difícil cumplimiento. Luego, en un par de líneas más abajo escribí en la agenda: Te echo de menos. Medité sobre el relato de Ramón Pagés. La hipótesis del pacto diabólico era demasiado novelesca para tenerla en cuenta; sin embargo, todos sus detalles daban consistencia a la historia, aunque, en ocasiones, las apariencias pueden llevarnos a equívocos… Recuerdo que, cuando era un simple botones, paraba por el hotel un gran periodista. César González Ruano colaboraba con La Vanguardia de Barcelona; era de pluma fácil y mordiente. Cuando estaba por Catalunya residía en Sitges. Su lugar favorito para escribir era el chiringuito del Paseo Marítimo, con toda probabilidad el primer establecimiento playero con ese genérico, como asegura una placa en el muro trasero del local. Con bastante frecuencia, Ruano, viajaba a Barcelona y se alojaba en el Manila. Me encantaban muchos de sus artículos, hasta que le vi en persona. Estaba sentado en el salón del primer piso, tuve que avisarle de que le llamaban de Madrid. Canté su nombre y una mano huesuda apareció del fondo de un sillón, no me respondió, se limitó a levantar el brazo para indicar con un gesto del índice que me acercara. Cuando lo hice quedé estupefacto, mi mente infantil, influenciada por las lecturas de Egipcíacas, lo relacionó con el diablo. Delgado, seco-en todos los aspectos- repeinado hacia atrás, rostro demacrado, invadido por una gran nariz; el labio superior fino, cabalgado por un bigotito delgado que recordaba a los mostachos de Belcebú, el inferior caído y aborbonado; sus manos macilentas de dedos luengos y esqueléticos adornados por unas uñas de gran tamaño, en particular las de los meñiques exageradamente largas y con las que se hurgaba a menudo en los oídos en busca de cerumen. Todo esto le confería un aspecto diabólico. Alguien me dijo que la catadura no lo era todo y que nada tenía que ver el periodista madrileño con Satanás. Luego me enteré de la verdadera personalidad de Ruano, de sus andanzas por Alemania y Francia en tiempos de guerra, de sus supuestas denuncias a los nazis de judíos y de españoles exiliados, después de prometerles ayuda. Eran tantos sus trapicheos, que fue recluido en la cárcel de Cherche-Midi por la propia Gestapo por traficar con visados. Era un animal literario y por eso le cundieron creativamente los menos de tres meses pasados en prisión. Terminada la guerra fue juzgado en ausencia por el nuevo Gobierno francés y condenado en rebeldía a veinte años de prisión por «inteligencia con el enemigo». Ruano había delatado a los nazis a sus compañeros de reclusión. Sus escritos mantenían la fuerza de la adolescencia y la mala leche de los rencorosos. Un artículo de Ruano de 1949 en el periódico Arriba y La Vanguardia, privó a Margarita Xirgu de regresar a España. El incisivo escritor lo titulaba, ¡Ya se salvó el teatro! La mariposuela, nombre que daba a sus artículos, dedicada a la Xirgu, insinuaba que era una artista vulgar y llena de rencor. Por eso nunca dudé de que, el verdadero Ruano, tenía mucho que ver con su apariencia física. Su cuerpo delgado, algo encorvado, su mirada torva, el bigotito procesional, sus uñas escarbando insistentes en el oído externo y su dudoso historial, creaban en mi mente adolescente la exagerada perspectiva de contemplar a un ser infernal. Al día siguiente leí en el periódico el fallecimiento de otro gran periodista, Manuel del Arco. Este sí tenía todo mi beneplácito y su muerte fue una terrible noticia. El rey de las entrevistas, como yo le llamaba, era capaz de desnudar el alma de sus entrevistados. Tenía por costumbre enterarse por conserjes y recepcionistas-también por las inefables telefonistas- si en el hotel se alojaba algún famoso y entonces le pedía una conversación para su columna Mano a mano a la que al final añadía una caricatura muy personal del entrevistado. Algunos años atrás había podido ayudarle a conseguir citas periodísticas con Salvador Dalí y con Lola Flores, entre otros. Nunca defraudaba al lector y muy pocas veces al ego del personaje. Manolo del Arco era la antítesis de Ruano en su aspecto humano. Rostro noblote y mirada profunda, escondía su innata timidez en una aparente rudeza. Si Ruano me parecía fantasiosamente un habitante del averno, Manolo me daba la sensación de un ángel tosco pero genial, por lo menos en la forma de conducir sus diálogos. Y tal vez lo fuera.
El diablo en la Catedral de Arequipa (Perú)
González RuanoManuel del ArcoDiablo del Templo Satánico de DetroitGárgola de la Iglesia de Betheelm en NantesEl autor en la puerta del Palacio del Arcediano, bajo la sombra demoníaca una gárgola de la Catedral. Foto Nanae
Aquella mañana, Gabriele, no asistió a la oración de los Libros de Meditaciones. Tampoco había dormido en su cama de la casa que compartía con otros numerarios. Yo no me enteré hasta que recibí la visita de mi amigo Ripoll. No me sorprendió en absoluto, la clarividencia de Nogal me lo había dejado muy claro. Los nudillos del comisario golpearon la puerta de mi despacho, no me costó adivinarlo al ver su familiar sombra a través del vidrio. Su mediana estatura se agigantó por el efecto óptico del cristal y también la de su nariz, ya prominente al natural. Escuché su característico carraspeo. —Adelante, Enrique, pasa. —Buenos días Jorge –dijo con voz seria, mientras tomaba asiento en uno de los sillones. Carraspeó de nuevo un poco y preguntó: —¿Sabes a qué he venido? — Me gustaría decir que no, pero me temo que por algo grave… —Efectivamente, todavía ni ha salido en los periódicos, el Opus tiene mucha mano. Uno de sus numerarios falleció ayer por la noche en plena calle. —¿Algún conocido? —Mío no, pero sí tuyo… de hecho fuiste la última persona con quién habló. —Vaya por Dios, ¿cómo lo sabes? —Salió de tu hotel pasada la una de la madrugada, todo el mundo os vio dialogando antes de que te sentaras en el bar. —Lo siento ¿de quién se trata? –dije, aunque conocía de sobras la respuesta. —De Miquel Torras, en la Obra le conocían como Gabriele. Traté de demostrar asombro, aunque a Ripoll no era fácil engañarle. Levanté el torso y me incliné ligeramente sobre los antebrazos, antes de lanzar la pregunta. —Puedo preguntarte de qué y cuándo murió. —Claro, y voy a añadirte dónde, en la calle Petrixol frente a la chocolatería La Pallaresa, a menos de trescientos metros de este hotel y cinco minutos después de hablar contigo. —¿Muerte natural? –pregunté, tragando saliva. —Hombre, si entiendes por natural que te claven un estilete en el hígado… podríamos considerarlo así –dijo recostándose en el sillón y estirando las piernas casi por debajo de mi mesa. —¿Nadie vio nada?, aquella hora todavía hay gente por la calle. —Al parecer no murió de inmediato, se arrastró hasta un portal vecino y allí agonizó. El sereno nos avisó a eso de las dos y media de la madrugada. Le encontró en posición fetal, desangrado. —Pues sí, le conocía del funeral de Camperol, aquella misma noche me salió al paso en Vía Layetana, quería información sobre un libro. Ripoll se removió en su sillón, encogió las piernas y agudizó el oído para escuchar mis palabras. Suspiré antes de contarle la conversación, la nota de la servilleta, la historia del Codex Gigas, y el proyectado viaje del finado a Estocolmo. —¿Conservas la servilleta? —Pues claro, y los cubiertos. Sabía que me lo pedirías… no imaginé que tan pronto. —No sé cómo te las apañas, siempre estás en mitad de estos fregados, me voy a llevar las pruebas y tú… —Sí, ya sé, no me muevo del hotel. Asintió con la cabeza antes de abandonar la comodidad del sillón, yo le imité y me incorporé al unísono. Ya de pié, Ripoll me hizo la esperada pregunta. —¿Tú te crees esa bazofia del libro del diablo? —Yo tal vez no, pero ellos sí creían que el libro contenía algo que les interesaba, Torras lo escribió a modo de aviso, de advertencia y lo hizo con su propia sangre para que Camperol no tuviese dudas. —¿Y cuándo lo hizo? Torras no estaba entre los invitados, ¿verdad? —No, no lo estaba y no entiendo de qué forma pudo hacerse con la servilleta, rotularla y dejarla en el servicio de mesa. Teníamos media docena de camareros, dos jefes de rango y un maître sirviéndoles, además de un par de ayudantes para cambiar platos y cubiertos. Me miró, se llevó la mano derecha a los labios y los presionó, en un gesto espejo, como si tratara de exprimir su cerebro y callarse algo. —Quiero hablar con todos. —¿Ahora? —No, antes he de analizar las pruebas, esperar la autopsia del muerto y hablar con los del Opus. —¿Puedo ir contigo? —Ya veremos… en cuanto a tu personal… —Sí ya sé, que no salgan de Barcelona. Ya solo, medité sobre los acontecimientos. Tenía dos fiambres que, según Nogal, y él pocas veces se equivocaba, habían coincidido en un tiempo y un lugar en el pasado y también en el presente, ambos eran depositarios de algún terrible secreto que ya nunca podrían contar y que a la vista de los hechos, les había costado la vida. Y parte del misterio estaba en el códice, en la Biblia del Diablo, Gabriele pretendió averiguarlo y alguien se tomó la molestia de impedirlo, no podía asegurar si humano o sobrenatural. Traté de olvidarlo por lo menos durante unas horas. Trabajé durante todo el día sin casi tener tiempo de pegar un bocado. Llegaba un grupo de jubilados norteamericanos ávidos de conocer mi ciudad, comprar castañuelas, probar la paella y asistir a una corrida de toros. Arribaban a uno de los hoteles más exclusivos y caros de Barcelona en bermudas y sandalias, eso sí, con calcetines. La España de los setenta les recibía con los brazos abiertos. Barcelona iba transformándose, todavía no era el enorme parque temático de un par de décadas después. En los setenta para los turistas todos éramos toreadores, bandoleros, cármenes y curas. En su memoria llevaban las imágenes del año 50 cuando Ava Garner rodó Pandora y el holandés errante en una bella, salvaje y poco conocida Costa Brava y de sus amoríos con el torero catalán Mario Cabré. O las del 54 cuando Frank Sinatra la tuvo que rescatar de los brazos de Luis Miguel Dominguín. Influenciados también por las historias de Hemingway y los Sanfermines, preguntaban en recepción a qué hora soltarían los toros, mientras cambiaban ventajosamente sus dólares por pesetas. A las nueve de la noche estaba rendido, pero no vencido. Llamé a Ruth y en menos de una hora estábamos cenando en la Parrilla. Sonaba el Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo y ella estaba bellísima. Degustábamos unos langostinos que el maître había flambeado con ron. Brindamos con un Sauternes, el aroma de las salvajes uvas Sauvignon Blanc, la dulzura del Moscadelle y la fragancia de la nectarina, formuladores de aquel vino, nos envolvieron. —Por nosotros –dije. —Y por la vida –matizó Ruth. Bebimos un par de sorbos, las últimas notas del maestro Rodrigo escapaban por el restaurante buscando el camino a los jardines del Palacio Real de Aranjuez. La velada terminó en mi habitación, repartiendo los besos con sabiduría anatómica, enredados con el deseo y con el corchete de su sujetador que no terminaba de soltarse, o eso quería yo que pareciera, para escuchar una de sus expresiones favoritas llegado este momento. —Rómpelo y también las bragas… –susurraba impaciente. Por supuesto, yo nunca le rompía aquella ropa interior tan cara y tan parisina, aunque me encantaba quitársela con fingida violencia y lanzarla fuera de la cama por encima del hombro. Caía en sitios tan insospechados que más de una vez tuvo que volver a casa sin alguna de esas prendas. Terminada la refriega permanecimos uno frente al otro con las piernas entrelazadas e intentando descubrir signos y características en la piel del otro a las que antes no habíamos prestado atención o nos habían pasado inadvertidas. Pequeñas señales cutáneas, cicatrices de caídas infantiles, pliegues escondidos… lugares recónditos, donde besar y acariciar. Estando inmersos en nuestra exploración epidérmica me miró a los ojos, los suyos parecían brillar en la semioscuridad del dormitorio violada por los faros y las luces nocturnas que se colaban intermitentes por la ventana. Entre el espejuelo de la luz verde de un semáforo y el destello caramelo del fanal de un automóvil, me lo dijo: —Me voy la semana que viene a París y luego a la Riviera francesa, unos amigos tienen un palacete en Cannes y me han invitado. —Me parece genial, cariño. ¿Muchos días? —No lo sé, Jordi. En Niza y Mónaco hay muchos millonarios… Me reí a carcajadas. Ruth estaba dispuesta a conseguir sus propósitos de ser multimillonaria y nuevamente viuda antes de los cuarenta. —Espero que fracases –le dije divertido. —Vaya amigo que tengo, debería hacerte feliz que llegara a ser una lady como las Mitford o la señora de un multimillonario naviero griego, como Jacqueline. Además yo te seguiré queriendo. —Ya, como dice el bolero: Porque te quiero tanto me voy. —Un día me lo tienes que cantar… me gustan mucho los tangos.
—Bolero, es un bolero, cariño. La acompañé al garaje del hotel donde tenía aparcado su Mini negro, regalo de su difunto marido, un color que resultó premonitorio. Me besó apasionadamente al llegar a la altura de su vehículo, se arremangó la minifalda para facilitarse el acceso al cubículo del conductor. —Presta atención, Jordi, esta vez la prenda que no he encontrado es la de abajo, ya me la devolverás cuando regrese. Valió la pena el aviso, pude ver el vértice del apetito carnal al final de aquellas largas piernas y suspiré profundamente, me iba a costar pasar el verano sin Ruth.
Se acaba un libro, muere un hombre.
Monasterio de Podlažice, seis de junio de 1230
Herman el monje, o Hermann inclusis, como le llamaba el resto del monasterio, se desplomó agotado sobre la hoja que acababa de terminar, no sabía ni qué hora era ni en qué fecha estaba. Había permanecido mucho, muchísimo tiempo encerrado en su celda escribiendo, copiando de otros libros, ilustrando y dibujando el gran libro. Un códice gigante que contenía toda la sabiduría humana y que tenía unas proporciones extraordinarias. Con tremendo esfuerzo depositó en el suelo de su celda el último cuadernillo. Lo acarició, era el postrer capítulo con el contenido de todos los libros y sabidurías que la Orden Benedictina le había proporcionado. Entre las páginas del códice estaba la regla de San Benito; las traducciones latinas de Flavio Josefo y su Historia de los Judios; el Antiguo y Nuevo Testamento; la Etimología –Etymologiae u Originum sive etymologiarum libri viginti-, los veinte libros de San Isidoro. Tres tratados médicos dedicados a la medicina práctica, escritos por Constantino el Africano, otro monje benedictino. Otros ocho libros médicos, Ars medicinae, de origen griego y bizantino, utilizados como libros de texto para la enseñanza de la medicina. La Crónica de Bohemia, escrita por Cosmas de Praga. Santorales, calendarios, listas de benefactores y miembros de la comunidad monástica; esquelas; antiguas historias; curas medicinales y encantamientos mágicos. Una confesión de los pecados y una serie de conjuros, entre otros textos y escritos. Todo profusamente iluminado y con dibujos de la mano del autor, incluido uno de Belcebú y que sólo Herman conocía el porqué de su terrorífico retrato. Hermanus Monachus Inclusus, fue la firma que estampó al llegar a la página seiscientos veinticuatro del libro dando por acabado su colosal trabajo. Todo estaba listo para la encuadernación de los cuadernillos de pergamino y la elaboración de la cubierta. Se tomó un ligero respiro. El día en que fue recluido se propuso el colosal trabajo organizándose mediante el horario del monasterio. Siete espacios temporales monacales contemplados en la Regla de San Benito, en armonía con El Libro de los Salmos en el que podía leerse: Siete veces al día te alabaré, y a medianoche me levantaré para darte gracias. En cuanto escuchaba los Maitines, rezaba o meditaba una hora y empezaba a trabajar hasta los Laudes, descansaba medía hora para ver amanecer desde el ventanuco de su celda y seguía hasta la Prima, comía algo, proseguía hasta la Tercia y la Sexta, comía de nuevo y no paraba hasta la Nona en la que descansaba durante un par de horas y luego seguía ilustrando y dibujando; en las Vísperas, desmenuzaba un trozo de pan, llevándoselo a la boca con lentitud y saboreándolo como un manjar, seguía hasta las Completas y entonces se acostaba rendido para escuchar los nuevos Maitines apenas tres horas después. Le llevaban comida y agua cada dos días y tenía que racionarse él mismo. Al principio controlaba los días, el canto en gregoriano del Agnus Dei durante los salmos del sábado le confirmaba que había pasado una semana. Pero pronto dejó de anotar y empezó una sucesión de amaneceres sin cuento, su única comunicación eran las notas que pasaba al recibir la comida solicitando pergaminos y sobre todo, tintas. Había elegido cinco colores: rojo, azul, amarillo, verde y oro. En el monasterio las fabricaban con metal o con insectos triturados, él había insistido en que fuesen de este último tipo y que no tardasen más de cuarenta y ocho horas en suministrar su pedido con objeto de que las tintas tuviesen la misma luminosidad y que secaran los escritos antes de las setenta y dos horas en que hubiesen sido fabricadas, así, el brillo, el tono y los colores serían uniformes en todo el texto y no se distinguieran los primeros escritos de los postreros. Todo esto le permitió, durante los primeros tiempos, llevar cierto control temporal, que fue perdiéndose con el paso de los días, las semanas y los meses. Recordaba haber estado enfermo en alguna ocasión y sólo entonces cambiaba su sistema de trabajo, la fiebre le postraba en su camastro durante algunas horas o días y entonces cualquier cálculo se iba al traste, por eso dejó de contar y de percibir el tiempo en toda su dimensión. Luchó por mantener un orden estricto en su trabajo. Creyó que podía escribir una línea cada veinte segundos, una columna cada treinta minutos y una página cada hora. A pesar de sus conjeturas, erró en sus cálculos porque la mano se le adormecía y los ojos se le cansaban. Además, a sus cómputos como escribano, había que añadir los tiempos de ilustrador y dibujante. Las miniaturas de las letras capitales ocupaban en ocasiones el margen izquierdo de una página completa, en otras hojas tenía que dibujar media docena y de distintos colores. También le llevaba muchas horas los preparativos, antes de escribir en cada página tenía que dibujar un sutil rayado para evitar ladearse o esquinarse y las guías para la iluminación, pensar en la combinación de las tintas, sobre todo en las letras capitales. El diseño de los dibujos precisaba también de mucha dedicación, al igual que el lavado y raspado de los errores, las correcciones y los gazapos cometidos. Mejoró su técnica al máximo. Con la ayuda del cañivete, abría la punta de las plumas de ave en dos, así la tinta, se mantenía en la abertura practicada y corría con más facilidad sobre el pergamino, y procuraba un suave deslizamiento de la pluma. La operación era muy delicada, de ella dependía el tipo de utilización que Herman quería darles, pues según el tipo de corte podía realizar diferentes trabajos sobre el códice. Con la hendidura en el medio y simétrica obtenía una escritura de trazos verticales fuertes, trazos horizontales finos y trazos oblicuos anchos. Con el corte sesgado de derecha realizaba trazos más uniformes y finos, y con el corte a la izquierda alternaba los trazos llenos y delgados. La pluma de oca era la que más le gustaba, pero la intendencia le proporcionaba también de buitre, de cuervo o de pato salvaje. La iluminación de las páginas era uno de los pocos placeres de Herman. Allí encontraba la libertad para interpretar cuanto él quería. Adornaba las páginas escritas con escenas o letras floreadas La forma rectangular de las enormes páginas le permitía hacer composiciones alargadas en las que la letra inicial adornada se situaba en la altura más adecuada. Una vez terminaba la caligrafía del texto, dibujaba la iluminación en el espacio que previamente había reservado para tal efecto. Cuando daba una página por finalizada suprimía con cuidado y delicadeza los trazos del borrador previo o las guías para el dibujo. Y así, línea a línea, columna a columna, página a página, cuadernillo a cuadernillo, pergamino a pergamino. Había sido una tarea penosa y agotadora que Herman pagaba con una importante pérdida de visión, un dolor cotidiano en la espalda y en los riñones, y un malestar permanente en las costillas que le impedía una respiración cómoda. A todo eso se añadía una fatiga crónica y un dolor agudo en las articulaciones de la mano derecha. En algunos momentos sentía que perdía las fuerzas, entonces se sentaba en el suelo de la celda y dejaba que la luz lunar iluminara las montañas de pergaminos ya secos o los que colgaban hasta el total enjugado, eso le producía cierta relajación… y terror en ocasiones, porque las figuras y las letras parecían adquirir dimensiones extraordinarias. Creía poder tocarlas desde su rincón sin apenas alargar la mano. Cuando se iniciaban los rezos y los cánticos en la capilla o las lecturas en el refectorio, imaginaba a sus hermanos embutidos en su hábito negro blasfemando, la distancia y las paredes de Podlažice le devolvían sólo ecos y era imposible entender las oraciones y los cánticos en latín. Se dio cuenta de que había perdido la paz de su alma y de que nunca conseguiría su propósito. Rezó a Dios en busca de consuelo y de apoyo, el eco de los muros le devolvía distorsionadas las oraciones de los otros monjes y el de sus propias maldiciones. Hacía ya un par años que, durante una noche de tormenta y torrencial lluvia, le pareció ver entre las sombras de su celda la figura de un extraño ser. De repente sintió miedo, a pesar de sus temores la efigie se limitó a jugar a las sombras con los destellos celestiales. Creyó que era un ángel. «Lo soy», repuso una voz en el interior de su cabeza. Sin que un solo sonido partiera de su garganta, Herman hizo una pregunta. «Luzbel o Samael como me llamó mi padre, yo fui quien te inspiré para salvarte». El monje se sintió aterrorizado, la fantasmagórica voz interior siguió hablándole. «Me lo has pedido muchas veces y hoy he venido a satisfacerte, terminarás tu obra, para gloria mía porque los monjes que te castigaron y todos los futuros poseedores del códice pecaran de vanidad y de soberbia, mataran, violaran y robaran para tener el libro o sus secretos y tú sobrevivirás… y sí, te respondo a tu silente pregunta, el precio será tu alma». En el exterior la tormenta seguía dibujando extrañas formas y delirios en las paredes del convento. Herman cayó de hinojos ante una pared vacía y desconchada, sin más vida que una miserable cucaracha. A partir de entonces una extraña fuerza le acompañó en sus trabajos. El codex avanzó como él nunca imaginó. Incluso le fueron transmitidos los nombres de las siete hermanas de Satán: Ilia, Restilia, Fogalia, Suffogalia, Affrica, Ionea e Ignea. Como agradecimiento, homenaje o sumisión al Pateta que le concediera las fuerzas para terminar el trabajo, realizó un dibujo del Tentador en la página yuxtapuesta a la de la representación del cielo. Lo representó feroz, con cuernos, doble lengua, con cuatro dedos en pies y manos terminados en garras, cubierto sólo por un taparrabos decorado con colas de armiño en señal de realeza, al fin ya al cabo era el rey de los infiernos. Lo simbolizó atrapado entre dos columnas, casi prisionero como él, emparedado en su propia condición de Princeps Tenebrarum. Lo pintó en la pagina 290 que sumada todas sus cifras da un once. Sí la plenitud es el diez, que simboliza un ciclo completo, el once es la maestría, pero también el exceso, la desmesura, la incontinencia y la violencia; como decía San Agustín: El once es el escudo de armas del pecado. Pero, ahora, concluido el libro, se daba cuenta de las futuras consecuencias de su pacto. Sin embargo, hacía meses que tenía preparada una salida a las dudas y preguntas que martilleaban su cabeza. ¿Y si fuese verdad que la figura de aquella noche era la del diablo?, ¿y si ahora tenía que pagar por su debilidad?, después de tanto y tanto esfuerzo. Cogió uno de los cuadernillos que había apartado a un rincón especial de la celda, bajo el título de Conjuros había una página cuyo texto sólo era la capitular C pintada en verde y copió un antiguo conjuro judaico que permitía romper un pacto con el mismísimo diablo. Esperó a los Maitines de aquella fecha que desconocía y cuando uno de los monjes se acercó a entregarle algo de comida, Herman le cogió por la muñeca. —Espera, dile al abad que el libro está acabado y listo para la encuadernación. No tuvo que esperar a Laudes, el abad, el prior y otros miembros de la congragación acudieron prestos a su celda. A la vista del espectáculo contuvieron la respiración, en una parte de la celda se amontonaban los cuadernos de las páginas, numerados y listos para su cosido, encordado y encuadernado. La cátedra aparecía llena de muescas y arañazos, entre sus cuatro patas podía verse la armadura de la cajonera muy canteada de tanto abrirla y cerrarla, en ella reposaban un par de pergaminos no usados y las plumas de oca y otras aves utilizadas por Herman. Sobre las patas del escritorio, delante del asiento, dos barras de madera sujetaban el tablero inclinado sobre el que el benedictino recluso apoyaba el cuaderno en el que trabajaba. A ambos lados del mueble se amontonaban los textos originales que había recopilado. Docenas de vasitos de cerámica de diferentes tintas aparecían secos en otro rincón de la celda, Herman había procurado mantener la calidad y frescura de los colores para que no desmerecieran unas páginas de otras. Los monjes comprobaron el contenido de los textos. Quedaron impresionados. El monje cautivo había superado todas las expectativas. La obra quedaba concluida a falta del encuadernado que realizarían el resto de los monjes. Había tardado dieciocho años en terminar el códice; la fecha: el seis de junio del 1230. La gloria del monasterio quedaba asegurada para la eternidad, nadie advirtió los tres seises de la data, la cifra diabólica; tampoco que dieciocho años eran tres veces seis.
Aquella noche de noviembre Herman se sintió mal, desde que terminara el libro no podía casi conciliar el sueño, su antigua suficiencia y altanería hacía tiempo que se habían esfumado al igual que su deseo de vivir. Trató de incorporarse, estaba como atado a su camastro, no podía levantarse, hizo un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie, faltaba más de una hora para los Maitines. Tambaleándose se dirigió a la biblioteca del monasterio, allí, sobre un gran atril, reposaba su códice ya encuadernado y abrigado por las tapas de madera forradas en piel y adornadas con detalles metálicos en cantoneras y en el centro. Abrió el códice por el capítulo donde se encontraban los conjuros. Buscó uno que, bajo un titulo ficticio y encabezado por una gran C de color verde, contenía la fórmula para deshacer su pacto con el diablo. Leyó el texto con solemnidad entre el silencio del recinto y la luz espectral de una vela, cada palabra parecía rebotar entre las paredes monacales. Le pareció ver sombras que bailaban abigarradas alrededor del cirio. No se detuvo, continuó desgranado las libertarias palabras en latín que le darían paz y sosiego. Sintió que algo le atenazaba la garganta, no era físico, tampoco interior, era un estrangulamiento mental; a pesar del dolor y del miedo, siguió hasta terminar el conjuro. Entonces, todo quedó en silencio, un silencio roto por un grito infrahumano. Como un alarido se escuchó una maldición del Señor de las Tinieblas. Herman volvió a sentir aquella voz que oyera en la celda. «Quiero otra alma en tu lugar, alguien más prestigioso ». El monje dio un paso atrás, comprendió que Lucifer no soltaría su presa tan fácilmente. «No preguntes quién, lo sabes», dijo la cavernosa voz que parecía brotarle de su propio cerebro. Dejó el códice abierto y con paso cansado se dirigió a la celda del prior, pero antes atravesó el refectorio, entró en la cocina y se hizo con el enorme cuchillo de cortar carne y que sólo se utilizaba en fechas muy señaladas, la dieta de Podlažice adolecía de músculo. Se acercó a la cama del prior y de un solo tajo le rebanó el pescuezo, el sacrificado quedó boca arriba con los ojos abiertos, antes de su último suspiro había despertado y sentido la agonía de morir ahogado en su propia sangre. El monje regresó a la biblioteca con las manos ensangrentadas y la vista perdida en un infinito impreciso. En otra ala del monasterio, otro monje de manos callosas y aspecto somnoliento se disponía a tocar Maitines. Herman llegó a la altura del codex, repitió la última parte del conjuro y levantó sus ensangrentadas manos. Entonces se desplomó muerto sobre las baldosas de la biblioteca. Su rostro parecía, al fin, tranquilo y feliz. Tal vez no tuvo en cuenta que los asesinos también son carne de averno.
A principio de los años setenta las calles de Barcelona todavía estaban adoquinadas y en el Distrito Quinto, además, los adoquines tenían historia. En mi barrio sí era cierto el pensamiento parisino de Mayo del 68, de que debajo del adoquinado estaba la playa. Las losetas de las aceras, los panots, también eran peculiares y de cuatro o cinco tipos. Las más abundantes eran las que representaban una flor de cuatro pétalos, en concreto la del almendro, aunque los barceloneses la llamaban la de la rosa; era tan habitual y familiar que acabaría siendo un símbolo de la ciudad. No obstante, los adoquines del barrio llevaban una larga tradición escrita en ellos. Habían servido como parapetos ante el enemigo; para levantar trincheras contra la intolerancia; y como arma arrojadiza ante las dictaduras. No había momento de la historia de la Barcelona del siglo diecinueve y veinte, en que los adoquines barceloneses no hubiesen tomado protagonismo. Caminar sobre ellos o sobre las aceras de panots, era un privilegio; incluso para detectar cuando alguien te sigue de madrugada. Por eso agudicé el oído cuando en la vacía Vía Layetana y camino de la plaza de la Catedral, escuché unos pasos que hacían eco a los míos y que se detenían cada vez que yo paraba mi marcha. Imaginé que la Bestia, representada por Herman, andaba tras mis pisadas, luego recordé que tenía garras y que las largas uñas sonarían de forma distinta, además, andar en taparrabos de madrugada cerca de la comisaria de Layetana, sede de la Brigada Social, era un peligro por muy Pateta que seas. A los esbirros de Vicente Juan Creix les hubiese gustado echar mano a cualquier diablillo o ángel que no tuviera carnet del Movimiento. Doblé la esquina de la calle de la Tapineria, dispuesto a salir a la plaza lo antes posible. La luz amarillenta de una farola dibujó mi silueta sobre aquellos adoquines delatores. Caminé unos metros a la espera de que mi perseguidor alcanzará el haz de luz y su alargada sombra se extendiera hasta mi altura. Me paré en seco y giré sobre mis talones. Allí estaba mi husmeador, bajo el embozo protector de un sombrero de cinta negra. Vestía un traje cruzado de mil rayas, camisa oscura y clériman; sus delatores zapatos brillaron a la luz del fanal. Se detuvo y yo retrocedí a su encuentro. Al llegar a su altura descubrí al miembro del Opus con el que cambié impresiones el día del funeral de Camperol. —¡Querido amigo! –dijo, aparentando una casualidad imposible. —Caramba, ¡qué susto me ha dado usted!, creí que me perseguía el mismísimo diablo. —No, precisamente. Nosotros somos la antítesis de Belfegor –exclamó con su gutural e inconfundible voz Dudé de tal afirmación. Los componentes de cualquier grupo, corporación, hermandad, cofradía o secta, tienen entre sus filas personas con valores y otras deleznables, es la ley de las probabilidades. —Sé que me seguía, Gabriele –dije, recordando su nombre-. Le ruego que me diga el motivo de su insistencia. —¿Y si fuésemos algún sitio para poder hablar? —Me dirigía al hotel, he quedado con un amigo, si quiere podemos charlar por el camino. Y me cuenta el porqué de tanto secreto. —Los socios de la Obra, abominamos del secreto. Son palabras de Josemaría Escrivá. No respondí a su comentario. Cruzamos frente a la Catedral, camino de Las Ramblas, a la altura de las murallas romanas se detuvo, el sombrero de fieltro le ocultaba parte del rostro dándole un aspecto entre misterioso y peligroso, se llenó de aire los pulmones antes de hablar. —He de pedirle un favor, Brotons, sé que está investigando sobre el Codex Gigas, me gustaría que me informara sobre sus avances. —Y a mí me gustaría saber qué interés tiene usted con el libraco. —Ya le dije en el hotel que hay cosas que usted no entendería. —Si no soy incapaz de entender sus razones, menos capacidad tendré para descubrir lo que el códice esconde-dije, mientras iniciaba de nuevo la marcha por la calle Portaferrisa. Gabriele permaneció callado durante un rato. Se desabrochó la americana blazer. Me pareció ver que su mano izquierda buscaba la sobaquera derecha. Me puse en guardia. No sabía qué pretendía, aunque no era cuestión de morir a cinco minutos del hotel y sin saber por qué. Para mi sorpresa y alivio, Gabriele sacó de su chaqueta un billete de avión. —Me voy a Estocolmo, concretamente a la Biblioteca Nacional. Ya debe imaginar a qué-dijo casi triunfante. —Imagino que la Biblia del Diablo tiene algo que ver con su viaje. —Efectivamente, todavía no tenemos sede en Estocolmo y debo desplazarme personalmente. El año pasado no pude hacerlo porque los suecos habían prestado el libro al Metropolitan Museum de Nueva York. Por eso me sería de mucha utilidad saber sus discernimientos sobre el libro y su contenido para poder corroborarlos in situ. No quise preguntarle cómo conocía mi interés, desde la conversación del Manila intuí que estaba al tanto del escrito en la servilleta de Camperol y que yo andaba tras su oculto mensaje; sin embargo, nadie más lo sabía, salvo el comisario Ripoll, yo mismo, y el asesino. Me aventuré a sonsacarle. —Mi noticia sobre la existencia del libro es muy reciente, su nombre llegó a mí de una forma totalmente fortuita. —En la servilleta de Robert Camperol y escrita con sangre,-dijo con misterio. —Lo escribí yo mismo-concluyó, en un tono que me heló la sangre. —Me sorprende, Gabriele. Eso podría significar que… No me dejó continuar, se llevó su dedo índice larguirucho y nudoso a los labios en súplica de silencio, llegábamos a la puerta del hotel, varios clientes esperaban taxis y nuestro portero les atendía con prontitud. Entramos. —No conjeture, yo no tuve nada que ver con su muerte, era únicamente un aviso, un aviso de amigo, de camarada y sólo con sangre podía saber Camperol que era auténtico. Envuelto en el enigma de mi interlocutor llegamos al bar del hotel donde esperaba mi amigo Félix, sonaba el New York, New York, de Sinatra; Gabriele se detuvo antes de alcanzar la barra. —Tal vez mañana podamos continuar esta conversación, Brotons, no es tema para hablar en público. —Estoy de acuerdo, además, como le he dicho, me aguarda un amigo, comenté, señalando el mostrador donde Félix ya estaba esperando. Si quiere, mañana a las diez le puedo atender en mi despacho, estaremos mucho más tranquilos. —De acuerdo, seré puntual, las cosas del diablo no admiten demoras. Le vi girar sobre sus talones, ponerse de nuevo el sombrero de fieltro y salir hacia la puerta giratoria. Me quedé observando hasta que me aseguré de que no regresaba y me dirigí al encuentro de Félix.
Félix Nogal era un viejo amigo, delgado, fibroso, bastante alto, de rostro noble con un poblado mostacho que le cruzaba el labio superior casi ocultándolo. Desconocía su edad, pero por su interesante conversación y las historias que me contaba, pasaba de los cincuenta, aunque su apariencia era más jovial y conservaba todo el pelo que acostumbraba a llevar revuelto como un niño travieso; pero con estilo propio. Pinta y manos de artista bohemio y alma de mago. Porque Félix Nogal innovaba con sus intuiciones y premoniciones cualquier suposición o prejuicio. Nunca se jactaba de ello y no obstante, descubría cómo eran las personas con quien trataba al primer vistazo. Y eso era harto complicado porque Félix Nogal era ciego. Había perdido el don de la vista defendiendo a la República en los campos de batalla del Ebro. Al terminar la contienda, su ceguera le evitó dar con sus huesos en un campo de concentración o en la cárcel, pero no impidió que su condición de ex oficial republicano le cerrara todas las puertas, incluso las de la ONCE franquista, a la que no pudo acceder hasta los sesenta. Ahora ocupaba un puesto en el nuevo sistema del audio libro que había iniciado su andadura hacía apenas un año. Sin embargo, la verdadera esencia de Nogal era la precognición, su lóbulo temporal derecho se había súper desarrollado con la pérdida de la visión. Los déjà vu de mi amigo, aunque a él no le gustaba esta acepción, podían asombrar a más de uno. Como decía Nogal, quitándole importancia a su don, su cabeza era una ventana abierta al tiempo. Me acerqué a él, sabiendo que ya me había «visto». Se dirigió al camarero, antes de que yo me sentara a su lado. —Por favor, traiga un J&B para su director. —No dejarás de asombrarme –le dije al llegar a su altura. —Y más que te voy a sorprender. ¿Quién era ese tipo? —¿El que acabo de despedir? Bajó la cabeza en señal de afirmación y levantó las cejas sobre las gafas de cristal oscuro, señas de que barruntaba algo. Nos sentamos en una mesa cercana. —Dímelo tú –le reté. —Podría pasar por un cura, pero ese hombre está más cerca del diablo que de Dios. —Sí –dije sonriendo-, al parecer el Ángel del Averno es su punto flaco. —Porque está muy cerca de él. —No me digas que es un demonio. —No, no lo es, pero tampoco un santo. —Vaya veo que tus dotes no están oxidadas. —Esta vez juego con ventaja, Jordi. —¿Le conoces? —Me temo que sí. He de contarte una historia. Reconozco que este era el punto favorito de mis conversaciones con Félix, el momento en que se ponía serio e iniciaba uno de sus interesantes relatos que me fascinaban, aunque en algunas ocasiones fuesen tan prodigiosos que costaba creerlos. Y a pesar de todo, pocas veces se equivocaba. Él me predijo que acabaría siendo director del hotel, cuando era un simple ayudante de recepción. Adivinó… o vio, mi estancia en La Escuela de Hostelería de Lausana; nunca dejaba de impresionarme. Pedí otra ronda al barman y me acomodé en la butaca dispuesto a escuchar lo que Nogal iba a contarme. El camarero trajo los dos whiskys, su Macallan, sin hielos, y mi J&B con dos cubitos, ambos servidos en vasos cortos. —Durante la batalla del Ebro, mi compañía estaba acantonada cerca de Flix. Habíamos iniciado el combate por la tarde y avanzado, aprovechando el desconcierto enemigo, más de lo previsto. Con las primeras sombras nocturnas entramos con tres de nuestras compañías, incluida la mía, en uno de los pueblos de la zona y sorprendimos a toda la guarnición franquista desprevenida, el combate fue muy breve y el batallón enemigo se rindió casi sin lucha. El coronel que los mandaba, un militar profesional, lanzaba pestes sobre varios de sus oficiales de complemento que no estaban en sus puestos, facilitando con ello nuestro ataque. «¡Esos catalufos! » –gritaba con acento andaluz- «Ya me los echaré a la cara». Pero no era la única anécdota del día. Los oficiales a los que el coronel aludía habían sido capturados todos juntos a la salida de unos corrales. Luego se supo que aquellos cinco tipos habían violado a una joven del pueblo. La indignación por lo sucedido corrió entre nuestras tropas. No era la única salvajada que reprochar a los franquistas, los dirigentes municipales de la población habían sido fusilados al llegar los nacionales. Félix detuvo su relato y bebió un sorbo de su vaso. —Está bueno este whisky –dijo, levantando las cejas. —Ya puede estarlo es de 25 años –corroboré, deseando impaciente que prosiguiera. —No te impacientes, ahora sigo. Me pregunté cómo adivinaba la expresión de mi rostro, no acababa de acostumbrarme a esta extrema sensibilidad síquica de mi amigo. Él prosiguió con su narración. —A las espera de juicio, se les encerró en un calabozo a todos juntos, excepto al coronel, que andaba en otra estancia maldiciendo a sus hombres. Unos meses después, en una noche de insomnio, salí del cobertizo donde tenía extendido el jergón para fumarme un cigarrillo a la luz de la luna. Un centinela me dio el alto. Me identifiqué y continué con mi paseo nocturno. Me apuntalé en una pared para saborear el pitillo, liado con papel de fumar republicano y con tabaco capturado al enemigo. Miré las volutas de humo ascendiendo con la osada pretensión de ocultar aquella hermosa luna. El silencio era total, salvo la cantinela de algunos grillos que frotaban las patas para atraer a las hembras. Unas voces mitigadas por el grueso de la pared salían por una ventana enrejada. Me di cuenta que estaba apoyado en la casona cuyos bajos se usaban de calabozo, del cuchitril partían lloros y comentarios en catalán. Presté toda la atención para escuchar lo que decían. —Teníamos que hacerlo, teníamos que hacerlo –repetía uno de los prisioneros. —¡Fue terrible, asqueroso! Yo la quería –dijo una de las voces entre sollozos. —Ya sabes cuál era la condición. Teníamos que hacer una prueba de fe, una prueba de maldad. —Pero ¿con ella? —¿Qué más podíamos hacer?, ya nos habíamos cargado al alcalde rojo y a su cuadrilla. —Además fue idea tuya –dijo alguien a quién todavía no había escuchado. —Lo más jodido es qué nuestro intento de salvación no se va a cumplir, los rojos nos fusilan un día de estos –comentó una cuarta voz. —Eso no lo sabemos, él nos prometió sobrevivir a esta guerra y disfrutar de nuestra victoria –aseveró un quinto individuo. —¿Y quién puede confiar en el Príncipe del Averno? —Nosotros lo hemos hecho y hemos pagado por ello-repuso el llorón. —Coño, Robert, deja de gimotear –dijo otro. En aquel momento pasó frente a mí un grupo de soldados. —Salud camarada –dijeron casi en coro. —Salud –respondí. Pasaron de largo y yo me quedé a la espera de que los prisioneros reanudaran aquella extraña conversación, pero ya nada sucedió. Deduje por su silencio que sospecharon que alguien podría oírles y callaron.
Al día siguiente quise ir a la celda y ver aquellos rostros de catalanes que habían sido capaces de asesinar y pactar con el diablo. Quería contárselo a mis superiores; sin embargo, ya no tuve tiempo. Al amanecer, la artillería franquista empezó a obsequiarnos con unos regalitos del cinco y medio y era más que probable que se tratara del inicio de un contraataque. En efecto, al cesar los obuses las tropas enemigas atacaron con denuedo. Defendí con mis hombres una de las posiciones avanzadas en las afueras del pueblo, a pesar de la dureza del combate no podía quitarme de la cabeza la conversación de los prisioneros. Estaba dispuesto a contemplar aquellas caras para que nunca se me olvidasen, De repente, algo estalló frente a mi rostro, la última visión que tuve fue la de un ser maligno que reía al unísono con el estruendo del fatal estallido. Perdí el conocimiento. Cuando recobré el sentido estaba semienterrado por cadáveres y tierra, no veía nada, la sangre me resbalaba por el rostro. Oí el ruido de un grupo de soldados que se acercaban, el inconfundible clic, clic del cierre de sus armas les delataba. Traté de incorporarme. —¡Aquí hay un oficial y es de los nuestros! –gritó un voz. El resto ya lo sabes te lo he contado otras veces. Félix se reclinó en el sillón del bar y dio un largo sorbo que terminó con el resto del Macallan, dejando el vaso expedito. Le pedí al barman dos nuevos whiskys. —Un terrible historia, gracias por contármela –le dije a Félix- , ¿pero, qué tiene que ver con el cura del Opus? —Vaya, encima del Opus… Pues sí tiene que ver, Jordi, uno de aquellos hombres del calabozo era el tipo que hablaba contigo. —No jodas, Félix, ¿estás seguro? —Reconocería esa voz gutural donde fuera y pasasen los años que pasasen. —¿A pesar de la música? –dije. En el bar sonaba el aria Il dolce suono de Lucia di Lammermoor. —Sé distinguir al mismo tiempo la voz de La Callas y la de un canalla. Me quedé estupefacto. —¿Serías capaz de reconocer el resto de las voces de aquella noche? —Con toda seguridad, Jordi, aquel día nunca se me olvidará, en ninguno de sus detalles. —Veré la forma de traerlo de nuevo y que tú estés cerca para asegurarnos. —Te digo que no hace falta, era él. Además no podrás hacerlo, tu amigo del Opus ya no está entre nosotros. —Pero ¿Qué dices? —He tratado de mantener contacto síquico con él y hace ya un rato que lo he perdido. Te aseguro que este tipo no podrá ya viajar, salvo al infierno. —¿Cómo sabías lo del viaje? —No lo sabía, me lo dijo. —¿Te lo dijo? —Con sus gestos… Ya no le pregunté nada más, la respuesta sería demasiado complicada. Hay cosas que mi percepción no capta, a pesar de tener mis cinco sentidos despiertos. Recordé que, en la historia que me había contado, el prisionero gimiente se llamaba Robert, demasiadas casualidades. Aquella noche me dormí sabiendo que Gabriele no acudiría a la cita.
La novela estará en breve en todas las librería. Las primeras presentaciones serán:
Día 30 de mayo, jueves a las 19.30 en ZARAGOZA
Lugar: DPZ -Diputación Provincial de Zaragoza – Antiguo salón de Plenos. Contaremos con la actuación de los Hamster Vocal Ensemble.
Día 8 de junio, sábado a las 12.15 en LA CARTUJA BAJA -Zaragoza-
Lugar: Refectorio. Contaremos con la actuación del Grupo musical Matices.
Refectorio de La Cartuja BajaEl diablo envolviendo con sus garraS el MANILA HOTEL
Día 20 de junio, jueves a las 19.30 en BARCELONA
Lugar: La Casa del LLibre de Passeig de Gràcia 62
Día 22 de junio, sábado a las 12.30 en Castelldefels -Barcelona-
Lugar: Club Marítimo de Castelldefels. Además de la presentación del libro se homenajeará a Enrique Ripoll, socio fundador del club y personaje de la novela.
Portada de la novela Jordi Siracusa frente a la comisaría de Vía Layetana. Foto: Nanae.
La Llotja de Barcelona, el emblemático edificio de la Plaza Palacio, aparece en la novela.
La Llotja de Barcelona. Foto Barcelona Fillm Commission
Desde 1352 en el lugar donde hoy se levanta la Llotja se construyó un porche y tres años después, una capilla. Por aquel entonces el solar era la misma playa, el mar llegaba hasta allí y hasta la iglesia de Santa María del Mar.
Diferentes transformaciones, las principales impulsadas por Pedro IV de Aragón y el Consejo de Ciento, convirtieron a mediados del siglo XV los nuevos edificios en la sede del Consulado del Mar , verdadera institución que trataba de los asuntos mercantiles de la ciudad favorecida e impulsada por la tradicional expansión y comercio marítimo del Mediterráneo.
La actual Llotja de Mar, casi como hoy la conocemos, fue inaugurada en 1802, con ocasión de la celebración en Barcelona de la boda de dos de los hijos del rey Carlos IV, Fernando y María Isabel. A partir del año 1869 la Diputación de Barcelona fue la administradora el edificio. Allí se ubicaron el Colegio de Corredores Reales de Comercio, la Asociación de Navieros y Consignatarios, el Consejo Provincial de Agricultura, Industria y Comercio, la Junta de Obras del Puerto, la Junta Provincial de Beneficencia y Sanidad, la Escuela de Náutica, la Escuela y la Academia de Bellas Artes, el Mercado de Cereales y la Bolsa.
Desde 1886 es la sede de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona.
En el singular edificio tiene lugar un situación determinante de la novela.
Escalinata principal de La Llotja. Foto Barcelona Fillm Commision
El Palau de la Llotja, otrora la sede del Consulado del Mar, era la historia viva de Barcelona. Reconstruido varias veces, Joan Soler i Faneca lo transformó en 1771 en un edificio neoclásico de gran belleza. El Salón Dorado se encontraba en la planta noble del palacio. El color dorado y el pan de oro estaban presentes en todos los elementos decorativos, en los marcos y molduras de todas las aberturas, en los frontones de las puertas, en los balaustres de las balconeras y en la ménsula que sostiene un león con el escudo de la Real Junta Particular de Comercio de Barcelona.
Textos de la novela: Los infinitos nombres del diablo.
Salón Dorado. Foto: Baldiri
Acudí con puntualidad. El empleado que les acompañó el día de su llegada al hotel departía con el presidente de la Cámara y con míster Backster en la zona de acceso al salón; me llamaron y me uní al grupo sin necesidad de presentaciones, puesto que ya nos conocíamos todos. Hablamos sobre la magnificencia del edificio, al que el conferenciante americano no dejaba de alabar. Los asistentes ya iban tomando asiento en el amplio paraninfo, en los cuatro ángulos del salón holgaban otras tantas esculturas de mármol blanco de Damià Campeny. Himeneo, La fe conyugal, Diana cazadora y Paris, contemplaban a los asistentes desde sus pedestales cilíndricos. Entramos, el presidente de la Cámara y míster Backster subieron a la tarima donde se encontraba la mesa. Me quedé con el empleado regordete en una de las primeras filas. El guardaespaldas del orador observaba desde una posición cercana a la mesa de presidencia.
Textos de la novela: Los infinitos nombres del diablo.
Paris de Damià CampenyLa fidelidad conyugal o El amor. Damià Campeny Himeneo. DamiàCampeny
Diana cazadora. Damià Campeny
Las fotos de las esculturas de Damià Campeny son de la página web de la Llotja.
Fue una interesante conferencia, el público se marchó comentando lo escuchado. Como toda teoría, tenía sus defensores y sus detractores. No pude abandonar el palacio sin admirar la escultura de Lucrecia, también obra de Damià. Era magnífica en todos sus aspectos. La representaba recostada en una silla de marfil como las de los ediles romanos. El vestido, parcialmente desgarrado, dejaba al descubierto los brazos, el cuello y el seno derecho de la patricia romana.Algo alejado está el estilete con el que se ha causado la muerte para defender su honor.
Textos de la novela: Los infinitos nombres del diablo.