En primer lugar agradecer a Editorial Comuniter, el haber permitido la publicación por entregas de mi novela para cubrir los momentos de tedio del confinamiento.
Final de la novela:
La vida es un regalo, la muerte una cruz
La vida es un regalo, un regalo que algunos se empeñan en estropear antes de devolverlo. (Jordi Martínez Brotons)
Barcelona, agosto 1971
Me llamó Ruth desde Niza, estaba eufórica. —¿Jordi?, soy muy feliz, me ha regalado un diamante de un montón de quilates y del tamaño de un dedal. —Vaya, me alegro, Ruth, eso significa… —Sí, estoy prometida, tiene muchos años y muchos millones. —Una bonita combinación. Enhorabuena. —Nos casaremos muy pronto en su castillo. Ya te invitaré. —No me lo perdería por nada del mundo. —En septiembre regresaré a Barcelona, tengo muchos regalos para ti. Seguimos hablando por espacio de media hora. Me alegré por Ruth. A los amores hay que quererles por su forma de ser, aceptando sus libertades, sin intentar cambiarles; siendo dichosos con su felicidad. Recostado en el sillón de mi despacho me sentí dispuesto a afrontar un día más de trabajo. El hotel estaba en plena efervescencia, el restaurante lleno de gente desayunando, la recepción abarrotada de clientes que pagaban su factura y los mozos de equipaje y los botones trajinando con las maletas de los clientes. Me sentí feliz, era mi mundo. Pero la llamada de Ripoll me dejó perplejo. —Se han cargado a Gabaldá… Sentí algo especial, como supongo lo había sentido Ripoll al saber la noticia. Pude gritar aquello de ¡alguien ha apretado el botón!, ¡se ha hecho justicia! Sin embargo, opté por conocer bien todos los detalles. —No me digas, Ripoll, ¿cómo ha sido? —Esta mañana en su apartamento de Pedralbes, le han encontrado clavado en una cruz de madera, muy sencilla y tosca, pintada en negro. — Pavoroso –atiné a decir. —Ahí no acaba todo –dijo Enrique-. Los calvos que atravesaban las manos y los pies de Gabaldá eran de plata y en la cabeza de cada uno de ellos figuraban grabados los nombres de Camperol, Torras y Pagés y sobre el crucifijo había escrita una leyenda con la propia sangre de Gabaldá: Exorcizamus te omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas, omnis incursio, infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et secta diabolica. Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine. De las asechanzas del diablo, líbranos, Señor. Parece parte de un exorcismo. —Me dejas impresionado, Enrique. ¿Qué vas a hacer? —Nada, no es de mi distrito –dijo con la mayor tranquilidad-, corresponde a la comisaría de Pedralbes, y ya sabes que, personalmente, no le tenía ninguna simpatía. Y tú, ¿vas a investigarlo? —No, Ripoll. Ni pasó en mi hotel, ni era mi amigo, ni tampoco mi cliente. —… y era un capullo y un cabrón –dijo Ripoll. —Un diablo –contesté. Todavía no me había repuesto de la noticia. No quería ni imaginar quién o qué había eliminado a Gabaldá, bastante complicado había sido todo como para empezar de nuevo. El teléfono repiqueteó de nuevo ansioso. —Tienes otra llamada JB, del señor Nogal… —Pásamelo. —¿Jordi? No te asustes, tengo que decirte algo muy importante, he tenido una percepción… —¿Gabaldá? —Sí… ¿Cómo lo sabes? —Tú tienes clarividencia y yo a Ripoll. —¿Ha muerto, verdad? —Del todo –dije, para contarle luego todos los detalles. —No me extraña, ni tampoco me extrañaría cualquier hipótesis sobre los autores. —¿El diablo? ¿Belcebú? ¿Un exorcista aburrido? –pregunté con socarronería. —Todo puede ser, Jordi, son muchos los candidatos… los nombres del diablo son infinitos, ya sean bíblicos como Lucifer, Satanás, Belial o Samael; literarios como Mefistófeles, Leviatán o Asmodeo; ocurrentes como el Señor del pozo, el Rey de las langostas o el Destructor; caseros como el Demonio, Astarot o Belfagor… y reales como Hitler, Stalin, Franco, Gabaldá o tantos otros a lo largo de la Historia. Infinitos nombres para un mismo ser. Un ente que habita en cada uno de nosotros, despertarle o no, depende sólo de uno mismo. —Entonces, hasta pudo el Diablo matar a otro diablo, una especie de ejecución… con la ayuda desinteresada de alguien. —Sí, no le imagino subiéndose a la cruz solo. —Y yo no le imagino clavándose de pies y manos, no tenía pinta de contorsionista… ¡Y a su edad! Escuché la risa de mi amigo al otro lado del teléfono. La telefonista nos interrumpió. —Tienes otra llamada, JB. Me despedí de Nogal y pedí que me pasaran el nuevo reclamo. Era Lilith. —Con cien cañones por banda… –dijo, por toda presentación. La imaginé sentada en la barra del Boadas, con su pelo casi rojizo, las cuatro pecas cercando a su nariz y esa sonrisa de niña mala. El icono de la belleza que surge de improviso y que se cuela por la puerta de los sentimientos. —¿A qué hora, princesa? –respondí entusiasmado. —¿A las once te parece bien? —Perfecto. Pensé que la vida es un regalo, un regalo que debemos aprovechar día tras día. En aquellas horas, Las Ramblas estaban en pleno apogeo. Los paseantes compraban flores unos metros más abajo, deambulaban bajo los centenarios plátanos y luego se paraban para ver el edificio del Manila Hotel… camino de la Plaza de Catalunya, corazón de una ciudad abierta, plural, acogedora. Feliz a pesar de todo. FIN
El Manila HotelEl diablo sabe a quién elige.El ritual de un exorcistaEl misterio y el JB prosiguen en una nueva aventura
Recibí la llamada de Enrique Ripoll cerca de las once de la noche. Me contó que habían arrestado a Gassiot y estaba en las dependencias policiales a la espera de ser interrogado. —Me alegra, Enrique, ¿puedo contárselo a Hipathia? —Ya lo sabe, el agente que vigilaba su edificio la ha tranquilizado. —Estupendo, ¿puedo preguntarte cómo lo habéis cazado? —Gabaldá le ha delatado. —Vaya un pájaro. Encima quedará como un santo. —Sí, ha colaborado con la justicia. A la mañana siguiente me pidieron que pasara por Vía Layetana para identificarle, mera rutina. Aunque no me hacía gracia encontrarme con los tipos de la Brigada Social. No hubo la rueda de presos de las películas de Hollywood, sólo me pidieron que identificara a Gassiot como el hombre con quien hablé sobre el códice. Me preguntaron hasta qué hora estuvo Gassiot en la verbena de la víspera del asesinato de Joan Deulovol. —Nos fuimos antes que él, sobre las tres de la madrugada –contesté. No hubo careo, al parecer Gassiot no les había dicho nada. Se había cerrado en banda y se negaba a hablar. Así me lo estaba contando Ripoll cuando entró exprofeso en la sala Vicente Juan Creix, jefe de la Brigada Social en Barcelona y viejo conocido. Creix me tenía entre ceja y ceja desde que me escapé de sus garras y dos de sus hombres se mataron en accidente persiguiéndome por las Costas de Garraf. —Hombre, el «collons» por aquí. Te tengo vigilado –dijo, llevándose el dedo índice y medio a los ojos-. Ya te pillaré. —Es un testigo en un caso de mi departamento, Vicente, déjale en paz –dijo Ripoll. —Eso es lo que quiero, dejarle en paz… en paz eterna –contestó Creix. Se alejó mirando hacia atrás con el odio reflejado en su rostro. No le hagas caso, Jorge, está picado desde que le dejaste en ridículo. —No, si yo no le hago caso, pero él parece que no olvida. De regreso al hotel me alegré de que todo estuviese tranquilo, aquella noche podría ir a la conferencia de míster Backster a instancias de la Cámara de Comercio. El parlamento lo daba en el mejor escenario posible, el Salón Dorado de la Llotja de Barcelona. El Palau de la Llotja, otrora la sede del Consulado del Mar, era la historia viva de Barcelona. Reconstruido varias veces, Joan Soler i Faneca lo transformó en 1771 en un edificio neoclásico de gran belleza. El Salón Dorado se encontraba en la planta noble del palacio. El color dorado y el pan de oro estaban presentes en todos los elementos decorativos, en los marcos y molduras de todas las aberturas, en los frontones de las puertas, en los balaustres de las balconeras y en la ménsula que sostiene un león con el escudo de la Real Junta Particular de Comercio de Barcelona. Acudí con puntualidad. El empleado que les acompañó el día de su llegada al hotel departía con el presidente de la Cámara y con míster Backster en la zona de acceso al salón; me llamaron y me uní al grupo sin necesidad de presentaciones, puesto que ya nos conocíamos todos. Hablamos sobre la magnificencia del edificio, al que el conferenciante americano no dejaba de alabar. Los asistentes ya iban tomando asiento en el amplio paraninfo, en los cuatro ángulos del salón holgaban otras tantas esculturas de mármol blanco de Damià Campeny. Himeneo, La fe conyugal, Diana cazadora y Paris, contemplaban a los asistentes desde sus pedestales cilíndricos. Entramos, el presidente de la Cámara y míster Backster subieron a la tarima donde se encontraba la mesa. Me quedé con el empleado regordete en una de las primeras filas. El guardaespaldas del orador observaba desde una posición cercana a la mesa de presidencia. Después de las presentaciones, Grover Cleveland Backster, Clever para sus amigos, empezó su conferencia. Contó que había trabajado en la Central de Inteligencia Norteamericana como especialista en interrogatorios. Había fundado la unidad de polígrafo de la CIA poco después de la Segunda Guerra Mundial y llegó a ser presidente del comité de investigación de instrumentos y ciencias para el interrogatorio. Acabada esta presentación, pasó a la parte más sustanciosa de su conferencia. El público se mantenía atento e interesado y, sin embargo, no había empezado lo mejor. Backster contó cómo había desarrollado su famosa teoría de la Percepción Primaria en la que afirmaba que las plantas «sienten dolor» y tienen percepción extrasensorial. Pensé que a Nogal le hubiese interesado esta conferencia. Los experimentos de Backster con la plantas conectándolas al polígrafo demostraban que tenían una conciencia telepática y que podía «sentir» distintas emociones, como el dolor o la ansiedad. Después de explicar varios ejemplos, contó su experimento preferido realizado en 1966. Backster era dueño de una planta ornamental que él mismo cuidaba. Ensayó conectarla al polígrafo e imaginar que la iba a quemar, las lecturas se salieron de la tabla como una respuesta de estrés a su intención de dañarla. Luego Backster decidió, mentalmente, no hacerlo y a pesar de acercarse con una cerilla a la planta, esta había detectado las verdaderas intenciones de Backster y no provocó ninguna señal. Una cerrada ovación premió las palabras del orador. Las preguntas fueron numerosas. Una señora le inquirió sobre la posibilidad de que demostraran rechazo a quién las maltrataba. Backster mantuvo que los pensamientos y reacciones humanas en un entorno determinado causaban efecto en algunas plantas y estas guardaban «memoria» de ello. Fue una interesante conferencia, el público se marchó comentando lo escuchado. Como toda teoría, tenía sus defensores y sus detractores. No pude abandonar el palacio sin admirar la escultura de Lucrecia, también obra de Damià. Era magnífica en todos sus aspectos. La representaba recostada en una silla de marfil como las de los ediles romanos. El vestido, parcialmente desgarrado, dejaba al descubierto los brazos, el cuello y el seno derecho de la patricia romana. Algo alejado está el estilete con el que se ha causado la muerte para defender su honor. La belleza en estado puro. Pensé en la burguesía capaz de edificar cosas bellas. Como aquel edificio o mi querido Teatro del Liceo. Esa burguesía trabajadora, innovadora, refinada y entregada, que ama a Catalunya y a su cultura vieja y viva como un ensueño ancestral. ¡Qué lejos de esa otra, autocrática, explotadora y clasista! La fealdad hedionda y racista de los currutacos. Ripoll me estaba esperando en el bar del hotel. Su aspecto no era el de un comisario de éxito que ha capturado a su pieza más deseada. —¿Qué pasa Enrique, no está bueno el whisky? —El J&B está genial, Jorge, pero mi situación no tanto… —¿Qué ocurre? —Gassiot se puso en contacto con el rector de su facultad y ahora tengo a los jesuitas encima. Ese tío tiene muchos enchufes. Además, en el Archivo Militar de Segovia, no figura ningún Albert Gassiot en el frente del Ebro durante el año 38. —¿Y el bisturí asesino? — No lo hemos encontrado todavía, a pesar de que le pillamos después de exhibirlo en la captura, debió deshacerse de él. Mis hombres están registrando su casa y de momento no tenemos nada. —¿Tampoco el texto para romper el pacto? —Tampoco y aunque lo encontráramos no nos serviría de nada… Si contamos nuestra fantástica verdad los jueces se reirían de nosotros. Sólo tenemos resistencia a la autoridad, un delito menor. —¿No habéis podido hacerle cantar? –dije poniendo énfasis en el argot policial. —Nosotros no somos la Brigada Social, necesitamos algún tipo de prueba consistente, Gassiot mantiene una actitud tranquila, incluso chulesca. ¡Fíjate que ha pedido someterse al polígrafo! En aquel instante se me encendió una luz en el cerebro. —¿Tenéis polígrafo? —Sí, hay uno en Vía Layetana, aunque te advierto que se le puede engañar, máxime con la actitud y conocimientos de Gassiot, parece que esté en posesión de la verdad en todo momento. —¿Podría salir de Vía Layetana? —¿El polígrafo? —Los dos. Voy a contarte la conferencia a la que he asistido esta tarde… Referí a Ripoll la conferencia de Backster con todo detalle. —¿Y eso que tiene que ver con el caso? —Recuerda el escenario del crimen de Joan Deulovol. El ficus del archivero fue «testigo» del ataque y quedó manchado con la sangre de la víctima. —Todo eso me parece una tontería, Jorge, el comisario jefe me va a matar. —Te matará mucho antes si no encuentras pruebas… —Eso es verdad, con la situación actual tendré que soltarlo… si consigo una sola prueba, ¡una sola!, le haremos cantar, te lo aseguro. No me gustó la expresión de mi amigo, conocía los métodos policiales en carne propia, pero el caso requería de trato extraordinario, como el que yo le estaba proponiendo; casi una locura. Al diablo con el diablo. Me costó muy poco convencer a míster Backster. A la mañana siguiente pusimos en marcha una extraña caravana. Con el oportuno permiso del arzobispado, trasladamos el polígrafo de la Dirección General de Vía Layetana al Archivo Arzobispal, apenas a doscientos metros. Ripoll, uno de sus hombres y dos policías de uniforme trasladaron al edificio a Gassiot acompañado de su abogado, un jesuita enjuto, de sotana grande y ojos pequeños con el párpado inferior caído y con una perilla estilo imperio, como las que aparecen en el rostro del Belcebú en ilustraciones y dibujos. Los dos policías uniformados y el agente quedaron en la antesala del archivo custodiando a Gassiot y charlando con su abogado, el jesuita bostezó dos veces, tal vez por la temprana hora o tal vez porque aquello le parecía aburrido. Ripoll entró en el recinto del archivo. Allí le esperábamos, míster Backster, su inseparable y silencioso guardaespaldas, Félix Nogal y yo. El norteamericano había ya preparado el polígrafo, hicimos un par de pruebas para comprobar que los electrodos funcionaban bien. Iniciamos las presentaciones y Backster explicó algunos pormenores a Ripoll. —Como usted ya sabe los cambios fisiológicos que puede medir el polígrafo son generados por el sistema de defensa natural. Cuando el individuo a quien se somete percibe un peligro para su integridad, el sis- tema primitivo de autodefensa se pone en marcha. Sucede en segundos, alterando el equilibrio de los órganos vitales que se convierten en alteraciones fisiológicas medibles por el aparato. Este tiene tres canales que miden, la respiración, la presión sanguínea y la sudoración. Backster nos daba explicaciones a los no iniciados y yo las traducía del inglés para la concurrencia, en esas llegó el juez instructor. Gassiot no había pasado todavía a disposición judicial; sin embargo, ya estaba designado el instructor, que no quiso perderse el interrogatorio. —El ser humano tiene cambios fisiológicos debidos a su actividad cerebral y esto es lo que mide el polígrafo –repitió Backster-. Las plantas también los tienen, evidentemente no con una actividad cerebral sino sensorial. Y yo he conseguido teorizarlo y demostrarlo. Miré al juez instructor, tenía una expresión de incredulidad en su rostro que era todo un poema. No podía leer su pensamiento, pero el nerviosismo de los nudosos dedos de sus manos denotaba una impaciencia contenida hasta que todo aquello terminara. Tampoco sabía si a Ripoll le gustaba rezar, si era así, el momento lo requería. Yo seguía traduciendo las explicaciones de Backster, mientras él conectaba los instrumentos de medición al ficus del archivo. La planta seguía en aquel rincón de la sala donde Deulovol la regaba y mimaba, sus hojas todavía estaban cubiertas con la sangre seca del que fuera su protector. El ficus había estado presente en el asesinato, la víctima lo había regado por última vez con su propia sangre. Conectó los neumógrafos a las hojas manchadas y los galvanómetros al tronco y a la raíz, para ambos casos precisó de instrumentos especiales para las conexiones. El juez trató de decir algo y Ripoll de hacer mutis por el foro, el ambiente era tenso. —Por favor –dijo Backster- salgan todos menos el comisario y el juez. Salimos Félix, yo y el guardaespaldas a la antesala. Una vez fuera, Gassiot me miró de arriba abajo, sentí su odio profundo. —Nos hemos de ver en el infierno, Brotons –dijo. No respondí, entre Creix que quería darme la paz eterna y Gassiot deseándome el infierno, la verdad es que me abrumé. Ripoll apareció en la puerta y me señaló que entrara. Backster me pidió que me acercara al ficus, quedé a menos de medio metro de la planta. Los medidores no se movieron ni un milímetro, la línea permaneció recta, sin cambios. Esperamos cinco minutos, entonces me ordenaron que cogiera una de las hojas. Así lo hice y el resultado fue el mismo. Uno a uno, fueron pasando todos, desde el abogado de Gassiot, los tres policías, el agente americano y Félix Nogal. El resultado seguía siendo el mismo, las agujas ni se inmutaron, en el caso de Nogal hubo cierto amago que Backster relacionó con la empatía o conexión del ficus por Nogal. —Bueno, basta ya –dijo el juez, suspicaz e impaciente-. ¿A dónde nos lleva todo esto? —Tenga paciencia, señoría. Estamos acabando –dijo Backster. Al fin, hicieron pasar a Gassiot. Le pidieron que se detuviera a medio metro de la planta. Pasaron dos o tres minutos interminables. De repente, las agujas del polígrafo empezaron a moverse, primero con vértices pequeños, luego más grandes. —Coja una de estas hojas –ordenó Backster a Gassiot. —Esto no es una prueba de polígrafo –gruñó el abogado-, debería anular esta payasada, señor juez. —Ustedes pidieron una prueba con polígrafo, no acordamos quién debía someterse –repuso el juez-. Dígale a su cliente que sujete una de las hojas y terminemos con esto. Gassiot fue a coger una de las hojas manchadas con sangre, rectificó y buscó una del otro lado. En apenas segundos, la maquina pareció enloquecer ante el asombro de todos.
—¡Malditos, malditos! –gritó Gassiot- Nada podéis contra el Señor de los Infiernos… Quedamos todos impresionados. El magistrado instructor se llevó aparte a Ripoll. —Ha sido impresionante; no obstante, cuando lo ponga a mi disposición, traiga pruebas más sólidas. Ripoll sonrió, había ganado el primer round. Ahora tenía la fuerza para someterlo a un interrogatorio con respuestas. Nos abrazamos. —Confieso que no las tenía todas conmigo –dijo Ripoll. Félix Nogal nos añadió sus impresiones. —No hay duda de que es culpable, pero en su fuero interno cree que él no ha sido, que sólo es un instrumento. —¿De quién? –preguntó Ripoll. —Él está convencido que todo es obra del diablo… —¿Esquizofrenia? –dije. —No lo sé, no soy médico, la parasicología estudia las aptitudes mentales paranormales, la esquizofrenia es una enfermedad que afecta a la mente, distorsionando la realidad. No es lo mismo una alucinación que una visión extrasensorial –explicó Nogal. Le di las gracias a Nogal y a Backster, que seguía tomando nota de las mediciones del polígrafo. —Es portentoso, míster Brotons, la planta ha sentido terror, ha reconocido al asesino de su dueño –dijo Backster. Me alegré de tener la oportunidad de tener a Cleve como cliente. Las complicaciones para lograr las dos habitaciones para la Cámara habían valido la pena.
Leones de la Llotja de Barcelona Escalera de accesoSalón Dorado de la LlotjaEstatua de Paris en la Llotja Himeneo Diana cazadora Grover Cleveland BacksterBackster con un polígrafo para determinas los «sentimientos»de las plantas
Decidimos resolver de una vez el misterio antes de que Gabaldá fuese asesinado. Era más una cuestión policial y humana que apego por salvar la vida del personaje en cuestión. Le propuse a Ripoll una reunión sin límite de tiempo y contar con la presencia de Félix Nogal para las aportaciones extrasensoriales. Nos sentamos los tres en mi despacho en sendos butacones, teníamos que estar cómodos y bien pertrechados para un largo debate. Está comprobado que el alcohol nubla las ideas; no obstante, en pequeñas cantidades pueda dar una visión distinta de las cosas y nosotros la necesitábamos. Así que nos suministramos de una botella de J&B y otra de Macallan y provisiones hielo y agua. Ninguno de los tres fumábamos por lo que nos aseguramos de un ambiente saludable y respirable. Las americanas colgaban del perchero, incluso la sobaquera de piel de Ripoll con su Astra reglamentaria; en previsión de sustos innecesarios, Ripoll, mantuvo el cargador en el bolsillo y, aunque las armas las cargue el diablo, le iba a ser difícil meterle mano al bolsillo del pantalón del comisario. —Gracias a los dos por haber venido –les dije-. Tengo una teoría que quiero compartir con vosotros y que nos puede ayudar a resolver el caso. Ripoll y Nogal afirmaron con la cabeza dándome su beneplácito. Bebieron sendos tragos de whisky, me di cuenta que tendría que ser rápido en mi exposición si pretendía que encontráramos al asesino antes de ponernos a cantar el Asturias patria querida. —Trataré de ser breve. Este caso nos ha llevado de cabeza porque hemos sido racionales. Sin embargo, debemos dejar por unos momentos la razón de lado. —¿Dónde quieres llegar?, Jorge –preguntó Ripoll. —Os pido que dejéis de razonar como policía y pensador, quiero que os abstraigáis y abráis vuestra imaginación. Se acomodaron en sus sillones a la espera de alguna explicación estrafalaria. —Imaginemos que todo fue verdad y que, Satanás, hizo un pacto de sangre con aquellos cinco canallas y que para confirmarlo debían abusar de María. Así evitaron ser fusilados por los republicanos, conseguir sobrevivir a la guerra y alcanzar puestos importantes en la sociedad. Tres de ellos ingresan en el Opus Dei y confiesan su pacto, buscando una solución que les permita romperlo. La Obra le pide a Miquel Torras que investigue sobre esa posibilidad, lo envían a Roma a estudiar todo lo que sabe la Iglesia Católica al respecto. Incluso el tema de los exorcismos con el padre Gabriele Amorth, el mejor. En sus averiguaciones llega a conocer la existencia del Codex Gigas, su creación puede ser una fábula, pero sus contenidos son reales y entre ellos hay un conjuro para romper un pacto con Mefistófeles. Hay precedentes en la literatura, la leyenda, y en las historias no oficiales, para creer que hubo otros pactos que se rompieron. El Opus lo acepta a pies juntillas, y considera que es muy importante hacerse con el documento. Mis compañeros empezaron a mostrarse más que interesados con mi historia y en llenar de nuevo sus vasos. Proseguí. —El Diablo, Satanás, el Maligno o como se llame la criatura, es invocada por Gabaldá y le cuenta que sus antiguos compañeros quieren romper el acuerdo. El Señor del Averno le propone que sea él quién recupere su alma matando a los otros. No hace falta que lo haga en persona, sólo con desearlo sus compinches morirán, como en el inicio de la Barca sin pescador, de Alejandro Casona. —Espera, espera –dijo Ripoll, yo no he leído ese libro… —Es una obra de teatro y no os voy a contar todo el libreto, es sobre una hipótesis atribuida a Rousseau que plantea en una de sus metáforas, El Mandarín, y que abre en el lector una disyuntiva moral. Casona la incluía en los programas de la representación de la obra con un texto de Chateaubriand que, más o menos, decía: En el más remoto confín de China vive un mandarín inmensamente rico, al que nunca hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Sí pudiéramos heredar su fortuna y para hacerle morir bastara apretar un botón sin que nadie lo supiese… ¿quién de nosotros no apretaría ese botón? —Tentadora propuesta –dijo Nogal. —Matar apretando un botón o haciendo sonar una campanilla, el sueño de todo asesino –apuntó Ripoll. —Gabaldá es un hombre sin moral e incapaz de comprender el dolor ajeno y acepta la propuesta del diablo. Y entonces empiezan las muertes –dije con entusiasmo-, la primera la de Camperol, aparentemente fortuita, pero que al final estoy seguro de que descubriremos que fue provocada. Era el primer aviso. Torras, Gabriele para el Opus, decide ir a Estocolmo para revisar el códice y el diablo lo mata a pocos metros del hotel. Joan Deulovol, por su cuenta, está investigando desde los archivos arzobispales la existencia del conjuro. Satán no deja que continúe y le cercena la cabeza. Ramón Pagés es el último miembro del grupo que sigue confiando en las gestiones de la Obra, está demasiado nervioso y le es fácil a la Bestia pillarlo en el mirador de la basílica, le empuja y termina con él. Al diablo no le importa absolver a Gabaldá, sabe que le será más útil en la política: prevaricaciones, corrupciones, robos, mentiras, falsedades y sobre todo, una legión de partidarios y muchos hijos para que sigan con su criminal legado. Todo ello camuflado en un extremado catolicismo y en un irrefutable nacionalismo. Miré a mis amigos, ahogaban su incredulidad entre sorbos de whisky. Su rostro expresaba todas las dudas del mundo. No les dejé intervenir. —Ahora quiero que volváis a la razón. Como en una ecuación, cambiad la x de diablo por la y de asesino. Imaginad que alguien cree que es un ser diabólico, imaginad a un esquizofrénico cuya personalidad dominante es la del mismísimo Satanás. O, simplemente, un loco de atar. Un maniático zurdo de manos grandes, inhumanas, que dejan huella en el pecho de Pagés, un chiflado que corta la cabeza a Deulovol y apuñala a Torras con un bisturí… y lo hace con la mano izquierda. Alguien con conocimientos suficientes para «ayudar» a morir a Camperol. Alguien que conoce la existencia del Codex Gigas y que tiene acceso o posee el conjuro, que no es extraño verle removiendo legajos y documentos en la biblioteca de Egipcíacas o en la del Seminario. Un perturbado capaz de convencer a Gabaldá de que puede romper el pacto con Mefistófeles si condena a sus compañeros a muerte, unas ejecuciones que él hará con gusto. Alguien con una enfermedad degenerativa que puede afectar al corazón y también al tejido conectivo y que tiene prisa por conseguir sus objetivos antes de que sus dolencias puedan impedírselo. Alguien que pueda meterse en la piel del diablo porque se siente parte de él. —Alguien a quién pertenezcan los pelos que encontré –dijo Ripoll. —Al principio la historia me pareció rocambolesca, pero ahora sospecho que ese alguien hasta podría haber estado con nosotros en Flix. –apuntó Nogal. —¿Y el olor a azufre que perduró durante horas? –inquirió Ripoll. —Llama al rector de San Justo y Pastor, pregúntale si algún extraño subió antes que nosotros al mirador, a pesar de estar la torre clausurada –dije, facilitándole el teléfono de mi mesa. A los pocos minutos la telefonista preguntaba por Ripoll, había localizado al rector del santuario. Ripoll tomó el aparato y tras una breve conversación nos aclaró la situación. —Efectivamente, antes de subir nosotros, un tipo, haciéndose pasar por periodista, le pidió al rector permiso para subir a la torre. El sacerdote no le puso pegas, durante unos veinte minutos estuvo visitando el campanario y después salió pitando. Era un hombre alto, de rostro alargado y manos extraordinariamente grandes. —Y ¿por qué regresa al día siguiente, poniéndose en riesgo? –dijo Nogal. —Los asesinos vuelven porque temen haber dejado alguna huella, alguna prueba o, simplemente, por el morbo de recrear su crimen –le aclaró Ripoll. —Eso se va animando. Permitidme que haga una llamada –dije, pidiéndole a la telefonista que me pusiera con Hipathia. Escanciamos un poco más de whisky a la espera de que nos comunicaran con mi amiga. Sonó el teléfono. —¿Hipathia?, necesito hacerte una pregunta. El compuesto que te hacían en la herboristería para Gassiot… ¿qué contenía? —No lo sé –respondió Hipathia-, creo que había azufre, por lo menos olía mucho a ácido sulfhídrico o a huevos podridos. —Gracias Hipathia, me has hecho un gran favor. —¿Me he ganado una cena? —Sí, claro que sí y de las grandes –respondí. Me giré hacia mis compañeros. —Efectivamente, el asesino siempre vuelve al lugar del crimen. Nos será muy fácil comprobar lo de la barba y si el soldado Gassiot estaba en Flix durante aquellos hechos del 38. —Eso será bastante fácil de averiguar –dijo Ripoll. —Veo que os ha gustado mi historia. —No está mal –dijo Nogal-, casi es mejor que las mías. Pero quiero añadir algo, ¿y si en realidad el asesino está poseído por Lucifer? —Pues entonces tenemos una ecuación con dos incógnitas la x y la y. —Yo sólo tengo potestad para arrestar a y –respondió Ripoll. Nos reímos mientras apuramos nuestros vasos. Me congratulé de haber podido exponer mi teoría sin necesidad de llegar a excesos etílicos. Las botellas también las carga el diablo. El próximo paso sería comprobar las pruebas y detener a Gassiot.
Siempre les quedará París
Barcelona, julio 1971
El hotel volvía a estar completo. Centenares de grupos organizados de turistas pululaban por Barcelona con ganas de descubrir la ciudad. El Manila hotel se nutría de un par de esos grupos, los agentes de viajes sólo eran un parte de nuestros parroquianos. La mayoría de nuestros clientes lo eran por contrataciones individuales o empresariales. Una de mis preocupaciones, desde que me hice cargo de la dirección, era la de buscar entidades o sociedades a las que ofrecer los servicios de nuestro hotel para sus clientes, invitados y empleados. Desde mis tiempos de jefe de reservas había conservado todos los contactos. Las empresas e instituciones agradecían esta disponibilidad porque les descargaba de la búsqueda de hospedaje o restauración para sus convidados. Eso me permitía tener el hotel casi siempre lleno ya fuese con clubs de fútbol y federaciones deportivas, directivos y responsables de sociedades importantes, públicas y privadas, o invitados de entidades oficiales; ese era tipo de clientes con los que nos asegurábamos el máximo de pernoctaciones. El sistema tenía su parte delicada porque, al igual que me llenaban el hotel en las temporadas bajas, en los momentos de mucha ocupación, confiados en conseguir habitaciones sólo con llamarme o enviarme un fax, me ponían en serios apuros cuando, con menos de veinticuatro o cuarenta y ocho horas, reservaban hospedaje para sus compromisos con la seguridad de que no les fallaría. Mi máxima de satisfacerles me obligaba a exprimir todas las opciones para no defraudarles nunca. Cuando la Cámara Oficial de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona, me solicitó un par de habitaciones para el día siguiente y durante tres noches, no les dije que no. Pero la situación, con el hotel a rebosar, era complicada. Schnellmann, el jefe de recepción, un suizo afincado en Barcelona hacía años, meneó su pelada cabeza; su sonrisa fue de desaprobación. Schnellmann tenía una forma de complacerte, sonriendo, y también tenía la misma forma para exteriorizar su oposición, con una sonrisa parecida. Era una media risita en la que enseñaba los alambres de su puente dentario superior. Sólo tenías que distinguir si la sonrisa era una o la otra y esta vez no había dudas, no existía ninguna posibilidad de rascar una habitación y mucho menos, dos. A pesar de ello, le dije que anotara las reservas de la Cámara a nombre de un conferenciante norteamericano, míster Backster. Tenía menos de veinticuatro horas para buscarle alojamiento en el Manila. La primera habitación podía ser la mía. Tenía la posibilidad de dormir en casa de mis padres, así que llamé a la gobernanta y le pedí que un par de camareras hicieran mis maletas y que los mozos lo llevaran todo al cuarto de equipajes. La segunda iba a ser más complicada, repasé las reservas pendientes y comprobé que no hubiese ninguna anulación pendiente, sin suerte. Revisé el listado de clientes. Llegué a la C y… ¡allí estaba la solución!, ¡míster Collins! El señor John Collins era un cliente norteamericano de mediana edad, cada julio reservaba una habitación en el Manila desde hacía una docena de años. Paralelamente, lord Woolfolk, reservaba la suya para las mismas fechas, no pedían ni habitaciones contiguas ni en el mismo piso; no obstante, ya desde el primer año, les veíamos siempre juntos, cenando en La Parrilla, paseando por la ciudad o en la reserva para espectáculos nocturnos. Sabíamos que por las noches compartían dormitorio y procuraban deshacer la cama de la habitación que quedaba desocupada. Ambos estaban casados, existía una señora Collins y una lady Woolfolk, pero aquellos quince días de julio eran exclusivamente para ellos dos. Sabía, por alguna discreta confidencia en el bar del hotel, que se habían conocido durante la Segunda Guerra Mundial, uno comandando un batallón en el ejército de Patton; el otro, al mando de una brigada de las divisiones de Montgomery. Su amistad, forjada en los campos de batalla de Normandía, se había consolidado en un pequeño hotel de París después de la liberación de la ciudad. Precisamente ellos me contaron que París, a pesar de lo que referían las crónicas, había sido liberado la noche del 24 de agosto por republicanos españoles. La Nueve, una de las compañías de la Segunda División Blindada del general Leclerc, compuesta casi en su totalidad por españoles, fue la primera que entró en la ciudad. «Deberíais estar orgullosos», decía Collins. Yo les respondía que, la heroicidad de La Nueve, tardaría en saberse en una España nada democrática y de me- moria débil para lo que le convenía al poder. Estas confidencias de media noche, mientras ellos se miraban tiernamente entre whisky y whisky, me otorgaban la suficiente confianza para hacerles una propuesta un tanto temeraria. Esperanzado, bajé a recepción dispuesto a organizar el cambalache. —¡Schnellmann!, ¿Tenemos la suite reservada para el señor Houston? —Sí, reservó una doble para hoy y nosotros le hemos destinado una suite como cortesía, ya sabes que viene muy a menudo. —Bien, dígale que esta vez le hemos reservado mi propia habitación. ¿Cuántos días estará? —Dos, igual que otras veces. —Estupendo, deje libre la suite. Por favor, avíseme cuando vuelvan de su paseo los señores Collins y Woolfolk, dígales que les invito a tomar un whisky en el bar, no me moveré de mi despacho hasta que regresen. Schnellmann puso cara de banquero suizo cuando le piden la titularidad de una cuenta y calló su respuesta. No quise adelantarle mi jugada hasta que la hubiese completado con éxito. En aquel momento la telefonista me anunció una llamada de Hipathia. —Hola, Jordi, ¿qué tal esta noche? —¿Esta noche? –le pregunté —La cena. ¿No me debes una cena? —Claro, por supuesto, pero esta noche tengo un lío mayúsculo en el hotel. Y por no tener, no tengo ni cama, tendré que dormir en casa de mis padres. Escuché la carcajada de Hipathia al otro lado del auricular. —¿Por qué no vienes a dormir a mi casa?, tengo una habitación libre. —No sé ni a qué hora terminaré. —No importa, te esperaré despierta. —De acuerdo, Hipathia, eres una gran amiga. —Te espero. Al cabo de una hora me llamó Schnellmann. — Lord Woolfolk y míster Collins le aguardan en el bar. —Genial, Schnellmann, ahora bajo. Los dos amigos estaban haciendo tiempo en la barra frente a tres J&B, conocían mis gustos… y yo los suyos. Nuestra conversación se prolongó por espacio de media hora. —No les pediría este favor si no fuese porque mañana necesito sus habitaciones, a cambio les instalaré en una magnífica suite. · 152· Se miraron como imagino que se miraron en París. Collins tomó la palabra. — Lo hacemos porque nos cae muy bien, Brotons, ¿cuándo quiere que nos traslademos? —No necesito las habitaciones hasta mañana, aunque la suite está disponible desde este instante. Ustedes deciden. Se miraron de nuevo. Sonrieron. —Ahora mismo prepararemos los equipajes –dijo lord Woolfolk. —No hace falta, las camareras se ocuparan de todo. Gracias –repetí. Tuve que contarle un par de veces la operación a Schnellmann. Al final, sonrió. Era su gesto de aprobación o eso me pareció adivinar. No quise trasladarme a una de las habitaciones «liberadas» y preferí aceptar la invitación de mi amiga, con Barcelona llena a rebosar no nos fue difícil ocupar por aquella noche ambas estancias. Llegué pasadas la una de la madrugada a casa de Hipathia con un pijama, una botella de vino, el cepillo de dientes, una camisa para el día siguiente y hecho unos zorros. —Un día duro ¿eh? –dijo Hipathia. —No te lo puedes ni imaginar. —¿Has cenado? —Sí, he comido algo mientras preparábamos el menú de mañana. —¿Quieres contármelo? Descorché la botella de vino. Hipathia sacó dos copas del aparador. Dejé que la botella respirara un poco, nos sentamos en el tresillo y serví el vino. —Por nosotros –dije. Brindamos y bebimos un par de sorbos, le conté cómo había ido aquel largo día. Los ojos se me cerraban. Luché. Hipathia sonreía. —Anda, vete a la cama, mañana tendrás que estar pronto en el hotel. —A las ocho –dije, compadeciéndome de mí mismo. Entré en la habitación de invitados, sábanas limpias y olor a jazmín, sonreí. Las hadas siempre huelen bien. Me embutí en el pijama, me metí en aquella cama de aspecto confortable y lejos del barullo del hotel. Antes de que pudiera conciliar el sueño, Hipathia llamó a la puerta del dormitorio. —Pasa –dije. Se sentó al borde de la cama, me removió el pelo como cuando iba a pedirle las aventuras de Emilio Salgari y me tapó con la sábana. Me sentí muy cómodo. —Que descanses –me susurró al oído. —¡Vaya cita!, ¿querrás volver a verme? —Claro, ha sido precioso. Me besó en la mejilla y se alejó con andares de diosa griega. A la mañana siguiente fui yo quién la besó, dormía relajada y etérea, al igual que una hada. Se despertó y sonrió. —¿Has desayunado? —Lo haré en el hotel. Gracias por todo. —Gracias a ti, pero me sigues debiendo una cena… A pesar de mis recelos el Manila seguía en pie. Estaba todo perfecto, por un momento pensé que no me necesitaban para nada, pero enseguida empezaron las preguntas, la lista de los líos y los recados de las telefonistas. Sonreí. No podían pasar sin mí, pensé en un exceso de inmodestia. A eso de las nueve llegaron los clientes norteamericanos acompañados por un empleado de la Cámara, un hombre locuaz y atento con sus invitados. Les adjudicamos las habitaciones que nos habían cedido lord Woolfolk y míster Collins. Una vez acomodados míster Backster y su compañero, me quedé hablando con el acompañante de la Cámara de Comercio. Era un tipo regordete de cara redonda y labios carnosos, correctamente vestido, y muy dicharachero. Aproveché para sonsacarle quiénes eran los clientes. —Son dos ex agentes de la CIA –dijo sin dudarlo y en voz baja-. Míster Backster, el más alto de ellos, fue un importante técnico de la Agencia que desarrolló nuevas técnicas con el polígrafo, viene a dar una conferencia sobre ello. El otro es su guardaespaldas, estoy seguro de que sigue siendo un agente en activo, lleva pistola… –sentenció bajando la voz y temblándole la papada de emoción-. Es una suerte que tuviese dos habitaciones libres en el Manila. Barcelona está a tope. —Sí, ha sido una suerte –dije sonriendo.
La Biblia del diablo Folleto del Manila Hotel. Propiedad del autor.Lucifer, por Gustavo DoréMíster Backster, científico de la CIAOficial norteamericano. Segunda Guerra Mundial TVE