Veinteava entrada, donde se habla de plantas y de la Llotja de Barcelona en: «Los infinitos nombres del diablo».

Las plantas también sufren


Cleve Backster. Barcelona, julio 1971

Recibí la llamada de Enrique Ripoll cerca de las once de la noche.
Me contó que habían arrestado a Gassiot y estaba en las dependencias
policiales a la espera de ser interrogado.
—Me alegra, Enrique, ¿puedo contárselo a Hipathia?
—Ya lo sabe, el agente que vigilaba su edificio la ha tranquilizado.
—Estupendo, ¿puedo preguntarte cómo lo habéis cazado?
—Gabaldá le ha delatado.
—Vaya un pájaro. Encima quedará como un santo.
—Sí, ha colaborado con la justicia.
A la mañana siguiente me pidieron que pasara por Vía Layetana para
identificarle, mera rutina. Aunque no me hacía gracia encontrarme con los
tipos de la Brigada Social.
No hubo la rueda de presos de las películas de Hollywood, sólo me
pidieron que identificara a Gassiot como el hombre con quien hablé sobre
el códice. Me preguntaron hasta qué hora estuvo Gassiot en la verbena de
la víspera del asesinato de Joan Deulovol.
—Nos fuimos antes que él, sobre las tres de la madrugada –contesté.
No hubo careo, al parecer Gassiot no les había dicho nada. Se había
cerrado en banda y se negaba a hablar. Así me lo estaba contando Ripoll
cuando entró exprofeso en la sala Vicente Juan Creix, jefe de la Brigada
Social en Barcelona y viejo conocido. Creix me tenía entre ceja y ceja
desde que me escapé de sus garras y dos de sus hombres se mataron en
accidente persiguiéndome por las Costas de Garraf.
—Hombre, el «collons» por aquí. Te tengo vigilado –dijo, llevándose
el dedo índice y medio a los ojos-. Ya te pillaré.
—Es un testigo en un caso de mi departamento, Vicente, déjale en
paz –dijo Ripoll.
—Eso es lo que quiero, dejarle en paz… en paz eterna –contestó Creix.
Se alejó mirando hacia atrás con el odio reflejado en su rostro.
No le hagas caso, Jorge, está picado desde que le dejaste en ridículo.
—No, si yo no le hago caso, pero él parece que no olvida.
De regreso al hotel me alegré de que todo estuviese tranquilo, aquella
noche podría ir a la conferencia de míster Backster a instancias de la Cámara
de Comercio. El parlamento lo daba en el mejor escenario posible,
el Salón Dorado de la Llotja de Barcelona.
El Palau de la Llotja, otrora la sede del Consulado del Mar, era la historia
viva de Barcelona. Reconstruido varias veces, Joan Soler i Faneca
lo transformó en 1771 en un edificio neoclásico de gran belleza. El Salón
Dorado se encontraba en la planta noble del palacio. El color dorado y el
pan de oro estaban presentes en todos los elementos decorativos, en los
marcos y molduras de todas las aberturas, en los frontones de las puertas,
en los balaustres de las balconeras y en la ménsula que sostiene un león
con el escudo de la Real Junta Particular de Comercio de Barcelona.
Acudí con puntualidad. El empleado que les acompañó el día de su
llegada al hotel departía con el presidente de la Cámara y con míster
Backster en la zona de acceso al salón; me llamaron y me uní al grupo
sin necesidad de presentaciones, puesto que ya nos conocíamos todos.
Hablamos sobre la magnificencia del edificio, al que el conferenciante
americano no dejaba de alabar. Los asistentes ya iban tomando asiento
en el amplio paraninfo, en los cuatro ángulos del salón holgaban otras
tantas esculturas de mármol blanco de Damià Campeny. Himeneo, La fe
conyugal, Diana cazadora y Paris, contemplaban a los asistentes desde
sus pedestales cilíndricos. Entramos, el presidente de la Cámara y míster
Backster subieron a la tarima donde se encontraba la mesa. Me quedé con
el empleado regordete en una de las primeras filas. El guardaespaldas del
orador observaba desde una posición cercana a la mesa de presidencia.
Después de las presentaciones, Grover Cleveland Backster, Clever
para sus amigos, empezó su conferencia. Contó que había trabajado en la
Central de Inteligencia Norteamericana como especialista en interrogatorios.
Había fundado la unidad de polígrafo de la CIA poco después de la
Segunda Guerra Mundial y llegó a ser presidente del comité de investigación
de instrumentos y ciencias para el interrogatorio.
Acabada esta presentación, pasó a la parte más sustanciosa de su conferencia.
El público se mantenía atento e interesado y, sin embargo, no
había empezado lo mejor. Backster contó cómo había desarrollado su famosa
teoría de la Percepción Primaria en la que afirmaba que las plantas
«sienten dolor» y tienen percepción extrasensorial. Pensé que a Nogal le
hubiese interesado esta conferencia. Los experimentos de Backster con la
plantas conectándolas al polígrafo demostraban que tenían una conciencia
telepática y que podía «sentir» distintas emociones, como el dolor o
la ansiedad. Después de explicar varios ejemplos, contó su experimento
preferido realizado en 1966.
Backster era dueño de una planta ornamental que él mismo cuidaba.
Ensayó conectarla al polígrafo e imaginar que la iba a quemar, las lecturas
se salieron de la tabla como una respuesta de estrés a su intención de
dañarla. Luego Backster decidió, mentalmente, no hacerlo y a pesar de
acercarse con una cerilla a la planta, esta había detectado las verdaderas
intenciones de Backster y no provocó ninguna señal.
Una cerrada ovación premió las palabras del orador. Las preguntas
fueron numerosas. Una señora le inquirió sobre la posibilidad de que
demostraran rechazo a quién las maltrataba. Backster mantuvo que los
pensamientos y reacciones humanas en un entorno determinado causaban
efecto en algunas plantas y estas guardaban «memoria» de ello.
Fue una interesante conferencia, el público se marchó comentando lo
escuchado. Como toda teoría, tenía sus defensores y sus detractores. No
pude abandonar el palacio sin admirar la escultura de Lucrecia, también
obra de Damià. Era magnífica en todos sus aspectos. La representaba recostada
en una silla de marfil como las de los ediles romanos. El vestido,
parcialmente desgarrado, dejaba al descubierto los brazos, el cuello y el
seno derecho de la patricia romana. Algo alejado está el estilete con el
que se ha causado la muerte para defender su honor. La belleza en estado
puro. Pensé en la burguesía capaz de edificar cosas bellas. Como aquel
edificio o mi querido Teatro del Liceo. Esa burguesía trabajadora, innovadora,
refinada y entregada, que ama a Catalunya y a su cultura vieja
y viva como un ensueño ancestral. ¡Qué lejos de esa otra, autocrática,
explotadora y clasista! La fealdad hedionda y racista de los currutacos.
Ripoll me estaba esperando en el bar del hotel. Su aspecto no era el de
un comisario de éxito que ha capturado a su pieza más deseada.
—¿Qué pasa Enrique, no está bueno el whisky?
—El J&B está genial, Jorge, pero mi situación no tanto…
—¿Qué ocurre?
—Gassiot se puso en contacto con el rector de su facultad y ahora
tengo a los jesuitas encima. Ese tío tiene muchos enchufes. Además, en el
Archivo Militar de Segovia, no figura ningún Albert Gassiot en el frente
del Ebro durante el año 38.
—¿Y el bisturí asesino?
— No lo hemos encontrado todavía, a pesar de que le pillamos después
de exhibirlo en la captura, debió deshacerse de él. Mis hombres están
registrando su casa y de momento no tenemos nada.
—¿Tampoco el texto para romper el pacto?
—Tampoco y aunque lo encontráramos no nos serviría de nada… Si
contamos nuestra fantástica verdad los jueces se reirían de nosotros. Sólo
tenemos resistencia a la autoridad, un delito menor.
—¿No habéis podido hacerle cantar? –dije poniendo énfasis en el argot
policial.
—Nosotros no somos la Brigada Social, necesitamos algún tipo de
prueba consistente, Gassiot mantiene una actitud tranquila, incluso chulesca.
¡Fíjate que ha pedido someterse al polígrafo!
En aquel instante se me encendió una luz en el cerebro.
—¿Tenéis polígrafo?
—Sí, hay uno en Vía Layetana, aunque te advierto que se le puede
engañar, máxime con la actitud y conocimientos de Gassiot, parece que
esté en posesión de la verdad en todo momento.
—¿Podría salir de Vía Layetana?
—¿El polígrafo?
—Los dos. Voy a contarte la conferencia a la que he asistido esta tarde…
Referí a Ripoll la conferencia de Backster con todo detalle.
—¿Y eso que tiene que ver con el caso?
—Recuerda el escenario del crimen de Joan Deulovol. El ficus del
archivero fue «testigo» del ataque y quedó manchado con la sangre de la
víctima.
—Todo eso me parece una tontería, Jorge, el comisario jefe me va a
matar.
—Te matará mucho antes si no encuentras pruebas…
—Eso es verdad, con la situación actual tendré que soltarlo… si consigo
una sola prueba, ¡una sola!, le haremos cantar, te lo aseguro.
No me gustó la expresión de mi amigo, conocía los métodos policiales
en carne propia, pero el caso requería de trato extraordinario, como el que
yo le estaba proponiendo; casi una locura. Al diablo con el diablo.
Me costó muy poco convencer a míster Backster. A la mañana siguiente
pusimos en marcha una extraña caravana. Con el oportuno permiso del
arzobispado, trasladamos el polígrafo de la Dirección General de Vía Layetana
al Archivo Arzobispal, apenas a doscientos metros. Ripoll, uno de
sus hombres y dos policías de uniforme trasladaron al edificio a Gassiot
acompañado de su abogado, un jesuita enjuto, de sotana grande y ojos
pequeños con el párpado inferior caído y con una perilla estilo imperio,
como las que aparecen en el rostro del Belcebú en ilustraciones y dibujos.
Los dos policías uniformados y el agente quedaron en la antesala del
archivo custodiando a Gassiot y charlando con su abogado, el jesuita bostezó
dos veces, tal vez por la temprana hora o tal vez porque aquello le parecía
aburrido. Ripoll entró en el recinto del archivo. Allí le esperábamos,
míster Backster, su inseparable y silencioso guardaespaldas, Félix Nogal
y yo. El norteamericano había ya preparado el polígrafo, hicimos un par
de pruebas para comprobar que los electrodos funcionaban bien. Iniciamos
las presentaciones y Backster explicó algunos pormenores a Ripoll.
—Como usted ya sabe los cambios fisiológicos que puede medir el
polígrafo son generados por el sistema de defensa natural. Cuando el individuo
a quien se somete percibe un peligro para su integridad, el sis-
tema primitivo de autodefensa se pone en marcha. Sucede en segundos,
alterando el equilibrio de los órganos vitales que se convierten en alteraciones
fisiológicas medibles por el aparato. Este tiene tres canales que
miden, la respiración, la presión sanguínea y la sudoración.
Backster nos daba explicaciones a los no iniciados y yo las traducía
del inglés para la concurrencia, en esas llegó el juez instructor. Gassiot
no había pasado todavía a disposición judicial; sin embargo, ya estaba
designado el instructor, que no quiso perderse el interrogatorio.
—El ser humano tiene cambios fisiológicos debidos a su actividad
cerebral y esto es lo que mide el polígrafo –repitió Backster-. Las plantas
también los tienen, evidentemente no con una actividad cerebral sino sensorial.
Y yo he conseguido teorizarlo y demostrarlo.
Miré al juez instructor, tenía una expresión de incredulidad en su rostro
que era todo un poema. No podía leer su pensamiento, pero el nerviosismo
de los nudosos dedos de sus manos denotaba una impaciencia
contenida hasta que todo aquello terminara. Tampoco sabía si a Ripoll le
gustaba rezar, si era así, el momento lo requería. Yo seguía traduciendo
las explicaciones de Backster, mientras él conectaba los instrumentos de
medición al ficus del archivo. La planta seguía en aquel rincón de la sala
donde Deulovol la regaba y mimaba, sus hojas todavía estaban cubiertas
con la sangre seca del que fuera su protector. El ficus había estado
presente en el asesinato, la víctima lo había regado por última vez con
su propia sangre. Conectó los neumógrafos a las hojas manchadas y los
galvanómetros al tronco y a la raíz, para ambos casos precisó de instrumentos
especiales para las conexiones. El juez trató de decir algo y Ripoll
de hacer mutis por el foro, el ambiente era tenso.
—Por favor –dijo Backster- salgan todos menos el comisario y el juez.
Salimos Félix, yo y el guardaespaldas a la antesala. Una vez fuera,
Gassiot me miró de arriba abajo, sentí su odio profundo.
—Nos hemos de ver en el infierno, Brotons –dijo.
No respondí, entre Creix que quería darme la paz eterna y Gassiot
deseándome el infierno, la verdad es que me abrumé.
Ripoll apareció en la puerta y me señaló que entrara. Backster me pidió
que me acercara al ficus, quedé a menos de medio metro de la planta.
Los medidores no se movieron ni un milímetro, la línea permaneció recta,
sin cambios. Esperamos cinco minutos, entonces me ordenaron que cogiera
una de las hojas. Así lo hice y el resultado fue el mismo.
Uno a uno, fueron pasando todos, desde el abogado de Gassiot, los tres
policías, el agente americano y Félix Nogal. El resultado seguía siendo el
mismo, las agujas ni se inmutaron, en el caso de Nogal hubo cierto amago
que Backster relacionó con la empatía o conexión del ficus por Nogal.
—Bueno, basta ya –dijo el juez, suspicaz e impaciente-. ¿A dónde nos
lleva todo esto?
—Tenga paciencia, señoría. Estamos acabando –dijo Backster.
Al fin, hicieron pasar a Gassiot. Le pidieron que se detuviera a medio
metro de la planta. Pasaron dos o tres minutos interminables. De repente,
las agujas del polígrafo empezaron a moverse, primero con vértices pequeños,
luego más grandes.
—Coja una de estas hojas –ordenó Backster a Gassiot.
—Esto no es una prueba de polígrafo –gruñó el abogado-, debería
anular esta payasada, señor juez.
—Ustedes pidieron una prueba con polígrafo, no acordamos quién debía
someterse –repuso el juez-. Dígale a su cliente que sujete una de las
hojas y terminemos con esto.
Gassiot fue a coger una de las hojas manchadas con sangre, rectificó
y buscó una del otro lado. En apenas segundos, la maquina pareció enloquecer
ante el asombro de todos.

—¡Malditos, malditos! –gritó Gassiot- Nada podéis contra el Señor de
los Infiernos…
Quedamos todos impresionados. El magistrado instructor se llevó
aparte a Ripoll.
—Ha sido impresionante; no obstante, cuando lo ponga a mi disposición,
traiga pruebas más sólidas.
Ripoll sonrió, había ganado el primer round. Ahora tenía la fuerza para
someterlo a un interrogatorio con respuestas. Nos abrazamos.
—Confieso que no las tenía todas conmigo –dijo Ripoll.
Félix Nogal nos añadió sus impresiones.
—No hay duda de que es culpable, pero en su fuero interno cree que
él no ha sido, que sólo es un instrumento.
—¿De quién? –preguntó Ripoll.
—Él está convencido que todo es obra del diablo…
—¿Esquizofrenia? –dije.
—No lo sé, no soy médico, la parasicología estudia las aptitudes mentales
paranormales, la esquizofrenia es una enfermedad que afecta a la
mente, distorsionando la realidad. No es lo mismo una alucinación que
una visión extrasensorial –explicó Nogal.
Le di las gracias a Nogal y a Backster, que seguía tomando nota de las
mediciones del polígrafo.
—Es portentoso, míster Brotons, la planta ha sentido terror, ha reconocido
al asesino de su dueño –dijo Backster.
Me alegré de tener la oportunidad de tener a Cleve como cliente. Las
complicaciones para lograr las dos habitaciones para la Cámara habían
valido la pena.

Leones de la Llotja de Barcelona
Escalera de acceso
Salón Dorado de la Llotja
Estatua de Paris en la Llotja
Himeneo
Diana cazadora
Grover Cleveland Backster
Backster con un polígrafo para determinas los «sentimientos»de las plantas

Decimosexta entrega de: «Los infinitos nombres del diablo». De campanarios y lugares del Barrio Gótico de Barcelona

Los campanarios de Barcelona

Barcelona, julio de 1971

Sería medianoche cuando me llamó Ripoll, cogí el teléfono en La
Parrilla, andaba comentando con el chef los pormenores de la cena
y que siguiera las recomendaciones que habíamos acordado.
—¿Jorge?… Todo está pasando en mi distrito, parece la casa de los
horrores.
Esperé a que el chef se alejara para preguntar a Ripoll qué ocurría;
no me dio tiempo, desde el otro lado del auricular oí su carraspeo y su
exclamación.
—¡Se han cargado a Pagés, o se lo han cargado o se ha suicidado!
—¿Estás seguro?
—Hombre, muy guapo no ha quedado, pero hemos confirmado que es
él. Ha caído desde la torre de la basílica de San Justo y Pastor. Treinta y
cinco metros de vuelo. Murió en el acto.
—¿Qué dirán esta vez los periódicos?
—No lo sé. Si es un suicidio los del Opus no querrán admitirlo y si
ha sido empujado, tampoco. Aunque los de la autopsia aseguran que hay
ciertas marcas en el tórax que sugieren un fuerte golpe.
—¿Piensas en Sergio Congost?
—Hemos hecho indagaciones, es quién creemos, en cuanto a lo de
hoy, Congost ha pasado todo el día en el Hospital del Mar. A la hora del
deceso estaba operando.
—Nos estamos quedando sin sospechosos –dije contrariado.
—Como tú dices… siempre nos quedará Satán.
—Habrá que tenderle una trampa. ¿Cómo se pesca al diablo?
—Con un político, son los más afines –río Ripoll.
—Nuestro quinto hombre lo es y de los importantes…
—Y de los más cabrones –matizó el comisario. Quiero regresar esta
tarde al lugar de los hechos, podría encontrar nuevas pistas ¿te apuntas?
—Claro, no me iba a perder.
Quedamos a la misma hora en que sucedió el accidente, valía la pena
valorar el momento de luz y el último paisaje que vio Pagés, eso nos ayudaría
a reconstruir la escena.
La basílica de los Mártires Justo y Pastor olía a humedad y a cirio, a
leyenda y a rezo. Algunos fieles permanecían sentados o arrodillados en
oración. El rector de la basílica se deshacía en explicaciones.
— No nos dimos cuenta de que todavía quedaba un feligrés, siempre
advertimos del cierre, no sé por qué no nos oyó.
—Nos gustaría subir al mirador de la torre –dijo Ripoll.
—Claro, claro… síganme.
Pasamos por debajo de las cintas de prohibido el paso que habían colocado
los hombres de Ripoll. Subimos por la escalera de caracol, ciento
setenta y cuatro escalones nos conducirían a lo alto del campanario. Oía a
mi espalda los resoplidos y maldiciones de Ripoll. Llegamos a la terraza
del carillón. Egidia, Pastora, Justa y Montserrada, las cuatro campanas de
la iglesia, nos vieron ascender el último tramo, la puerta de acceso al mirador
permanecía abierta, me pareció que olía a azufre. Salimos, la terraza
ofrecía una vista espectacular a los cuatro puntos cardinales. La baranda
de piedra sólo llegaba hasta la rodilla. Era fácil perder el equilibrio y caer,
y mucho más fácil si recibíamos un inesperado empujón.
—Hemos calculado, por la posición del cadáver y lugar en que cayó
a la plaza, que fue desde este punto donde se precipito al vacío –dijo
Ripoll-. No hemos encontrado huellas de zapatos ni señales que indiquen
que hubiese lucha o que fuese arrastrado hasta la baranda, salvo las
marcas en el pecho.
—¿Eran de manos o de garras?
—Si eran garras no le hirieron y si eran manos eran muy grandes, la
contusión pectoral, además de fuerte, era amplia.
Miramos con detalle en el quicio de la puerta de entrada, en las piezas
del arco y en el suelo. Nada, aparentemente. Ripoll, pese a que la luz declinaba,
descubrió unos pelos en el piso.
—Pueden ser de cualquiera de los que ayer estuvimos aquí… No obstante,
me los llevaré al laboratorio.
—¿Sabes que he notado olor a azufre?
—Yo también, pero no he querido decirte nada al respecto para que no
siguieras con tus disparatadas teorías.
— No son mías, Enrique-dije, mientras olisqueaba alrededor.
— La verdad, es que sí, que huele raro –confirmó Ripoll.
— Así que tenemos un asesino que huele fatal, pierde pelo y empuja
con decisión.
—No, todavía no lo tenemos.
—Entonces, ¿a que esperamos?, nos queda sólo una pieza del quinteto-
dije convencido.
Ya en el hotel, tomándome un café con Félix Nogal, le conté la muerte
de Pagés; tampoco él pudo aportarme nada al respecto.
—No puedo tener percepciones si lo sucedido es dentro de un templo
o en sus inmediaciones. Cualquier religión protege sus misterios con la
propia consagración de sus lugares de culto, la cristiana o la judía las que
más; es como si tuviesen un aura protectora.
—Entonces no «viste» nada de lo acontecido.
—Yo no he dicho eso, he tratado de estar conectado a esos hombres
desde que me lo dijiste, Jordi. Con Pagés ha sucedido algo muy especial,
no he podido presentir su muerte, en cambio sé que las manos que le empujaron
no eran humanas.
— No me digas, a ver cómo se lo cuento a Ripoll.
Un par de días después, sobre las siete de la tarde, recibí una inesperada
visita. Se trataba de Sergio Congost, quería preguntar sobre el precio
de los menús para una cena de facultativos. Le recibí en La Parrilla, era
el sitio más adecuado para hablar de banquetes, si tenía alguna duda podía
consultar con el chef que andaba preparando la carta de la cena. Hablamos
de distintos platos y acompañamientos. Sergio Congost era un tipo
alto, de anchas espaldas y rostro atractivo, podía pasar por un galán de
cine. No aparentaba los treinta y dos años que tenía, parecía un jovencito
recién salido de la facultad. Tenía el pelo moreno, algo ondulado, con prematuras
entradas. Una pequeña cicatriz en la frente y su estampa, le daban
un aire de luchador o de gladiador. Sus manos de pianista, dedos largos,
sin nudos, de cuidadas uñas, se movían con cierto nerviosismo al escuchar
cualquiera de mis comentarios. Vestía un elegante traje a medida,
por las hechuras deduje que podría ser una pieza de Cortefiel, de la nueva
sastrería Aramis en Rambla Catalunya o incluso de Gilbert Batet, uno de
los sastres más prestigiosos de la ciudad. Advertí que lo de los menús era
lo de menos, me estaba examinando, tanto como yo a él. Su interés por el
banquete de los colegas era sincero, pero vino solo y eso me demostraba
su deseo de juzgarme a placer. Cerramos un menú de treinta comensales
para el último viernes de julio.
—Es una cena de vacaciones, si es que al final alguno de nosotros
puede disfrutarlas –dijo.
—¿Mucho trabajo en el hospital?
—Sí, supongo que sabe lo que está ocurriendo. Lo tenemos todo controlado,
hay numerosos pacientes reales y otros que tienen todos los síntomas
imaginarios, pero a los que también tenemos que atender.
—¿Me permite una pregunta?
—Claro, Brotons, trataré de responderle.
—¿Por qué el Manila? En la Barceloneta hay magníficos restaurantes,
a dos pasos del Hospital del Mar, el Siete Puertas de la plaza Palacio, está
a menos de diez minutos. ¿Por qué aquí?
—Es un buen hotel con un celebrado restaurante. Además, quería conocerle.
Guardé los presupuestos en una carpeta, me giré hacia un camarero
que andaba preparando las mesas para la cena.
—Por favor, José, tráenos… ¿Qué quiere tomar?-pregunté a Congost.
—Lo mismo que usted, Brotons.
—Dos de los míos, José –le confirmé al camarero.
El camarero trajo los dos J&B con los requisitos pertinentes y una
sonrisa, les gustaba servir al jefe y luego contar que yo había bebido el
doble de lo que realmente había trasegado. Nunca supe si eso era así para
darme una fama que no merecía, o aprovechaban también para hacerle los
honores al whisky entre bambalinas.
—Verá, Brotons –dijo, después del primer sorbo-. Ya sé que ando en la
lista de sospechosos del comisario Ripoll. Me he dado cuenta de que me
siguen y preguntan por mí al personal del hospital. Mi madre me comentó
que la habían visitado y, poco después, aparecieron los hombres de la
gabardina a mis espaldas.
—Muy raro, ha llovido poco estos días.
—Ya me entiende, eran los hombres de Ripoll. No me extrañó, doy
todos los síntomas. Aunque le aseguro que no soy el hombre que buscan,
pero tampoco tan inocente…
Confieso que me emocioné, detrás de sus palabras había algo que no
sabíamos y estaba a punto de ser revelado. Bebí un largo trago y le pedí
que continuara. Los camareros habían terminado ya de montar las mesas,
faltaba más de una hora para que apareciera el primer cliente.
—No lo soy, pero podría haberlo sido. Le voy a contar una larga historia
que seguro le sorprenderá. No sé si les consta que mi madre nunca me
dio el nombre de Robert Camperol ni me contó su historia. Sin embargo,
en un pueblo pequeño siempre hay alguien que está dispuesto a informarte
de lo que no le afecta, sobre todo cuando eres niño. Crecí sabiendo
el chisme que de mi madre narraban, pero su dignidad fue un bálsamo
que me mantuvo indiferente ante los comentarios. Hace unos años, con
no pocos esfuerzos, pudo enviarme a estudiar a Barcelona. Aquí hice el
bachillerato y el preuniversitario, me asombraba que mi madre pudiera
seguir pagando los colegios privados y mi manutención; me habló de la
venta de unas tierras de sus padres, de unos ahorros… Yo, para ayudar
con los gastos, trabajaba de camarero algunas horas en de los bares de
moda de la ciudad. En uno de ellos, ya en último año de carrera, conocí
a una joven de la que me enamoré. Ella tenía diecinueve años y yo veintiocho,
la edad no fue obstáculo para que me correspondiera, tampoco la
diferencia social, era una de las hijas de un rico industrial barcelonés…
Me removí en mi silla, traté de dar un sorbo y uno de los hielos impactó
en mi nariz, unas gotas de whisky cayeron sobre la carpeta de los
presupuestos. Como un estallido en mi mente supe de pronto qué iba a
decirme y él supo por mi cara que lo había adivinado.
—Sí, era ella, su… nuestra amiga, Eulalia Camperol.
Me quedé en silencio. Tenía un montón de preguntas que hacerle, pero
él me las respondió todas con un solo comentario.
—No lo sabía, tampoco lo sospeché cuando me acosté con ella.
—¿Cómo supo quién era su padre?
—Llevábamos más de un año saliendo, su padre se enteró de nuestra
relación e investigo quién era yo. Un día vino a verme al hospital dónde
realizaba las prácticas y me contó toda la historia, incluida la ayuda que
le daba a mi madre para mis estudios. No supe que decirle. Él me pidió
que dejara de verla, el argumento de que podía ser mi hermana cayó sobre
mí como una losa. Las pruebas serológicas pueden determinar el grupo
sanguíneo de una persona basado en los grupos de los padres, pero no son
pruebas concluyentes, tampoco las recientes con la proteína HLA, cuyos
diferentes tipos varían de persona a persona. Hoy, por hoy, no existe todavía
forma de averiguar si somos hermanos.
—Sería un golpe duro tener que renunciar a ella, pero dígame ¿cómo
sabe de mi amistad con Eulalia?
—Ripoll no es el único que tiene informantes.
—Ya, no obstante, todo lo que me ha contado no explica que usted
sepa la personalidad de los asaltantes de su madre.
—Cierto, y eso me obliga a relatarle la otra parte de la historia. Hace
unos meses volví a recibir la visita de Camperol. Me contó la identidad
de los otros violadores y que alguien les había amenazado de muerte a
los cinco. Dedujeron que las amenazas partían de un enemigo común y
los únicos que tenían cuentas pendientes con todos ellos a la vez éramos,
yo… y el diablo. Camperol les tranquilizó asegurándoles que yo desconocía
sus nombres, entre los cinco imaginaron un sistema de alarma para
advertirse mutuamente de algún peligro. A pesar de todo, Camperol no se
quedó tranquilo y pensó que si ellos conocían mi existencia y mi nombre,
alguno de ellos, podría tener tentaciones de eliminarme. Por eso me dio el
nombre de los otros cuatro.
—Rocambolesca historia, Congost, parece más sencillo pensar que es
usted el que se los está cargando –dije, esperando su reacción.
—Supongo que, a estas alturas, ya habrán comprobado mis coartadas.
—En efecto, pero quién tiene informantes también puede tener cómplices…,
porque motivos le sobran.
—Efectivamente –dijo, depositando su vaso vacío sobre la mesa-.
Pero ¿cree usted posible que elija el Manila para cenar si tuviese algo que
ver con la muerte de Camperol o con la de los otros?
—Por lo menos veo tres razones. La primera porque, el nuestro, es un
buen restaurante; la segunda porque siempre se vuelve al lugar del crimen
y la tercera porque se moría por conocerme. Aunque, para su tranquilidad,
no creo que tenga usted nada que ver con esas muertes, a pesar de que
sepa manejar un bisturí.
—Muchas gracias, Brotons, nos veremos el día de la cena-dijo cogiendo
la carpeta con los presupuestos.
—Eso espero –le dije, mientras le acompañaba a la salida.
A la espera del elevador nos escrutamos de nuevo, era como en esos
wésterns americanos de duelo al sol, aunque estuviésemos a cubierto y
atardeciendo. Oímos llegar el ascensor, antes de entrar en él me miró a
los ojos:
—Cuénteselo, Brotons, yo no tengo valor… no sé si querría escucharme.
Entró en el ascensor, encogido como el niño que acaba de contar una
travesura. Desde el campanario de la vecina iglesia del Carmen tocaban
las ocho.

Restaurante La Parrilla del Manila Hotel
CAMPANARIO DE LA CATEDRAL CON UNA DE LAS GÁRGOLAS QUE REPRESENTA UN CARACOL – FOTO AJUNTAMENT DE BARCELONA
Las terrazas de la Catedral de Barcelona. Foto: Catedral de Barcelona
La Basílica catedral del Pí o del Pino. Foto: BCNHorasdeOficina.
Campanario Basílica del Pí. Foto: BCNHorasOficina

El campanario y frontal de la Basílica de la Merçè en Barcelona
Campanario de la Basílica de la Merçè .Foto: Viajabloc
Campanario del Arzobispado de Barcelona. Foto: El País. Aunque así la titula el País, en realidad la foto corresponde a Santa María del Mar
Santa María del Mar Foto:MiBarcelona
DETALLE DEL CAMPANARIO. FOTO: MiBarcelona
Una iglesia del Raval necesita ayuda para salvar sus campanas
Campanas de la parroquia de Mare de Déu del Carme del barrio del Raval. Foto:Llibert Teixidó, para La Vanguardia

Església Betlem - Barcelona.jpg
Iglesia y campanario DE BELÉN EN LAS RAMBLAS DE BARCELONA. Foto: Pere López – Fotografia pròpia.
Crucero y Campanario en la Iglesia de Santa Ana, BARCELONA
Campanario del antiguo monasterio de Santa Ana en Barcelona
Terraza de la Basílica de los Mártires San Justo y Pastor, en los años 70 la barandilla metálica no existía.
Las Piedras de Barcelona: Sants Just i Pastor
Campanario de San Justo y Pastor. Foto: Las Piedras de Barcelona

Decimoquinta entrega del los «Infinitos nombres del diablo». Del año del cólera y de saltos al vacío.

El verano del cólera


Barcelona, 4 de julio de 1971

El domingo día cuatro vi la final de Copa por televisión. Fue un gran
partido entre el Valencia y el Barcelona, el resultado después de
muchas alternativas y una larga prórroga, fue favorable al Barça
con un gol de Ramón Alfonseda, amigo de la infancia con el que había
compartido juegos durante los veranos en Granollers, una población cercana
a Barcelona. Vi el encuentro rodeado de clientes del hotel en el salón
del primer piso, ellos mostraban sus preferencias según afinidades y yo
procuraba mantener una actitud diplomática. Lo importante, además del
éxito de mi amigo, fue la facturación del bar.
Aquella noche recordé la carta que Lilith me había prestado en un
arranque de sinceridad. Busqué en el bolsillo del traje de la noche del
viernes. Extraje el sobre y me dispuse a leer, antes de empezar la lectura
mi mirada se posó en el nombre del destinatario y el corazón me dio un
brinco: Sergio Congost. Ahora entendía muchas cosas, el gran amor de
Lilith era el hijo de María y de alguno de los personajes del quinteto,
incluido Robert Camperol. Leí el contenido de la misiva donde Eulalia
Camperol repetía la exposición de sus sentimientos y no comprendía
su actitud cobarde. «Mi padre no tiene ningún derecho a hacernos tanto
daño», decía en uno de los párrafos. Cuando terminé me sentí abatido,
aquello daba un giro inesperado en nuestras indagaciones. Llamé a Ripoll
y rogándole máxima discreción, le conté mi descubrimiento. Esa información,
decía, colocaba a Sergio Congost, si es que era el mismo, como
favorito en las quinielas. Camperol le había obligado a romper con Eulalia
y no sólo por cuestiones sociales, también porque podría ser su hijo.
Pero, ¿de dónde había sacado Sergio Congost la información?, su madre
nunca le dio el nombre de Camperol y esto había ocasionado el drama con
Eulalia. Ripoll me confirmó que las posibles coartadas de Congost daban
todo el margen para la especulación. Me aseguró que iba a interrogarle
muy pronto y que me informaría de los resultados. Sin embargo, una inesperada
situación retrasaría nuestras pesquisas.
Todo el personal médico quedó alertado, pero no la población. En
la ribera del Jalón hubo un brote de cólera que llegó a Barcelona. Los
enfermos desarrollaban desde casos triviales, sin apenas síntomas o con
diarreas leves, hasta cuadros severos con diarreas intensas. El período
de incubación era de dos o tres días y en los casos graves las abundantes
deposiciones producían una gran deshidratación. Los establecimientos
hoteleros no fuimos, al principio, informados del brote. Noticias procedentes
de distintos ámbitos alertaban a sus entornos. A pesar de todo,
oficialmente no pasaba nada. El miércoles siete, la dirección general de
Sanidad hacía público un comunicado según el cual los datos sobre el
cólera eran producto de una «información tendenciosa de algún periódico
extranjero». «No pasaba nada», aunque las fichas de entrada de extranjeros
eran especialmente controladas por la policía, sobre todo si venían de
África. Ripoll me confirmó que la pandemia de cólera existía y que era
peligrosa.
Tomé todas las medidas posibles. La limpieza de las cocinas y de las
vajillas se extremó. Todo el personal que tocara y manipulara alimentos
tenía que lavarse las manos con jabón concienzudamente y las materias
primas de la cocina debían seguir un riguroso higienizado, las verduras
y legumbres muy cocidas, suprimimos el marisco crudo de la carta. Las
camareras fueron advertidas de que la ropa de cama con restos de excrementos
o de sangre se pusiera en cestas distintas y en la lavandería las
trataran aparte y si alguna resultaba sospechosa fuese quemada. Inventamos
un comité de emergencia, con la idea de una intervención rápida si se
detectaba algún caso. Una de las actuaciones era la de clausurar cualquier
habitación por la que hubiese pasado algún afectado. La idea no era mía
sino de dos cineastas ingleses en un film de 1950 llamado Extraño Suceso,
que desarrollaba una historia inquietante en un hotel de París durante
la Exposición Universal de 1889. No tuvimos que llegar a estos extremos;
no obstante, mantuvimos la guardia durante los tres largos meses que
duraría la alarma.
Sin embargo, la ciudad tuvo muchos casos de afectados y de posibles
infectados. En el Hospital del Mar se abrió una unidad de diagnóstico y
tratamiento del cólera en tres pabellones distintos. Sergio Congost y todo
el personal clínico tuvieron más trabajo que de costumbre. A pesar de las
negaciones a lo evidente del Gobernador Civil, responsable de la salud pública,
al fin recibió de Madrid la orden de vigilar el cumplimiento de las
disposiciones sanitarias y ordenar los servicios oportunos. Más tarde supimos
que hubo más de 400 ingresos hospitalarios y que la cifra oficial de
muertos fue de tres. Ripoll y yo nos preguntábamos por qué la ciudad sufría
una plaga decimonónica. Empezaba todo a ser un poco disparatado. Un
nuevo suceso terminaría por confirmar nuestras controvertidas sospechas.
Al anochecer, Ruth me llamó desde Niza, estaba en la finca de un millonario
entrado en años, pero creso.
—Los periódicos franceses hablan de que hay cólera en Barcelona…
¿Estás bien?
—Bueno, ya sabes que los franceses son muy exagerados, hay algún
caso pero está todo controlado. Estoy muy bien ¿Qué tal la playa?
—Fabulosa, Henry tiene una playita privada a la que se accede desde
su mansión, una maravilla. Nos juntamos más de veinte invitados y él me
dice que yo soy la más guapa.
—Lo creo. Es un tipo con muy buen gusto –contesté riendo.
—Sí, está loco por mí; pero, hasta que no me ponga un anillo de diamantes
y de muchos quilates en el dedo, va a tener que seguir deseándome.
—Me parece muy bien. Ya sabes lo del refrán. Mucho prometer antes
de…
—No, no lo sé. ¿Cómo termina?
—No tiene importancia, es sólo un refrán del pueblo, Henry tampoco
lo entendería.
—Te he comprado un traje precioso, Henry lo vio y me dijo que me
había equivocado de talla, ¿cómo le iba a decir que no era para él?
—Espero que la corbata y camisa que le hagan juego no me cuesten
un mes de sueldo.
—No, esas también te las traigo, pago con la tarjeta de Henry.
No sé si me sentó bien que el tipo que estaba camelando a Ruth pagara
mis regalos. Pese a mis reservas, la veía tan feliz que no le dije nada. Nos
despedimos con millones de besos y con un saludo para Henry, si la cosa
seguía así, estaba condenado a admitirle como amigo. Y aunque perder a
una estupenda amante para ganar un nuevo conocido no me apasionaba,
entendía que mi relación con Ruth estaba basada en dos cosas fundamentales:
complicidad y libertad.

Muchos barceloneses, aprovechando que era verano y ante el peligro
del cólera, enviaron a sus familias fuera de la capital. Algunas gentes de
talente religioso acudían a los templos para rogar no ser contagiados por
la enfermedad, más práctico les hubiese sido vigilar su higiene. Pero,
cada uno, encuentra consuelo donde lo busca. Uno de los penitentes que
confiaba más en lo místico que en lo aséptico era Ramón Pagés. A pesar
de los consejos de Balcells que, desde su sabiduría en patología recomendaba
calma, agua y jabón, Pagés envió a toda su familia a la finca de la
Costa Brava. Él tuvo que quedarse en Barcelona atendiendo sus negocios
y se refugiaba muchas tardes en la Basílica de los Santos Justo y Pastor,
en la plaza del mismo nombre, que se escondía entre una maraña de calles
estrechas al lado de la plaza de San Jaime. La iglesia se levantó muy cerca
del anfiteatro romano que vio morir a los mártires cristianos y cuenta la
leyenda que en esta basílica era donde se veneraba a la Virgen de Montserrat,
antes de que fuese escondida en la Santa Cueva para evitar que
cayera en manos musulmanas. El templo fue el refugio ciudadano en la
gran epidemia de peste negra del siglo XIV, su amplia nave acogía a miles
de barceloneses en busca de curación y consuelo, y docenas de ellos perecieron
y fueron enterrados en fosas comunes en el subsuelo de la sacristía.
Allí se encaminaba cada tarde Pagés en busca de alivio, atemorizado
con la idea de que aquella epidemia tenía algo que ver con él. Se sentaba
en la capilla del Santísimo y levantaba sus ojos para poder ver la magnífica
cúpula donde, entre la negrura de su pintura, le parecía descubrir
rostros. En la penumbra del recinto, elevaba su plegaría para que fuera
localizado el conjuro que le permitiera romper aquel pacto diabólico.
Era ya muy tarde, casi la hora de cerrar la iglesia. Pagés no lo sabía,
pero por alguna rendija el humo de Satanás entró en el templo. Sintió una
llamada y se dirigió como un autómata a la angosta escalera que conducía
a la parte alta de la torre. La escalera de caracol se estrechó un poco más,
él siguió subiendo, primero contó cada uno de los peldaños y al llegar a
los cien dejó de hacerlo, miró hacia arriba, todavía faltaban tramos estaría
por la mitad de la subida. Quiso descender, una voz en su cerebro le
animaba a seguir subiendo y continuó con su empeño, la larga ascensión
por la estrechez de la escalera y la semioscuridad le hicieron distorsionar
la noción del espacio y del tiempo, su mente flotaba. Al fin reparó en
una luz, una esquirla de luz al final de su trayecto que le permitió ver la
entrada al mirador de la torre. La puerta de madera estaba abierta de par
en par, el soportal de piedra conducía al exterior. Salió, una bocanada de
aire fresco le llenó los pulmones, miró hacia abajo, calculó que estaba por
encima de los treinta o treinta y cinco metros. La perspectiva era idílica,
desde su atalaya tenía una vista periférica de 360 grados; de norte a sur,
de mar a montaña, podía contemplar toda Barcelona. Las luces naranjas
y rojas del atardecer juliano pintaban los campanarios cercanos, el de la
Catedral aparecía con un aura sanguinolenta con la Sierra de Collserola
al fondo ya en penumbra; el de Santa María del Mar se coloreaba de un
pastel más tenue resguardado por la mar; y los de Nuestra Señora del Pi
y la Mercè encendidos en escarlata. El mar se preparaba para recibir el
ocaso, todo era extraordinariamente bello. Una ligera brisa le acarició el
rostro, todo es perfecto, pensó. El aura roja cubrió la superficie celestial,
miró hacia abajo. ¿Por qué no terminar ahora?, pensó, o quizás lo escuchó.
Se reclinó sobre la barandilla construida antes de de Colón descubriera
América. «Hazlo», parecía decir el sol mientras entraba en el mar
por el horizonte. Levantó la pierna derecha y la apoyó sobre la baranda.
Se sintió frágil. Iba a volver a bajar la pierna cuando le vio en el quicio
de la entrada a la torre. Era el diablo de Flix, con su guerrera roja de insignias
desconocidas y galones amarillos. «Hazlo, me lo debes», dijo la
voz grave que resonó en el cerebro de Pagés. Trató de responder con una
negativa, un golpe redobló en su caja torácica, vaciló unos instantes y
cayó al vacío. El sol se ocultaba por occidente.

Ramón Alfonseda marca el gol del triunfo en la final de copa


Cólera 1971 | Fila para vacunación del cólera en la Jefatura… | Flickr
Cola en Barcelona para vacunarse contra el cólera en 1971


ACTUAL Y CURIOSO: Descubren un baptisterio del siglo VI en la ...
Basílica de los Santos Justo y Pastor de Barcelona


Flickriver: Photoset 'BASILICA DELS SANTS MARTIRS JUST I PASTOR ...
Detalle de la torre…



Las tentaciones del Diblo
Fitxer:Església de Sant Just i Pastor (Barcelona) - 2.jpg ...
Interior de la Basílica
El campanar dels Sants Just i Pastor, obert al públic | Nou Barris
Vista actual desde el campanario

Por si queréis escuchar cantos gregorianos mientras miráis la página.

Decimocuarta entrega: Donde se habla de la sexualidad oculta en las familias burguesas y la del propio JB con Lilith.

El cuarto elemento

Barcelona, final de junio de 1971

Una indiscreción me descubrió la personalidad real de Ramón Pagés.
A pesar de mis advertencias y de mis desvelos, el Manila,
como cualquiera de los grandes hoteles del orbe, era un nido
de espías y no lo digo por otros hechos más consistentes y de más alta
repercusión diplomática y política que algún día relataré, lo digo por las
situaciones cotidianas que suceden en el pequeño universo de un gran
hotel. El ir y venir de los clientes deja, en multitud de ellos, gratos o
controvertidos recuerdos, pero también en la memoria del personal de
un hotel queda reflejado el paso de muchos de sus parroquianos, incluso
tiempo después de estar alojados. Si todo el personal de un centro hotelero
tiene capacidades detectivescas y fantasiosas, en los años setenta el
centro de operaciones de espionaje estaba en la centralita de los hoteles,
allí se recibían los mensajes, se ponían las conferencias, se preguntaba y
se respondía a todo, mucho más que en la conserjería o en la recepción.
Con el tiempo, la eliminación de aquellas centralitas acabó con una profesión
y una forma de fisgoneo selecto.
El caso es que, gracias a esta tradición de poner oreja en las clavijas,
algunas de mis conversaciones e indagaciones eran seguidas por un público
entusiasta. Para confirmarme lo que era de dominio casi general,
apareció aquella mañana una de las camareras de piso en la puerta de mi
despacho.
—¿Puedo pasar, JB?
—Claro María, adelante.
María avanzó desde la puerta con paso indeciso hasta llegar al centro
del despacho. Se detuvo y cruzó las manos sobre el uniforme a la altura
del vientre.
—Por favor no te quedes ahí de pié, siéntate.
Retiró las manos del regazo y se sentó en una de las butacas.
—Verás, JB, he oído por ahí que estás interesado en un tal Ramón
Pagés…
—Sí, María, supongo que habrás sabido algo por radio macuto.
Ella sonrió. Me conocía desde que era un muchacho de catorce años
recorriendo los pasillos del hotel. María era de las veteranas, estaba desde
el primer día que el hotel abrió sus puertas.
—Estuve sirviendo mucho tiempo en casa de los Pagés, desde los trece
años. Tanto en su piso de la plaza Calvo Sotelo como en su masía de
Cadaqués. ¿Qué quieres saber de los Pagés?
—¿Conoces bien a Ramón?
—Sí, fue justo al terminar la guerra. El señorito Ramón-dijo, todavía
con la mente puesta en el pasado –tendría veintiuno o veintidós años.
Tenía dos hermanos y cuatro hermanas. Él era el mayor.
—¿Cómo era?
—No era mala persona a pesar de pasearse todo el día con la camisa
azul. Lo hacía porque era muy tímido. Cada vez que una de nosotras le
preguntaba algo se ruborizaba. Iba un poco salido, cuando «hacíamos» el
suelo nos miraba le trasero. En aquellos tiempos limpiábamos de rodillas.
—Perdona la pregunta… ¿llegó a propasarse alguna vez con alguna
de vosotras?
—No, que va, incluso había una cocinera extremeña que le provocaba.
Éramos crías y jugábamos a eso con los señoritos, sin que lo viese la
señora… muy de misa ella. En aquella casa no pasaba lo que en algunas
otras que el señor o los señoritos andaban tras el servicio, en la de los
Pagés todo lo vigilaba la señora.
Sonreí. Me imaginaba la férrea mano de la dama controlando a su
marido y a sus vástagos.
—Al parecer eran buena gente-aventuré.
—Bueno, ya sabes, muy suyos, muy católicos, la señora de misa diaria.
El señor con sus negocios. Eran primos hermanos, tuvieron que pedir
no sé que al Papa para casarse. En aquella casa sólo se hablaba catalán,
estaban orgullosos de que su hijo fuese falangista. «Me lo pidió Cambó»,
repetía el padre. El señorito Ramón utilizaba sus influencias con los gerifaltes
para los negocios de la familia.
—¿Y el tema del sexo?
—¿El ñaca, ñaca? Era muy familiar, en Calvo Sotelo todos guardaban
la compostura, pero al llegar a Cadaqués todo se desmadraba.
Creo que María vio en mi cara la extrañeza y las ganas locas de que
prosiguiera el relato, al fin y al cabo yo también era de la cofradía de los
chafarderos.
—Sí, JB, en la masía de Cadaqués, con el verano, el sol y la playa,
todo cambiaba. Venían a la finca las hermanas del señor y los hermanos
de la señora, todos primos, todos Pagés, todos muy catalanes. Pillamos
varias veces al señorito Ramón haciendo cosas con dos de sus primas.
—¿A la vez?
—No, no. Con una en el jardín y con la otra en su dormitorio. Las dos
eran primas hermanas, una de un lado y otra del otro, las dos Pagés. El
señorito tuvo que casarse con la primera de ellas que quedó embarazada.
No hubo escándalo; algunos de los cuñados Pagés también jugaban con
sus primitas.
—¡Caramba, María! Esta familia sabía divertirse.
—Uy, ahí no acaba todo –dijo María, misteriosa-. Cuando empezaba
el veraneo la señora se tiraba los tres meses con los pequeños en Cadaqués.
La familia tenía un capellán que residía todo el verano en la masía
y daba misa todos los días en la capilla de la finca. La familia sólo asistía
los domingos, la señora a diario.
—Vaya, muy devota.
—Sí, muy devota… devota del capellán. Malas lenguas dicen que el
más pequeño… bueno, el que ahora es sacerdote…
Estallé en una sonora carcajada.
—Sí, sí, tú ríete, pero no has tenido que verle con la sotana arremangada
empujando desde atrás y la señora apoyada en el altar de la capilla…
y luego limpiarlo todo.
No podía más, me estaba desternillando de risa. Traté de hacer un esfuerzo
y seguir indagando, no exento de morbo pregunté:
—¿Pero, vosotras, cómo lo veíais?
—A través de una cristalera o por el ojo de la cerradura… y no te rías.
—No puedo evitarlo, perdona María. Te voy a preguntar algo muy en
serio. ¿Crees capaz a Ramón Pagés de cometer un asesinato?
—¿El señorito Ramón? Qué va, es incapaz de matar una mosca.
—En la guerra mató a más de una.
—Sería a cañonazos y a distancia. Es un cobardica. Se desmayaba si
veía sangre. Un día, una de nosotras, Paulina, se cortó en un dedo y al
señorito le dio un vahído.
—Gracias, María. Me has sido de mucha utilidad.
—Ya sabes, JB, si en algo puedo ayudarte… Pero, por favor, no le
digas a nadie todo lo que te he contado.
—Yo no se lo diré a nadie, María.
—Gracias, JB.
Salió del despacho contenta de haberme podido echar un capote, ahora
veríamos cuál sería su aplomo cuando la interrogaran las telefonistas y
los mozos de equipajes, verdaderos agentes de información.

Una noche con Lilith

Barcelona, dos de julio de 1971

Lilith, según las antiguas culturas, fue la primera mujer de Adán.
Los sumerios ya contaron que su lujuria y rebeldía la llevó a abandonar
a Adán. El primer problema entre ambos surgió cuando ella
se cuestionó el porqué tenía que yacer debajo de Adán si también estaba
hecha de polvo como el primer hombre. Al parecer, no sólo era una cuestión
postural sino de igualdad. Eulalia Camperol cumplía con los cánones
de su predecesora, ella quería ser la protagonista de su vida, llevar la parte
cantante en las relaciones y elegir la postura del coito según el momento.
Yo no tenía ningún inconveniente en aceptar cualquiera de estas condiciones.
Así que esperé con paciencia a que ella iniciará un nuevo contacto.
Una mañana los dioses escucharon mis silentes ruegos y la tentadora
Lilith me llamó para proponerme una cita. Acepté encantado y quedamos
a medianoche en un bar cercano a Las Ramblas. Boadas era una coctelería
de la calle Tallers, a pocos metros de Las Ramblas y a tiro de piedra del
Manila. Era un local pequeño y entrañable, de forma triangular, en el que
José Luis y su esposa, María Dolores, hija del fundador Boadas, ejercían
de anfitriones. Nos sentamos en los dos taburetes de la barra principal que
formaban el vértice del triángulo. Nos atendió la mestressa en persona.
—Hola guapos-nos dijo. ¿Qué queréis?, aunque ya sé, Jordi, que me
vas a pedir un J&B como siempre. Espero que tu amiga tenga más sentido
del gusto y me pida un cóctel.
—Te presento a Eulalia –dije.
Eulalia le dio dos besos a María Dolores.
—Sí, yo no soy de ideas fijas, sorpréndeme con uno de tus combinados.
A María Dolores Boadas se le iluminó el rostro. ¡Por fin le traía una
persona de gustos exquisitos a la que poder maravillar con una de sus
creaciones!
— ¿Nunca le pides un cóctel para satisfacerla? –me dijo Lilith.
—Si, a veces, pero normalmente recurro al whisky.
—Vaya, veo que eres un hombre fiel… a las bebidas.
María Dolores seguía mezclando y dándole a la coctelera con agilidad
y ritmo.
—Toma cariño, mi mejor Dry, nueve partes de ginebra, una de vermut
seco, mucho hielo y mi toque mágico –le dijo a Lilith-. Y para ti, tu J&B.
Tienes suerte de que me recomiendas a los clientes del hotel, si no, no te
serviría ni una cerveza –dijo con fingido desdén y guiñándole un ojo a
Lilith.
—Bonito local, estuve una vez con mis amigos, aunque había mucha
gente y me pasó desapercibido.
—Por aquí ha transitado todo el mundo, desde Xavier Cugat a Serrat,
pasando por Joan Miró, Salvador Dalí, García Lorca, Picasso, Ernest Hemingway
saboreando sus mojitos, o Greta Garbo.
—Fíjate que sólo has mencionado a una mujer.
—No, Lilith, te he presentado a otra y excepcional. La gran dama del
Boadas.
Estuvimos dialogando por espacio de media hora larga. Hablábamos
de nosotros, protegidos por un mágico halo que nos situaba al margen de
todos, la demás gente del establecimiento andaba desaparecida entre la
niebla del humo de los cigarrillos. Con un ligero gesto apartó su melena
de tonos cobrizos y me miró a los ojos. Supe que iba a contarme la historia
de su gran amor, una historia rota por la presión paterna.
—Nunca supe, si lo que le molestaba era que me llevara cerca de diez
años de edad o, simplemente, por imponer su voluntad. El caso es que no
paró hasta conseguir que rompiéramos. Me traumatizó, pero me liberó, a
partir de entonces hice lo que me vino en gana, ligué con quien quise. El
problema es que en cada una de mis relaciones veo gestos de mi padre y
eso me impide amar a nadie.
En aquel momento María Dolores Boadas advirtió que nuestras copas
estaban vacías, con su habitual sonrisa preguntó si queríamos otra ronda.
—Sí, de lo mismo, estaba muy bueno –contestó Lilith.
La barman me observó con mirada desafiante para censurarme si le
pedía otro nuevo whisky. Esta vez la complací.
—Un Rob Roy, al fin y al cabo era un rebelde –dije.
María Dolores sonrió. La vimos coger el vaso mezclador y enfriarlo
vertiendo una cucharada de hielo picado y removerlo hasta refrigerar el
recipiente, tiró el hielo y puso casi tres cuartas partes de J&B de quince
años y el resto de vermut dulce, añadió dos gotas angostura, un chorrito
de jugo de cerezas y una cáscara de limón, lo mezcló todo con una cucharita
larga e intentó servirlo en una copa de Martini, pero la cambió por un
vaso corto sonriéndome.
—Es una concesión sólo para ti-dijo.
—Te lo agradezco.
Continuamos la conversación que María Dolores había interrumpido
para evitar que nos quedáramos secos. Nuestros taburetes estaban pegados
el uno al otro con lo que nuestras pantorrillas se rozaban en cada
cambio de posición. Tuve la tentación de subirme la pernera del pantalón
por encima del calcetín para sentir su piel. Lilith lo adivinó, me cogió la
mano y fue recorriendo con sus dedos las líneas de la palma como si fuese
una experta en quiromancia.
—¿Sabes leerlas? –pregunté.
—No, pero me gusta tocarla –dijo entrelazando sus dedos con los míos
y poniendo cara de niña mala por la ambigüedad de la respuesta.
Correspondí a sus caricias poniendo mi diestra sobre su rodilla.
—A mí también… –dije. Pero, sigue con tu historia, por favor.
—Poco más hay que contar. Soy una mujer libre, también quiso serlo
mi hermana y ante la imposibilidad de conseguirlo huyó para no enfrentarse
a mi padre.
—¿Hace mucho que está en Ibiza?
—Un par de años… y dudo mucho que vuelva. Yo me quedé aquí, en
la misma ciudad que mi padre; preferí darle disgustos en distancia corta.
Fue una forma de vengarme.
—¿Y ahora que él ha muerto?
—No siento ninguna satisfacción, ni alivio, algo se rompió hace tiempo
en mi interior y trato de arreglarlo… sin prisas.
Nuestras bebidas fueron mermando a la misma velocidad que nuestros
cuerpos se buscaban sutilmente. Nos besamos. Sin embargo, no estábamos
cómodos, el local no era demasiado grande y pese a las cortinas de
humo y el éxtasis del vapor etílico, nos poníamos en evidencia. Nos despedimos
de la mestressa, que nos regalo besos, sonrisas y consejos, salimos
a Las Ramblas y paramos un taxi. Lilith dio la dirección de su casa y
se acurrucó a mi lado como si quisiera fundirse en mí, su mirada era toda
una promesa, porque se pueden adornar las palabras hasta hacerlas convenientemente
creíbles, pero la forma de mirar no engaña. Llegamos en
apenas un cuarto de hora, abrió la puerta y nos besamos en la semioscuridad
del patio, sin dejar de besarla tanteé los botones del ascensor hasta dar
con el de llamada, en cuanto el elevador abrió sus puertas entramos sin
mirar, por fortuna estaba vacío. Lilith se arremangó la minifalda y saltó a
mi cintura atenazándola con sus piernas, yo le sujeté el trasero por debajo
de la falda sin intención de renunciar a sus glúteos, por lo que tuvo que
ser ella la que pulsara el disco de su piso. De la misma guisa y sin dejar
de besarnos, dejamos el ascensor y, como pudimos, introducimos el llavín
en la cerradura de la puerta, una premonición de lo que iba a suceder poco
después en su tresillo. Como era de esperar Lilith me cabalgó con frenesí,
y a mí no me importó yacer debajo de ella. El orden de los factores…
Un par de horas más tarde, reposábamos felices en su dormitorio.
—¿Le has vuelto a ver? –pregunté al techo de la habitación.
—¿Te refieres a mi sujetador? Cayó a las primeras de cambio.
Solté una carcajada y me giré hacia ella. No hizo falta volverle a preguntar.
—Mi padre solía ser muy convincente. No he sabido nada más de él,
aunque por amigos comunes supe que vivía en Barcelona.
—La muerte de tu padre cambia mucho las cosas. ¿Tal vez, ahora?
— No temas, no me gustan los cobardes, se rindió demasiado pronto.
Incluso le escribí un par de cartas diciéndole que estaba dispuesta a todo
por seguir con él… a todo, incluso dejar mi casa. No recibí respuesta. Mi
tercera misiva fue devuelta al remitente, no quiso ni abrirla.
— Lo siento.
—No tienes nada que sentir, es agua pasada y como te he dicho, entre
el uno y el otro me mostraron el camino de la libertad.
La abracé tiernamente y no pregunté más. Mis inquisiciones eran sinceras,
pero no quería incomodarla. Miré la hora, tenía que regresar al
hotel, a la mañana siguiente, es decir, al cabo de unas cuatro horas, empezaba
una jornada complicada, al mediodía recibíamos un par de grupos
de turistas y despedíamos a otros tantos.
—Tengo que irme princesa, ¿me llamarás?
Ella sonrió, sabía que la pregunta era sincera, pero un tanto sarcástica.
—Es posible que lo haga –dijo irónicamente.
Me metí en el baño, estaba lleno de potingues y de ungüentos, pero
muy bien ordenado. Dejé que el agua de la ducha de deslizara por mi
cabeza para terminar de despejarme. Elegí un gel de baño del surtido de
media docena que reposaban en un estante de cristal. Canté un par de
estrofas de alguna canción y eso me trajo a la memoria mis días en el
coro de Notre Dame de Lausana. «Tengo que apuntarme en algún coro
de Barcelona», pensé. Al entrar de nuevo en el dormitorio, Lilith estaba
esperándome desnuda y con un sobre en la mano.
—Es la última carta que le escribí y que me fue devuelta. En ella le
contaba todos mis sentimientos y mi rabia por no haber luchado por mí,
quiero que la leas y luego la destruyas. Con eso rompo con el pasado, ya
no actuaré ni por venganza ni por indolencia, lo haré a mi modo y cómo
decida.
—No sé si debo… es tu vida.
—Y yo quiero hacerte participe de ella, así no preguntarás nada más,
tampoco deseo que me comentes tu parecer, sería baldío; acéptalo como
un gesto de especial confianza.
Cuando terminé de vestirme cogí el sobre y lo guardé en uno de los
bolsillos de mi americana. Ella permanecía sentada en el borde de la
cama, me arrodillé para quedar a su altura.
—No te olvides de llamarme, todas las mujeres decís que lo haréis y
luego si te he visto no me acuerdo.
—Eres un payaso, Jordi, –dijo, partiéndose de risa.
Di un portazo simulando mi salida, pero me quedé en el piso, entré de
nuevo en el dormitorio y ella salió del baño algo asustada. Sonrió con su
carita de niña mala al verme allí parado.
—¿Qué te has dejado? –preguntó.
—A ti-respondí, besándola en la boca.
Fue una despedida tierna, con sabor a cóctel a besos y a confidencias.
La ducha seguía martilleando sobre la bañera vacía, como una canción
de amor.

El Club Med de Cadaqués, inaugurado
El Club Med de Cadaqués, años 70. Folo La Vanguardia
Foto Maspons. EL PAÍS
LA DAMA DEL BOADAS DE ABRCELONA
COCTELERÍA BOADAS
Imagen Publicitaria de Bocaccio. Teresa Gimpera, foto Leopoldo Pomés.

Había mujeres piratas? La historia de Anne Bonny y Mary Read - VIX

Duodécima entrega: De cómo perder la cabeza y viejas historias.

Si pierdes la cabeza, no sonrías

Madrugada de San Juan, 1971

El cambio de solsticio no había acabado todavía, unos se purificaban
en la mar, otros buscaban un trébol que les trajera la suerte y
alguien preparaba un asesinato reclamando una cuenta pendiente.
Una figura no demasiado voluminosa vestida en negro, de oscuras
y perversas intenciones, se movía como una sombra entre los grupos de
juerguistas que todavía pululaban por las calles de la ciudad. Atravesó la
plaza de la Catedral, el edificio catedralicio pareció estremecer a la sombra
que apretó el paso. Llegó frente al Archivo Diocesano en la calle del
Obispo. La entrada estaba protegida por una enorme puerta de madera
que, a pesar de la hora, estaba abierta. Deulovol trasteaba en su despacho
de archivero, un enorme ficus aportaba calidez y ornato a la sala, lo tenía
desde hacía tiempo, lo regaba con asiduidad y le dedicaba todos sus mimos;
las plantas también tienen sentimientos, solía decir.
La sombra, aparentemente humana, atravesó el patio y subió por la
escalera principal. Se movía con comodidad como si hiciese siglos que
conociera el lugar. Entró sigilosamente en el despacho del archivero,
Deulovol andaba consultando unos documentos.
—Ahí no lo encontrarás –dijo una cavernosa voz surgiendo de la negrura.
Deulovol se giró, tenía en su mano un antiguo legado con el sello del
Vaticano.
—Ahí no lo encontrarás –repitió la voz.
—Me importuna este juego –dijo, al fin, Deulovol.
—Yo tengo algo que tú deseas y tú algo que vengo a reclamarte.
—No tienes derecho…
—Oh… sí lo tengo, Él me lo otorga.
El pretendiente a arzobispo, antiguo falangista, nuevo nacionalista e
impune violador y asesino, sintió miedo por primera vez en muchos años.
Retrocedió unos metros y su coxis tropezó con su mesa de archivero.
Una bandeja que soportaba un tintero, algunas plumas y media docena de
lápices tembló con el golpe.
—Hicimos un trato –atinó a decir Deulovol.
—Un trato que habéis pretendido romper.
—¿Cuántas más vidas quiere?
—La tuya le bastará, de momento.
Trató de lanzarse sobre la sombra, pero su complexión oronda de doctor
de la Iglesia cayó contra el suelo del despacho sin hacer apenas ruido
y quedó de cara al piso. La sombra saltó con agilidad sobre la espalda
del capellán. Fue como si un relámpago cruzara la estancia, con la mano
derecha el atacante levantó la cabeza del caído y el acero de un bisturí
apareció en su mano izquierda como por encanto. Casi no hubo lucha,
la garganta sebosa de Deulovol se abrió como la boca de una hucha de
arcilla por donde manó la sangre en abundancia. El ficus recibió las salpicaduras
del rojo elemento y se manchó con la sangre de su custodio. El
homicida se aupó sobre el cuerpo de su víctima. Su mirada se dirigió hacia
un escudo decorativo colgado en la pared de enfrente. Sobre el soporte
de madera y piel se cruzaba una espada de doble filo que, pese al uso
ornamental, estaba visiblemente afiliada; podía pasar por una de aquellas
que se destinaban para decapitar a los nobles. El asesino la blandió con
extraordinaria facilidad y de un solo tajo, separó la testa del tronco de
Deulovol cuando el sacerdote todavía agonizaba entre desagradables estertores.
La cabeza del asesinado rodó por el piso como fruta madura. La
expresión de sorpresa y terror de Deulovol al ser degollado había dejado
una mueca de falsa sonrisa en su rostro. El criminal levantó su trofeo y
lo depositó en la bandeja de plata a la que previamente había vaciado de
sus objetos, las estilográficas y el tintero se estrellaron contra el suelo con
estrepito. Al igual que la de San Juan Bautista, cuyo día se estaba celebrando,
la testa quedó severa y sanguinolenta sobre el plato. Era patético
contemplar aquel rictus risueño mirando hacia el tronco podado de lo que
había sido Joan Deulovol, casi coadjutor y que ya nunca llegaría a arzobispo.
La sombra despareció del lugar del crimen con la misma facilidad
con la que llegó. Fuera, los últimos petardos saludaban la salida del sol.
El teléfono de mi habitación sonó con insistencia. Me desperecé y
me desesperé, ¡eran las seis de la madrugada!, apenas había dormido dos
horas. La telefonista de noche estaba al otro lado de auricular. Era una
antigua actriz de reparto venida a menos y que ejercía de telefonista en el
hotel sin perder ni un ápice de sus condiciones para el melodrama.
—Le he dicho que estabas descansando JB, pero ha insistido de una
forma casi violenta, repite que es algo de gran importancia. Es el señor
Nogal.
Imaginé los teatrales aspavientos de mi empleada y la posición de la
clavija de la centralita para no perderse ni una palabra de mi conversación
con Nogal.
—Dime Félix… y usted, Lurdes, desconecte.
Oí el clik de la clavija, señal de que ya no podía oírnos y volví a imaginar,
divertido, la expresión de la telefonista al sentirse pillada.
—Jordi, he tenido un visión, he percibido… –dijo poniendo mucho
énfasis en el verbo-. He percibido a Salomé pidiendo la cabeza de Juan
Bautista.
—¿Antes o después de la danza de los velos?
— No, en serio Jordi, alguno de nuestros amigos ha perdido la cabeza.
—¿Qué quieres decir, Félix?
—Que alguien de nuestro quinteto ha dejado este mundo y se despide
de él sin su cabeza. Le han decapitado.
—Me dejas de piedra. Llamaré a Ripoll para indagar. Te diré algo.
Un policía respondió a mi llamada. El comisario Enrique Ripoll no
estaba de guardia y tenía fiesta hasta el día siguiente. Esperé impaciente
para llamarle a una hora prudente a su casa de Castelldefels, me respondió
su hija Ana.
—Papá está navegando, hoy tiene fiesta.
—Gracias Ana, dile que en cuanto pueda me llame, es urgente.
No pasó ni una hora cuando Ripoll, carraspeando más que de costumbre,
me llamó al hotel.
—Joder, Jorge, no puedo ni navegar tranquilo, me han llamado de
comisaria y Ana me ha dicho que tú también. Y me temo, no sé por qué,
que una cosa está relacionada con la otra.
—Veras, comisario, Nogal a tenido una premonición…
—Ya, que a tu amigo Deulovol le cortaban la cabeza después de rebanarle
el cuello.
—¿Cómo lo sabes?
—Dímelo tú. Me llamas a las nueve a casa, media hora después de que
los curas del Palacio Arzobispal descubrieran el zancocho. O estabas allí
o te lo ha contado el asesino.
—No sabía que se trataba de Deulovol. La historia de Nogal era sobre
una cabeza cortada, no pudo «ver» al asesinado.
—El juez está levantando el cadáver. De la central de Layetana me
han pasado el muerto, primero porque el Archivo es de nuestro distrito y
luego, porque mis distintas consultas sobre lo de Flix han convencido al
comisario jefe de que este asesinato, el de Torras, y la muerte de Camperol,
tienen un nexo común.
Al día siguiente Ripoll me ponía al corriente de las investigaciones
policiales. Carecían de pistas sólidas o de huellas. Los interrogatorios a
los sacerdotes habían sido infructuosos, nadie oyó nada, el cadáver fue
descubierto por uno de ellos sobre las ocho de la mañana. La policía científica
apuntaba la muerte pasadas las cinco. Tenían la espada ejecutora,
pero no la verdadera arma del crimen. Y luego estaba aquella enigmática
sonrisa en la testa huérfana de tronco.
—Puede decirse que nos la sirvieron en bandeja-dijo Ripoll para terminar
su historia.
—Diabólico –dije, sin tratar de hacer un chiste.
—Voy a tratar de confirmar al quinto hombre y de llevar a declarar a
Gabaldá, a ver si le saco algo.
—Esta vez estoy libre de sospecha –bromeé.
—Tampoco, a menos que me digas dónde estabas entre las cinco y las
seis.
Le escuche reír a través del auricular. Le encantaba hacer este tipo de
preguntas, medio en broma, medio en serio… seguía siendo un poli.
—Pues durmiendo en el hotel, el rato que pude.
—Entre unos y otros me fastidiasteis la navegación y la fiesta de hoy,
el comisario jefe quiere avances rápidos en la investigación, demasiados
pájaros influyentes están cayendo en Barcelona y no es por el calor.
Me quedé impresionado, aunque nada sorprendido. Nuestro quinteto
se estaba ganando el infierno y, siguiendo la increíble historia de Nogal, el
diablo sus almas. Giré el interruptor del hilo musical de mi habitación, la
voz de Carlos Gardel cantaba Por una cabeza. «No olvides, hermano, vos
sabés, no hay que jugar…» Jugar con según quién era un reto demasiado
peligroso, pensé.
La prensa se ocupó muy poco o nada del asesinato de Joan Deulovol.
Al igual que con la muerte de Torras «alguien» había procurado que los
casos pasaran casi desapercibidos por la opinión pública. En el caso de
Torras había sido el Opus el que había intentado tapar su muerte, en el
caso de Deulovol eran el arzobispado y el nuncio de su Santidad los que
utilizaban sus influencias para que el hecho fuese poco publicitado. A todos
los efectos, Joan Deulovol, había sufrido un accidente en su despacho
y un objeto cortante de adorno le había causado heridas de consideración
en la cabeza. Lo curioso fue que su muerte no fue demasiado lamentada
por los círculos que reclamaban un arzobispo catalán, otros encabezarían
estas exigencias.

Una vieja historia

Barcelona, 25 de junio, 1971

Si alguien me pregunta por un viernes especial, diré que fue aquel del
25 de junio. Tuve una llamada de Balcells, el catedrático del Opus.
Ya estaban enterados del asesinato de Joan Deulovol, también de la
forma en que había muerto y de datos que todavía figuraban como secreto
de sumario, pensé que sus servicios de información estaban muy bien
desarrollados o que debajo de las túnicas de algunos jueces, fiscales y
funcionarios judiciales latía un corazón de la Obra. El caso es que tenían
mucho interés en volver a hablar conmigo. Me sugirieron visitarles de
nuevo en Premià de Dalt, me negué, con cortesía, pero me negué.
—No puedo abandonar mi trabajo, les propongo entrevistarnos esta
vez en mi despacho. Pero, es muy posible que sepan más que yo de lo
sucedido a tenor de sus fuentes de información.
—No se trata de esto –dijo Balcells-. Esta vez somos nosotros quienes
vamos a presentarle a alguien que resolverá alguna de sus dudas.
—Bien, ya saben que tengo mucho interés en el caso. Díganme una
fecha.
—¿Esta tarde?
—Vaya, tenemos prisa… ¿Debo advertir a Ripoll?
—Preferimos verle a usted a solas, aunque estamos seguros de que
luego le contará todo a su amigo.
—Ni lo dude, Balcells. ¿Les parece bien a las nueve?
—Allí estaremos, le presentaremos a alguien que, seguro, le va a interesar.
Esperé con impaciencia a que llegaran las nueve mientras resolvía una
docena de problemas domésticos, el hotel era un gran hogar donde recibíamos
a muchos primos lejanos que esperaban encontrarse como en su
casa. Sin embargo, había dos diferencias notables, pagaban su estancia
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y deseábamos con sinceridad que volvieran lo antes posible, salvo unas
pocas excepciones.
Fueron puntuales. Acudieron Balcells y Guardans acompañados de
un tercer hombre. Desde recepción me llamaron para informarme de su
llegada. Quendy les hizo pasar a mi despacho. Me levanté para saludarles.
Todos iban con trajes oscuros, sobrios y elegantes, camisas blancas
bien planchadas con corbatas gris perla, demasiado aristocráticas para la
apariencia del terno, y zapatos muy lustrados. Después de los saludos a
Balcells y Guardans me presentaron a Ramón Pagés i Pagés. Les rogué
que tomaran asiento, mientras me arremolinaba en mi sillón frente a ellos.
Balcells y Pagés se sentaron en las butacas de los extremos, dejando a
Guardans la del centro. Balcells empezó la conversación.
—Sé que no le gusta andarse con rodeos, Brotons, iré a la cuestión
que nos ha traído aquí de la forma más directa. Ramón Pagés estuvo allí.
Creí saltar del sillón, pero me contuve. ¡Tenía la última pieza del quinteto!
No quise aparentar impaciencia ni indiferencia. También fui al grano.
—¿Se refiere a Flix?
—Así es. Pagés le va a contar una historia sorprendente, verídica y
terrible, para que valore nuestra sinceridad y nuestras ganas de colaborar.
Me pareció una situación inaudita. Tres importantes miembros del
Opus me pedían ayuda y uno de ellos se preparaba para contarme el relato
que yo más deseaba. Ni me paré a meditar dónde me metía. Sabía que
aquello no era una fineza para satisfacer mi curiosidad y que a cambio
tendría que compensarles o pagarles. Por un momento pensé que el precio
iba a ser mi alma, aunque ninguno de los tres tenía rabo ni depositaron
sobre mi mesa un documento en latín para que lo firmara. Giré mi asiento
en dirección a Pagés, crucé la pierna derecha sobre la izquierda y esperé.
Ramón Pagés i Pagés se enderezó en su butacón, era un hombre de aspecto
tímido, de cabeza cónica, orejas pequeñas y pegadas a la cabeza, nariz
chata y labios delgados, parecía un rostro todavía sin terminar; inacabado.
Echó un vistazo a sus dos compañeros como pidiendo su aprobación,
luego me miró fijamente y estiró el cuello como si la camisa le molestara.
—Tengo que remontarme a 1936, cuando los dirigentes de la Lliga,
Cambó, Ventura y otros, hicieron un llamamiento a los jóvenes catalanes
para escapar de Catalunya y huir a Burgos. Teníamos claro nuestro ideario,
pero era preferible arriesgar con Franco que dejar que los sindicalistas,
anarquistas, socialistas, comunistas y masones se hicieran con nuestra
patria y mancillaran al catolicismo…
Iba a decirle que era la patria de todos, me tragué las ganas y me
contuve. Tenía que escuchar su historia y oírla desde su punto de vista si
quería conocerla con un mínimo de sinceridad.
—Mi padre era gran amigo de Cambó –continuó- y le escribí para
que me aconsejara, su respuesta no admitía duda: Alístate en un movimiento
joven e imaginativo como la Falange. Fuimos bastantes los que
nos integramos en la Primera Centuria catalana de Falange Española, la
bautizamos «Virgen de Montserrat», tenía que quedar muy clara nuestra
catalanidad, porque yo era, y soy, un nacionalista convencido –dijo, antes
de pedirme un poco de agua.
—Por supuesto –dije sarcásticamente-. ¿Y ustedes que desean tomar?
Vacilaron unos instantes. Imaginé que valoraban qué tipo de bebida
debían pedir.
—Yo voy a tomarme un J&B –dije para animarles.
Se miraron interrogantes unos a otros. Al final, Balcells, en nombre de
todos, aceptó el envite. Llamé a Quendy.
—Por favor, que nos suban una botella de J&B con cuatro vasos cortos
y una cubitera con mucho hielo.
En apenas cinco minutos apareció un camarero con las bebidas, sirvió
los cuatro primeros whiskys y dejó la botella y la cubitera a mi alcance.
Bebimos un primer trago y dada la composición de la reunión, puedo
decir que nos supo a gloria. Pagés prosiguió.
—Nuestro bautismo de fuego fue en el sector de Espinosa de los Monteros.
Fue un combate terrible, tuvimos que tomar Herbosa heroicamente
a bayoneta calada. Al anochecer los supervivientes temblábamos de miedo
ante los próximos combates. Para animarnos, el mando, hizo que las
jóvenes fascistas del pueblo nos vinieran a cantar una coplilla que ya nunca
olvidaré: En las cumbres de Espinosa / hay una fuente que mana / sangre
de los catalanes / que murieron por España. Pero faltaba lo peor…
Sonrió como un imbécil al recordar la copla de las jovencitas de Espinosa,
incluso ladeó la cabeza como si quisiera cantarla, Balcells le miró
con severidad. Le rogué que prosiguiera. Bebió un par de tragos.
—Me incorporaron a la Segunda Centuria Catalana y me enviaron
al frente de Madrid. Allí fue cuando nació nuestra amistad, me refiero a
la de los cinco que usted ya conoce. En los momentos de descanso en la
Ciudad Universitaria cambiábamos impresiones de cómo debería ser la
nueva Catalunya. Allí nos llegaban los ejemplares del semanario Destino,
la revista del bando nacional en cuya redacción abundaban los catalanes
Un día integraron la centuria en la Bandera Marroquí de la Falange, una
verdadera fuerza de choque. Reunidos en un cobertizo, antes de entrar en
combate, compartiendo nuestros miedos, Camperol dijo aquella terrible
frase: «Vendería mi alma al diablo para sobrevivir a esta guerra», los
demás estuvimos de acuerdo ante la inverosímil propuesta. Mas el diablo
tiene muchas formas de engaño. Alguien había oído nuestra conversación
y Satanás aceptó nuestra propuesta. Se trataba, en apariencia, de un soldado
de aspecto extraño de barba y bigote imperio, con insignias desconocidas
en una guerrera roja con galones amarillos; utilizaba un lenguaje
pedante y exaltado. Su voz sonaba desde nuestras mentes, la oíamos como
la marcha de una máquina de tren en el eco de la lejanía. Nos prometió
la supervivencia, el regreso a Barcelona como vencedores, y los mejores
logros de vida, tanto económicos como sociales. El precio eran nuestras
almas. Para demostrar la veracidad de su oferta nos advirtió de la dureza
extrema de los próximos combates, la centuria sería diezmada y entre los
pocos supervivientes estaríamos nosotros. Dudamos. «Nada tenéis que
perder, si uno de vosotros es herido o cae en el combate confirmará la
falacia o la locura de mi propuesta, si por el contrario resultáis ilesos se os
pedirá una prueba de maldad que os asegure el resto de la oferta»
Ante el insólito relato de Pagés la camisa no nos cabía en el cuerpo,
ni a mí ni a mis invitados. Aquello parecía una broma de mal gusto o
una enajenación propia de los tiempos de guerra. Habíamos consumido
nuestras copas y serví una nueva ronda para los cuatro. Guardans hizo un
gesto con la mano a Pagés para que prosiguiera.
—Los siguientes combates fueron terroríficos. Como había anunciado
el extraño soldado, la centuria fue diezmada, nosotros no tuvimos ni un
solo rasguño. Además fuimos escogidos para realizar el curso de oficiales
de complemento en un campamento cercano a Burgos. Semanas después,
con nuestra estrella en la bocamanga, nos dieron a cada uno de nosotros
el mando de una sección en el mismo batallón. El imparable avance
nacionalista nos llevó a conquistar Flix y los pueblos de alrededor; el
lado occidental del Ebro era nuestro. Entramos en una localidad cercana.
Reunimos al alcalde, al maestro y a todos los rojos en la plaza y les fusilamos.
Allí quedamos acantonados por un tiempo. Disfrutábamos de un
merecido permiso. Camperol incluso tuvo tiempo de conocer a una bella
muchacha, una guapa campesina de pelo lacio y castaño, nariz pequeña y
enorme sonrisa. Se hicieron novios, o eso le hizo creer Camperol. Mientras
nosotros ahogábamos nuestras soledades en la cantina, Camper
iniciaba los primeros escarceos amorosos aprovechando los atardeceres
y un establo abandonado donde el heno servía de improvisado sofá, porque
la moza concedía a Robert sus primeros y más apasionados besos,
sus abrazos y poco más. Se negaba a tumbarse sobre el forraje porque
se sentía vulnerable en posición horizontal cuando la falda quedaba a
merced del embravecido galán de estrella en bocamanga y borla en la
gorra. Ella prefería quedarse sentada protegiendo con la mano el vuelo y
el levantamiento de su ropa. Pero le quería, así se lo manifestaba abriendo
sus bonitos ojos hasta volverse grandes y brillantes, y así nos lo contaba
Camperol quien, día tras día, conquistaba un nuevo e inexplorado territorio
en el cuerpo de su amada. Estando así las cosas una noche apareció el
extraño soldado, habíamos comprobado que no estaba en ninguna de las
compañías del batallón, por lo que propuse jalarle por la barba o pegarle
un tiro por espía republicano. La voz grave del portavoz del infierno,
como él mismo se proclamaba, nos intimidó. «Ahora tenéis que cumplir
con vuestra palabra», dijo. Vacilamos, íbamos a arrestarle cuando oímos
el motor de un avión republicano, a una señal suya el ruido cesó; quedó
todo inmerso en un sepulcral silencio. «Va a lanzar una bomba que os
matará a los cinco y el averno os espera-dijo con voz cavernosa -, puedo
hacer que la bomba estallé fuera de aquí. Decidid». No dijimos nada, un
silbido nos heló la sangre y la bomba estalló fuera del chamizo. Sin querer
habíamos pedido los cinco interiormente que la bomba fallara, con lo
que aceptábamos tácitamente el contrato. «Quiero la prueba de maldad,
mañana violaréis a la chica entre los cinco, su sangre virgen será la firma
del contrato».
Nos quedamos estupefactos y expectantes escuchando la narración de
Pagés, no sólo yo, también Balcells y Guardans, el uno pensando como
médico los efectos de una violación brutal y Guardans imaginando las
conquistas virginales con el poder y el dinero que hicieron popular su suegro
Francesc Cambó. Traté de servir una nueva ronda, Balcells y Guardans
la rechazaron, tampoco yo me serví. Pagés extendió su vaso, más
sediento por su vehemencia que por sed. Cambié de postura esperando a
que prosiguiera el relato.
—El resto pueden ustedes imaginarlo, tuvimos que vencer las resistencias
de Camperol. Le convencimos. Si el pacto era una quimera, la
violación de una chica de un pueblo rojo tampoco era tan grave. No le
dijimos que, además, sería divertido. Aparecimos cuando se estaba besando
con Robert en el establo de sus encuentros…, cuando terminamos con
nuestra infamia limpiamos nuestros fluidos con una bandera de Catalunya
que habían escondido los lugareños a nuestra llegada, la Senyera quedó
tan violada como la muchacha. Ella se levantó como pudo de aquel heno
en el tantas veces había besado a Camperol, se dirigió hacia la puerta
sujetándose la falda arrancada por la violencia. Nos quedamos dormidos
sobre el montículo de yerba testigo de nuestra canallada. Aquella madrugada
los rojos contraatacaron, cruzaron el Ebro y nos pillaron a los cinco.
Creo que el resto ya lo sabe-dijo dirigiéndose a mí.
—Aparte de la repugnancia que me ha producido su historia –dije sin
ningún reparo-, no imagino que se crean eso del pacto con Lucifer. Tal
como me dijeron en nuestra primera reunión, ustedes son médicos, profesores,
abogados, financieros, teólogos… no les veo sentados frente a un
macho cabrío firmando un pacto de sangre.
—No es exactamente como lo expone, Brotons. Pero sí sabemos que
estos acuerdos con el Maligno existen. Tres miembros de la Obra, el que
hubiese sido arzobispo de Barcelona y quien será alguien muy importante
en la política catalana, pecaron, no lo negamos, aunque no del asesinato
de las autoridades locales de aquel pueblo, eso está dentro de las leyes
de la guerra. ¿Qué cree que le hubiese pasado a Josemaría Escrivá si no
hubiese huido a Francia?, tampoco lo de la joven, tenga en cuenta que no
la mataron… Lo que ahora preocupa es que hay dos seres humanos que
creen que tiene un pacto que pone en peligro sus almas y alguien, humano
o no, que quiere eliminarlos.
Por primera vez tuve la sensación de creer en el diablo porque estuve
a punto de enviarlos al infierno. ¿No eran seres humanos los republicanos
fusilados o la joven violada?, estuve a punto de gritarles, pero me volví
a contener, quería llegar al fondo de la cuestión para poner a Ripoll en
conocimiento de todo.
—Y a mí ¿para qué me necesitan?
—Al Codex Gigas le faltan algunas páginas, desaparecieron durante
la Guerra de los Treinta Años, no sabemos si en Bohemia o ya en Estocolmo.
Lo que sí sabemos es que una de las páginas arrancadas contenía
un conjuro para romper un pacto demoníaco. Gabriele, nuestro Miquel
Torras, estuvo buscando durante años la famosa página, incluso tenía
pensado viajar a Estocolmo para indagar sobre ello, ya sabe cómo terminó
el intento. Estamos al corriente de que, el conjuro en cuestión, está en
Barcelona y es muy posible que en la Biblioteca de Egipcíacas.
Me quedé helado. Aparentando una firmeza que no sentía, pregunté
—¿En qué se basa esta suposición?
—No podemos citar nuestras fuentes –dijo Balcells-. Sólo pretendemos
hacernos con el conjuro para liberar a Pagés, salvar su alma inmortal
y devolver luego el texto a la biblioteca.
No sabía si reír o llorar. ¡Creían de veras lo del pacto con Satán!
—¿Y los muertos? –pregunté.
—No hemos podido evitarlo, el Lucifer se ha cobrado su precio.
Miré a Pagés, estaba temblando, los ojillos se le iban cerrando por
efecto de los whiskys y por esa extraña vergüenza que siente uno cuando
le pillan desnudo. Sabía que había desnudado su alma y no la tenía demasiado
bonita.
—¿Por qué no van a la biblioteca ustedes y preguntan directamente?
—Ya lo hemos hecho. Su amiga Luisa no nos tiene demasiada simpatía
y ni siquiera se ha tomado la molestia de investigarlo.
—Sus razones tendrá. Tal vez sepa que el tal manuscrito nunca ha
estado allí.
—Si no está ahora, ha estado en algún momento y ella puede saber
quién se lo llevó.
—¿Qué les hace pensar que quiero ayudarles? Tal vez tampoco me
caigan demasiado bien.
—Usted es un hombre sensato y demasiado curioso… –calló lo de
fisgón-, para no sentir interés en saber cómo termina todo esto. ¿Me equivoco?-
dijo Guardans, buen conocedor de las curiosidades humanas.
—Supongo que les consta que toda esta conversación la pondré en
conocimiento de Ripoll.
—Contamos con ello. Las cosas que le hemos contado ya han prescrito
o pueden considerarse acciones de guerra. En cuanto a lo del diablo…
¿Quién iba a creerle?
—Me queda lo de la bandera…
Enmudecieron. Sin querer habían puesto una información en mis manos
que podía perjudicar las ínfulas nacionalistas de Pagés y de Gabaldá.
—Les ayudaré si me dan el nombre de la chica.
—María… creo que se llamaba María, nunca supe el apellido-masculló
Pagés.
Anoté el nombre en mi libretita verde. Nos despedimos, el hielo de
la cubitera se había fundido, en cambio el mío por aquel individuo había
crecido en la misma proporción que los crímenes de su historia. A la mañana
siguiente llamé a Ripoll y se lo conté todo.
—Gracias, Jorge, me va a ser de mucha utilidad para cuando interrogue
a Gabaldá.
—Imagino que no podré estar presente –dije, sin demasiadas esperanzas.
—Esta vez no, Jorge, es un interrogatorio oficial y en presencia del
juez.
Comprobé en mi libretita todos los datos y anoté en la agenda: llamar
a Hipathia. Sonó el teléfono. Marisa, la telefonista, cantó el nombre de
Ruth.
—Pásamela-dije, esbozando una sonrisa que nadie vio.
—¿Jordi? No te lo vas a creer, he conocido a dos super millonarios, y
¡de más de sesenta años! Me lo estoy pasando en grande. ¿Y tú?
—Va, rutina. Lo de siempre, clientes, reservas y algún pequeño lío.
—Nada importante, espero.
—No, tonterías. Disfruta mucho y coge un buen bronceado.
—Para que tú lo disfrutes ¿eh, pillín?
Nos enviamos montones de besos y de promesas de difícil cumplimiento.
Luego, en un par de líneas más abajo escribí en la agenda: Te
echo de menos.
Medité sobre el relato de Ramón Pagés. La hipótesis del pacto diabólico
era demasiado novelesca para tenerla en cuenta; sin embargo, todos
sus detalles daban consistencia a la historia, aunque, en ocasiones, las
apariencias pueden llevarnos a equívocos…
Recuerdo que, cuando era un simple botones, paraba por el hotel un
gran periodista. César González Ruano colaboraba con La Vanguardia
de Barcelona; era de pluma fácil y mordiente. Cuando estaba por Catalunya
residía en Sitges. Su lugar favorito para escribir era el chiringuito
del Paseo Marítimo, con toda probabilidad el primer establecimiento
playero con ese genérico, como asegura una placa en el muro trasero del
local. Con bastante frecuencia, Ruano, viajaba a Barcelona y se alojaba
en el Manila. Me encantaban muchos de sus artículos, hasta que le vi en
persona. Estaba sentado en el salón del primer piso, tuve que avisarle
de que le llamaban de Madrid. Canté su nombre y una mano huesuda
apareció del fondo de un sillón, no me respondió, se limitó a levantar el
brazo para indicar con un gesto del índice que me acercara. Cuando lo
hice quedé estupefacto, mi mente infantil, influenciada por las lecturas de
Egipcíacas, lo relacionó con el diablo. Delgado, seco-en todos los aspectos-
repeinado hacia atrás, rostro demacrado, invadido por una gran nariz;
el labio superior fino, cabalgado por un bigotito delgado que recordaba
a los mostachos de Belcebú, el inferior caído y aborbonado; sus manos
macilentas de dedos luengos y esqueléticos adornados por unas uñas de
gran tamaño, en particular las de los meñiques exageradamente largas y
con las que se hurgaba a menudo en los oídos en busca de cerumen. Todo
esto le confería un aspecto diabólico. Alguien me dijo que la catadura no
lo era todo y que nada tenía que ver el periodista madrileño con Satanás.
Luego me enteré de la verdadera personalidad de Ruano, de sus andanzas
por Alemania y Francia en tiempos de guerra, de sus supuestas
denuncias a los nazis de judíos y de españoles exiliados, después de prometerles
ayuda. Eran tantos sus trapicheos, que fue recluido en la cárcel
de Cherche-Midi por la propia Gestapo por traficar con visados. Era un
animal literario y por eso le cundieron creativamente los menos de tres
meses pasados en prisión. Terminada la guerra fue juzgado en ausencia
por el nuevo Gobierno francés y condenado en rebeldía a veinte años de
prisión por «inteligencia con el enemigo». Ruano había delatado a los
nazis a sus compañeros de reclusión. Sus escritos mantenían la fuerza de
la adolescencia y la mala leche de los rencorosos. Un artículo de Ruano
de 1949 en el periódico Arriba y La Vanguardia, privó a Margarita Xirgu
de regresar a España. El incisivo escritor lo titulaba, ¡Ya se salvó el teatro!
La mariposuela, nombre que daba a sus artículos, dedicada a la Xirgu, insinuaba
que era una artista vulgar y llena de rencor. Por eso nunca dudé de
que, el verdadero Ruano, tenía mucho que ver con su apariencia física. Su
cuerpo delgado, algo encorvado, su mirada torva, el bigotito procesional,
sus uñas escarbando insistentes en el oído externo y su dudoso historial,
creaban en mi mente adolescente la exagerada perspectiva de contemplar
a un ser infernal.
Al día siguiente leí en el periódico el fallecimiento de otro gran periodista,
Manuel del Arco. Este sí tenía todo mi beneplácito y su muerte
fue una terrible noticia. El rey de las entrevistas, como yo le llamaba,
era capaz de desnudar el alma de sus entrevistados. Tenía por costumbre
enterarse por conserjes y recepcionistas-también por las inefables telefonistas-
si en el hotel se alojaba algún famoso y entonces le pedía una
conversación para su columna Mano a mano a la que al final añadía una
caricatura muy personal del entrevistado. Algunos años atrás había podido
ayudarle a conseguir citas periodísticas con Salvador Dalí y con Lola
Flores, entre otros. Nunca defraudaba al lector y muy pocas veces al ego
del personaje. Manolo del Arco era la antítesis de Ruano en su aspecto
humano. Rostro noblote y mirada profunda, escondía su innata timidez
en una aparente rudeza. Si Ruano me parecía fantasiosamente un habitante
del averno, Manolo me daba la sensación de un ángel tosco pero genial,
por lo menos en la forma de conducir sus diálogos. Y tal vez lo fuera.

El diablo en la Catedral de Arequipa (Perú)




González Ruano
Manuel del Arco
Diablo del Templo Satánico de Detroit
Gárgola de la Iglesia de Betheelm en Nantes
El autor en la puerta del Palacio del Arcediano, bajo la sombra demoníaca una gárgola de la Catedral. Foto Nanae

Octava entrega: En la que se habla de lugares en que puede aguardar la muerte y de pactos de Herman, el monje, con el diablo.

La muerte espera en las esquinas


Barcelona, junio de 1971

Aquella mañana, Gabriele, no asistió a la oración de los Libros de
Meditaciones. Tampoco había dormido en su cama de la casa
que compartía con otros numerarios. Yo no me enteré hasta que
recibí la visita de mi amigo Ripoll. No me sorprendió en absoluto, la
clarividencia de Nogal me lo había dejado muy claro. Los nudillos del
comisario golpearon la puerta de mi despacho, no me costó adivinarlo al
ver su familiar sombra a través del vidrio. Su mediana estatura se agigantó
por el efecto óptico del cristal y también la de su nariz, ya prominente
al natural. Escuché su característico carraspeo.
—Adelante, Enrique, pasa.
—Buenos días Jorge –dijo con voz seria, mientras tomaba asiento en
uno de los sillones.
Carraspeó de nuevo un poco y preguntó:
—¿Sabes a qué he venido?
— Me gustaría decir que no, pero me temo que por algo grave…
—Efectivamente, todavía ni ha salido en los periódicos, el Opus tiene
mucha mano. Uno de sus numerarios falleció ayer por la noche en plena
calle.
—¿Algún conocido?
—Mío no, pero sí tuyo… de hecho fuiste la última persona con quién
habló.
—Vaya por Dios, ¿cómo lo sabes?
—Salió de tu hotel pasada la una de la madrugada, todo el mundo os
vio dialogando antes de que te sentaras en el bar.
—Lo siento ¿de quién se trata? –dije, aunque conocía de sobras la
respuesta.
—De Miquel Torras, en la Obra le conocían como Gabriele.
Traté de demostrar asombro, aunque a Ripoll no era fácil engañarle.
Levanté el torso y me incliné ligeramente sobre los antebrazos, antes de
lanzar la pregunta.
—Puedo preguntarte de qué y cuándo murió.
—Claro, y voy a añadirte dónde, en la calle Petrixol frente a la chocolatería
La Pallaresa, a menos de trescientos metros de este hotel y cinco
minutos después de hablar contigo.
—¿Muerte natural? –pregunté, tragando saliva.
—Hombre, si entiendes por natural que te claven un estilete en el hígado…
podríamos considerarlo así –dijo recostándose en el sillón y estirando
las piernas casi por debajo de mi mesa.
—¿Nadie vio nada?, aquella hora todavía hay gente por la calle.
—Al parecer no murió de inmediato, se arrastró hasta un portal vecino
y allí agonizó. El sereno nos avisó a eso de las dos y media de la madrugada.
Le encontró en posición fetal, desangrado.
—Pues sí, le conocía del funeral de Camperol, aquella misma noche
me salió al paso en Vía Layetana, quería información sobre un libro.
Ripoll se removió en su sillón, encogió las piernas y agudizó el oído
para escuchar mis palabras. Suspiré antes de contarle la conversación, la
nota de la servilleta, la historia del Codex Gigas, y el proyectado viaje del
finado a Estocolmo.
—¿Conservas la servilleta?
—Pues claro, y los cubiertos. Sabía que me lo pedirías… no imaginé
que tan pronto.
—No sé cómo te las apañas, siempre estás en mitad de estos fregados,
me voy a llevar las pruebas y tú…
—Sí, ya sé, no me muevo del hotel.
Asintió con la cabeza antes de abandonar la comodidad del sillón, yo
le imité y me incorporé al unísono. Ya de pié, Ripoll me hizo la esperada
pregunta.
—¿Tú te crees esa bazofia del libro del diablo?
—Yo tal vez no, pero ellos sí creían que el libro contenía algo que les
interesaba, Torras lo escribió a modo de aviso, de advertencia y lo hizo
con su propia sangre para que Camperol no tuviese dudas.
—¿Y cuándo lo hizo? Torras no estaba entre los invitados, ¿verdad?
—No, no lo estaba y no entiendo de qué forma pudo hacerse con la
servilleta, rotularla y dejarla en el servicio de mesa. Teníamos media docena
de camareros, dos jefes de rango y un maître sirviéndoles, además
de un par de ayudantes para cambiar platos y cubiertos.
Me miró, se llevó la mano derecha a los labios y los presionó, en un
gesto espejo, como si tratara de exprimir su cerebro y callarse algo.
—Quiero hablar con todos.
—¿Ahora?
—No, antes he de analizar las pruebas, esperar la autopsia del muerto
y hablar con los del Opus.
—¿Puedo ir contigo?
—Ya veremos… en cuanto a tu personal…
—Sí ya sé, que no salgan de Barcelona.
Ya solo, medité sobre los acontecimientos. Tenía dos fiambres que,
según Nogal, y él pocas veces se equivocaba, habían coincidido en un
tiempo y un lugar en el pasado y también en el presente, ambos eran depositarios
de algún terrible secreto que ya nunca podrían contar y que a la
vista de los hechos, les había costado la vida. Y parte del misterio estaba
en el códice, en la Biblia del Diablo, Gabriele pretendió averiguarlo y
alguien se tomó la molestia de impedirlo, no podía asegurar si humano o
sobrenatural.
Traté de olvidarlo por lo menos durante unas horas. Trabajé durante
todo el día sin casi tener tiempo de pegar un bocado. Llegaba un grupo de
jubilados norteamericanos ávidos de conocer mi ciudad, comprar castañuelas,
probar la paella y asistir a una corrida de toros. Arribaban a uno de
los hoteles más exclusivos y caros de Barcelona en bermudas y sandalias,
eso sí, con calcetines. La España de los setenta les recibía con los brazos
abiertos. Barcelona iba transformándose, todavía no era el enorme parque
temático de un par de décadas después. En los setenta para los turistas
todos éramos toreadores, bandoleros, cármenes y curas. En su memoria
llevaban las imágenes del año 50 cuando Ava Garner rodó Pandora y el
holandés errante en una bella, salvaje y poco conocida Costa Brava y de
sus amoríos con el torero catalán Mario Cabré. O las del 54 cuando Frank
Sinatra la tuvo que rescatar de los brazos de Luis Miguel Dominguín.
Influenciados también por las historias de Hemingway y los Sanfermines,
preguntaban en recepción a qué hora soltarían los toros, mientras cambiaban
ventajosamente sus dólares por pesetas.
A las nueve de la noche estaba rendido, pero no vencido. Llamé a
Ruth y en menos de una hora estábamos cenando en la Parrilla. Sonaba
el Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo y ella estaba bellísima.
Degustábamos unos langostinos que el maître había flambeado con ron.
Brindamos con un Sauternes, el aroma de las salvajes uvas Sauvignon
Blanc, la dulzura del Moscadelle y la fragancia de la nectarina, formuladores
de aquel vino, nos envolvieron.
—Por nosotros –dije.
—Y por la vida –matizó Ruth.
Bebimos un par de sorbos, las últimas notas del maestro Rodrigo escapaban
por el restaurante buscando el camino a los jardines del Palacio
Real de Aranjuez. La velada terminó en mi habitación, repartiendo los
besos con sabiduría anatómica, enredados con el deseo y con el corchete
de su sujetador que no terminaba de soltarse, o eso quería yo que pareciera,
para escuchar una de sus expresiones favoritas llegado este momento.
—Rómpelo y también las bragas… –susurraba impaciente.
Por supuesto, yo nunca le rompía aquella ropa interior tan cara y tan
parisina, aunque me encantaba quitársela con fingida violencia y lanzarla
fuera de la cama por encima del hombro. Caía en sitios tan insospechados
que más de una vez tuvo que volver a casa sin alguna de esas prendas.
Terminada la refriega permanecimos uno frente al otro con las piernas
entrelazadas e intentando descubrir signos y características en la piel del
otro a las que antes no habíamos prestado atención o nos habían pasado
inadvertidas. Pequeñas señales cutáneas, cicatrices de caídas infantiles,
pliegues escondidos… lugares recónditos, donde besar y acariciar. Estando
inmersos en nuestra exploración epidérmica me miró a los ojos, los
suyos parecían brillar en la semioscuridad del dormitorio violada por los
faros y las luces nocturnas que se colaban intermitentes por la ventana.
Entre el espejuelo de la luz verde de un semáforo y el destello caramelo
del fanal de un automóvil, me lo dijo:
—Me voy la semana que viene a París y luego a la Riviera francesa,
unos amigos tienen un palacete en Cannes y me han invitado.
—Me parece genial, cariño. ¿Muchos días?
—No lo sé, Jordi. En Niza y Mónaco hay muchos millonarios…
Me reí a carcajadas. Ruth estaba dispuesta a conseguir sus propósitos
de ser multimillonaria y nuevamente viuda antes de los cuarenta.
—Espero que fracases –le dije divertido.
—Vaya amigo que tengo, debería hacerte feliz que llegara a ser una
lady como las Mitford o la señora de un multimillonario naviero griego,
como Jacqueline. Además yo te seguiré queriendo.
—Ya, como dice el bolero: Porque te quiero tanto me voy.
—Un día me lo tienes que cantar… me gustan mucho los tangos.

—Bolero, es un bolero, cariño.
La acompañé al garaje del hotel donde tenía aparcado su Mini negro,
regalo de su difunto marido, un color que resultó premonitorio. Me besó
apasionadamente al llegar a la altura de su vehículo, se arremangó la minifalda
para facilitarse el acceso al cubículo del conductor.
—Presta atención, Jordi, esta vez la prenda que no he encontrado es la
de abajo, ya me la devolverás cuando regrese.
Valió la pena el aviso, pude ver el vértice del apetito carnal al final de
aquellas largas piernas y suspiré profundamente, me iba a costar pasar el
verano sin Ruth.

Se acaba un libro, muere un hombre.

Monasterio de Podlažice, seis de junio de 1230

Herman el monje, o Hermann inclusis, como le llamaba el resto
del monasterio, se desplomó agotado sobre la hoja que acababa
de terminar, no sabía ni qué hora era ni en qué fecha estaba. Había
permanecido mucho, muchísimo tiempo encerrado en su celda escribiendo,
copiando de otros libros, ilustrando y dibujando el gran libro. Un
códice gigante que contenía toda la sabiduría humana y que tenía unas
proporciones extraordinarias. Con tremendo esfuerzo depositó en el suelo
de su celda el último cuadernillo. Lo acarició, era el postrer capítulo con
el contenido de todos los libros y sabidurías que la Orden Benedictina
le había proporcionado. Entre las páginas del códice estaba la regla de
San Benito; las traducciones latinas de Flavio Josefo y su Historia de los
Judios; el Antiguo y Nuevo Testamento; la Etimología –Etymologiae u
Originum sive etymologiarum libri viginti-, los veinte libros de San Isidoro.
Tres tratados médicos dedicados a la medicina práctica, escritos por
Constantino el Africano, otro monje benedictino. Otros ocho libros médicos,
Ars medicinae, de origen griego y bizantino, utilizados como libros
de texto para la enseñanza de la medicina. La Crónica de Bohemia, escrita
por Cosmas de Praga. Santorales, calendarios, listas de benefactores y
miembros de la comunidad monástica; esquelas; antiguas historias; curas
medicinales y encantamientos mágicos. Una confesión de los pecados y
una serie de conjuros, entre otros textos y escritos. Todo profusamente
iluminado y con dibujos de la mano del autor, incluido uno de Belcebú y
que sólo Herman conocía el porqué de su terrorífico retrato.
Hermanus Monachus Inclusus, fue la firma que estampó al llegar a
la página seiscientos veinticuatro del libro dando por acabado su colosal
trabajo. Todo estaba listo para la encuadernación de los cuadernillos de
pergamino y la elaboración de la cubierta. Se tomó un ligero respiro. El
día en que fue recluido se propuso el colosal trabajo organizándose mediante
el horario del monasterio. Siete espacios temporales monacales
contemplados en la Regla de San Benito, en armonía con El Libro de los
Salmos en el que podía leerse: Siete veces al día te alabaré, y a medianoche
me levantaré para darte gracias.
En cuanto escuchaba los Maitines, rezaba o meditaba una hora y empezaba
a trabajar hasta los Laudes, descansaba medía hora para ver amanecer
desde el ventanuco de su celda y seguía hasta la Prima, comía algo,
proseguía hasta la Tercia y la Sexta, comía de nuevo y no paraba hasta
la Nona en la que descansaba durante un par de horas y luego seguía
ilustrando y dibujando; en las Vísperas, desmenuzaba un trozo de pan,
llevándoselo a la boca con lentitud y saboreándolo como un manjar, seguía
hasta las Completas y entonces se acostaba rendido para escuchar los
nuevos Maitines apenas tres horas después. Le llevaban comida y agua
cada dos días y tenía que racionarse él mismo. Al principio controlaba los
días, el canto en gregoriano del Agnus Dei durante los salmos del sábado
le confirmaba que había pasado una semana. Pero pronto dejó de anotar
y empezó una sucesión de amaneceres sin cuento, su única comunicación
eran las notas que pasaba al recibir la comida solicitando pergaminos y
sobre todo, tintas. Había elegido cinco colores: rojo, azul, amarillo, verde
y oro. En el monasterio las fabricaban con metal o con insectos triturados,
él había insistido en que fuesen de este último tipo y que no tardasen más
de cuarenta y ocho horas en suministrar su pedido con objeto de que las
tintas tuviesen la misma luminosidad y que secaran los escritos antes de
las setenta y dos horas en que hubiesen sido fabricadas, así, el brillo, el
tono y los colores serían uniformes en todo el texto y no se distinguieran
los primeros escritos de los postreros.
Todo esto le permitió, durante los primeros tiempos, llevar cierto control
temporal, que fue perdiéndose con el paso de los días, las semanas
y los meses. Recordaba haber estado enfermo en alguna ocasión y sólo
entonces cambiaba su sistema de trabajo, la fiebre le postraba en su camastro
durante algunas horas o días y entonces cualquier cálculo se iba al
traste, por eso dejó de contar y de percibir el tiempo en toda su dimensión.
Luchó por mantener un orden estricto en su trabajo. Creyó que podía escribir
una línea cada veinte segundos, una columna cada treinta minutos
y una página cada hora. A pesar de sus conjeturas, erró en sus cálculos
porque la mano se le adormecía y los ojos se le cansaban. Además, a sus
cómputos como escribano, había que añadir los tiempos de ilustrador y
dibujante. Las miniaturas de las letras capitales ocupaban en ocasiones
el margen izquierdo de una página completa, en otras hojas tenía que
dibujar media docena y de distintos colores. También le llevaba muchas
horas los preparativos, antes de escribir en cada página tenía que dibujar
un sutil rayado para evitar ladearse o esquinarse y las guías para la iluminación,
pensar en la combinación de las tintas, sobre todo en las letras
capitales. El diseño de los dibujos precisaba también de mucha dedicación,
al igual que el lavado y raspado de los errores, las correcciones y los
gazapos cometidos.
Mejoró su técnica al máximo. Con la ayuda del cañivete, abría la
punta de las plumas de ave en dos, así la tinta, se mantenía en la abertura
practicada y corría con más facilidad sobre el pergamino, y procuraba
un suave deslizamiento de la pluma. La operación era muy delicada, de
ella dependía el tipo de utilización que Herman quería darles, pues según
el tipo de corte podía realizar diferentes trabajos sobre el códice. Con la
hendidura en el medio y simétrica obtenía una escritura de trazos verticales
fuertes, trazos horizontales finos y trazos oblicuos anchos. Con el
corte sesgado de derecha realizaba trazos más uniformes y finos, y con el
corte a la izquierda alternaba los trazos llenos y delgados. La pluma de
oca era la que más le gustaba, pero la intendencia le proporcionaba también
de buitre, de cuervo o de pato salvaje. La iluminación de las páginas
era uno de los pocos placeres de Herman. Allí encontraba la libertad para
interpretar cuanto él quería. Adornaba las páginas escritas con escenas o
letras floreadas La forma rectangular de las enormes páginas le permitía
hacer composiciones alargadas en las que la letra inicial adornada se situaba
en la altura más adecuada. Una vez terminaba la caligrafía del texto,
dibujaba la iluminación en el espacio que previamente había reservado
para tal efecto. Cuando daba una página por finalizada suprimía con cuidado
y delicadeza los trazos del borrador previo o las guías para el dibujo.
Y así, línea a línea, columna a columna, página a página, cuadernillo a
cuadernillo, pergamino a pergamino.
Había sido una tarea penosa y agotadora que Herman pagaba con una
importante pérdida de visión, un dolor cotidiano en la espalda y en los
riñones, y un malestar permanente en las costillas que le impedía una
respiración cómoda. A todo eso se añadía una fatiga crónica y un dolor
agudo en las articulaciones de la mano derecha. En algunos momentos
sentía que perdía las fuerzas, entonces se sentaba en el suelo de la celda
y dejaba que la luz lunar iluminara las montañas de pergaminos ya secos
o los que colgaban hasta el total enjugado, eso le producía cierta relajación…
y terror en ocasiones, porque las figuras y las letras parecían adquirir
dimensiones extraordinarias. Creía poder tocarlas desde su rincón
sin apenas alargar la mano. Cuando se iniciaban los rezos y los cánticos
en la capilla o las lecturas en el refectorio, imaginaba a sus hermanos
embutidos en su hábito negro blasfemando, la distancia y las paredes de
Podlažice le devolvían sólo ecos y era imposible entender las oraciones
y los cánticos en latín. Se dio cuenta de que había perdido la paz de su
alma y de que nunca conseguiría su propósito. Rezó a Dios en busca de
consuelo y de apoyo, el eco de los muros le devolvía distorsionadas las
oraciones de los otros monjes y el de sus propias maldiciones.
Hacía ya un par años que, durante una noche de tormenta y torrencial
lluvia, le pareció ver entre las sombras de su celda la figura de un extraño
ser. De repente sintió miedo, a pesar de sus temores la efigie se limitó a
jugar a las sombras con los destellos celestiales. Creyó que era un ángel.
«Lo soy», repuso una voz en el interior de su cabeza. Sin que un solo
sonido partiera de su garganta, Herman hizo una pregunta. «Luzbel o
Samael como me llamó mi padre, yo fui quien te inspiré para salvarte».
El monje se sintió aterrorizado, la fantasmagórica voz interior siguió hablándole.
«Me lo has pedido muchas veces y hoy he venido a satisfacerte,
terminarás tu obra, para gloria mía porque los monjes que te castigaron y
todos los futuros poseedores del códice pecaran de vanidad y de soberbia,
mataran, violaran y robaran para tener el libro o sus secretos y tú sobrevivirás…
y sí, te respondo a tu silente pregunta, el precio será tu alma».
En el exterior la tormenta seguía dibujando extrañas formas y delirios en
las paredes del convento. Herman cayó de hinojos ante una pared vacía y
desconchada, sin más vida que una miserable cucaracha.
A partir de entonces una extraña fuerza le acompañó en sus trabajos.
El codex avanzó como él nunca imaginó. Incluso le fueron transmitidos
los nombres de las siete hermanas de Satán: Ilia, Restilia, Fogalia, Suffogalia,
Affrica, Ionea e Ignea. Como agradecimiento, homenaje o sumisión
al Pateta que le concediera las fuerzas para terminar el trabajo, realizó un
dibujo del Tentador en la página yuxtapuesta a la de la representación del
cielo. Lo representó feroz, con cuernos, doble lengua, con cuatro dedos
en pies y manos terminados en garras, cubierto sólo por un taparrabos decorado
con colas de armiño en señal de realeza, al fin ya al cabo era el rey
de los infiernos. Lo simbolizó atrapado entre dos columnas, casi prisionero
como él, emparedado en su propia condición de Princeps Tenebrarum.
Lo pintó en la pagina 290 que sumada todas sus cifras da un once. Sí la
plenitud es el diez, que simboliza un ciclo completo, el once es la maestría,
pero también el exceso, la desmesura, la incontinencia y la violencia;
como decía San Agustín: El once es el escudo de armas del pecado.
Pero, ahora, concluido el libro, se daba cuenta de las futuras consecuencias
de su pacto. Sin embargo, hacía meses que tenía preparada una
salida a las dudas y preguntas que martilleaban su cabeza. ¿Y si fuese verdad
que la figura de aquella noche era la del diablo?, ¿y si ahora tenía que
pagar por su debilidad?, después de tanto y tanto esfuerzo. Cogió uno de
los cuadernillos que había apartado a un rincón especial de la celda, bajo
el título de Conjuros había una página cuyo texto sólo era la capitular C
pintada en verde y copió un antiguo conjuro judaico que permitía romper
un pacto con el mismísimo diablo. Esperó a los Maitines de aquella fecha
que desconocía y cuando uno de los monjes se acercó a entregarle algo de
comida, Herman le cogió por la muñeca.
—Espera, dile al abad que el libro está acabado y listo para la encuadernación.
No tuvo que esperar a Laudes, el abad, el prior y otros miembros de la
congragación acudieron prestos a su celda. A la vista del espectáculo contuvieron
la respiración, en una parte de la celda se amontonaban los cuadernos
de las páginas, numerados y listos para su cosido, encordado y encuadernado.
La cátedra aparecía llena de muescas y arañazos, entre sus cuatro
patas podía verse la armadura de la cajonera muy canteada de tanto abrirla
y cerrarla, en ella reposaban un par de pergaminos no usados y las plumas
de oca y otras aves utilizadas por Herman. Sobre las patas del escritorio,
delante del asiento, dos barras de madera sujetaban el tablero inclinado sobre
el que el benedictino recluso apoyaba el cuaderno en el que trabajaba. A
ambos lados del mueble se amontonaban los textos originales que había recopilado.
Docenas de vasitos de cerámica de diferentes tintas aparecían secos
en otro rincón de la celda, Herman había procurado mantener la calidad
y frescura de los colores para que no desmerecieran unas páginas de otras.
Los monjes comprobaron el contenido de los textos. Quedaron impresionados.
El monje cautivo había superado todas las expectativas. La obra
quedaba concluida a falta del encuadernado que realizarían el resto de los
monjes. Había tardado dieciocho años en terminar el códice; la fecha: el
seis de junio del 1230. La gloria del monasterio quedaba asegurada para
la eternidad, nadie advirtió los tres seises de la data, la cifra diabólica;
tampoco que dieciocho años eran tres veces seis.

Aquella noche de noviembre Herman se sintió mal, desde que terminara
el libro no podía casi conciliar el sueño, su antigua suficiencia y altanería
hacía tiempo que se habían esfumado al igual que su deseo de vivir. Trató
de incorporarse, estaba como atado a su camastro, no podía levantarse, hizo
un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie, faltaba más de una hora para
los Maitines. Tambaleándose se dirigió a la biblioteca del monasterio, allí,
sobre un gran atril, reposaba su códice ya encuadernado y abrigado por las
tapas de madera forradas en piel y adornadas con detalles metálicos en cantoneras
y en el centro. Abrió el códice por el capítulo donde se encontraban
los conjuros. Buscó uno que, bajo un titulo ficticio y encabezado por una
gran C de color verde, contenía la fórmula para deshacer su pacto con el
diablo. Leyó el texto con solemnidad entre el silencio del recinto y la luz
espectral de una vela, cada palabra parecía rebotar entre las paredes monacales.
Le pareció ver sombras que bailaban abigarradas alrededor del cirio.
No se detuvo, continuó desgranado las libertarias palabras en latín que le
darían paz y sosiego. Sintió que algo le atenazaba la garganta, no era físico,
tampoco interior, era un estrangulamiento mental; a pesar del dolor y del
miedo, siguió hasta terminar el conjuro. Entonces, todo quedó en silencio,
un silencio roto por un grito infrahumano. Como un alarido se escuchó una
maldición del Señor de las Tinieblas. Herman volvió a sentir aquella voz
que oyera en la celda. «Quiero otra alma en tu lugar, alguien más prestigioso
». El monje dio un paso atrás, comprendió que Lucifer no soltaría su
presa tan fácilmente. «No preguntes quién, lo sabes», dijo la cavernosa voz
que parecía brotarle de su propio cerebro.
Dejó el códice abierto y con paso cansado se dirigió a la celda del
prior, pero antes atravesó el refectorio, entró en la cocina y se hizo con
el enorme cuchillo de cortar carne y que sólo se utilizaba en fechas muy
señaladas, la dieta de Podlažice adolecía de músculo. Se acercó a la cama
del prior y de un solo tajo le rebanó el pescuezo, el sacrificado quedó boca
arriba con los ojos abiertos, antes de su último suspiro había despertado
y sentido la agonía de morir ahogado en su propia sangre. El monje regresó
a la biblioteca con las manos ensangrentadas y la vista perdida en
un infinito impreciso. En otra ala del monasterio, otro monje de manos
callosas y aspecto somnoliento se disponía a tocar Maitines. Herman llegó
a la altura del codex, repitió la última parte del conjuro y levantó sus
ensangrentadas manos. Entonces se desplomó muerto sobre las baldosas
de la biblioteca. Su rostro parecía, al fin, tranquilo y feliz. Tal vez no tuvo
en cuenta que los asesinos también son carne de averno.

El GIGAS CODEX
EL DIABLO DEL GIGAS CODEX
PAG 290
la habitación cerrada: LOS MONASTERIOS MEDIEVALES Y LA ...
Los secretos de la biblia del diablo
Foto de:
Eco Misterio, año Cero

Facsímil para la Feria del Libro de Zaragoza. Obra de Nanae.
El facsímil en la presentación de la novela en la Diputación Provincial de Zaragoza

Séptima entrega: de los adoquines de Barcelona, curas del Opus e historias de la Guerra Civil

Los adoquines de Barcelona


Las calles de Barcelona, junio 1971

A principio de los años setenta las calles de Barcelona todavía estaban
adoquinadas y en el Distrito Quinto, además, los adoquines
tenían historia. En mi barrio sí era cierto el pensamiento parisino
de Mayo del 68, de que debajo del adoquinado estaba la playa. Las losetas
de las aceras, los panots, también eran peculiares y de cuatro o cinco tipos.
Las más abundantes eran las que representaban una flor de cuatro pétalos,
en concreto la del almendro, aunque los barceloneses la llamaban la
de la rosa; era tan habitual y familiar que acabaría siendo un símbolo de la
ciudad. No obstante, los adoquines del barrio llevaban una larga tradición
escrita en ellos. Habían servido como parapetos ante el enemigo; para
levantar trincheras contra la intolerancia; y como arma arrojadiza ante las
dictaduras. No había momento de la historia de la Barcelona del siglo diecinueve
y veinte, en que los adoquines barceloneses no hubiesen tomado
protagonismo. Caminar sobre ellos o sobre las aceras de panots, era un
privilegio; incluso para detectar cuando alguien te sigue de madrugada.
Por eso agudicé el oído cuando en la vacía Vía Layetana y camino de
la plaza de la Catedral, escuché unos pasos que hacían eco a los míos y
que se detenían cada vez que yo paraba mi marcha. Imaginé que la Bestia,
representada por Herman, andaba tras mis pisadas, luego recordé que tenía
garras y que las largas uñas sonarían de forma distinta, además, andar
en taparrabos de madrugada cerca de la comisaria de Layetana, sede de la
Brigada Social, era un peligro por muy Pateta que seas. A los esbirros de
Vicente Juan Creix les hubiese gustado echar mano a cualquier diablillo o
ángel que no tuviera carnet del Movimiento. Doblé la esquina de la calle
de la Tapineria, dispuesto a salir a la plaza lo antes posible. La luz amarillenta
de una farola dibujó mi silueta sobre aquellos adoquines delatores.
Caminé unos metros a la espera de que mi perseguidor alcanzará el haz
de luz y su alargada sombra se extendiera hasta mi altura. Me paré en
seco y giré sobre mis talones. Allí estaba mi husmeador, bajo el embozo
protector de un sombrero de cinta negra. Vestía un traje cruzado de mil
rayas, camisa oscura y clériman; sus delatores zapatos brillaron a la luz
del fanal. Se detuvo y yo retrocedí a su encuentro. Al llegar a su altura
descubrí al miembro del Opus con el que cambié impresiones el día del
funeral de Camperol.
—¡Querido amigo! –dijo, aparentando una casualidad imposible.
—Caramba, ¡qué susto me ha dado usted!, creí que me perseguía el
mismísimo diablo.
—No, precisamente. Nosotros somos la antítesis de Belfegor –exclamó
con su gutural e inconfundible voz
Dudé de tal afirmación. Los componentes de cualquier grupo, corporación,
hermandad, cofradía o secta, tienen entre sus filas personas con
valores y otras deleznables, es la ley de las probabilidades.
—Sé que me seguía, Gabriele –dije, recordando su nombre-. Le ruego
que me diga el motivo de su insistencia.
—¿Y si fuésemos algún sitio para poder hablar?
—Me dirigía al hotel, he quedado con un amigo, si quiere podemos
charlar por el camino. Y me cuenta el porqué de tanto secreto.
—Los socios de la Obra, abominamos del secreto. Son palabras de
Josemaría Escrivá.
No respondí a su comentario. Cruzamos frente a la Catedral, camino
de Las Ramblas, a la altura de las murallas romanas se detuvo, el sombrero
de fieltro le ocultaba parte del rostro dándole un aspecto entre misterioso
y peligroso, se llenó de aire los pulmones antes de hablar.
—He de pedirle un favor, Brotons, sé que está investigando sobre el
Codex Gigas, me gustaría que me informara sobre sus avances.
—Y a mí me gustaría saber qué interés tiene usted con el libraco.
—Ya le dije en el hotel que hay cosas que usted no entendería.
—Si no soy incapaz de entender sus razones, menos capacidad tendré
para descubrir lo que el códice esconde-dije, mientras iniciaba de nuevo
la marcha por la calle Portaferrisa.
Gabriele permaneció callado durante un rato. Se desabrochó la americana
blazer. Me pareció ver que su mano izquierda buscaba la sobaquera
derecha. Me puse en guardia. No sabía qué pretendía, aunque no era
cuestión de morir a cinco minutos del hotel y sin saber por qué. Para mi
sorpresa y alivio, Gabriele sacó de su chaqueta un billete de avión.
—Me voy a Estocolmo, concretamente a la Biblioteca Nacional. Ya
debe imaginar a qué-dijo casi triunfante.
—Imagino que la Biblia del Diablo tiene algo que ver con su viaje.
—Efectivamente, todavía no tenemos sede en Estocolmo y debo desplazarme
personalmente. El año pasado no pude hacerlo porque los suecos
habían prestado el libro al Metropolitan Museum de Nueva York. Por
eso me sería de mucha utilidad saber sus discernimientos sobre el libro y
su contenido para poder corroborarlos in situ.
No quise preguntarle cómo conocía mi interés, desde la conversación
del Manila intuí que estaba al tanto del escrito en la servilleta de Camperol
y que yo andaba tras su oculto mensaje; sin embargo, nadie más lo
sabía, salvo el comisario Ripoll, yo mismo, y el asesino. Me aventuré a
sonsacarle.
—Mi noticia sobre la existencia del libro es muy reciente, su nombre
llegó a mí de una forma totalmente fortuita.
—En la servilleta de Robert Camperol y escrita con sangre,-dijo con
misterio.
—Lo escribí yo mismo-concluyó, en un tono que me heló la sangre.
—Me sorprende, Gabriele. Eso podría significar que…
No me dejó continuar, se llevó su dedo índice larguirucho y nudoso a los
labios en súplica de silencio, llegábamos a la puerta del hotel, varios clientes
esperaban taxis y nuestro portero les atendía con prontitud. Entramos.
—No conjeture, yo no tuve nada que ver con su muerte, era únicamente
un aviso, un aviso de amigo, de camarada y sólo con sangre podía saber
Camperol que era auténtico.
Envuelto en el enigma de mi interlocutor llegamos al bar del hotel
donde esperaba mi amigo Félix, sonaba el New York, New York, de Sinatra;
Gabriele se detuvo antes de alcanzar la barra.
—Tal vez mañana podamos continuar esta conversación, Brotons, no
es tema para hablar en público.
—Estoy de acuerdo, además, como le he dicho, me aguarda un amigo,
comenté, señalando el mostrador donde Félix ya estaba esperando.
Si quiere, mañana a las diez le puedo atender en mi despacho, estaremos
mucho más tranquilos.
—De acuerdo, seré puntual, las cosas del diablo no admiten demoras.
Le vi girar sobre sus talones, ponerse de nuevo el sombrero de fieltro y
salir hacia la puerta giratoria. Me quedé observando hasta que me aseguré
de que no regresaba y me dirigí al encuentro de Félix.

Félix Nogal era un viejo amigo, delgado, fibroso, bastante alto, de rostro
noble con un poblado mostacho que le cruzaba el labio superior casi
ocultándolo. Desconocía su edad, pero por su interesante conversación y
las historias que me contaba, pasaba de los cincuenta, aunque su apariencia
era más jovial y conservaba todo el pelo que acostumbraba a llevar
revuelto como un niño travieso; pero con estilo propio. Pinta y manos de
artista bohemio y alma de mago. Porque Félix Nogal innovaba con sus
intuiciones y premoniciones cualquier suposición o prejuicio. Nunca se
jactaba de ello y no obstante, descubría cómo eran las personas con quien
trataba al primer vistazo. Y eso era harto complicado porque Félix Nogal
era ciego.
Había perdido el don de la vista defendiendo a la República en los campos
de batalla del Ebro. Al terminar la contienda, su ceguera le evitó dar con
sus huesos en un campo de concentración o en la cárcel, pero no impidió que
su condición de ex oficial republicano le cerrara todas las puertas, incluso
las de la ONCE franquista, a la que no pudo acceder hasta los sesenta. Ahora
ocupaba un puesto en el nuevo sistema del audio libro que había iniciado su
andadura hacía apenas un año. Sin embargo, la verdadera esencia de Nogal
era la precognición, su lóbulo temporal derecho se había súper desarrollado
con la pérdida de la visión. Los déjà vu de mi amigo, aunque a él no le gustaba
esta acepción, podían asombrar a más de uno. Como decía Nogal, quitándole
importancia a su don, su cabeza era una ventana abierta al tiempo.
Me acerqué a él, sabiendo que ya me había «visto». Se dirigió al camarero,
antes de que yo me sentara a su lado.
—Por favor, traiga un J&B para su director.
—No dejarás de asombrarme –le dije al llegar a su altura.
—Y más que te voy a sorprender. ¿Quién era ese tipo?
—¿El que acabo de despedir?
Bajó la cabeza en señal de afirmación y levantó las cejas sobre las
gafas de cristal oscuro, señas de que barruntaba algo. Nos sentamos en
una mesa cercana.
—Dímelo tú –le reté.
—Podría pasar por un cura, pero ese hombre está más cerca del diablo
que de Dios.
—Sí –dije sonriendo-, al parecer el Ángel del Averno es su punto flaco.
—Porque está muy cerca de él.
—No me digas que es un demonio.
—No, no lo es, pero tampoco un santo.
—Vaya veo que tus dotes no están oxidadas.
—Esta vez juego con ventaja, Jordi.
—¿Le conoces?
—Me temo que sí. He de contarte una historia.
Reconozco que este era el punto favorito de mis conversaciones con
Félix, el momento en que se ponía serio e iniciaba uno de sus interesantes
relatos que me fascinaban, aunque en algunas ocasiones fuesen tan prodigiosos
que costaba creerlos. Y a pesar de todo, pocas veces se equivocaba.
Él me predijo que acabaría siendo director del hotel, cuando era un
simple ayudante de recepción. Adivinó… o vio, mi estancia en La Escuela
de Hostelería de Lausana; nunca dejaba de impresionarme. Pedí otra
ronda al barman y me acomodé en la butaca dispuesto a escuchar lo que
Nogal iba a contarme. El camarero trajo los dos whiskys, su Macallan, sin
hielos, y mi J&B con dos cubitos, ambos servidos en vasos cortos.
—Durante la batalla del Ebro, mi compañía estaba acantonada cerca
de Flix. Habíamos iniciado el combate por la tarde y avanzado, aprovechando
el desconcierto enemigo, más de lo previsto. Con las primeras
sombras nocturnas entramos con tres de nuestras compañías, incluida la
mía, en uno de los pueblos de la zona y sorprendimos a toda la guarnición
franquista desprevenida, el combate fue muy breve y el batallón enemigo
se rindió casi sin lucha. El coronel que los mandaba, un militar profesional,
lanzaba pestes sobre varios de sus oficiales de complemento que no
estaban en sus puestos, facilitando con ello nuestro ataque. «¡Esos catalufos!
» –gritaba con acento andaluz- «Ya me los echaré a la cara». Pero
no era la única anécdota del día. Los oficiales a los que el coronel aludía
habían sido capturados todos juntos a la salida de unos corrales. Luego se
supo que aquellos cinco tipos habían violado a una joven del pueblo. La
indignación por lo sucedido corrió entre nuestras tropas. No era la única
salvajada que reprochar a los franquistas, los dirigentes municipales de la
población habían sido fusilados al llegar los nacionales.
Félix detuvo su relato y bebió un sorbo de su vaso.
—Está bueno este whisky –dijo, levantando las cejas.
—Ya puede estarlo es de 25 años –corroboré, deseando impaciente
que prosiguiera.
—No te impacientes, ahora sigo.
Me pregunté cómo adivinaba la expresión de mi rostro, no acababa
de acostumbrarme a esta extrema sensibilidad síquica de mi amigo. Él
prosiguió con su narración.
—A las espera de juicio, se les encerró en un calabozo a todos juntos,
excepto al coronel, que andaba en otra estancia maldiciendo a sus hombres.
Unos meses después, en una noche de insomnio, salí del cobertizo
donde tenía extendido el jergón para fumarme un cigarrillo a la luz de la
luna. Un centinela me dio el alto. Me identifiqué y continué con mi paseo
nocturno. Me apuntalé en una pared para saborear el pitillo, liado con
papel de fumar republicano y con tabaco capturado al enemigo. Miré las
volutas de humo ascendiendo con la osada pretensión de ocultar aquella
hermosa luna. El silencio era total, salvo la cantinela de algunos grillos
que frotaban las patas para atraer a las hembras. Unas voces mitigadas
por el grueso de la pared salían por una ventana enrejada. Me di cuenta
que estaba apoyado en la casona cuyos bajos se usaban de calabozo, del
cuchitril partían lloros y comentarios en catalán. Presté toda la atención
para escuchar lo que decían.
—Teníamos que hacerlo, teníamos que hacerlo –repetía uno de los
prisioneros.
—¡Fue terrible, asqueroso! Yo la quería –dijo una de las voces entre
sollozos.
—Ya sabes cuál era la condición. Teníamos que hacer una prueba de
fe, una prueba de maldad.
—Pero ¿con ella?
—¿Qué más podíamos hacer?, ya nos habíamos cargado al alcalde
rojo y a su cuadrilla.
—Además fue idea tuya –dijo alguien a quién todavía no había escuchado.
—Lo más jodido es qué nuestro intento de salvación no se va a cumplir,
los rojos nos fusilan un día de estos –comentó una cuarta voz.
—Eso no lo sabemos, él nos prometió sobrevivir a esta guerra y disfrutar
de nuestra victoria –aseveró un quinto individuo.
—¿Y quién puede confiar en el Príncipe del Averno?
—Nosotros lo hemos hecho y hemos pagado por ello-repuso el llorón.
—Coño, Robert, deja de gimotear –dijo otro.
En aquel momento pasó frente a mí un grupo de soldados.
—Salud camarada –dijeron casi en coro.
—Salud –respondí.
Pasaron de largo y yo me quedé a la espera de que los prisioneros
reanudaran aquella extraña conversación, pero ya nada sucedió. Deduje
por su silencio que sospecharon que alguien podría oírles y callaron.

Al día siguiente quise ir a la celda y ver aquellos rostros de catalanes que habían sido capaces de asesinar y pactar con el diablo. Quería contárselo a mis superiores; sin embargo, ya no tuve tiempo. Al amanecer, la artillería franquista empezó a obsequiarnos con unos regalitos del cinco y medio y era más que probable que se tratara del inicio de un contraataque. En
efecto, al cesar los obuses las tropas enemigas atacaron con denuedo.
Defendí con mis hombres una de las posiciones avanzadas en las afueras
del pueblo, a pesar de la dureza del combate no podía quitarme de la
cabeza la conversación de los prisioneros. Estaba dispuesto a contemplar
aquellas caras para que nunca se me olvidasen, De repente, algo estalló
frente a mi rostro, la última visión que tuve fue la de un ser maligno que
reía al unísono con el estruendo del fatal estallido. Perdí el conocimiento.
Cuando recobré el sentido estaba semienterrado por cadáveres y tierra, no
veía nada, la sangre me resbalaba por el rostro. Oí el ruido de un grupo
de soldados que se acercaban, el inconfundible clic, clic del cierre de sus
armas les delataba. Traté de incorporarme.
—¡Aquí hay un oficial y es de los nuestros! –gritó un voz. El resto ya
lo sabes te lo he contado otras veces.
Félix se reclinó en el sillón del bar y dio un largo sorbo que terminó
con el resto del Macallan, dejando el vaso expedito. Le pedí al barman
dos nuevos whiskys.
—Un terrible historia, gracias por contármela –le dije a Félix- , ¿pero,
qué tiene que ver con el cura del Opus?
—Vaya, encima del Opus… Pues sí tiene que ver, Jordi, uno de aquellos
hombres del calabozo era el tipo que hablaba contigo.
—No jodas, Félix, ¿estás seguro?
—Reconocería esa voz gutural donde fuera y pasasen los años que
pasasen.
—¿A pesar de la música? –dije. En el bar sonaba el aria Il dolce suono
de Lucia di Lammermoor.
—Sé distinguir al mismo tiempo la voz de La Callas y la de un canalla.
Me quedé estupefacto.
—¿Serías capaz de reconocer el resto de las voces de aquella noche?
—Con toda seguridad, Jordi, aquel día nunca se me olvidará, en ninguno
de sus detalles.
—Veré la forma de traerlo de nuevo y que tú estés cerca para asegurarnos.
—Te digo que no hace falta, era él. Además no podrás hacerlo, tu amigo
del Opus ya no está entre nosotros.
—Pero ¿Qué dices?
—He tratado de mantener contacto síquico con él y hace ya un rato
que lo he perdido. Te aseguro que este tipo no podrá ya viajar, salvo al
infierno.
—¿Cómo sabías lo del viaje?
—No lo sabía, me lo dijo.
—¿Te lo dijo?
—Con sus gestos…
Ya no le pregunté nada más, la respuesta sería demasiado complicada.
Hay cosas que mi percepción no capta, a pesar de tener mis cinco sentidos
despiertos. Recordé que, en la historia que me había contado, el prisionero
gimiente se llamaba Robert, demasiadas casualidades. Aquella noche
me dormí sabiendo que Gabriele no acudiría a la cita.

Panot
Vía Layetana
Entrada del Manila Hotel


Presentación de «Los infinitos nombres del diablo» en Madrid.

Este jueves a las 19,30 se presenta en Madrid la novela. Os espero, no temáis al calor en la Casa del Libro de Gran Vía hay aire acondicionado.

Una aventura de JB, el director del Manila Hotel metido a detective.

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Catedral de Barcelona, uno de los lugares de la novela. Foto: Nanae

Presentaciones de «Los infinitos nombres del diablo»

La novela estará en breve en todas las librería. Las primeras presentaciones serán:

Día 30 de mayo, jueves a las 19.30 en ZARAGOZA

Lugar: DPZ -Diputación Provincial de Zaragoza – Antiguo salón de Plenos. Contaremos con la actuación de los Hamster Vocal Ensemble.

Día 8 de junio, sábado a las 12.15 en LA CARTUJA BAJA -Zaragoza-

Lugar: Refectorio. Contaremos con la actuación del Grupo musical Matices.

Refectorio de La Cartuja Baja
El diablo envolviendo con sus garraS el MANILA HOTEL

Día 20 de junio, jueves a las 19.30 en BARCELONA

Lugar: La Casa del LLibre de Passeig de Gràcia 62

Día 22 de junio, sábado a las 12.30 en Castelldefels -Barcelona-

Lugar: Club Marítimo de Castelldefels. Además de la presentación del libro se homenajeará a Enrique Ripoll, socio fundador del club y personaje de la novela.

Portada de la novela
Jordi Siracusa frente a la comisaría de Vía Layetana. Foto: Nanae.


Foto: Nanae

La Llotja en Los infinitos nombres del diablo

La Llotja de Barcelona, el emblemático edificio de la Plaza Palacio, aparece en la novela.

La Llotja de Barcelona. Foto Barcelona Fillm Commission


Desde 1352 en el lugar donde hoy se levanta la Llotja se construyó un porche y tres años después, una capilla. Por aquel entonces el solar era la misma playa, el mar llegaba hasta allí y hasta la iglesia de Santa María del Mar.

Diferentes transformaciones, las principales impulsadas por
Pedro IV de Aragón y el Consejo de Ciento, convirtieron a mediados del siglo XV los nuevos edificios en la sede del Consulado del Mar , verdadera institución que trataba de los asuntos mercantiles de la ciudad favorecida e impulsada por la tradicional expansión y comercio marítimo del Mediterráneo.

La actual Llotja de Mar, casi como hoy la conocemos, fue inaugurada en 1802, con ocasión de la celebración en Barcelona de la boda de dos de los hijos del rey Carlos IV, Fernando y María Isabel.
A partir del año 1869 la Diputación de Barcelona fue la administradora el edificio. Allí se ubicaron el Colegio de Corredores Reales de Comercio, la Asociación de Navieros y Consignatarios, el Consejo Provincial de Agricultura, Industria y Comercio, la Junta de Obras del Puerto, la Junta Provincial de Beneficencia y Sanidad, la Escuela de Náutica, la Escuela y la Academia de Bellas Artes, el Mercado de Cereales y la Bolsa.

Desde 1886 es la sede de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona.

En el singular edificio tiene lugar un situación determinante de la novela.

Escalinata principal de La Llotja. Foto Barcelona Fillm Commision

El Palau de la Llotja, otrora la sede del Consulado del Mar, era la historia
viva de Barcelona. Reconstruido varias veces, Joan Soler i Faneca
lo transformó en 1771 en un edificio neoclásico de gran belleza. El Salón
Dorado se encontraba en la planta noble del palacio. El color dorado y el
pan de oro estaban presentes en todos los elementos decorativos, en los
marcos y molduras de todas las aberturas, en los frontones de las puertas,
en los balaustres de las balconeras y en la ménsula que sostiene un león
con el escudo de la Real Junta Particular de Comercio de Barcelona.

Textos de la novela: Los infinitos nombres del diablo.

Salón Dorado. Foto: Baldiri

Acudí con puntualidad. El empleado que les acompañó el día de su
llegada al hotel departía con el presidente de la Cámara y con míster
Backster en la zona de acceso al salón; me llamaron y me uní al grupo
sin necesidad de presentaciones, puesto que ya nos conocíamos todos.
Hablamos sobre la magnificencia del edificio, al que el conferenciante
americano no dejaba de alabar. Los asistentes ya iban tomando asiento
en el amplio paraninfo, en los cuatro ángulos del salón holgaban otras
tantas esculturas de mármol blanco de Damià Campeny. Himeneo, La fe
conyugal, Diana cazadora y Paris, contemplaban a los asistentes desde
sus pedestales cilíndricos. Entramos, el presidente de la Cámara y míster
Backster subieron a la tarima donde se encontraba la mesa. Me quedé con
el empleado regordete en una de las primeras filas. El guardaespaldas del
orador observaba desde una posición cercana a la mesa de presidencia.

Textos de la novela: Los infinitos nombres del diablo.

Paris de Damià Campeny
La fidelidad conyugal o El amor. Damià Campeny

Himeneo. DamiàCampeny

Diana cazadora. Damià Campeny

Las fotos de las esculturas de Damià Campeny son de la página web de la Llotja.


Fue una interesante conferencia, el público se marchó comentando lo
escuchado. Como toda teoría, tenía sus defensores y sus detractores. No

pude abandonar el palacio sin admirar la escultura de Lucrecia, también
obra de Damià. Era magnífica en todos sus aspectos. La representaba recostada

en una silla de marfil como las de los ediles romanos. El vestido,
parcialmente desgarrado, dejaba al descubierto los brazos, el cuello y el
seno derecho de la patricia romana.
Algo alejado está el estilete con el
que se ha causado la muerte para defender su honor
.

Textos de la novela: Los infinitos nombres del diablo.

Lucrecia