Las aventuras de JB

Los tres libros de la saga

 / JORDISIRACUSA

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LAS AVENTURAS DE:

JB

Última entrega de: Los infinitos nombres del diablo. Donde se resuelve el misterio y se demuestra que todos llevamos nuestra cruz.

En primer lugar agradecer a Editorial Comuniter, el haber permitido la publicación por entregas de mi novela para cubrir los momentos de tedio del confinamiento.

Final de la novela:

La vida es un regalo, la muerte una cruz


La vida es un regalo, un regalo que
algunos se empeñan en estropear antes de devolverlo.
(Jordi Martínez Brotons)


Barcelona, agosto 1971

Me llamó Ruth desde Niza, estaba eufórica.
—¿Jordi?, soy muy feliz, me ha regalado un diamante de un
montón de quilates y del tamaño de un dedal.
—Vaya, me alegro, Ruth, eso significa…
—Sí, estoy prometida, tiene muchos años y muchos millones.
—Una bonita combinación. Enhorabuena.
—Nos casaremos muy pronto en su castillo. Ya te invitaré.
—No me lo perdería por nada del mundo.
—En septiembre regresaré a Barcelona, tengo muchos regalos para ti.
Seguimos hablando por espacio de media hora. Me alegré por Ruth. A los amores hay que quererles por su forma de ser, aceptando sus libertades,
sin intentar cambiarles; siendo dichosos con su felicidad.
Recostado en el sillón de mi despacho me sentí dispuesto a afrontar un
día más de trabajo. El hotel estaba en plena efervescencia, el restaurante
lleno de gente desayunando, la recepción abarrotada de clientes que pagaban
su factura y los mozos de equipaje y los botones trajinando con las
maletas de los clientes. Me sentí feliz, era mi mundo.
Pero la llamada de Ripoll me dejó perplejo.
—Se han cargado a Gabaldá…
Sentí algo especial, como supongo lo había sentido Ripoll al saber la
noticia. Pude gritar aquello de ¡alguien ha apretado el botón!, ¡se ha hecho
justicia! Sin embargo, opté por conocer bien todos los detalles.
—No me digas, Ripoll, ¿cómo ha sido?
—Esta mañana en su apartamento de Pedralbes, le han encontrado
clavado en una cruz de madera, muy sencilla y tosca, pintada en negro.
— Pavoroso –atiné a decir.
—Ahí no acaba todo –dijo Enrique-. Los calvos que atravesaban las
manos y los pies de Gabaldá eran de plata y en la cabeza de cada uno de
ellos figuraban grabados los nombres de Camperol, Torras y Pagés y sobre
el crucifijo había escrita una leyenda con la propia sangre de Gabaldá:
Exorcizamus te omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas,
omnis incursio, infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et
secta diabolica. Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine. De las asechanzas
del diablo, líbranos, Señor. Parece parte de un exorcismo.
—Me dejas impresionado, Enrique. ¿Qué vas a hacer?
—Nada, no es de mi distrito –dijo con la mayor tranquilidad-, corresponde
a la comisaría de Pedralbes, y ya sabes que, personalmente, no le
tenía ninguna simpatía. Y tú, ¿vas a investigarlo?
—No, Ripoll. Ni pasó en mi hotel, ni era mi amigo, ni tampoco mi
cliente.
—… y era un capullo y un cabrón –dijo Ripoll.
—Un diablo –contesté.
Todavía no me había repuesto de la noticia. No quería ni imaginar
quién o qué había eliminado a Gabaldá, bastante complicado había sido
todo como para empezar de nuevo. El teléfono repiqueteó de nuevo ansioso.
—Tienes otra llamada JB, del señor Nogal…
—Pásamelo.
—¿Jordi? No te asustes, tengo que decirte algo muy importante, he
tenido una percepción…
—¿Gabaldá?
—Sí… ¿Cómo lo sabes?
—Tú tienes clarividencia y yo a Ripoll.
—¿Ha muerto, verdad?
—Del todo –dije, para contarle luego todos los detalles.
—No me extraña, ni tampoco me extrañaría cualquier hipótesis sobre
los autores.
—¿El diablo? ¿Belcebú? ¿Un exorcista aburrido? –pregunté con socarronería.
—Todo puede ser, Jordi, son muchos los candidatos… los nombres
del diablo son infinitos, ya sean bíblicos como Lucifer, Satanás, Belial
o Samael; literarios como Mefistófeles, Leviatán o Asmodeo; ocurrentes
como el Señor del pozo, el Rey de las langostas o el Destructor; caseros
como el Demonio, Astarot o Belfagor… y reales como Hitler, Stalin,
Franco, Gabaldá o tantos otros a lo largo de la Historia. Infinitos nombres
para un mismo ser. Un ente que habita en cada uno de nosotros, despertarle
o no, depende sólo de uno mismo.
—Entonces, hasta pudo el Diablo matar a otro diablo, una especie de
ejecución… con la ayuda desinteresada de alguien.
—Sí, no le imagino subiéndose a la cruz solo.
—Y yo no le imagino clavándose de pies y manos, no tenía pinta de
contorsionista… ¡Y a su edad!
Escuché la risa de mi amigo al otro lado del teléfono. La telefonista
nos interrumpió.
—Tienes otra llamada, JB.
Me despedí de Nogal y pedí que me pasaran el nuevo reclamo. Era
Lilith.
—Con cien cañones por banda… –dijo, por toda presentación.
La imaginé sentada en la barra del Boadas, con su pelo casi rojizo,
las cuatro pecas cercando a su nariz y esa sonrisa de niña mala. El icono
de la belleza que surge de improviso y que se cuela por la puerta de los
sentimientos.
—¿A qué hora, princesa? –respondí entusiasmado.
—¿A las once te parece bien?
—Perfecto.
Pensé que la vida es un regalo, un regalo que debemos aprovechar día
tras día. En aquellas horas, Las Ramblas estaban en pleno apogeo. Los
paseantes compraban flores unos metros más abajo, deambulaban bajo
los centenarios plátanos y luego se paraban para ver el edificio del Manila
Hotel… camino de la Plaza de Catalunya, corazón de una ciudad abierta,
plural, acogedora. Feliz a pesar de todo.
FIN

El Manila Hotel

El diablo sabe a quién elige

.
El ritual de un exorcista
El misterio y el JB prosiguen en una nueva aventura

Penúltima entrada de: Los infinitos nombres del diablo. Donde se habla de ranas y de persecuciones en La Avenida de la Luz de Barcelona.

El sudor de la rana


Barcelona 31 de julio, 1971

A la mañana siguiente me desperté con el olor de Lilith flotando en
todo mi cuerpo y con mucho sueño. Había sido un noche preciosa,
llegué al hotel muy tarde y tenía que levantarme pronto para
despedir a míster Backster y a su acompañante, sin haber podido adivinar
si este último era mudo o muy reservado. Luego llamé a Ripoll para contarle
mi impresión de la velada anterior sobre la forma en que pudo morir
Camperol.
—Pudieron inyectarle algo la noche de la cena.
—Es muy posible, Jorge. A lo largo de la mañana tendré las pruebas
de toxicología de unos inyectables que encontraron en el piso de Gassiot.
—Genial, tendrías que pasarme unas fotografías del profesor, es posible
que alguno de nuestros empleados pueda recordarle.
Pasé el día esperando la llamada de Ripoll. A eso de las ocho de la tarde vino el comisario al Manila Hotel. Nos sentamos en una mesa del bar, un tanto apartada. Hice una seña al camarero y levanté el índice y el medio. Me confirmó el pedido bajando la barbilla en señal de afirmación. A los pocos minutos avanzó con paso elegante y con la bandeja con los dos whiskys.
—Dos de los tuyos JB –dijo.
—Gracias, Jesús.
Ya bien provistos, llegó el momento de que Ripoll me contara sus
impresiones sobre el interrogatorio de Gassiot.
—Tenías razón, el resultado toxicológico de los inyectables encontrados
revelan la existencia de batracotoxina.
—¿Una toxina de batracio?
—En concreto de un rana, la Phyllobates terribilis. Un tipo de rana
del oeste de Colombia. La utilizan los indios para envenenar sus flechas
y sus dardos.
—¿Y cómo actúa? –pregunté asombrado.
—Impide la transmisión del impulso nervioso hacia los músculos y se
produce una hiperexcitabilidad de los tejidos nervioso, muscular y cardíaco…
—Es decir, lo paraliza todo.
—Todo, la víctima muere de parada cardiaca, sin dolor, como entrando
en un sueño profundo. Sólo con dos microgramos por kilo de peso del
sacrificado, basta.
—Así que mi tesis tiene base, pudo haberle inyectado la toxina en el
tumulto de la entrada a la cena.
—Así debió ser.
—El sudor de una rana puede matar a un príncipe –dije.
—Es otra forma de ver los cuentos –contestó Ripoll.
—¿Ha confesado?
—Bueno, él sí… pero nos falta la mitad de la confesión.
—¿La del diablo? –dije tratando de embromarle.
—No te rías, Jorge. Este tío tiene algún tipo de enfermedad mental.
El lunes haremos un nuevo interrogatorio, esta vez en presencia de un
siquiatra y de un forense.
—¿Ha llegado a involucrar a Gabaldá?
—No, no reconoce haber hablado con él las últimas semanas.
—¿Ni cuándo fue a verle el día de la detención?
Ripoll movió la cabeza negando. Bebió un sorbo de whisky, cruzó las
piernas y me miró fijamente.
—No sé si tenemos a dos asesinos y a un solo culpable, o dos culpables
y un solo asesino. En cualquier caso le tenemos.
—Eres un gran policía, Enrique –dije muy sincero.
—Gracias, Jorge y tú un gran director de hotel… y un aprendiz de
detective.
Reímos. Fuera la tormenta mojaba los plátanos de Las Ramblas y los
transeúntes corrían a refugiarse en algún establecimiento. Las primeras
luces eléctricas empezaban a iluminar la ciudad, el Manila volvía a cerrar
completo. En una de nuestras suites dos hombres recordaban París y se
prometían regresar el año próximo a Barcelona y al Manila Hotel.
Aquel lunes tuvo lugar el segundo interrogatorio de Gassiot y fue una
sarta de despropósitos. Por fortuna estaban presentes el juez, un siquiatra
y un forense. La doble personalidad del detenido convirtió las interpela-
ciones en inútiles. Al parecer, según el siquiatra, la personalidad demoníaca
era la dominante y apuntaba a algún tipo esquizofrenia; el forense
mantenía que era un severo trastorno mental en los que los delirios y
alucinaciones sometían su personalidad. A medida que avanzaba el interrogatorio,
Satán tenía más protagonismo y sus amenazas eran más extremas,
reconoció que había matado a los cuatro; «su tiempo había concluido
», repetía. Ambos facultativos recomendaron su ingreso en un instituto
de salud, es decir, en el manicomio de San Boi de Llobregat, a pocos
kilómetros de Barcelona. El juez aceptó la propuesta de los doctores y
Gassiot fue trasladado, con diablo incluido, al famoso siquiátrico. Decían
que el desorden de personalidad múltiple de Gassiot podía deberse a
una enfermedad mental o la creencia de una posesión. Al parecer, los demonios
atormentan con preferencia a las personas que tienen problemas
mentales serios, no quisieron concretar si se referían a los demonios de
la mente o a los bíblicos. Nos contaron que, a menudo, le veían dialogar
a oscuras en su celda; nadie sabía con seguridad si consigo mismo o con
otros seres demoníacos.
Sin embargo, para nosotros, no había terminado el caso y no nos quedaríamos
parados. Los profesionales de la siquiatría resolverían la veracidad
de la distorsión de Gassiot; aunque subsistía el inductor, el que tenía
algo que ganar con los asesinatos y para nosotros tenía nombre propio y
carnet de identidad, por tanto dentro de la jurisdicción terrena de Ripoll.
Carles Gabaldá i Flores, merced a un perturbado, había eliminado a los
únicos testigos y cómplices que podrían haberle arruinado su carrera política.
Ahora estaba libre; para él, el sortilegio del conjuro que rompía su
pacto con Belcebú había funcionado y Gassiot, conocedor de la verdad,
andaba perdido por sus laberintos mentales.
—Tenemos que pillarle, Ripoll –le dije por teléfono.
—Por supuesto, Jorge, ahora sólo tú y yo conocemos el alcance de sus
delitos. ¡Ándate con ojo!, igual que se cargó un banco, puede cargarse a
un director de hotel.
—… O a un policía –dije para provocarle.
—No le interesa, sería demasiado evidente, en cambio un restaurador
que muere probando la comida de su restaurante…
El sentido del humor de Ripoll era bastante peculiar. Seguía siendo
un poli.
La verdad es que sería muy difícil pillar a Gabaldá, no había estado
en los lugares de los crímenes, tenía excelentes coartadas apoyadas por
docenas de personas. Nadie, en su sano juicio, creería ni su pacto con el
diablo ni su ruptura. El conjuro restaría escondido bajo nombre extraño
entre los 350.000 volúmenes en la Librería del Seminario, sólo Gassiot si
recuperaba la cordura, podría decir dónde estaba. El Maligno disfrutaba con su mejor jugada, se había cobrado cuatro almas y Gabaldá quedaba
libre para llegar a ser el corruptor y el prevaricador que el infierno necesitaba,
alguien capaz de jugar con lo más sagrado, sembrar la discordia,
engañar a los crédulos y someterse al poder de los de siempre para gloria
del infierno. No obstante, los caminos de la justicia divina suelen tener
muchos recovecos.
A la mañana siguiente tuve que visitar a algunos clientes del centro, concretamente en el Paseo de Gracia. Mi objetivo era ofrecerles las ventajas
del Manila Hotel, ya que en la zona tenía un importante competidor y era el Hotel Avenida Palace de la Gran Vía. Pasado el mediodía me dispuse
a regresar al hotel. Noté que un tipo me andaba siguiendo, me paré en un escaparate del paseo para observarle bien en el reflejo de uno de los cristales. Era un gorila de unos cuarenta años, fornido y con aspecto de aquellos asesinos que contrataba la patronal para eliminar sindicalistas
y líderes obreros. Llevaba en el ojal de la solapa un escudo de la falange. Bajé por la calle Pelayo con el retrovisor virtual atento. Pasé frente a los Almacenes Capitolio, la amplitud de Pelayo permitía un disparo certero y huir hacia la plaza Castilla en dirección a Tallers o a Joaquín Costa. Llegué al cruce de Balmes con Bergara donde estaba la entrada a la Avenida
de la Luz, no lo pensé dos veces y bajé a la galería comercial, olía a viejo y a cacahuetes tostados; sobre el número 25, en el mostrador de
Pam-pers, el aroma cambiaba a esencia de barquillo y de vino Montroy de
Pedro Masana. Como yo esperaba, en los dos mil metros de galería había abundantes peatones paseando o comprando en las todavía numerosas tiendas del recinto. El individuo no se amedrentó y me siguió hasta allí; sin embargo, yo tenía todas las ventajas, había recorrido el lugar cientos de veces, jugado en los futbolines y asistido a docenas de proyecciones en el antiguo cine. Así que pensé que sería fácil perderle entre las grandes columnas que flanqueaban la galería. Por fortuna, los grandes neones de potentes luces que en la década de los cuarenta y cincuenta asombraban
a los barceloneses, andaban ahora un tanto estropeados, el que no estaba
fundido estaba cubierto de polvo, la Avenida de la Luz había perdido su glamur e iniciaba su imparable decadencia. Me vinieron de perlas las
zonas de poca luminosidad y las numerosas tiendas vacías, otrora ocupadas
por prestigiosas joyerías y relojerías, para intentar deshacerme de mi insistente perseguidor. No tenía ni la menor duda de que era un esbirro de Gabaldá, tal y como me auguró Ripoll. Sin embargo, cuando me las prometía tan felices, comprobé que el tipo seguía pegado a mi espalda. Me paré en la cafetería semicircular de la galería, los altos taburetes estaban casi todos ocupados, pedí un café. Mi perseguidor, sin ningún tipo de prudencia,se situó al otro lado de la barra. Tenía un rostro grisáceo, con ojeras, los ojos se mostraban abollados entre unas pestañas también grises, la mirada turbia, matona. Era tan alto como yo pero más macizo, calculé que pasaría de los cien kilos. Dejó su lugar en la barra y se separó un metro de las banquetas, quedaba en diagonal a mí, sin posibilidad de tiro porque yo estaba emparedado entre dos hombres sentados cómodamente en sendos
taburetes. Recordé que acarreaba el arma que me había proporcionado Ripoll,
pero tenía que colocar el cargador que llevaba aparte por precaución. Él dio un primer paso hacia mí. Pagué el café, el tipo estaba por su tercer paso. Aproveché que uno de mis vecinos de taburete se levantó. Salí hacía el centro de la galería cubierto por el ciudadano. Mi perseguidor se detuvo. Yo me dirigí hacia los servicios cerca del cine Avenida, hice la intención de entrar, aunque desvié mi dirección cuando calculé que estaba fuera del campo de visión del gorila y me quedé pegado a la pared. Le vi entrar en los servicios, tenía la mano derecha escondida en la chaqueta a la altura de la axila, sus pasos eran rápidos, seguros, asesinos. Pude huir, pero no lo hice, hubiese continuado su implacable persecución. Le vi salir, las sienes le temblaban, las manos le sudaban, era su manera de incitar su deseo asesino. Le esperé aplastado a la pared y en cuanto alcanzó mi altura estiré mi pierna derecha para trastabillarle, cayó de bruces contra el
suelo, desenfundé el arma y salté sobre él, había girado el cuerpo y estaba boca arriba, no estaba tan corpulento como aparentaba, más bien seboso. Le pegué la pistola a los testículos.
—¡Si te mueves te capo! –grité como en las mejores películas.
Algunos curiosos se habían acercado, otros permanecían a prudente
distancia.
—¡Llamen a la comisaría de Doctor Dou, díganle al comisario que
envíe una dotación!
Los curiosos miraban la escena sin intervenir, por la expresión de sus
rostros adiviné que yo les parecía el bueno y el tipo del suelo el malo. Tal
vez porque cumplíamos con sus estereotipos. Alguien desde el teléfono
del bar llamó a la comisaría. El pájaro trató de moverse, yo tenía el ama
amartillada y él podía verlo.
—No me obligues –exclamé, como si lo hubiese hecho toda la vida.
Aparecieron un par de grises. Pensé que demasiado pronto para ser
hombres de Ripoll. Uno de ellos desenfundó su arma reglamentaria.
—Trataba de matarme –dije por toda explicación.
—¿Es usted del cuerpo? –preguntó el segundo agente, mientras el primero
le ponía las esposas a «mi» detenido.
—No, soy el director del Manila, he llamado al comisario Ripoll –dije
como si esto fuese una garantía de bondad.
—Ya, deme el arma. Y no se mueva –dijo el primer agente.
Tomó el arma, la miró y sonrió.
— ¿Sabe que está descargada?
—Por supuesto –contesté-, mostrando el peine todavía en la cartuchera.
En aquel momento llegaba Ripoll con otros dos agentes.
—Vaya, tenías que ser tú… siempre metiéndote en líos. La pistola es
mía y este señor tiene permiso de armas, me hago yo cargo del paquete
–dijo Enrique a los dos policías.
—A sus órdenes señor comisario –respondieron.
El gorila se incorporó a duras penas. Ripoll buscó en la sobaquera del
detenido y le quitó un revólver del calibre 38 Smith & Wesson.
—Te hubiese matado un clásico –señaló con su humor policiaco.
—No me consuela, Enrique.
—Anda, tómate un coñac, te animará. Me voy a la comisaría a llevar
a ese tipo, pasas luego para hacer la oportuna denuncia. Me quedo con la
Browning, me olvidé decirte que necesitas balas para disparar –dijo con
sorna.
—Ya, no me dio tiempo a poner el peine. ¿Por qué te crees que le
apunté a los testículos y no a la cabeza? Así no pudo ver que estaba descargada.
—Tienes cojones, Jorge. Este tío es un profesional, un poco pasado de
peso, pero un profesional. No olvides lo de la denuncia.
—En media hora estoy en comisaría.
Seguí el consejo de Ripoll. No obstante, en vez del coñac, pedí un
J&B con dos hielos y en vaso corto, en el bar de la galería. Los clientes
me miraban entre el asombro y la admiración. Me hubiese gustado saber
qué contarían en casa.
Llegué al Manila después de presentar la denuncia contra mi perseguidor, por supuesto no cantó el nombre del que le había encargado el trabajito,
pero era muy fácil adivinarlo. Pensé en la larga mano de Gabaldá
y me enfurecí. Encima de la mesa de mi despacho estaba una campánula
de plata regalo de una amiga muy especial que tenía en Lausana. Aquella
campanilla me había salvado la vida en una ocasión, o eso creía. Por un
momento dudé si, como en la fábula del Mandarín de Rousseau, podía
desear la muerte de alguien sólo con tocarla. Deduje al fin que utilizar
un objeto salvador para una misión de verdugo sería miserable y aunque
no se puede juzgar a nadie porque sus pecados sean distintos a los nuestros,
cuando los delitos ponen en peligro la vida de uno, la cosa cambia.
Por eso telefoneé a Gabaldá, para pedirle explicaciones y llamarle por su
nombre; me dijeron que ya no estaba en la oficina.
Precisamente, aquel viernes, los Gabaldá se habían trasladado a la
Costa Brava a pasar el fin de semana. Desde los tiempos del abuelo Gabaldá
la familia tenía una hermosa casa en Lloret de Mar, uno de esos
pueblos asomados al Mediterráneo en que los pinos llegan hasta besar la
mar. El abuelo siempre contaba entre risas que la casona, La Negra, como
la había bautizado, era fruto de las correrías de su padre como tratante de
esclavos en la vieja Cuba. A Carles Gabaldá le encantaba el lugar, también
a sus siete hijos, a sus nietos y a su esposa, la madre superiora, como
él la llamaba. Entre ambos había existido la complicidad de los intereses
creados, ella sabía que era un canalla y que, gracias a eso, su prole tenía
el porvenir asegurado y dada la memez que abundaba en sus retoños, era
muy importante.
Aquella tarde, recostado en su sillón favorito viendo jugar a sus nietos
y conversar a sus hijos, Gabaldá se sintió feliz. Imaginaba que yo ya no
estaba en este mundo, sonrió. No sabía el porqué pero le dio un repaso
mental a su vida, todavía no lo tenía todo; no obstante, sus objetivos ya
estaban trazados. Para ello había tenido que hacer muchas cosas, algunas
terribles… terribles para los fusilados, los desahuciados, los desfalcados,
los timados, los engañados y los asesinados. Todo por Dios y por la Patria,
sólo que su dios y su patria tenían el mismo nombre: Gabaldá. Sintió que
tenía algo muy fuerte dentro de él, un poder omnímodo, imparable. Soñó
en prados verdes con cientos de esclavos negros recolectando algodón y
en industrias textiles llenas de obreros sin convenio y con salarios bajos.
El sábado por la mañana sonó el teléfono, alguien preguntaba por Carles
Gabaldá. Mascullando improperios, Gabaldá atendió a la llamada. Su
rostro cambió de expresión, primero fue de sorpresa, luego de indignación.
—En un par de horas, estoy allí. Hablaremos –dijo al interlocutor.
Colgó con el fastidio pintado en la cara.
—Debo volver a Barcelona, un asunto de negocios. Regresaré por la
noche.
—¿Tan importante es? –preguntó su esposa, mientras terminaba sus
rezos matinales.
—Sí, querida, es inoportuno, pero debo ir.
Sus nietos jugaban en la piscina, sus hijos hablaban de negocios que
sólo podían proyectar gracias a papá, lo hacían en castellano, porque el
catalán era un idioma para pobres y sirvientes, decían. Algunos hermanos
todavía dormían la juerga discotequera del viernes. Una familia típica…
típica de cierta alta burguesía barcelonesa de los años setenta.
Gabaldá ni se despidió de ellos porque suponía que regresaría en unas
horas. No lo sabía, pero aquel sería su último viaje.

Phyllobates terribilis - Wikipedia, la enciclopedia libre
Phyllobates terribili

La Avenida de la Luz, vacía

Con público

El bar

Entrada a los Ferrocarriles Catalanes

El cine Avenida

Degustación de barquillos y Montroy Masana

Antepenúltima entrega de: Los infinitos nombres del diablo. Sobre interrogatorios policiales y excesos satánicos.

La voz de Satán


Barcelona, viernes 30 de julio de 1971

Una mesa desvencijada, cuatro sillas y una lámpara, era el mobiliario
con que el comisario Ripoll iniciaría su interrogatorio a
Gassiot. Este permanecía solo, sentado y esposado, parecía el
decorado del primer acto de una obra teatral. El profesor, aparentemente,
hablaba consigo mismo. Entró en el cuarto Ripoll con dos de sus hombres.
Uno de ellos permaneció de pie junto a la puerta, y el comisario y el
otro agente se sentaron frente a Gassiot. Por supuesto el jesuita abogado
no había sido invitado a estar presente.
—¿Tienes algo que decirnos? –preguntó Ripoll.
Gassiot negó con la cabeza. Ripoll lamentó no fumar, el humo era un
aliado sicológico para los interrogatorios pero, el comisario, no soportaba
el humo. Así que la estrategia fue la de interrogarle en mangas de camisa
y con la sobaquera colgando, eso sí, separado el cargador. El único que
sí estaba preparado, sólo a falta de martillear su arma, era el policía de la
puerta.
—Vamos a ver, profesor, las pruebas del polígrafo han resultado positivas…
—No se haga ilusiones, comisario, eso ha sido una tontería más propia
de charlatanes que de policías.
—Vaya, le tenía a usted por un hombre de ciencia y experto en ocultismo…
no quiere creer que una planta puede sentir y en cambio sí cree
en un ser teriomorfo con cuernos y rabo, que va haciendo y deshaciendo
contratos con las almas.
El rostro de Gassiot pareció transformarse, un rictus de ira arrugó sus
facciones y frunció el ceño. Bizqueaba y babeaba como un poseso.
—¡No sabe lo que dice, comisario, él está aquí, con todo su poder, no
le ofenda!-dijo escupiendo saliva y palabras.
—¿Cómo qué está aquí?, ¿en este edificio?
—Aquí, aquí mismo, desgraciados –dijo Gassiot con voz gutural y
levantándose de la silla.
El policía de la puerta sacó su arma. Ripoll y el segundo policía sentaron
de nuevo y a la fuerza al profesor. Ripoll le orientó la lámpara a la
cara, los haces de luz se proyectaron contra su rostro totalmente transfigurado.
Una sombra de la silueta de Gassiot se pintó en una de las paredes,
dando la impresión chinesca de un ser terrorífico. El profesor seguía con
su perorata.
—¡Esbirros, os conmino a liberarme!
Probablemente, si el comisario hubiese sido otro, los aspavientos del
detenido le hubiesen intimidado o por lo menos impresionado, pero Ripoll era demasiado ducho para acojonarse, como él diría. Estaba acostumbrado a los chulos y proxenetas del Raval que habían abierto en canal a sus protegidas
o a las vampiras que robaban niños para aprovechar su sangre -en
realidad los utilizaban para goce de los pederastas de la alta burguesía barcelonesa-.
También a las bandas de chorizos y traficantes que pululaban por su distrito, a los masoquistas, putañeros sin dinero y borrachos pendencieros.
Además existía otra fauna muy especial compuesta por maltratadores de esposas e hijos, banqueros ladrones, empresarios timadores adictos al Régimen y curas de manos largas, todos estos, a pesar de detenerlos, entraban
por una puerta del juzgado y salían por la otra; la justicia de la época era muy tolerante con ciertas actitudes. Pero mi amigo Ripoll los conocía a todos. Estaba tan acostumbrado a sus amenazas, que los gritos de un tío con cara de ir estreñido ya no le sobresaltaban.
Sonó un bofetón que tuvo eco en las cuatro paredes de la habitación, la
mano de Ripoll aparecía marcada en el cuello del detenido, su expresión
cambió al momento, la ira se transformó en sorpresa, la mirada se volvió
limpia e interrogante y el cuello le pareció que estaba ardiendo.
—Volvamos a empezar ¿o quieres más polígrafo? –dijo Ripoll, mostrando
su mano.
En aquel momento llamaron a la puerta de la sala de interrogatorio.
—¿Pudo entrar, comisario? –preguntó una voz.
—Pase –contestó Ripoll, apartando el haz de luz del rostro de Gassiot.
—Debería usted venir conmigo un instante, hay novedades –dijo el
recién llegado.
—Continúe –dijo Ripoll al otro policía-. El lado derecho del cuello
está franco.
Ripoll salió de la sala, dos de sus agentes le esperaban.
—En el registro de su casa hemos encontrado un bisturí –explicó uno
de ellos.
—¡Eureka!, buen trabajo.
—Eso no es todo…
—¿La página del conjuro?
—No, comisario, esa no la hemos localizado, pero sí estos inyectables
de un preparado que desconocemos y que hemos enviado al laboratorio.
Los agentes entregaron a Ripoll el bisturí dentro de una bolsa de plástico.
El comisario no cabía en su gozo. No era un aprueba tan concluyente
como la bala de una pistola disparada por un arma determinada, los bisturís
eran parecidos, este era del 22, y la hoja encontrada cerca del lugar en
que murió Miquel Torras era para este «calibre» de bisturí –pensó Ripoll,
en términos policiales, mientras regresaba a la sala de interrogatorios.
Gassiot ya no estaba tan seguro de sí mismo. Miró a Ripoll cuando
entró en la sala, sus ojos se dirigieron a la bolsa que llevaba el comisario.
—¿Lo ha visto alguna vez? –preguntó Ripoll, depositando la bolsa
con el bisturí sobre la mesa.
—Nunca –respondió Gassiot.
Ripoll hizo una señal a su agente y este soltó un revés a la parte derecha
del cuello de Gassiot alcanzándole en el pescuezo y en el pabellón
auditivo, que adquirieron un tono carmesí. Gassiot se llevó las manos
esposadas a la cara. El comisario, sin preguntar de nuevo, movió en el
aire la bolsa con el bisturí.
—Tal vez lo tenía en mi casa, mis trabajos también incluyen la restauración
–dijo el detenido.
—O sea, que podría ser suyo –repreguntó Ripoll.
—Podría, hay muchos iguales.
—Pero no que tengan restos de sangre de Deulovol y de Torras…
aunque los haya lavado siempre queda huella de la sangre seca. Gassiot
se desmoronó.
—Yo no quería, no quería, pero él me lo mandó. No podía dejar de
escuchar aquella voz que repetía: Tráeme sus almas, tráeme sus almas…
No era yo, comisario, no era yo… estaba poseído.
—¿Por quién?
—Ya lo sabe, comisario. Llevo años estudiando al diablo, tantos, que
siento como si formara parte de mí o yo de él.
—¿Y por qué Camperol, Torras, Deulovol y Pagés?
—El diablo reclamó sus almas. Yo no los maté, fue el Maligno.
Gassiot cayó sobre la mesa, lloroso y mendicante.
—No fui yo, no fui yo –repetía.
Ripoll comprendió que podía sacarle una confesión en aquel momento,
disponía todavía de horas para que pasara a disposición del juez. Las
pruebas se iban acumulando, los pelos encontrados en el mirador de San
Justo y Pastor pertenecían a la perilla de Gassiot y uno de bisturís estaba
en su domicilio, no obstante, tenía dudas de que en el laboratorio pudiesen
encontrar todavía restos de sangre. Por otro lado, tenían la prueba del
polígrafo al ficus, prueba que no podría llevarse a juicio, pero sí el informe
de Backster. Además había algo importante, había incluido el nombre
de Camperol en el lote y Gassiot no lo descartó. Según él, el Maligno se
había cargado a los cuatro. Ahora tenía que esperar que le informaran
desde el laboratorio del contenido de los inyectables.
—¿Quién fue entonces? –gritó Ripoll
—El diablo, fue el diablo, a través de mi mano, pero fue él.
—¿De su mano siniestra?
—Sí. Era el instrumento de Belcebú.
—Y Gabaldá, ¿qué tiene qué ver con el asunto?
—Gabaldá… Gabaldá, sólo he hablado con él una vez en mi vida,
vino a pedirme un documento.
—¿Y últimamente no le ha visto?
—No, yo, no.
—¿Y el diablo?
—No sé, no puedo saberlo; no puedo entenderlo.
—No te creo Gassiot, no creo esa doble personalidad que aparentas.
Gassiot empezó a temblar, un sudor frio le bajaba como una torrentera
por la frente, el rostro se le contraía y los ojos se le volvieron a inyectar en
sangre. Miró a los dos policías y algo en su interior surgió de improviso.
—¡No tienes ni idea! –escupió con voz cavernosa.
Aquello parecía una amenaza del infierno, un grito del más allá. Algo
tenebroso.
—Me daré un festín con las almas de mis enemigos… y tú estarás en
la mesa –rugió.
Pero Ripoll no perdió la calma, levantó su mano derecha mostrando
la palma abierta. Aunque los labios de Gassiot se movieron tratando de
decir algo, enmudeció. Se tragó al diablo y se desplomó sobre la mesa
lloriqueando.

—Bien, lo dejaremos por hoy, Gassiot, mañana seguiremos, piense
esta noche en una confesión completa, sólo así se librará del garrote vil
–dijo Ripoll.
Mientras tanto, yo recibía al grupo de cenadores que había reservado
Sergio Congost para la noche del viernes. Salí a la puerta principal y
departí unos momentos con Congost que me presentó a un par de cirujanos
del Hospital del Mar. Los comensales iban llegado y se aglomeraban
frente a la puerta giratoria esperándose unos a otros, al poco rato la zona
de la entrada estaba atiborrada, salí al exterior y les sugerí que pasaran al
hall. Uno a uno, entraron individualmente por cada una de las tres hojas,
algunos, más torpes o bromeando, accedían por parejas, bloqueando en
ocasiones la puerta. Estaba observándoles cuando una de las invitadas
se adentró en una de las hojas y antes de que empujara para que girara
se coló un hombre a su espalda. Ella sonrió, el hombre, probablemente
uno de los médicos, se pegó a su trasero, ella sonrió de nuevo al sentir el
contacto masculino, él bajó la mano derecha y manoseó con disimulo el
glúteo de la chica. Lo hizo por debajo de la nalga, justo cuando empieza
el muslo. El gesto duró apenas unos segundos, el hombre soltó la deseada
manzana cuando entraron en el hall. Sonreí. De repente, como la fugaz
visión de un rayo, mi mente extrapoló el momento al día de la muerte de
Camperol. ¿Y si alguien había aprovechado el tumulto de la entrada para
inyectarle un fármaco o un veneno? Decidí llamar el día siguiente a Ripoll
para comentarle mi sospecha. Ahora tenía que atender a mis clientes.
La cena transcurrió sin ningún incidente, salvo que la pareja de la
puerta giratoria no pudo disimular sus querencias después del segundo
whisky. Sergio Congost se acercó a mí.
—No me equivoqué, Brotons, la cena ha estado magnífica.
—Me alegro, muchas gracias.
—Yo debo dárselas a usted. Gracias a su gestión pude explicarme con
Eulalia.
Hice ver que no sabía ni lo de su encuentro con Lilith ni las consecuencias
posteriores. Supuse que Congost no me iba a relatar los detalles.
Como si leyera mi pensamiento, empezó a darme explicaciones que yo
no le había pedido.
—No fue como yo esperaba. Por unas horas nos reconciliamos, aunque
sospecho que me equivoqué de nuevo.
—No dudo que podrá arreglarse –dije.
—Se equivoca. Algo pasó, sentí un estúpido arrepentimiento. Ahora
sé que tengo una amiga o tal vez un bello recuerdo, pero no la mujer de
mi vida.
Por fortuna desde el ojo humano no puede percibirse el estado anímico
de lo que llamamos alma, porque, Congost, me hubiese visto pegando
saltos de alegría.
—¿La ha visto de nuevo? –pregunté para aseverarme.
—No, quedamos que sería ella la que me llamaría y no lo ha hecho.
—Tal vez sea pronto todavía –dije, bailando interiormente la danza de
la lluvia.
—Tal vez…, esperaré. Lo cierto es que todo ha cambiado.
—En la vida, Congost, a veces se gana y otras se aprende.
—Lo sé, de nada sirve mirar atrás. El tiempo todo lo cambia.
Me sentí de nuevo un pirata a punto de raptar a su princesa, sólo tenía
que esperar que me llamara, pero no quise dar tiempo al tiempo esta vez.
Subí al despacho; de los servicios del primer piso salía la pareja de la
puerta giratoria. Muy contentos.
Rompiendo con las reglas establecidas… por Lilith, la llamé. Estaba
en casa, un viernes, con Barcelona en pie de juerga y ella en casa. Aunque
me alegró la circunstancia, me extrañó.
—¿Jordi?, me alegro que me hayas llamado.
—Supongo que estás a punto de salir.
—Sí, me están esperando unos amigos –mintió.
—Lástima, en el Boadas tienen un nuevo cóctel –mentí.
Se hizo un silencio de breves segundos.
—¿Me das una horita, cariño? –dijo con entusiasmo.
—Y todas las que quieras.
—Pues prepara el galeón, hoy me apetece un rapto.
—No tardes, princesa.
Antes de colgar escuché el tocadiscos de Lilith, una canción sonaba
en él.
—Espera Lilith, eso que suena es…
—Es Te quiero, te quiero de Nino Bravo.
—Es muy bonita, ¿pensabas en alguien al escucharla?
—Te lo contaré luego, pirata… cuando estemos juntos.
Llegué puntual al Boadas, ella ya estaba sentada en la barra principal
charlando con María Dolores. Al verme entrar, la mestressa cambió el
disco en la platina y sonó el vozarrón de Nino Bravo con el Te quiero, no
cabía duda que ambas mujeres se habían puesto de acuerdo para darme
una sorpresa. Lilith esperó que llegara a su altura y me estampó un beso
en los labios. Empezaba otra noche mágica.

Las técnicas de interrogatorio policial: Revisión bibliográfica a ...
Una mesa desvencijada, cuatro sillas y una lámpara, era el mobiliario
con que el comisario Ripoll iniciaría su interrogatorio

Un buen vino para buenas circinstancias

Veinteava entrada, donde se habla de plantas y de la Llotja de Barcelona en: «Los infinitos nombres del diablo».

Las plantas también sufren


Cleve Backster. Barcelona, julio 1971

Recibí la llamada de Enrique Ripoll cerca de las once de la noche.
Me contó que habían arrestado a Gassiot y estaba en las dependencias
policiales a la espera de ser interrogado.
—Me alegra, Enrique, ¿puedo contárselo a Hipathia?
—Ya lo sabe, el agente que vigilaba su edificio la ha tranquilizado.
—Estupendo, ¿puedo preguntarte cómo lo habéis cazado?
—Gabaldá le ha delatado.
—Vaya un pájaro. Encima quedará como un santo.
—Sí, ha colaborado con la justicia.
A la mañana siguiente me pidieron que pasara por Vía Layetana para
identificarle, mera rutina. Aunque no me hacía gracia encontrarme con los
tipos de la Brigada Social.
No hubo la rueda de presos de las películas de Hollywood, sólo me
pidieron que identificara a Gassiot como el hombre con quien hablé sobre
el códice. Me preguntaron hasta qué hora estuvo Gassiot en la verbena de
la víspera del asesinato de Joan Deulovol.
—Nos fuimos antes que él, sobre las tres de la madrugada –contesté.
No hubo careo, al parecer Gassiot no les había dicho nada. Se había
cerrado en banda y se negaba a hablar. Así me lo estaba contando Ripoll
cuando entró exprofeso en la sala Vicente Juan Creix, jefe de la Brigada
Social en Barcelona y viejo conocido. Creix me tenía entre ceja y ceja
desde que me escapé de sus garras y dos de sus hombres se mataron en
accidente persiguiéndome por las Costas de Garraf.
—Hombre, el «collons» por aquí. Te tengo vigilado –dijo, llevándose
el dedo índice y medio a los ojos-. Ya te pillaré.
—Es un testigo en un caso de mi departamento, Vicente, déjale en
paz –dijo Ripoll.
—Eso es lo que quiero, dejarle en paz… en paz eterna –contestó Creix.
Se alejó mirando hacia atrás con el odio reflejado en su rostro.
No le hagas caso, Jorge, está picado desde que le dejaste en ridículo.
—No, si yo no le hago caso, pero él parece que no olvida.
De regreso al hotel me alegré de que todo estuviese tranquilo, aquella
noche podría ir a la conferencia de míster Backster a instancias de la Cámara
de Comercio. El parlamento lo daba en el mejor escenario posible,
el Salón Dorado de la Llotja de Barcelona.
El Palau de la Llotja, otrora la sede del Consulado del Mar, era la historia
viva de Barcelona. Reconstruido varias veces, Joan Soler i Faneca
lo transformó en 1771 en un edificio neoclásico de gran belleza. El Salón
Dorado se encontraba en la planta noble del palacio. El color dorado y el
pan de oro estaban presentes en todos los elementos decorativos, en los
marcos y molduras de todas las aberturas, en los frontones de las puertas,
en los balaustres de las balconeras y en la ménsula que sostiene un león
con el escudo de la Real Junta Particular de Comercio de Barcelona.
Acudí con puntualidad. El empleado que les acompañó el día de su
llegada al hotel departía con el presidente de la Cámara y con míster
Backster en la zona de acceso al salón; me llamaron y me uní al grupo
sin necesidad de presentaciones, puesto que ya nos conocíamos todos.
Hablamos sobre la magnificencia del edificio, al que el conferenciante
americano no dejaba de alabar. Los asistentes ya iban tomando asiento
en el amplio paraninfo, en los cuatro ángulos del salón holgaban otras
tantas esculturas de mármol blanco de Damià Campeny. Himeneo, La fe
conyugal, Diana cazadora y Paris, contemplaban a los asistentes desde
sus pedestales cilíndricos. Entramos, el presidente de la Cámara y míster
Backster subieron a la tarima donde se encontraba la mesa. Me quedé con
el empleado regordete en una de las primeras filas. El guardaespaldas del
orador observaba desde una posición cercana a la mesa de presidencia.
Después de las presentaciones, Grover Cleveland Backster, Clever
para sus amigos, empezó su conferencia. Contó que había trabajado en la
Central de Inteligencia Norteamericana como especialista en interrogatorios.
Había fundado la unidad de polígrafo de la CIA poco después de la
Segunda Guerra Mundial y llegó a ser presidente del comité de investigación
de instrumentos y ciencias para el interrogatorio.
Acabada esta presentación, pasó a la parte más sustanciosa de su conferencia.
El público se mantenía atento e interesado y, sin embargo, no
había empezado lo mejor. Backster contó cómo había desarrollado su famosa
teoría de la Percepción Primaria en la que afirmaba que las plantas
«sienten dolor» y tienen percepción extrasensorial. Pensé que a Nogal le
hubiese interesado esta conferencia. Los experimentos de Backster con la
plantas conectándolas al polígrafo demostraban que tenían una conciencia
telepática y que podía «sentir» distintas emociones, como el dolor o
la ansiedad. Después de explicar varios ejemplos, contó su experimento
preferido realizado en 1966.
Backster era dueño de una planta ornamental que él mismo cuidaba.
Ensayó conectarla al polígrafo e imaginar que la iba a quemar, las lecturas
se salieron de la tabla como una respuesta de estrés a su intención de
dañarla. Luego Backster decidió, mentalmente, no hacerlo y a pesar de
acercarse con una cerilla a la planta, esta había detectado las verdaderas
intenciones de Backster y no provocó ninguna señal.
Una cerrada ovación premió las palabras del orador. Las preguntas
fueron numerosas. Una señora le inquirió sobre la posibilidad de que
demostraran rechazo a quién las maltrataba. Backster mantuvo que los
pensamientos y reacciones humanas en un entorno determinado causaban
efecto en algunas plantas y estas guardaban «memoria» de ello.
Fue una interesante conferencia, el público se marchó comentando lo
escuchado. Como toda teoría, tenía sus defensores y sus detractores. No
pude abandonar el palacio sin admirar la escultura de Lucrecia, también
obra de Damià. Era magnífica en todos sus aspectos. La representaba recostada
en una silla de marfil como las de los ediles romanos. El vestido,
parcialmente desgarrado, dejaba al descubierto los brazos, el cuello y el
seno derecho de la patricia romana. Algo alejado está el estilete con el
que se ha causado la muerte para defender su honor. La belleza en estado
puro. Pensé en la burguesía capaz de edificar cosas bellas. Como aquel
edificio o mi querido Teatro del Liceo. Esa burguesía trabajadora, innovadora,
refinada y entregada, que ama a Catalunya y a su cultura vieja
y viva como un ensueño ancestral. ¡Qué lejos de esa otra, autocrática,
explotadora y clasista! La fealdad hedionda y racista de los currutacos.
Ripoll me estaba esperando en el bar del hotel. Su aspecto no era el de
un comisario de éxito que ha capturado a su pieza más deseada.
—¿Qué pasa Enrique, no está bueno el whisky?
—El J&B está genial, Jorge, pero mi situación no tanto…
—¿Qué ocurre?
—Gassiot se puso en contacto con el rector de su facultad y ahora
tengo a los jesuitas encima. Ese tío tiene muchos enchufes. Además, en el
Archivo Militar de Segovia, no figura ningún Albert Gassiot en el frente
del Ebro durante el año 38.
—¿Y el bisturí asesino?
— No lo hemos encontrado todavía, a pesar de que le pillamos después
de exhibirlo en la captura, debió deshacerse de él. Mis hombres están
registrando su casa y de momento no tenemos nada.
—¿Tampoco el texto para romper el pacto?
—Tampoco y aunque lo encontráramos no nos serviría de nada… Si
contamos nuestra fantástica verdad los jueces se reirían de nosotros. Sólo
tenemos resistencia a la autoridad, un delito menor.
—¿No habéis podido hacerle cantar? –dije poniendo énfasis en el argot
policial.
—Nosotros no somos la Brigada Social, necesitamos algún tipo de
prueba consistente, Gassiot mantiene una actitud tranquila, incluso chulesca.
¡Fíjate que ha pedido someterse al polígrafo!
En aquel instante se me encendió una luz en el cerebro.
—¿Tenéis polígrafo?
—Sí, hay uno en Vía Layetana, aunque te advierto que se le puede
engañar, máxime con la actitud y conocimientos de Gassiot, parece que
esté en posesión de la verdad en todo momento.
—¿Podría salir de Vía Layetana?
—¿El polígrafo?
—Los dos. Voy a contarte la conferencia a la que he asistido esta tarde…
Referí a Ripoll la conferencia de Backster con todo detalle.
—¿Y eso que tiene que ver con el caso?
—Recuerda el escenario del crimen de Joan Deulovol. El ficus del
archivero fue «testigo» del ataque y quedó manchado con la sangre de la
víctima.
—Todo eso me parece una tontería, Jorge, el comisario jefe me va a
matar.
—Te matará mucho antes si no encuentras pruebas…
—Eso es verdad, con la situación actual tendré que soltarlo… si consigo
una sola prueba, ¡una sola!, le haremos cantar, te lo aseguro.
No me gustó la expresión de mi amigo, conocía los métodos policiales
en carne propia, pero el caso requería de trato extraordinario, como el que
yo le estaba proponiendo; casi una locura. Al diablo con el diablo.
Me costó muy poco convencer a míster Backster. A la mañana siguiente
pusimos en marcha una extraña caravana. Con el oportuno permiso del
arzobispado, trasladamos el polígrafo de la Dirección General de Vía Layetana
al Archivo Arzobispal, apenas a doscientos metros. Ripoll, uno de
sus hombres y dos policías de uniforme trasladaron al edificio a Gassiot
acompañado de su abogado, un jesuita enjuto, de sotana grande y ojos
pequeños con el párpado inferior caído y con una perilla estilo imperio,
como las que aparecen en el rostro del Belcebú en ilustraciones y dibujos.
Los dos policías uniformados y el agente quedaron en la antesala del
archivo custodiando a Gassiot y charlando con su abogado, el jesuita bostezó
dos veces, tal vez por la temprana hora o tal vez porque aquello le parecía
aburrido. Ripoll entró en el recinto del archivo. Allí le esperábamos,
míster Backster, su inseparable y silencioso guardaespaldas, Félix Nogal
y yo. El norteamericano había ya preparado el polígrafo, hicimos un par
de pruebas para comprobar que los electrodos funcionaban bien. Iniciamos
las presentaciones y Backster explicó algunos pormenores a Ripoll.
—Como usted ya sabe los cambios fisiológicos que puede medir el
polígrafo son generados por el sistema de defensa natural. Cuando el individuo
a quien se somete percibe un peligro para su integridad, el sis-
tema primitivo de autodefensa se pone en marcha. Sucede en segundos,
alterando el equilibrio de los órganos vitales que se convierten en alteraciones
fisiológicas medibles por el aparato. Este tiene tres canales que
miden, la respiración, la presión sanguínea y la sudoración.
Backster nos daba explicaciones a los no iniciados y yo las traducía
del inglés para la concurrencia, en esas llegó el juez instructor. Gassiot
no había pasado todavía a disposición judicial; sin embargo, ya estaba
designado el instructor, que no quiso perderse el interrogatorio.
—El ser humano tiene cambios fisiológicos debidos a su actividad
cerebral y esto es lo que mide el polígrafo –repitió Backster-. Las plantas
también los tienen, evidentemente no con una actividad cerebral sino sensorial.
Y yo he conseguido teorizarlo y demostrarlo.
Miré al juez instructor, tenía una expresión de incredulidad en su rostro
que era todo un poema. No podía leer su pensamiento, pero el nerviosismo
de los nudosos dedos de sus manos denotaba una impaciencia
contenida hasta que todo aquello terminara. Tampoco sabía si a Ripoll le
gustaba rezar, si era así, el momento lo requería. Yo seguía traduciendo
las explicaciones de Backster, mientras él conectaba los instrumentos de
medición al ficus del archivo. La planta seguía en aquel rincón de la sala
donde Deulovol la regaba y mimaba, sus hojas todavía estaban cubiertas
con la sangre seca del que fuera su protector. El ficus había estado
presente en el asesinato, la víctima lo había regado por última vez con
su propia sangre. Conectó los neumógrafos a las hojas manchadas y los
galvanómetros al tronco y a la raíz, para ambos casos precisó de instrumentos
especiales para las conexiones. El juez trató de decir algo y Ripoll
de hacer mutis por el foro, el ambiente era tenso.
—Por favor –dijo Backster- salgan todos menos el comisario y el juez.
Salimos Félix, yo y el guardaespaldas a la antesala. Una vez fuera,
Gassiot me miró de arriba abajo, sentí su odio profundo.
—Nos hemos de ver en el infierno, Brotons –dijo.
No respondí, entre Creix que quería darme la paz eterna y Gassiot
deseándome el infierno, la verdad es que me abrumé.
Ripoll apareció en la puerta y me señaló que entrara. Backster me pidió
que me acercara al ficus, quedé a menos de medio metro de la planta.
Los medidores no se movieron ni un milímetro, la línea permaneció recta,
sin cambios. Esperamos cinco minutos, entonces me ordenaron que cogiera
una de las hojas. Así lo hice y el resultado fue el mismo.
Uno a uno, fueron pasando todos, desde el abogado de Gassiot, los tres
policías, el agente americano y Félix Nogal. El resultado seguía siendo el
mismo, las agujas ni se inmutaron, en el caso de Nogal hubo cierto amago
que Backster relacionó con la empatía o conexión del ficus por Nogal.
—Bueno, basta ya –dijo el juez, suspicaz e impaciente-. ¿A dónde nos
lleva todo esto?
—Tenga paciencia, señoría. Estamos acabando –dijo Backster.
Al fin, hicieron pasar a Gassiot. Le pidieron que se detuviera a medio
metro de la planta. Pasaron dos o tres minutos interminables. De repente,
las agujas del polígrafo empezaron a moverse, primero con vértices pequeños,
luego más grandes.
—Coja una de estas hojas –ordenó Backster a Gassiot.
—Esto no es una prueba de polígrafo –gruñó el abogado-, debería
anular esta payasada, señor juez.
—Ustedes pidieron una prueba con polígrafo, no acordamos quién debía
someterse –repuso el juez-. Dígale a su cliente que sujete una de las
hojas y terminemos con esto.
Gassiot fue a coger una de las hojas manchadas con sangre, rectificó
y buscó una del otro lado. En apenas segundos, la maquina pareció enloquecer
ante el asombro de todos.

—¡Malditos, malditos! –gritó Gassiot- Nada podéis contra el Señor de
los Infiernos…
Quedamos todos impresionados. El magistrado instructor se llevó
aparte a Ripoll.
—Ha sido impresionante; no obstante, cuando lo ponga a mi disposición,
traiga pruebas más sólidas.
Ripoll sonrió, había ganado el primer round. Ahora tenía la fuerza para
someterlo a un interrogatorio con respuestas. Nos abrazamos.
—Confieso que no las tenía todas conmigo –dijo Ripoll.
Félix Nogal nos añadió sus impresiones.
—No hay duda de que es culpable, pero en su fuero interno cree que
él no ha sido, que sólo es un instrumento.
—¿De quién? –preguntó Ripoll.
—Él está convencido que todo es obra del diablo…
—¿Esquizofrenia? –dije.
—No lo sé, no soy médico, la parasicología estudia las aptitudes mentales
paranormales, la esquizofrenia es una enfermedad que afecta a la
mente, distorsionando la realidad. No es lo mismo una alucinación que
una visión extrasensorial –explicó Nogal.
Le di las gracias a Nogal y a Backster, que seguía tomando nota de las
mediciones del polígrafo.
—Es portentoso, míster Brotons, la planta ha sentido terror, ha reconocido
al asesino de su dueño –dijo Backster.
Me alegré de tener la oportunidad de tener a Cleve como cliente. Las
complicaciones para lograr las dos habitaciones para la Cámara habían
valido la pena.

Leones de la Llotja de Barcelona
Escalera de acceso
Salón Dorado de la Llotja
Estatua de Paris en la Llotja
Himeneo
Diana cazadora
Grover Cleveland Backster
Backster con un polígrafo para determinas los «sentimientos»de las plantas

Decimonovena entrada de «Los infinitos nombres del diablo» Esta vez de arrestos e interrogatorios policiales.

Operación: Arrestar al diablo

Barcelona, julio 1971

Ripoll tenía en sus manos la orden judicial para detener a Albert Gassiot.
Dos coches Z le acompañarían en la operación.
—Jorge, tengo la excusa perfecta para que vengas con nosotros, tú le
conoces.
—Eres un genio, Enrique.
—Sí, pero quiero que lleves esto… Gassiot tiene malas bromas.
Me entregó una pistola Browning FM1922 con su cargador y su funda.
—Yo no…
—Sí ya sé que no tienes licencia de armas, ya me he ocupado de eso,
firma aquí, es un autorización provisional de uso de armas cortas, aprobada
por el director general de Seguridad.
Leí el documento, de acuerdo con un decreto de 27 diciembre de 1944,
el director general me concedía una licencia del tipo D, reservada a procuradores
en cortes y las autoridades civiles, judiciales y administrativas.
Firmé el escrito. Ripoll vio la extrañeza en mi rostro.
—La discrecionalidad del reglamento permite al director general de
Seguridad dar estas licencias. ¿Sabrás usarla?
—No me hace ninguna gracia llevarla, pero sé cómo usarla.
—Cuando tengamos a Gassiot me la devuelves, la tengo registrada a
mi nombre, procura no cargarte a nadie.
—Tendría que pasar algo muy gordo para sacarla de su funda.
La funda de cuero era doble, tenía un apartado para el cargador, de
forma que podías llevar el arma y el cargador por separado, una tira de
cuero sujeta a la solapa de la funda evitaba que se cayera el arma con un
movimiento o un salto brusco. Mediante una trabilla se podía colgar en el
cinturón y eso hice.
· 155·
No podíamos ir al edificio de la facultad preguntar por él y esperar a
que bajara a la recepción, sabíamos que era muy peligroso y que, seguramente,
llevaba el bisturí asesino encima. La idea policial era arrestarle
sorpresivamente en la facultad de Teología. Evitaríamos el momento de
las clases para impedir que ningún estudiante saliera herido. Gassiot comía
en un pequeño restaurante cercano, detenerle en el momento en el
que entrara o saliera del establecimiento podía poner en peligro a paisanos
-según argot policial- de los alrededores, o a los clientes del restaurante.
Pasadas las 16.30 regresaba y algunos minutos más tarde se reincorporaba
en la biblioteca a su trabajo de clasificación e investigación documental.
El lugar permanecía casi vacío hasta las 17.30 en que llegaban
los primeros profesores y estudiantes para hacer consultas o en busca de
algún volumen. Por eso se eligió a las cinco de la tarde como la hora más
propicia. Las dos dotaciones de coches Z convergerían en las dos fachadas
de la facultad, uno en la principal de la calle Diputación y otro en la
trasera de la calle Balmes. Llegarían sin poner las sirenas y se situarían
discretamente en las puertas para impedir, a partir de las cinco en punto,
cualquier entrada o salida al edificio. Ripoll, tres agentes de paisano y yo
llegaríamos cinco minutos antes, neutralizaríamos cualquier oposición y
rápidamente nos dirigiríamos a la biblioteca, uno de los agentes se quedaría
en la entrada de la sala para evitar la huída. Ripoll y el otro policía
esperarían a que les indicara quién era Gassiot tan pronto entráramos en
la biblioteca, entonces enseñarían sus placas y le detendrían, mientras yo
quedaba en retaguardia, me había advertido Ripoll insistentemente. Todo
dependía, según el plan, de pillarle en la biblioteca, y de que no hubiese
demasiada gente cerca del profesor. La operación había sido bautizada
por la Brigada de Investigación Criminal como: Arrestar al Diablo.
A las cinco menos cinco de la tarde aparecimos en el hall de acceso a
la facultad, uno de los agentes se quedó para dar explicaciones al conserje
y a un jesuita metomentodo, nosotros cuatro nos dirigimos veloces hacia
la biblioteca atravesando el corredor de arcos del primer piso y que daba
al patio central de columnas y palmeras, uno de los policías se quedó en
la puerta para evitar que Gassiot escapara y que nadie entrara. Irrumpimos
en la sala de lectura, estábamos de suerte, Gassiot estaba enfrascado
leyendo en uno de los puntos, un par de sacerdotes también leían, pero
en lugares más cercanos a la puerta de entrada.
—No hay duda es él –dije señalando al pupitre del fondo.
—Quédate aquí –me ordenó Ripoll.
El comisario y el policía restante se encaminaron hacia el profesor.
—Buenas tardes, somos de la Brigada de Investigación Criminal –dijo
Ripoll, mostrando sus credenciales.
—Buenas tardes –contestó Gassiot, incorporándose y quedando de pie
frente a los dos agentes.
—Le ruego que nos acompañe a la comisaría.
Gassiot se mostró tranquilo, incluso sonrió a Enrique. El policía que le
acompañaba sacó unas esposas. Yo permanecía a unos metros observando
la escena, los otros lectores también se habían incorporado de sus butacas
y miraban la acción desde lejos. Apenas pasaban dos minutos de las cinco
de la tarde, las dos dotaciones de los Z ya habrían tomado posiciones. De
repente, Gassiot pegó un brinco, un salto prodigioso impropio de su edad
y de su aparente condición física, superó a Ripoll y con su mano izquierda
golpeó en el rostro del policía de las esposas quien, en un acto reflejo, se
llevó la mano a la cara. En su mano derecha apareció, como por ensalmo,
un bisturí de afilada hoja. Traté de interponerme en su camino, sus
enormes pies le impulsaron como a un jugador de baloncesto en busca de
la canasta y superó mi posición al tiempo que profería un infrahumano
grito. Me giré a tiempo para ver como empujaba al policía de la puerta
y salía veloz de la biblioteca. Corrí en su persecución mientras desbrochaba
la tira de cuero de la funda en un gesto maquinal, entonces grité.
¡Cuidado va armado! Gassiot llegaba a la puerta principal, el policía de la
dotación de Ripoll desenfundó su arma reglamentaria. En los jardines de
acceso dos de sus compañeros uniformados y uno de paisano guardaban
entradas y salidas, Gassiot no tenía escapatoria. El agente de la entrada
lanzó la advertencia de rigor: ¡Alto o disparo! Ripoll y yo escuchamos
la detonación, en aquel momento llegábamos al lugar de los hechos. La
bala se estrelló en una de las paredes a pocos centímetros de la cabeza de
Gassiot, este se giró, su rostro parecía el de una máscara china o japonesa,
el rictus contraído, la lengua fuera como la de un perro apaleado, los ojos
inyectados en sangre. Pegó un prodigioso salto y se estrelló contra uno de
los ventanales de la fachada principal y lo atravesó, los trozos del vitral
salieron despedidos por todo el recinto.
—¡Avise a los del exterior! –gritó Ripoll al policía que había efectuado
el disparo.
Desde otra ventana vimos a Gassiot caer al suelo con ambas piernas
flexionadas, como un atleta que acaba de hacer un doble mortal. Ripoll
le apuntó con su Astra, aunque no pudo disparar porque los dos policías
uniformados se lanzaron sobre el profesor y un tercer agente se incorporó
al grupo. Enrique puso de nuevo el seguro a su arma. El profesor quedaba
oculto entre los tres funcionarios que le sujetaban, antes de que pudiéramos
darnos cuenta se había deshecho del trío y los policías rodaban por
el suelo mientras él huía a grandes saltos, sus gafas de pasta quedaron
tiradas en el jardín y rotos ambos cristales. Salió pitando calle Diputación
abajo y giró en la esquina. Uno de los Z, aparcado en el patio delantero,
arrancó su motor e inició una maniobra para perseguirle, pero tuvo que
ir primero en dirección contraria a la de la huída de Gassiot y girar por
Muntaner hasta encontrar Balmes, para aquel entonces ya había desaparecido.
Los dos coches descendieron por la calle Balmes con las sirenas
puestas, una de las dotaciones examinando a los transeúntes y la otra a los
vehículos. Sin éxito.
Quise situarme en lugar de Gassiot, había golpeado a dos policías
poniendo de manifiesto su culpabilidad, no podía regresar a su casa; su
descripción, nada vulgar, estaría en manos de cualquier policía nacional o
municipal de Barcelona. ¿Dónde podía refugiarse o pedir ayuda? Presumí
que sus horas de libertad estaban contadas.
—Lamento no poder haber sido de más ayuda. –dije a Ripoll y traté
de devolverme el arma.
—No, Jordi, consérvala, Gassiot está libre y no sería de extrañar que
quisiera hacerte una visita.
—A mí tal vez no; sin embargo, podría ocurrírsele pedir ayuda Hipathia.
—Cabe dentro de la posibilidad, enviaré a un policía para que vigile la
casa de tu amiga. También los edificios de Gassiot y de Gabaldá. Llámala
para advertirla.
—Ahora mismo, Enrique, ahora mismo.
Llamé a Hipathia a la biblioteca, le conté someramente lo sucedido
con Gassiot y que la policía le pondría vigilancia frente a su edificio hasta
que lo arrestasen.
—No creo que vaya a casa –repuso Hipathia.
—Es mejor prevenir, cuando termines tomas un taxi y directa a casita.
—Vaya, pareces un novio celoso.
Reí la ocurrencia de mi amiga. Desde la ventana de mi despacho que
daba a la calle Pintor Fortuny, justo encima de la entrada principal, vi
llegar un taxi. Papi, uno de nuestros porteros, se apresuró a abrir la puerta
trasera del vehículo. De él descendieron Backster y su guardaespaldas,
pensé que sí, que tenían toda la pinta de ser agentes de la CIA. Me prometí
asistir a la conferencia que tenía que dar mi cliente al día siguiente
en la Cámara.

La historia de un demonio

Barcelona, julio de 1971

El profesor Gassiot detuvo un taxi en la plaza Urquinaona, estaba
exhausto, con una veloz carrera había escapado de cerco, el eco de
las sirenas policiales podía oírse atravesando la plaza de Catalunya
y bajando por Vía Layetana. Lo primero que hizo, después de recuperar
el aliento, fue llamar al rector de su facultad y contarle que la policía
había tratado de arrestarle y era muy probable, mintió, que fuese por su
pensamiento político contrario al Régimen. Le rogaba su intervención.
—Escóndase por esta noche, haré unas llamadas, póngase en contacto
conmigo mañana por la mañana.
Gassiot colgó el teléfono y se quedó pensando a dónde podía ir. Unos
nudillos golpeando la cabina le sacaron de su ensoñación, el corazón le
dio un brinco.
—¿Ha terminado? –dijo una mujer al otro lado del cristal.
No respondió, se limitó a salir de la cabina con el rostro semioculto
por la solapa de su americana. Paró un taxi y le dio una dirección en Pedralbes.
Veinte minutos después el vehículo le dejaba frente a un edificio
de oficinas. Pagó la carrera y se dirigió a la entrada. En cuanto el taxi se
alejó atravesó la Diagonal y buscó el edificio donde habitaba Gabaldá.
Observó a un hombre con aspecto de policía secreta vigilando la calle. Se
detuvo. El agente efectuaba pequeñas rondas frente al inmueble controlando
la entrada. Prefirió alejarse unos metros hasta el acceso a los garajes.
El complejo de viviendas era amplio y el trajín del parking privado
bastante intenso durante aquellas horas. Se ocultó aguardando ver llegar
el coche de Gabaldá. La espera le dio tiempo a rememorar cómo se conocieron
y las circunstancias que le habían llevado hasta allí.
Fue apenas iniciado el año. Gabaldá fue a verle a la facultad.
—¿Profesor Gassiot?, mi nombre es Carles Gabaldá.
—He oído hablar mucho de usted, señor Gabaldá, ¿en qué puedo ayudarle?
—Vera, sé que es usted especialista en demonología y que su talante
es muy abierto respecto a esa materia.
— Si lo que quiere preguntarme, amigo Gabaldá, es si estudio y creo
en el diablo, debo responderle que soy un experto, tal vez el mejor.
—Me alegra oír eso. Voy a contarle una historia que necesita de su
franca credibilidad.
—Le aseguro que tendrá que ser muy buena para sorprenderme.
—Y yo le aseguro que lo es…
Gabaldá refirió punto por punto el pacto con Satán, sus consecuencias
y el deseo de romperlo por parte de los cinco. Gassiot escuchó atentamente,
aquella historia le fascinó. Hacía años que investigaba estos casos,
pero ese relato colmaba todas sus expectativas.
—¿Cómo puedo saber que no es usted un alucinado? –preguntó.
—Puede comprobar toda la historia, si lo desea.
Gassiot no cabía en sí de gozo; ahora comprendía el interés de Joan Deulovol por el Codex Gigas, un códice del que Gassiot presumía ser un experto. A pesar de que Deulovol podría llegar a ser arzobispo de Barcelona y los otros cuatro a protagonistas influyentes en la vida económica y política
de la ciudad, él tenía aquello por lo que los demás suspiraban, les había tomado la delantera en las investigaciones. Sí, él, Albert Gassiot, el mejor conocedor del diablo, tenía en su poder el conjuro arrancado del códice que permitía romper un pacto con Mefistófeles. Lo había encontrado de una forma casual hacia unos años en la biblioteca de la calle Egipcíacas. No le fue difícil deslumbrar a la bibliotecaria, una joven deseosa de saber y de experimentar, y cautivarla para poder sustraer el documento a sus espaldas y sustituirlo por otro fútil de la biblioteca del Seminario que cumpliera con los requisitos de búsqueda y codificación de la evocación satánica. Ahora, la portentosa historia de Gabaldá, le confirmaba la existencia real y viva de una quimera que había estado buscando durante mucho tiempo.
—No me hace falta, Gabaldá, su historia tiene toda la pinta de ser
cierta. Pero, ¿por qué me la ha contado?
—Sé y no me pregunte cómo, que usted tiene en su poder un conjuro
de un antiguo códice que permite romper un pacto con el diablo.
—Eso es mucho suponer.
—No tanto, yo deseo romper aquel pacto y sé que, como entonces,
tendré que hacer otra prueba de maldad.
—Efectivamente, para romper ese pacto, Satanás tendrá que ver un
gesto muy especial por su parte, puede ser su suicidio, la muerte de quién
considere su maestro o…
—O darle cuatro almas por la mía –dijo Gabaldá.
—Eso sería una buena propuesta para Belcebú.
Gassiot volvió a la realidad, había pasado más de una hora y seguía
esperando. El policía también seguía en su puesto. Sé preguntó cuánto
más tendría que esperar. Su mente regresó al momento en que aceptó la
propuesta de Gabaldá y se dispuso a preparar el sortilegio. Nadie, que él
supiera, había realizado algo similar en tiempos modernos, iba a ser el
primero en contactar con el diablo. Cada día que pasaba se sentía más cerca
de Satanás, más compenetrado con el Príncipe de los Infiernos. Llegó a
la conclusión de que su cuerpo deforme no era fruto de un mal hereditario
ni de una malformación del tejido conectivo, sus huesos infrahumanos,
como le habían dicho los médicos, los sentía ahora elásticos, capaces de
realizar prodigios y su mente estaba clara y rápida. Se sentía más especial
que de costumbre, más sabio y con más poder. Quería ser el mismísimo
diablo, por eso le propuso a Gabaldá ser él, personalmente, quien recaudara
las almas para romper con el pacto.
El ruido de un automóvil distrajo su atención. Era Gabaldá. Le vio
sacar la mano por la ventanilla y girar el llavín en la cerradura de la puerta
basculante, esta se abrió obediente y el Mercedes entró hacia su plaza de
parking. Antes de que la puerta regresara a su posición, Gassiot se coló en
el garaje y se plantó frente a Gabaldá.
—¡Gassiot, que hace usted aquí!
—La policía anda tras mis talones. Necesito un lugar para pasar la
noche.
—Creí que podría esconderse en el infierno –dijo Gabaldá con doble
intención.
Carles Gabaldá miró con cierto desprecio a su interlocutor. ¡Qué
distinto de la última vez que estuvieron juntos! Ahora tenía ante sí un
hombre agobiado y temeroso. En su postrer encuentro, Gassiot, se había
mostrado poderoso y prepotente, tanto, que no le cupo ninguna duda creer
que estaba poseído. Entonces, el profesor actuó como un ser demoníaco,
magno y crecido, leyendo el conjuro con voz grave y profunda, moviendo
sus largas manos como si ondulara el aire, con la pose de un maestro de
ceremonias demoníaco; prometiendo al Señor de los infiernos las cuatro
almas para romper el pacto, mientras las luces de las velas se inclinaban
todas en un mismo sentido y cambiaban al unísono de orientación como
si recibieran aliento de algo desconocido. Tuvieron la sensación de estar
envueltos en llamas. En aquellos momentos, Gassiot era la encarnación
de un sacerdote de misa negra que gestionaba los asuntos del diablo como
propios. Sin embargo, ahora, le parecía un ser pequeño y miedoso.
—¿Por qué debería ayudarte? –oso preguntar.
De un salto, Gassiot se encaramó al techo del Mercedes, su cara se iluminó
como por encanto y su cuerpo tomó una dimensión distinta. Ilusoriamente
era una metamorfosis total que encogió el órgano que Gabaldá
tenía por corazón.
—No te confundas Gabaldá, él está en mí.
—Tengo un piso en el barrio de Sants –balbuceó-. Nadie, excepto yo,
conoce su existencia, ni siquiera mi familia. Puedes pasar la noche allí.
Hay comida en la nevera.
—De acuerdo –respondió Gassiot.
Gabaldá abrió de nuevo el coche, se inclinó frente a la guantera y
extrajo de ella un juego de llaves. Luego garabateó sobre un papel la dirección
del apartamento.
—Ahora abre la puerta del garaje, espera que se aleje el policía y avísame
cuando pueda salir sin peligro –dijo Gassiot.
Gabaldá cumplió al pie de la letra las órdenes de Gassiot. Quien salió
disparado en cuanto tuvo ocasión. Ya en la calle se alejó a pie del lugar,
primero despacio, luego apresuró el paso. Dedujo que la policía podía
haber alertado a los taxistas y decidió tomar el metro.
Mientras tanto, Gabaldá se dirigió veloz al policía de guardia.
—Soy Carles Gabaldá, suba a mi casa, debo hablar con su jefe inmediatamente.
El agente llamó a la comisaria de Doctor Dou, en cuanto se puso el
comisario le pasó el teléfono a Gabaldá.
—¿Ripoll?, el profesor ha estado aquí… sí, me ha amenazado y he
tenido que prestarle mi apartamento de Sants… No, no me moveré. Le
paso la dirección…
Ripoll, montó el dispositivo para la detención de Gassiot, dos unidades
móviles de la policía se dirigieron al domicilio que Gabaldá les había
proporcionado. En aquel mismo momento, el interfecto trataba de pasar
desapercibido en el andén de transbordo del metro.
Llegó a la dirección de Sants pasadas las nueve de la noche de aquella
tarde llena de sobresaltos. Buscó la casa, introdujo el llavín en la cerra·
dura, el portal estaba casi a oscuras, tenuemente iluminado en su parte
delantera por la claridad que todavía llegaba de la calle y en sombras
en la parte del ascensor. La falta de sus gafas le hizo vacilar dentro del
sombrío portal. Trató de buscar el interruptor, dos pistolas Astra le apuntaron
directamente a la cabeza, oyó la voz de Ripoll repitiendo una letanía
policial en la que le anunciaba que estaba detenido por orden judicial, un
tercer hombre le inmovilizó. Notó el contacto frío de las esposas en sus
muñecas y se rindió.

Rituales de exorcismo
Rambla Catalunya años 70, foto: Catalá Roca
Enrique Ripoll
Foto de la novela de @books zen

Los infinitos nombres del diablo. Decimoctava entrega, donde se cuenta de nuevo sobre el diablo y sobre clientes del Manila Hotal

En la piel del diablo


Barcelona, julio 1971

Decidimos resolver de una vez el misterio antes de que Gabaldá
fuese asesinado. Era más una cuestión policial y humana que
apego por salvar la vida del personaje en cuestión. Le propuse a
Ripoll una reunión sin límite de tiempo y contar con la presencia de Félix
Nogal para las aportaciones extrasensoriales. Nos sentamos los tres en mi
despacho en sendos butacones, teníamos que estar cómodos y bien pertrechados
para un largo debate. Está comprobado que el alcohol nubla las
ideas; no obstante, en pequeñas cantidades pueda dar una visión distinta
de las cosas y nosotros la necesitábamos. Así que nos suministramos de
una botella de J&B y otra de Macallan y provisiones hielo y agua. Ninguno
de los tres fumábamos por lo que nos aseguramos de un ambiente
saludable y respirable. Las americanas colgaban del perchero, incluso la
sobaquera de piel de Ripoll con su Astra reglamentaria; en previsión de
sustos innecesarios, Ripoll, mantuvo el cargador en el bolsillo y, aunque
las armas las cargue el diablo, le iba a ser difícil meterle mano al bolsillo
del pantalón del comisario.
—Gracias a los dos por haber venido –les dije-. Tengo una teoría que
quiero compartir con vosotros y que nos puede ayudar a resolver el caso.
Ripoll y Nogal afirmaron con la cabeza dándome su beneplácito. Bebieron
sendos tragos de whisky, me di cuenta que tendría que ser rápido
en mi exposición si pretendía que encontráramos al asesino antes de ponernos
a cantar el Asturias patria querida.
—Trataré de ser breve. Este caso nos ha llevado de cabeza porque
hemos sido racionales. Sin embargo, debemos dejar por unos momentos
la razón de lado.
—¿Dónde quieres llegar?, Jorge –preguntó Ripoll.
—Os pido que dejéis de razonar como policía y pensador, quiero que
os abstraigáis y abráis vuestra imaginación.
Se acomodaron en sus sillones a la espera de alguna explicación estrafalaria.
—Imaginemos que todo fue verdad y que, Satanás, hizo un pacto de sangre con aquellos cinco canallas y que para confirmarlo debían abusar de María. Así evitaron ser fusilados por los republicanos, conseguir sobrevivir a la guerra y alcanzar puestos importantes en la sociedad. Tres de ellos ingresan en el Opus Dei y confiesan su pacto, buscando una solución que les permita romperlo. La Obra le pide a Miquel Torras que investigue sobre esa posibilidad, lo envían a Roma a estudiar todo lo que sabe la Iglesia Católica
al respecto. Incluso el tema de los exorcismos con el padre Gabriele Amorth, el mejor. En sus averiguaciones llega a conocer la existencia del Codex Gigas, su creación puede ser una fábula, pero sus contenidos son reales y entre ellos hay un conjuro para romper un pacto con Mefistófeles. Hay precedentes en la literatura, la leyenda, y en las historias no oficiales, para creer que hubo otros pactos que se rompieron. El Opus lo acepta a pies juntillas, y considera que es muy importante hacerse con el documento.
Mis compañeros empezaron a mostrarse más que interesados con mi
historia y en llenar de nuevo sus vasos. Proseguí.
—El Diablo, Satanás, el Maligno o como se llame la criatura, es invocada
por Gabaldá y le cuenta que sus antiguos compañeros quieren romper
el acuerdo. El Señor del Averno le propone que sea él quién recupere
su alma matando a los otros. No hace falta que lo haga en persona, sólo
con desearlo sus compinches morirán, como en el inicio de la Barca sin
pescador, de Alejandro Casona.
—Espera, espera –dijo Ripoll, yo no he leído ese libro…
—Es una obra de teatro y no os voy a contar todo el libreto, es sobre
una hipótesis atribuida a Rousseau que plantea en una de sus metáforas,
El Mandarín, y que abre en el lector una disyuntiva moral. Casona la
incluía en los programas de la representación de la obra con un texto de
Chateaubriand que, más o menos, decía:
En el más remoto confín de China vive un mandarín inmensamente
rico, al que nunca hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Sí
pudiéramos heredar su fortuna y para hacerle morir bastara apretar un botón
sin que nadie lo supiese
… ¿quién de nosotros no apretaría ese botón?
—Tentadora propuesta –dijo Nogal.
—Matar apretando un botón o haciendo sonar una campanilla, el sueño
de todo asesino –apuntó Ripoll.
—Gabaldá es un hombre sin moral e incapaz de comprender el dolor ajeno y acepta la propuesta del diablo. Y entonces empiezan las muertes –dije con entusiasmo-, la primera la de Camperol, aparentemente fortuita, pero que al final estoy seguro de que descubriremos que fue provocada. Era el primer aviso. Torras, Gabriele para el Opus, decide ir a Estocolmo para revisar el códice y el diablo lo mata a pocos metros del hotel. Joan Deulovol, por su cuenta, está investigando desde los archivos arzobispales la existencia
del conjuro. Satán no deja que continúe y le cercena la cabeza. Ramón Pagés es el último miembro del grupo que sigue confiando en las gestiones de la Obra, está demasiado nervioso y le es fácil a la Bestia pillarlo en el mirador de la basílica, le empuja y termina con él. Al diablo no le importa absolver a Gabaldá, sabe que le será más útil en la política: prevaricaciones,
corrupciones, robos, mentiras, falsedades y sobre todo, una legión de
partidarios y muchos hijos para que sigan con su criminal legado. Todo ello camuflado en un extremado catolicismo y en un irrefutable nacionalismo.
Miré a mis amigos, ahogaban su incredulidad entre sorbos de whisky.
Su rostro expresaba todas las dudas del mundo. No les dejé intervenir.
—Ahora quiero que volváis a la razón. Como en una ecuación, cambiad
la x de diablo por la y de asesino. Imaginad que alguien cree que es
un ser diabólico, imaginad a un esquizofrénico cuya personalidad dominante
es la del mismísimo Satanás. O, simplemente, un loco de atar. Un
maniático zurdo de manos grandes, inhumanas, que dejan huella en el
pecho de Pagés, un chiflado que corta la cabeza a Deulovol y apuñala
a Torras con un bisturí… y lo hace con la mano izquierda. Alguien con
conocimientos suficientes para «ayudar» a morir a Camperol. Alguien
que conoce la existencia del Codex Gigas y que tiene acceso o posee el
conjuro, que no es extraño verle removiendo legajos y documentos en la
biblioteca de Egipcíacas o en la del Seminario. Un perturbado capaz de
convencer a Gabaldá de que puede romper el pacto con Mefistófeles si
condena a sus compañeros a muerte, unas ejecuciones que él hará con
gusto. Alguien con una enfermedad degenerativa que puede afectar al
corazón y también al tejido conectivo y que tiene prisa por conseguir sus
objetivos antes de que sus dolencias puedan impedírselo. Alguien que
pueda meterse en la piel del diablo porque se siente parte de él.
—Alguien a quién pertenezcan los pelos que encontré –dijo Ripoll.
—Al principio la historia me pareció rocambolesca, pero ahora sospecho
que ese alguien hasta podría haber estado con nosotros en Flix.
–apuntó Nogal.
—¿Y el olor a azufre que perduró durante horas? –inquirió Ripoll.
—Llama al rector de San Justo y Pastor, pregúntale si algún extraño
subió antes que nosotros al mirador, a pesar de estar la torre clausurada
–dije, facilitándole el teléfono de mi mesa.
A los pocos minutos la telefonista preguntaba por Ripoll, había localizado
al rector del santuario. Ripoll tomó el aparato y tras una breve
conversación nos aclaró la situación.
—Efectivamente, antes de subir nosotros, un tipo, haciéndose pasar
por periodista, le pidió al rector permiso para subir a la torre. El sacerdote
no le puso pegas, durante unos veinte minutos estuvo visitando el campanario
y después salió pitando. Era un hombre alto, de rostro alargado y
manos extraordinariamente grandes.
—Y ¿por qué regresa al día siguiente, poniéndose en riesgo? –dijo
Nogal.
—Los asesinos vuelven porque temen haber dejado alguna huella, alguna
prueba o, simplemente, por el morbo de recrear su crimen –le aclaró
Ripoll.
—Eso se va animando. Permitidme que haga una llamada –dije, pidiéndole
a la telefonista que me pusiera con Hipathia.
Escanciamos un poco más de whisky a la espera de que nos comunicaran
con mi amiga. Sonó el teléfono.
—¿Hipathia?, necesito hacerte una pregunta. El compuesto que te hacían
en la herboristería para Gassiot… ¿qué contenía?
—No lo sé –respondió Hipathia-, creo que había azufre, por lo menos
olía mucho a ácido sulfhídrico o a huevos podridos.
—Gracias Hipathia, me has hecho un gran favor.
—¿Me he ganado una cena?
—Sí, claro que sí y de las grandes –respondí.
Me giré hacia mis compañeros.
—Efectivamente, el asesino siempre vuelve al lugar del crimen. Nos
será muy fácil comprobar lo de la barba y si el soldado Gassiot estaba en
Flix durante aquellos hechos del 38.
—Eso será bastante fácil de averiguar –dijo Ripoll.
—Veo que os ha gustado mi historia.
—No está mal –dijo Nogal-, casi es mejor que las mías. Pero quiero
añadir algo, ¿y si en realidad el asesino está poseído por Lucifer?
—Pues entonces tenemos una ecuación con dos incógnitas la x y la y.
—Yo sólo tengo potestad para arrestar a y –respondió Ripoll.
Nos reímos mientras apuramos nuestros vasos. Me congratulé de haber
podido exponer mi teoría sin necesidad de llegar a excesos etílicos.
Las botellas también las carga el diablo. El próximo paso sería comprobar
las pruebas y detener a Gassiot.

Siempre les quedará París


Barcelona, julio 1971

El hotel volvía a estar completo. Centenares de grupos organizados
de turistas pululaban por Barcelona con ganas de descubrir
la ciudad. El Manila hotel se nutría de un par de esos grupos, los
agentes de viajes sólo eran un parte de nuestros parroquianos. La mayoría
de nuestros clientes lo eran por contrataciones individuales o empresariales.
Una de mis preocupaciones, desde que me hice cargo de la dirección,
era la de buscar entidades o sociedades a las que ofrecer los servicios de
nuestro hotel para sus clientes, invitados y empleados. Desde mis tiempos
de jefe de reservas había conservado todos los contactos. Las empresas e
instituciones agradecían esta disponibilidad porque les descargaba de la
búsqueda de hospedaje o restauración para sus convidados. Eso me permitía
tener el hotel casi siempre lleno ya fuese con clubs de fútbol y federaciones
deportivas, directivos y responsables de sociedades importantes,
públicas y privadas, o invitados de entidades oficiales; ese era tipo de
clientes con los que nos asegurábamos el máximo de pernoctaciones. El
sistema tenía su parte delicada porque, al igual que me llenaban el hotel
en las temporadas bajas, en los momentos de mucha ocupación, confiados
en conseguir habitaciones sólo con llamarme o enviarme un fax, me
ponían en serios apuros cuando, con menos de veinticuatro o cuarenta y
ocho horas, reservaban hospedaje para sus compromisos con la seguridad
de que no les fallaría. Mi máxima de satisfacerles me obligaba a exprimir
todas las opciones para no defraudarles nunca.
Cuando la Cámara Oficial de Comercio, Industria y Navegación de
Barcelona, me solicitó un par de habitaciones para el día siguiente y durante
tres noches, no les dije que no. Pero la situación, con el hotel a
rebosar, era complicada. Schnellmann, el jefe de recepción, un suizo afincado
en Barcelona hacía años, meneó su pelada cabeza; su sonrisa fue de
desaprobación. Schnellmann tenía una forma de complacerte, sonriendo,
y también tenía la misma forma para exteriorizar su oposición, con una
sonrisa parecida. Era una media risita en la que enseñaba los alambres
de su puente dentario superior. Sólo tenías que distinguir si la sonrisa era
una o la otra y esta vez no había dudas, no existía ninguna posibilidad
de rascar una habitación y mucho menos, dos. A pesar de ello, le dije
que anotara las reservas de la Cámara a nombre de un conferenciante
norteamericano, míster Backster. Tenía menos de veinticuatro horas para
buscarle alojamiento en el Manila.
La primera habitación podía ser la mía. Tenía la posibilidad de dormir
en casa de mis padres, así que llamé a la gobernanta y le pedí que un
par de camareras hicieran mis maletas y que los mozos lo llevaran todo
al cuarto de equipajes. La segunda iba a ser más complicada, repasé las
reservas pendientes y comprobé que no hubiese ninguna anulación pendiente,
sin suerte. Revisé el listado de clientes. Llegué a la C y… ¡allí
estaba la solución!, ¡míster Collins!
El señor John Collins era un cliente norteamericano de mediana edad,
cada julio reservaba una habitación en el Manila desde hacía una docena
de años. Paralelamente, lord Woolfolk, reservaba la suya para las mismas
fechas, no pedían ni habitaciones contiguas ni en el mismo piso; no
obstante, ya desde el primer año, les veíamos siempre juntos, cenando
en La Parrilla, paseando por la ciudad o en la reserva para espectáculos
nocturnos. Sabíamos que por las noches compartían dormitorio y procuraban
deshacer la cama de la habitación que quedaba desocupada. Ambos
estaban casados, existía una señora Collins y una lady Woolfolk, pero
aquellos quince días de julio eran exclusivamente para ellos dos. Sabía,
por alguna discreta confidencia en el bar del hotel, que se habían conocido
durante la Segunda Guerra Mundial, uno comandando un batallón en
el ejército de Patton; el otro, al mando de una brigada de las divisiones
de Montgomery. Su amistad, forjada en los campos de batalla de Normandía,
se había consolidado en un pequeño hotel de París después de
la liberación de la ciudad. Precisamente ellos me contaron que París, a
pesar de lo que referían las crónicas, había sido liberado la noche del 24
de agosto por republicanos españoles. La Nueve, una de las compañías de
la Segunda División Blindada del general Leclerc, compuesta casi en su
totalidad por españoles, fue la primera que entró en la ciudad. «Deberíais
estar orgullosos», decía Collins. Yo les respondía que, la heroicidad de
La Nueve, tardaría en saberse en una España nada democrática y de me-
moria débil para lo que le convenía al poder. Estas confidencias de media
noche, mientras ellos se miraban tiernamente entre whisky y whisky, me
otorgaban la suficiente confianza para hacerles una propuesta un tanto
temeraria.
Esperanzado, bajé a recepción dispuesto a organizar el cambalache.
—¡Schnellmann!, ¿Tenemos la suite reservada para el señor Houston?
—Sí, reservó una doble para hoy y nosotros le hemos destinado una
suite como cortesía, ya sabes que viene muy a menudo.
—Bien, dígale que esta vez le hemos reservado mi propia habitación.
¿Cuántos días estará?
—Dos, igual que otras veces.
—Estupendo, deje libre la suite. Por favor, avíseme cuando vuelvan
de su paseo los señores Collins y Woolfolk, dígales que les invito a tomar
un whisky en el bar, no me moveré de mi despacho hasta que regresen.
Schnellmann puso cara de banquero suizo cuando le piden la titularidad
de una cuenta y calló su respuesta. No quise adelantarle mi jugada
hasta que la hubiese completado con éxito. En aquel momento la telefonista
me anunció una llamada de Hipathia.
—Hola, Jordi, ¿qué tal esta noche?
—¿Esta noche? –le pregunté
—La cena. ¿No me debes una cena?
—Claro, por supuesto, pero esta noche tengo un lío mayúsculo en el
hotel. Y por no tener, no tengo ni cama, tendré que dormir en casa de mis
padres.
Escuché la carcajada de Hipathia al otro lado del auricular.
—¿Por qué no vienes a dormir a mi casa?, tengo una habitación libre.
—No sé ni a qué hora terminaré.
—No importa, te esperaré despierta.
—De acuerdo, Hipathia, eres una gran amiga.
—Te espero.
Al cabo de una hora me llamó Schnellmann.
— Lord Woolfolk y míster Collins le aguardan en el bar.
—Genial, Schnellmann, ahora bajo.
Los dos amigos estaban haciendo tiempo en la barra frente a tres J&B,
conocían mis gustos… y yo los suyos. Nuestra conversación se prolongó
por espacio de media hora.
—No les pediría este favor si no fuese porque mañana necesito sus
habitaciones, a cambio les instalaré en una magnífica suite.
· 152·
Se miraron como imagino que se miraron en París. Collins tomó la
palabra.
— Lo hacemos porque nos cae muy bien, Brotons, ¿cuándo quiere que
nos traslademos?
—No necesito las habitaciones hasta mañana, aunque la suite está disponible
desde este instante. Ustedes deciden.
Se miraron de nuevo. Sonrieron.
—Ahora mismo prepararemos los equipajes –dijo lord Woolfolk.
—No hace falta, las camareras se ocuparan de todo. Gracias –repetí.
Tuve que contarle un par de veces la operación a Schnellmann. Al
final, sonrió. Era su gesto de aprobación o eso me pareció adivinar. No
quise trasladarme a una de las habitaciones «liberadas» y preferí aceptar
la invitación de mi amiga, con Barcelona llena a rebosar no nos fue difícil
ocupar por aquella noche ambas estancias.
Llegué pasadas la una de la madrugada a casa de Hipathia con un
pijama, una botella de vino, el cepillo de dientes, una camisa para el día
siguiente y hecho unos zorros.
—Un día duro ¿eh? –dijo Hipathia.
—No te lo puedes ni imaginar.
—¿Has cenado?
—Sí, he comido algo mientras preparábamos el menú de mañana.
—¿Quieres contármelo?
Descorché la botella de vino. Hipathia sacó dos copas del aparador.
Dejé que la botella respirara un poco, nos sentamos en el tresillo y serví
el vino.
—Por nosotros –dije.
Brindamos y bebimos un par de sorbos, le conté cómo había ido aquel
largo día. Los ojos se me cerraban. Luché. Hipathia sonreía.
—Anda, vete a la cama, mañana tendrás que estar pronto en el hotel.
—A las ocho –dije, compadeciéndome de mí mismo.
Entré en la habitación de invitados, sábanas limpias y olor a jazmín, sonreí. Las hadas siempre huelen bien. Me embutí en el pijama, me metí en aquella cama de aspecto confortable y lejos del barullo del hotel. Antes de que pudiera conciliar el sueño, Hipathia llamó a la puerta del dormitorio.
—Pasa –dije.
Se sentó al borde de la cama, me removió el pelo como cuando iba a
pedirle las aventuras de Emilio Salgari y me tapó con la sábana. Me sentí
muy cómodo.
—Que descanses –me susurró al oído.
—¡Vaya cita!, ¿querrás volver a verme?
—Claro, ha sido precioso.
Me besó en la mejilla y se alejó con andares de diosa griega. A la mañana
siguiente fui yo quién la besó, dormía relajada y etérea, al igual que
una hada. Se despertó y sonrió.
—¿Has desayunado?
—Lo haré en el hotel. Gracias por todo.
—Gracias a ti, pero me sigues debiendo una cena…
A pesar de mis recelos el Manila seguía en pie. Estaba todo perfecto,
por un momento pensé que no me necesitaban para nada, pero enseguida
empezaron las preguntas, la lista de los líos y los recados de las telefonistas.
Sonreí. No podían pasar sin mí, pensé en un exceso de inmodestia. A eso de las nueve llegaron los clientes norteamericanos acompañados por
un empleado de la Cámara, un hombre locuaz y atento con sus invitados.
Les adjudicamos las habitaciones que nos habían cedido lord Woolfolk y
míster Collins. Una vez acomodados míster Backster y su compañero, me
quedé hablando con el acompañante de la Cámara de Comercio. Era un
tipo regordete de cara redonda y labios carnosos, correctamente vestido,
y muy dicharachero. Aproveché para sonsacarle quiénes eran los clientes.
—Son dos ex agentes de la CIA –dijo sin dudarlo y en voz baja-.
Míster Backster, el más alto de ellos, fue un importante técnico de la
Agencia que desarrolló nuevas técnicas con el polígrafo, viene a dar una
conferencia sobre ello. El otro es su guardaespaldas, estoy seguro de que
sigue siendo un agente en activo, lleva pistola… –sentenció bajando la
voz y temblándole la papada de emoción-. Es una suerte que tuviese dos
habitaciones libres en el Manila. Barcelona está a tope.
—Sí, ha sido una suerte –dije sonriendo.

La Biblia del diablo
Folleto del Manila Hotel. Propiedad del autor.
Lucifer, por Gustavo Doré

Míster Backster, científico de la CIA

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Oficial norteamericano. Segunda Guerra Mundial TVE

Decimoséptima entrega de: Los infinitos nombres del diablo. Esta vez sobre las andanzas del diablo y de encuentros amorosos.

El quinto hombre

Barcelona, mediados de julio, 1971

Nos habíamos quedado sin pistas, salvo los cabellos que encontró
Ripoll en la torre de la basílica de los Santos Justo y Pastor, que
resultaron ser pelos de barba, y el olor a azufre, que persistía
un día después de la muerte de Pagés. Por fortuna todavía teníamos una
posible víctima.
—Esperemos que nos dure –le dije a Ripoll mientras subíamos por
Passeig de Gracià.
—Ese les será más difícil, te aseguro que es un hueso duro de roer.
Carles Gabaldá nos esperaba en una de sus oficinas. El lugar, en teoría
un bufete de abogados, era un caos de mesas de despacho, sillas y archivos.
Advertimos que allí se cocía algo importante. Se trataba del embrión
para la sede de una formación de carácter político. Gabaldá se sentía heredero
del más rancio nacionalismo catalán, incluso a la derecha de la
Lliga de Cambó. La policía sabía que sus huestes se nutrían de apellidos
muy catalanes, los mismos que antes de la guerra contrataban pistoleros y
matones para amedrentar a los sindicalistas o para reventar huelgas. Sus
héroes eran los hermanos Badia. Miguel y Josep Badia fueron dos personajes
del nacionalismo de preguerra que, iluminados por los independentistas
irlandeses, quisieron crear un ejército catalán de corte paramilitar.
Los camisas verdes se instruían militarmente en la sierra de Collserola,
en el Montseny y en el Pirineo. Ambos hermanos murieron a manos de
los anarquistas en la puerta de su casa de la calle Muntaner, apenas tres
meses antes de iniciarse el golpe de estado. Ahora Gabaldá recogía el
testigo, todos aquellos apellidos que le apoyaban -según las pesquisas
policiales- habían combatido con el ejército franquista o habían esperado
escondidos hasta lo que llamaban la «liberación», para denunciar a los
comités obreros que habían gestionado sus empresas y fábricas.
—Fueron los héroes del Estat Català –nos dijo Gabaldá, refiriéndose
a los Badia, al vernos mirar las fotografías antiguas de su entierro donde
cientos de camisas verdes acompañaban a los féretros.
No quise recordarle el uso que hicieron de la bandera de Catalunya
en aquel maldito establo del pueblo de María. Nos llamó la atención una
pizarra en la que había varios calificativos tachados y reescritos, estaba
claro que era la búsqueda de un nombre para la formación de Gabaldá.
Como si leyera nuestro pensamiento nos dio algunas explicaciones.
—Queremos huir de la acepción «democrática» para nuestra formación,
no porque no lo sea, sino porque hay otros grupos como los de Pujol
que manejan este concepto. Nosotros nos llamaremos Conveniencia Unida
para Catalunya, es decir, El CUC. Más pronto que tarde tendremos
una ley de asociaciones políticas.
—Verá señor Gabaldá –dijo Ripoll un tanto nervioso-. Nosotros estamos
aquí…
No le dejó continuar.
—Imagino que vienen a contarme lo de Pagés… un mareo cuando miraba la ciudad desde la torre de San Justo y Pastor, ya lo he leído en los periódicos.
—Usted puede ser el siguiente –dijo Ripoll con la paciencia perdida.
—No lo creo, tengo todavía muchas cosas que hacer, comisario.
—Sí, sobre todo contestarme a unas preguntas.
—Estaba aquí, si es lo que quiere saber, precisamente buscando un
nombre para mi futura asociación política, éramos unos treinta, puede
hablar con cualquiera de ellos.
—No, no voy a preguntarle dónde estaba ni a qué hora volvió a casa…
¿Conoce a Sergio Congost?
La pregunta sorprendió a Gabaldá que puso cara de asombro y negó
con la cabeza.
—No me diga que también ha muerto –dijo con desdén.
La paciencia es una virtud que se pierde en cuanto insultan a nuestra
inteligencia y Gabaldá estaba tensando demasiado la cuerda. Podía mostrarse
indiferente con todo, menos con la consecuencia viva de su canallada.
No me pude contener.
—No, no ha muerto –contesté-. Sigue vivo para poder contar al mundo
lo que hicieron cinco cobardes fascistas con su madre.
Gabaldá enrojeció de ira, él también había perdido su paciencia
porque arrasó los documentos de una de las mesas con la mano derecha,
desperdigando fotos y papeles por el suelo.
—¡A mí no me hable así, Brotons, está usted en mi casa! No sé qué
pinta este hombre, que no es policía ni agente judicial –gritó, dirigiéndose
a Ripoll.
—Es un testigo, Gabaldá, usted no es quién para decirle a la policía
quién debe acompañarle. Por otro lado, no le ha acusado de nada, se ha
limitado a exponer el estado anímico de otro investigado. ¿O es que se ha
dado usted por aludido?
—Les ruego que abandonen el local, salvo que quiera detenerme y
acusarme de algo; ahora mismo llamaré a su superior…
Ya en la calle nos partíamos de risa.
—Ha perdido la paciencia.
—Nosotros también. ¿CUC no quiere decir gusano en catalán? –preguntó
Ripoll.
—Sí, un nombre muy apropiado. Supongo que ahora te pondrá en un
brete con tus jefes.
—No importa, cada vez me parece más culpable.
—Claro, ya no nos queda nadie más –dije casi en soliloquio.
—Ahora ha perdido muchas de sus influencias –continuo Ripoll-, en
la Brigada Política no ven nada bien esos movimientos regionalistas por
muy de derechas y adictos al régimen que sean. A tus «amigos» de la
Social todo lo que huela a catalanismo no les gusta nada, venga de donde
venga. Al alcalde Porcioles ya se le ha llamado la atención más de una vez
y eso que su fidelidad está fuera de toda duda.
—No sólo son ellos Ripoll, son muchos los que luchan para acabar con
la dictadura y por Catalunya. Sindicalistas, obreros, intelectuales; desde
partidos políticos clandestinos, hasta sacerdotes de parroquias obreras.
—Con todos estos líos no me entiendo –dijo Ripoll- . En mis tiempos
era más fácil, rojos o azules. Ahora hay de todo, ¿qué diferencia hay entre
un catalanista o un nacionalista?
—Toda. Un catalanista puede considerarse a alguien que ama a Catalunya
y a sus raíces, respetando el pensamiento ajeno, la pluralidad y
las diversidades; el nacionalista es un supremacista excluyente que odia
a quién no piense como él. O se es patriota como ellos lo entienden o no
se es.
—Más o menos como pensábamos nosotros en la Cruzada…
—Sí, es el mismo talante.
—Entiendo, ¿y qué es un demócrata cristiano? –dijo para provocarme.
—Ya sabes, lo dice la palabra, cristianos de cintura para arriba y demócratas
de cintura para abajo.
Nos partimos de risa. Empezaba a llover, lo que ocurriría después del
diluvio todavía estaba lejos.
Decidimos darle un empujón a la investigación. Para ello teníamos
que conseguir acorralar a Gabaldá. Sabíamos que su tranquilidad no era
un exceso de valentía, sino del que tiene la seguridad de que no puede ser
devorado porque es él el depredador. El hecho de que fuese diestro y que
los golpes de bisturí habían sido hechos por un zurdo, no le excluía como
instigador ni como cómplice.
Mi primera visita fue para Hipathia, quería tranquilizarla. Le conté mi
coloquio con su amigo Gassiot y la plática telefónica con el Opus para
liberarla de los recelos de la Obra. Hipathia se había enterado por los
periódicos de la muerte de Pagés, pero no lo relacionaba con nuestro caso.
—Estuve con tu amigo Gassiot, buff, qué tipo.
—Sigue sin caerte bien ¿eh?
—Lo que no entiendo es cómo podía gustarte, es un pedante, un vanidoso,
con esa nariz tan larga y esa barbita… y sin la gracia de Cyrano de
Bergerac, y esas extremidades, grandes y deformes.
—Gassiot sufre una enfermedad hereditaria que afecta al tejido conectivo
y al corazón –dijo entonces Hipathia.
—No sabía… –repuse, un tanto avergonzado de mis comentarios.
—La sufrieron importantes personajes en distintas formas y complejidades,
entre ellos tu admirado Niccolò Paganini.
—No me había dado cuenta, debería haber caído en ello.
—Yo misma le encargaba un remedio homeopático en la herboristería
de la calle Elisabets, muy cerca de aquí.
—La recuerdo, de niño me pico una abeja y allí me curaron con arcilla.
—¿Qué debo saber de vuestra conversación? –preguntó Hipathia.
—Es posible que un tipo llamado Gabaldá o alguien de parte suya
vengan por aquí con la historia del conjuro del códice, envíales al Seminario
de Gassiot, así te los quitarás de encima.
—¿Sigues creyendo que quieren deshacer un pacto con Belcebú?
—Aunque te parezca ridículo estoy convencido. El tal Gabaldá cree,
a pies juntillas, que el pacto existió y que prevalece vigente. Lo que no
me explico es su aparente tranquilidad, cuando todos sus compañeros han
ido cayendo.

—¿Pensáis que tiene algo que ver con las muertes?
—Seguro, no sabemos si directa o indirectamente. Pagés vivía atemorizado
pese a la ayuda y apoyo del Opus, Gabaldá sigue con su vida y
muy tranquilo…
Nos despedimos en la puerta de la biblioteca. Cuando me había alejado
unos metros me llamó.
—¡Jordi!… ¿Sabes que has crecido mucho estos días?
Sonreí. Mi bibliotecaria favorita seguía estando igual de guapa.
En uno de los momentos de tranquilidad en el trajín constante del hotel,
aproveché para llamar a Guardans.
—Les acompaño el sentimiento por la pérdida de Pagés –dije casi sincero.
—Gracias, Brotons, sabemos que la investigación está en punto muerto,
por eso hemos decidido hacer algunas indagaciones por nuestra cuenta,
tres miembros de la Obra han perdido la vida… y el alma, no lo olvidaremos.
Encontraremos al culpable, sea demonio o humano.
—¿Han hablado con Gabaldá? –pregunté, por el morbo de escuchar
su respuesta.
—No, ahora ya no hace falta, ni puede ni queremos ayudarle –dijo
misterioso.
Comprendí que Gabaldá tenía más enemigos que Satanás y el asesino,
en caso de que fueran tres personalidades distintas. La luna, como en la
canción de Henry Mancini, dibujaba un río de luz que envolvía al edificio
del Manila con un aura argenta, tal vez con intención de protegerlo o de
protegerme.

La última vez que besé a Lilith

Barcelona, julio 1971

Eulalia Camperol, Lilí para los amigos y Lilith para sus incondicionales,
me llamó para tener una nueva cita con derecho a compartir
pecados nada inocentes.
—¿Tienes mucho trabajo para esta noche?
—El que tú me des.
—Te advierto que será considerable y no valen desmayos.
—¿Podré perseguirte por tu camarote?
—El pirata eres tú… es tú elección, las princesas sólo podemos resistirnos.
—Perfecto, si yo escojo, me pido arriba.
—No, Jordi, la cubierta está pedida a ti te toca remar abajo.
—¿Pero no me has dicho que yo decidía?
—No, tú decides si quieres raptarme, pero yo elijo si me dejo raptar.
—De acuerdo –dije conteniendo la risa-. Podíamos quedar en…
—El Boadas, me gustó el combinado –respondió tajante.
Colgué sin poder quitarme la sonrisa del rostro. Los encuentros con
Lilith debían ser así, sin subterfugios o la tomabas como era, o la dejabas.
Además, tenía ganas de estar con ella y resolver mi conflicto moral. ¿Debía
contarle la historia de Sergio Congost? No estaba seguro de poderla
ayudar y, por otro lado, tampoco podía engañarla ocultando aquel secreto
que la había hecho infeliz.
Coincidimos en la puerta de Boadas, los dos llegamos puntuales. Sonreímos,
ninguno de los dos había querido hacer esperar al otro.
—Muchas ganas tienes de raptarme…
—Muchas.
Entramos en el reino de María Dolores, la barra principal estaba llena
de parroquianos y nos acomodamos en una de las laterales.
—¿Qué vais a tomar? –preguntó la mestressa desafiante.
Inquirí a Lilith con gesto divertido.
—A mí me gustaría que me sorprendiera con uno de sus combinados.
Miré a nuestra anfitriona a los ojos, estaba preparada para criticar lo
que yo pidiera fuese lo que fuese. Pero esta vez la sorprendí.
—Dos de lo que tú nos aconsejes, pero con alcohol.
María Dolores se quedó estupefacta y sonrió emocionada.
—¿Lo que yo os aconseje?
—De eso mismo –respondí, haciéndola la más feliz de las mujeres.
Al segundo Cóctel Boadas ya estábamos con aquel puntito de dicha
que da el champán y la buena conversación. Y no sólo gracias al espumoso;
el brandy, el vodka, el azúcar, la angostura y el triple seco, los otros
componentes del combinado, iban haciendo mella en nuestras voluntades
y reforzándolas en nuestro objetivo de embarcarnos juntos aquella noche
en el bajel pirata.
—El hotel está más cerca que tu casa –dije apremiante.
—En mi cama estaremos mejor.
Fin de la discusión, agradecimos a María Dolores sus desvelos y salimos
pitando en busca del taxi más cercano. Por fortuna los taxistas de
Barcelona nunca se fijan en las parejas que aprovechan los trayectos para
besarse apasionadamente, si al final del mismo les das una buena propina.
Subimos a golpe de ascensor y de desabroche. La blusa se abrió para
mostrarme las jarcias de su sujetador y la vela mayor de su falda se elevó
como si Eolo soplara bajo ella. Puse rumbo a la isla del tesoro y el galeón
se detuvo en el sexto piso. Abrimos la puerta de su apartamento, ya
medio desnudos. Tropezando con mis pantalones bajados a la altura de
las pantorrillas y sin dejar de besarnos, tomamos rumbo a su espléndida
cama; un mar de sensaciones nos esperaba. La travesía fue infinita hasta
el encuentro con Morfeo. Nos despertamos el uno pegado al otro. No me
atrevía a preguntarle si había roncado porque sabía de sobras la respuesta.
En la penumbra de su habitación, seguro ya de que nuestras naves habían
plegado velas por aquella noche, me sinceré con Lilith.
—He de contarte algo.
—Lo que tú quieras cariño, lo que no puedo asegurarte es que te crea
–dijo, partiéndose de risa.
—No, en serio Eulalia…
—Uy, si me llamas por mi nombre de pasaporte me da mucho miedo.
—Verás, he conocido a Sergio Congost.
Ella guardó silencio, no podía apreciarlo, pero imaginé que había mudado
el rostro. Se libró de mi abrazó y quedó en decúbito supino mirando
al techo.
—¿Quieres que te lo cuente?
—No, no quiero saber nada de él –susurró-. ¿Cómo le localizaste?
—No fui yo, fue él. Vino a contarme una vieja historia…
—No quiero saberla.
—A pesar de todo, quiero contártela.
— Haz lo que quieras, pero luego, lárgate.
—No me andaré con rodeos, Sergio es hijo de María Congost, una
mujer de un pueblecito cercano a Flix.
—¿Y?
—Esa mujer fue violada durante la ocupación de los nacionales por tu
padre y cuatro fascistas más. Sergio es el fruto de aquella canallada.
Oí su silencio transformado en una respiración profunda, después de una eternidad de algunos minutos se sentó en la cama. Sus hermosos pechos
quedaron libres al caer la sábana, la luna jugaba con ellos al contraluz.
—¿Cómo supiste…?
—Sergio estaba entre la lista de los sospechosos por la muerte de tu
padre y de los otros tres.
— ¿Estaba?
—Si sus coartadas son muy sólidas.
Le conté toda la conversación con Sergio Congost, incluida la visita
y las recomendaciones de Camperol. Incluso la ayuda económica que,
durante años, recibió Sergio sin saberlo.
—Quiere hablar contigo y contarte el porqué de su abandono.
—Me temo que ya es tarde.
—Él no tuvo la culpa, dale la oportunidad de explicarse.
—¿Y eres tú quién me lo pide?
—Sí, princesa. Tienes que enfrentarte al pasado y también al futuro.
—¿No tienes miedo a perderme?
—Tengo más miedo a que pienses en otro mientras me besas.
No dijo nada más durante un largo rato.
—Dale mi teléfono –dijo al fin.
—¿No prefieres llamarle tú?
—No, todavía me debe la respuesta a mi carta.
Nos besamos en la puerta de su piso esperando la llegada del ascensor.
Fue un beso pasional, pero con un componente amargo a despedida.
Pasaron unos largos días, tuve muchas ganas de llamarla y preguntarle
cómo había ido con Sergio. Sin embargo, me contuve. Ella llamaría si
tenía que decirme algo. En algunos momentos pensé que aquel beso en la
puerta del ascensor podía haber sido el último.
Aquella mañana recibí su llamada, quería verme, pero no en Boadas ni
en otro bar. Le propuse que viniera a mi despacho. Quedamos a las nueve
de la noche. Apareció radiante, guapa de veras, con un conjunto de los
caros, probablemente de Chanel.
—¿Quieres tomar algo?, tenemos bármanes tan buenos como los de
Boadas.
—No, Jordi, no quiero nada. He venido a contarte mi encuentro con Sergio.
La miré a los ojos, no podía adivinar si estaba feliz o insatisfecha, su
cara era indescifrable como el día del entierro de su padre. Se subió un
poco la falda para sentirse más cómoda.
—Quedamos en mi casa. Dijo que compró un ramo de rosas, pero que
le pareció ridículo y las había tirado en una papelera cercana. No sabía la
forma de enfocar su explicación. Se lo puse fácil para que el instante pasará
rápido. Una vez superado el primer momento, volví a ver al hombre
del que había estado tan enamorada, los mismos gestos y el mismo miedo
a mi padre, que podía ser el suyo. Lloró, lloró más que yo y pidió perdón
un montón de veces. Traté de consolarle y… no sé cómo paso, pero me
acosté con él.
Sentí una especie de escalofrío, algo de rabia y un poco de celos. Ella
continuó.
—Después de amarnos le vino una especie de arrepentimiento. «Podríamos
ser hermanos», dijo. «Sólo hay un veinte por ciento de posibilidades
», le contesté. «Sin embargo, podría ser», insistió, como si en vez de
mi hermano fuese mi padre. «Por qué no te lo preguntaste hace una hora»,
le repuse. Él bajó la cabeza y trató de justificarse, no acepté sus excusas y
salió de mi apartamento cabizbajo y dolido.
—Le pudo la posibilidad de que fuerais hermanos.
—¿Y qué importaba a esas alturas?
—Pero ¿le quieres? –pregunté.
—Sí, pero como a otro amante casual, no puedo volver a amarle como
entonces. Soy hasta capaz de olvidar que puede, remotamente, ser mi
hermano; aunque no puedo aceptarle como el hombre de mi vida. Aquello
se acabó.
—¿Y ahora que harás?
Me miró con esa elegancia natural que poseía, ladeó su melena de
tonos rojizos y dijo:
—Llamarte cuando te eche de menos.
—Sí, pero me pido cubierta –dije más contento que unas Pascuas.
—Eso ya lo veremos…
Se marchó después de besarme con fogosidad, la abracé tratando de
no arrugarle el Chanel. Me había equivocado, aquel beso del ascensor no
había sido ni sería el último.

El diablo vigilando el Manila Hotel. Dibujo de Anii Dream
Boadas. María Dolores.
Besos con Ruth
Foto Nanane

Decimosexta entrega de: «Los infinitos nombres del diablo». De campanarios y lugares del Barrio Gótico de Barcelona

Los campanarios de Barcelona

Barcelona, julio de 1971

Sería medianoche cuando me llamó Ripoll, cogí el teléfono en La
Parrilla, andaba comentando con el chef los pormenores de la cena
y que siguiera las recomendaciones que habíamos acordado.
—¿Jorge?… Todo está pasando en mi distrito, parece la casa de los
horrores.
Esperé a que el chef se alejara para preguntar a Ripoll qué ocurría;
no me dio tiempo, desde el otro lado del auricular oí su carraspeo y su
exclamación.
—¡Se han cargado a Pagés, o se lo han cargado o se ha suicidado!
—¿Estás seguro?
—Hombre, muy guapo no ha quedado, pero hemos confirmado que es
él. Ha caído desde la torre de la basílica de San Justo y Pastor. Treinta y
cinco metros de vuelo. Murió en el acto.
—¿Qué dirán esta vez los periódicos?
—No lo sé. Si es un suicidio los del Opus no querrán admitirlo y si
ha sido empujado, tampoco. Aunque los de la autopsia aseguran que hay
ciertas marcas en el tórax que sugieren un fuerte golpe.
—¿Piensas en Sergio Congost?
—Hemos hecho indagaciones, es quién creemos, en cuanto a lo de
hoy, Congost ha pasado todo el día en el Hospital del Mar. A la hora del
deceso estaba operando.
—Nos estamos quedando sin sospechosos –dije contrariado.
—Como tú dices… siempre nos quedará Satán.
—Habrá que tenderle una trampa. ¿Cómo se pesca al diablo?
—Con un político, son los más afines –río Ripoll.
—Nuestro quinto hombre lo es y de los importantes…
—Y de los más cabrones –matizó el comisario. Quiero regresar esta
tarde al lugar de los hechos, podría encontrar nuevas pistas ¿te apuntas?
—Claro, no me iba a perder.
Quedamos a la misma hora en que sucedió el accidente, valía la pena
valorar el momento de luz y el último paisaje que vio Pagés, eso nos ayudaría
a reconstruir la escena.
La basílica de los Mártires Justo y Pastor olía a humedad y a cirio, a
leyenda y a rezo. Algunos fieles permanecían sentados o arrodillados en
oración. El rector de la basílica se deshacía en explicaciones.
— No nos dimos cuenta de que todavía quedaba un feligrés, siempre
advertimos del cierre, no sé por qué no nos oyó.
—Nos gustaría subir al mirador de la torre –dijo Ripoll.
—Claro, claro… síganme.
Pasamos por debajo de las cintas de prohibido el paso que habían colocado
los hombres de Ripoll. Subimos por la escalera de caracol, ciento
setenta y cuatro escalones nos conducirían a lo alto del campanario. Oía a
mi espalda los resoplidos y maldiciones de Ripoll. Llegamos a la terraza
del carillón. Egidia, Pastora, Justa y Montserrada, las cuatro campanas de
la iglesia, nos vieron ascender el último tramo, la puerta de acceso al mirador
permanecía abierta, me pareció que olía a azufre. Salimos, la terraza
ofrecía una vista espectacular a los cuatro puntos cardinales. La baranda
de piedra sólo llegaba hasta la rodilla. Era fácil perder el equilibrio y caer,
y mucho más fácil si recibíamos un inesperado empujón.
—Hemos calculado, por la posición del cadáver y lugar en que cayó
a la plaza, que fue desde este punto donde se precipito al vacío –dijo
Ripoll-. No hemos encontrado huellas de zapatos ni señales que indiquen
que hubiese lucha o que fuese arrastrado hasta la baranda, salvo las
marcas en el pecho.
—¿Eran de manos o de garras?
—Si eran garras no le hirieron y si eran manos eran muy grandes, la
contusión pectoral, además de fuerte, era amplia.
Miramos con detalle en el quicio de la puerta de entrada, en las piezas
del arco y en el suelo. Nada, aparentemente. Ripoll, pese a que la luz declinaba,
descubrió unos pelos en el piso.
—Pueden ser de cualquiera de los que ayer estuvimos aquí… No obstante,
me los llevaré al laboratorio.
—¿Sabes que he notado olor a azufre?
—Yo también, pero no he querido decirte nada al respecto para que no
siguieras con tus disparatadas teorías.
— No son mías, Enrique-dije, mientras olisqueaba alrededor.
— La verdad, es que sí, que huele raro –confirmó Ripoll.
— Así que tenemos un asesino que huele fatal, pierde pelo y empuja
con decisión.
—No, todavía no lo tenemos.
—Entonces, ¿a que esperamos?, nos queda sólo una pieza del quinteto-
dije convencido.
Ya en el hotel, tomándome un café con Félix Nogal, le conté la muerte
de Pagés; tampoco él pudo aportarme nada al respecto.
—No puedo tener percepciones si lo sucedido es dentro de un templo
o en sus inmediaciones. Cualquier religión protege sus misterios con la
propia consagración de sus lugares de culto, la cristiana o la judía las que
más; es como si tuviesen un aura protectora.
—Entonces no «viste» nada de lo acontecido.
—Yo no he dicho eso, he tratado de estar conectado a esos hombres
desde que me lo dijiste, Jordi. Con Pagés ha sucedido algo muy especial,
no he podido presentir su muerte, en cambio sé que las manos que le empujaron
no eran humanas.
— No me digas, a ver cómo se lo cuento a Ripoll.
Un par de días después, sobre las siete de la tarde, recibí una inesperada
visita. Se trataba de Sergio Congost, quería preguntar sobre el precio
de los menús para una cena de facultativos. Le recibí en La Parrilla, era
el sitio más adecuado para hablar de banquetes, si tenía alguna duda podía
consultar con el chef que andaba preparando la carta de la cena. Hablamos
de distintos platos y acompañamientos. Sergio Congost era un tipo
alto, de anchas espaldas y rostro atractivo, podía pasar por un galán de
cine. No aparentaba los treinta y dos años que tenía, parecía un jovencito
recién salido de la facultad. Tenía el pelo moreno, algo ondulado, con prematuras
entradas. Una pequeña cicatriz en la frente y su estampa, le daban
un aire de luchador o de gladiador. Sus manos de pianista, dedos largos,
sin nudos, de cuidadas uñas, se movían con cierto nerviosismo al escuchar
cualquiera de mis comentarios. Vestía un elegante traje a medida,
por las hechuras deduje que podría ser una pieza de Cortefiel, de la nueva
sastrería Aramis en Rambla Catalunya o incluso de Gilbert Batet, uno de
los sastres más prestigiosos de la ciudad. Advertí que lo de los menús era
lo de menos, me estaba examinando, tanto como yo a él. Su interés por el
banquete de los colegas era sincero, pero vino solo y eso me demostraba
su deseo de juzgarme a placer. Cerramos un menú de treinta comensales
para el último viernes de julio.
—Es una cena de vacaciones, si es que al final alguno de nosotros
puede disfrutarlas –dijo.
—¿Mucho trabajo en el hospital?
—Sí, supongo que sabe lo que está ocurriendo. Lo tenemos todo controlado,
hay numerosos pacientes reales y otros que tienen todos los síntomas
imaginarios, pero a los que también tenemos que atender.
—¿Me permite una pregunta?
—Claro, Brotons, trataré de responderle.
—¿Por qué el Manila? En la Barceloneta hay magníficos restaurantes,
a dos pasos del Hospital del Mar, el Siete Puertas de la plaza Palacio, está
a menos de diez minutos. ¿Por qué aquí?
—Es un buen hotel con un celebrado restaurante. Además, quería conocerle.
Guardé los presupuestos en una carpeta, me giré hacia un camarero
que andaba preparando las mesas para la cena.
—Por favor, José, tráenos… ¿Qué quiere tomar?-pregunté a Congost.
—Lo mismo que usted, Brotons.
—Dos de los míos, José –le confirmé al camarero.
El camarero trajo los dos J&B con los requisitos pertinentes y una
sonrisa, les gustaba servir al jefe y luego contar que yo había bebido el
doble de lo que realmente había trasegado. Nunca supe si eso era así para
darme una fama que no merecía, o aprovechaban también para hacerle los
honores al whisky entre bambalinas.
—Verá, Brotons –dijo, después del primer sorbo-. Ya sé que ando en la
lista de sospechosos del comisario Ripoll. Me he dado cuenta de que me
siguen y preguntan por mí al personal del hospital. Mi madre me comentó
que la habían visitado y, poco después, aparecieron los hombres de la
gabardina a mis espaldas.
—Muy raro, ha llovido poco estos días.
—Ya me entiende, eran los hombres de Ripoll. No me extrañó, doy
todos los síntomas. Aunque le aseguro que no soy el hombre que buscan,
pero tampoco tan inocente…
Confieso que me emocioné, detrás de sus palabras había algo que no
sabíamos y estaba a punto de ser revelado. Bebí un largo trago y le pedí
que continuara. Los camareros habían terminado ya de montar las mesas,
faltaba más de una hora para que apareciera el primer cliente.
—No lo soy, pero podría haberlo sido. Le voy a contar una larga historia
que seguro le sorprenderá. No sé si les consta que mi madre nunca me
dio el nombre de Robert Camperol ni me contó su historia. Sin embargo,
en un pueblo pequeño siempre hay alguien que está dispuesto a informarte
de lo que no le afecta, sobre todo cuando eres niño. Crecí sabiendo
el chisme que de mi madre narraban, pero su dignidad fue un bálsamo
que me mantuvo indiferente ante los comentarios. Hace unos años, con
no pocos esfuerzos, pudo enviarme a estudiar a Barcelona. Aquí hice el
bachillerato y el preuniversitario, me asombraba que mi madre pudiera
seguir pagando los colegios privados y mi manutención; me habló de la
venta de unas tierras de sus padres, de unos ahorros… Yo, para ayudar
con los gastos, trabajaba de camarero algunas horas en de los bares de
moda de la ciudad. En uno de ellos, ya en último año de carrera, conocí
a una joven de la que me enamoré. Ella tenía diecinueve años y yo veintiocho,
la edad no fue obstáculo para que me correspondiera, tampoco la
diferencia social, era una de las hijas de un rico industrial barcelonés…
Me removí en mi silla, traté de dar un sorbo y uno de los hielos impactó
en mi nariz, unas gotas de whisky cayeron sobre la carpeta de los
presupuestos. Como un estallido en mi mente supe de pronto qué iba a
decirme y él supo por mi cara que lo había adivinado.
—Sí, era ella, su… nuestra amiga, Eulalia Camperol.
Me quedé en silencio. Tenía un montón de preguntas que hacerle, pero
él me las respondió todas con un solo comentario.
—No lo sabía, tampoco lo sospeché cuando me acosté con ella.
—¿Cómo supo quién era su padre?
—Llevábamos más de un año saliendo, su padre se enteró de nuestra
relación e investigo quién era yo. Un día vino a verme al hospital dónde
realizaba las prácticas y me contó toda la historia, incluida la ayuda que
le daba a mi madre para mis estudios. No supe que decirle. Él me pidió
que dejara de verla, el argumento de que podía ser mi hermana cayó sobre
mí como una losa. Las pruebas serológicas pueden determinar el grupo
sanguíneo de una persona basado en los grupos de los padres, pero no son
pruebas concluyentes, tampoco las recientes con la proteína HLA, cuyos
diferentes tipos varían de persona a persona. Hoy, por hoy, no existe todavía
forma de averiguar si somos hermanos.
—Sería un golpe duro tener que renunciar a ella, pero dígame ¿cómo
sabe de mi amistad con Eulalia?
—Ripoll no es el único que tiene informantes.
—Ya, no obstante, todo lo que me ha contado no explica que usted
sepa la personalidad de los asaltantes de su madre.
—Cierto, y eso me obliga a relatarle la otra parte de la historia. Hace
unos meses volví a recibir la visita de Camperol. Me contó la identidad
de los otros violadores y que alguien les había amenazado de muerte a
los cinco. Dedujeron que las amenazas partían de un enemigo común y
los únicos que tenían cuentas pendientes con todos ellos a la vez éramos,
yo… y el diablo. Camperol les tranquilizó asegurándoles que yo desconocía
sus nombres, entre los cinco imaginaron un sistema de alarma para
advertirse mutuamente de algún peligro. A pesar de todo, Camperol no se
quedó tranquilo y pensó que si ellos conocían mi existencia y mi nombre,
alguno de ellos, podría tener tentaciones de eliminarme. Por eso me dio el
nombre de los otros cuatro.
—Rocambolesca historia, Congost, parece más sencillo pensar que es
usted el que se los está cargando –dije, esperando su reacción.
—Supongo que, a estas alturas, ya habrán comprobado mis coartadas.
—En efecto, pero quién tiene informantes también puede tener cómplices…,
porque motivos le sobran.
—Efectivamente –dijo, depositando su vaso vacío sobre la mesa-.
Pero ¿cree usted posible que elija el Manila para cenar si tuviese algo que
ver con la muerte de Camperol o con la de los otros?
—Por lo menos veo tres razones. La primera porque, el nuestro, es un
buen restaurante; la segunda porque siempre se vuelve al lugar del crimen
y la tercera porque se moría por conocerme. Aunque, para su tranquilidad,
no creo que tenga usted nada que ver con esas muertes, a pesar de que
sepa manejar un bisturí.
—Muchas gracias, Brotons, nos veremos el día de la cena-dijo cogiendo
la carpeta con los presupuestos.
—Eso espero –le dije, mientras le acompañaba a la salida.
A la espera del elevador nos escrutamos de nuevo, era como en esos
wésterns americanos de duelo al sol, aunque estuviésemos a cubierto y
atardeciendo. Oímos llegar el ascensor, antes de entrar en él me miró a
los ojos:
—Cuénteselo, Brotons, yo no tengo valor… no sé si querría escucharme.
Entró en el ascensor, encogido como el niño que acaba de contar una
travesura. Desde el campanario de la vecina iglesia del Carmen tocaban
las ocho.

Restaurante La Parrilla del Manila Hotel
CAMPANARIO DE LA CATEDRAL CON UNA DE LAS GÁRGOLAS QUE REPRESENTA UN CARACOL – FOTO AJUNTAMENT DE BARCELONA
Las terrazas de la Catedral de Barcelona. Foto: Catedral de Barcelona
La Basílica catedral del Pí o del Pino. Foto: BCNHorasdeOficina.
Campanario Basílica del Pí. Foto: BCNHorasOficina

El campanario y frontal de la Basílica de la Merçè en Barcelona
Campanario de la Basílica de la Merçè .Foto: Viajabloc
Campanario del Arzobispado de Barcelona. Foto: El País. Aunque así la titula el País, en realidad la foto corresponde a Santa María del Mar
Santa María del Mar Foto:MiBarcelona
DETALLE DEL CAMPANARIO. FOTO: MiBarcelona
Una iglesia del Raval necesita ayuda para salvar sus campanas
Campanas de la parroquia de Mare de Déu del Carme del barrio del Raval. Foto:Llibert Teixidó, para La Vanguardia

Església Betlem - Barcelona.jpg
Iglesia y campanario DE BELÉN EN LAS RAMBLAS DE BARCELONA. Foto: Pere López – Fotografia pròpia.
Crucero y Campanario en la Iglesia de Santa Ana, BARCELONA
Campanario del antiguo monasterio de Santa Ana en Barcelona
Terraza de la Basílica de los Mártires San Justo y Pastor, en los años 70 la barandilla metálica no existía.
Las Piedras de Barcelona: Sants Just i Pastor
Campanario de San Justo y Pastor. Foto: Las Piedras de Barcelona

Decimoquinta entrega del los «Infinitos nombres del diablo». Del año del cólera y de saltos al vacío.

El verano del cólera


Barcelona, 4 de julio de 1971

El domingo día cuatro vi la final de Copa por televisión. Fue un gran
partido entre el Valencia y el Barcelona, el resultado después de
muchas alternativas y una larga prórroga, fue favorable al Barça
con un gol de Ramón Alfonseda, amigo de la infancia con el que había
compartido juegos durante los veranos en Granollers, una población cercana
a Barcelona. Vi el encuentro rodeado de clientes del hotel en el salón
del primer piso, ellos mostraban sus preferencias según afinidades y yo
procuraba mantener una actitud diplomática. Lo importante, además del
éxito de mi amigo, fue la facturación del bar.
Aquella noche recordé la carta que Lilith me había prestado en un
arranque de sinceridad. Busqué en el bolsillo del traje de la noche del
viernes. Extraje el sobre y me dispuse a leer, antes de empezar la lectura
mi mirada se posó en el nombre del destinatario y el corazón me dio un
brinco: Sergio Congost. Ahora entendía muchas cosas, el gran amor de
Lilith era el hijo de María y de alguno de los personajes del quinteto,
incluido Robert Camperol. Leí el contenido de la misiva donde Eulalia
Camperol repetía la exposición de sus sentimientos y no comprendía
su actitud cobarde. «Mi padre no tiene ningún derecho a hacernos tanto
daño», decía en uno de los párrafos. Cuando terminé me sentí abatido,
aquello daba un giro inesperado en nuestras indagaciones. Llamé a Ripoll
y rogándole máxima discreción, le conté mi descubrimiento. Esa información,
decía, colocaba a Sergio Congost, si es que era el mismo, como
favorito en las quinielas. Camperol le había obligado a romper con Eulalia
y no sólo por cuestiones sociales, también porque podría ser su hijo.
Pero, ¿de dónde había sacado Sergio Congost la información?, su madre
nunca le dio el nombre de Camperol y esto había ocasionado el drama con
Eulalia. Ripoll me confirmó que las posibles coartadas de Congost daban
todo el margen para la especulación. Me aseguró que iba a interrogarle
muy pronto y que me informaría de los resultados. Sin embargo, una inesperada
situación retrasaría nuestras pesquisas.
Todo el personal médico quedó alertado, pero no la población. En
la ribera del Jalón hubo un brote de cólera que llegó a Barcelona. Los
enfermos desarrollaban desde casos triviales, sin apenas síntomas o con
diarreas leves, hasta cuadros severos con diarreas intensas. El período
de incubación era de dos o tres días y en los casos graves las abundantes
deposiciones producían una gran deshidratación. Los establecimientos
hoteleros no fuimos, al principio, informados del brote. Noticias procedentes
de distintos ámbitos alertaban a sus entornos. A pesar de todo,
oficialmente no pasaba nada. El miércoles siete, la dirección general de
Sanidad hacía público un comunicado según el cual los datos sobre el
cólera eran producto de una «información tendenciosa de algún periódico
extranjero». «No pasaba nada», aunque las fichas de entrada de extranjeros
eran especialmente controladas por la policía, sobre todo si venían de
África. Ripoll me confirmó que la pandemia de cólera existía y que era
peligrosa.
Tomé todas las medidas posibles. La limpieza de las cocinas y de las
vajillas se extremó. Todo el personal que tocara y manipulara alimentos
tenía que lavarse las manos con jabón concienzudamente y las materias
primas de la cocina debían seguir un riguroso higienizado, las verduras
y legumbres muy cocidas, suprimimos el marisco crudo de la carta. Las
camareras fueron advertidas de que la ropa de cama con restos de excrementos
o de sangre se pusiera en cestas distintas y en la lavandería las
trataran aparte y si alguna resultaba sospechosa fuese quemada. Inventamos
un comité de emergencia, con la idea de una intervención rápida si se
detectaba algún caso. Una de las actuaciones era la de clausurar cualquier
habitación por la que hubiese pasado algún afectado. La idea no era mía
sino de dos cineastas ingleses en un film de 1950 llamado Extraño Suceso,
que desarrollaba una historia inquietante en un hotel de París durante
la Exposición Universal de 1889. No tuvimos que llegar a estos extremos;
no obstante, mantuvimos la guardia durante los tres largos meses que
duraría la alarma.
Sin embargo, la ciudad tuvo muchos casos de afectados y de posibles
infectados. En el Hospital del Mar se abrió una unidad de diagnóstico y
tratamiento del cólera en tres pabellones distintos. Sergio Congost y todo
el personal clínico tuvieron más trabajo que de costumbre. A pesar de las
negaciones a lo evidente del Gobernador Civil, responsable de la salud pública,
al fin recibió de Madrid la orden de vigilar el cumplimiento de las
disposiciones sanitarias y ordenar los servicios oportunos. Más tarde supimos
que hubo más de 400 ingresos hospitalarios y que la cifra oficial de
muertos fue de tres. Ripoll y yo nos preguntábamos por qué la ciudad sufría
una plaga decimonónica. Empezaba todo a ser un poco disparatado. Un
nuevo suceso terminaría por confirmar nuestras controvertidas sospechas.
Al anochecer, Ruth me llamó desde Niza, estaba en la finca de un millonario
entrado en años, pero creso.
—Los periódicos franceses hablan de que hay cólera en Barcelona…
¿Estás bien?
—Bueno, ya sabes que los franceses son muy exagerados, hay algún
caso pero está todo controlado. Estoy muy bien ¿Qué tal la playa?
—Fabulosa, Henry tiene una playita privada a la que se accede desde
su mansión, una maravilla. Nos juntamos más de veinte invitados y él me
dice que yo soy la más guapa.
—Lo creo. Es un tipo con muy buen gusto –contesté riendo.
—Sí, está loco por mí; pero, hasta que no me ponga un anillo de diamantes
y de muchos quilates en el dedo, va a tener que seguir deseándome.
—Me parece muy bien. Ya sabes lo del refrán. Mucho prometer antes
de…
—No, no lo sé. ¿Cómo termina?
—No tiene importancia, es sólo un refrán del pueblo, Henry tampoco
lo entendería.
—Te he comprado un traje precioso, Henry lo vio y me dijo que me
había equivocado de talla, ¿cómo le iba a decir que no era para él?
—Espero que la corbata y camisa que le hagan juego no me cuesten
un mes de sueldo.
—No, esas también te las traigo, pago con la tarjeta de Henry.
No sé si me sentó bien que el tipo que estaba camelando a Ruth pagara
mis regalos. Pese a mis reservas, la veía tan feliz que no le dije nada. Nos
despedimos con millones de besos y con un saludo para Henry, si la cosa
seguía así, estaba condenado a admitirle como amigo. Y aunque perder a
una estupenda amante para ganar un nuevo conocido no me apasionaba,
entendía que mi relación con Ruth estaba basada en dos cosas fundamentales:
complicidad y libertad.

Muchos barceloneses, aprovechando que era verano y ante el peligro
del cólera, enviaron a sus familias fuera de la capital. Algunas gentes de
talente religioso acudían a los templos para rogar no ser contagiados por
la enfermedad, más práctico les hubiese sido vigilar su higiene. Pero,
cada uno, encuentra consuelo donde lo busca. Uno de los penitentes que
confiaba más en lo místico que en lo aséptico era Ramón Pagés. A pesar
de los consejos de Balcells que, desde su sabiduría en patología recomendaba
calma, agua y jabón, Pagés envió a toda su familia a la finca de la
Costa Brava. Él tuvo que quedarse en Barcelona atendiendo sus negocios
y se refugiaba muchas tardes en la Basílica de los Santos Justo y Pastor,
en la plaza del mismo nombre, que se escondía entre una maraña de calles
estrechas al lado de la plaza de San Jaime. La iglesia se levantó muy cerca
del anfiteatro romano que vio morir a los mártires cristianos y cuenta la
leyenda que en esta basílica era donde se veneraba a la Virgen de Montserrat,
antes de que fuese escondida en la Santa Cueva para evitar que
cayera en manos musulmanas. El templo fue el refugio ciudadano en la
gran epidemia de peste negra del siglo XIV, su amplia nave acogía a miles
de barceloneses en busca de curación y consuelo, y docenas de ellos perecieron
y fueron enterrados en fosas comunes en el subsuelo de la sacristía.
Allí se encaminaba cada tarde Pagés en busca de alivio, atemorizado
con la idea de que aquella epidemia tenía algo que ver con él. Se sentaba
en la capilla del Santísimo y levantaba sus ojos para poder ver la magnífica
cúpula donde, entre la negrura de su pintura, le parecía descubrir
rostros. En la penumbra del recinto, elevaba su plegaría para que fuera
localizado el conjuro que le permitiera romper aquel pacto diabólico.
Era ya muy tarde, casi la hora de cerrar la iglesia. Pagés no lo sabía,
pero por alguna rendija el humo de Satanás entró en el templo. Sintió una
llamada y se dirigió como un autómata a la angosta escalera que conducía
a la parte alta de la torre. La escalera de caracol se estrechó un poco más,
él siguió subiendo, primero contó cada uno de los peldaños y al llegar a
los cien dejó de hacerlo, miró hacia arriba, todavía faltaban tramos estaría
por la mitad de la subida. Quiso descender, una voz en su cerebro le
animaba a seguir subiendo y continuó con su empeño, la larga ascensión
por la estrechez de la escalera y la semioscuridad le hicieron distorsionar
la noción del espacio y del tiempo, su mente flotaba. Al fin reparó en
una luz, una esquirla de luz al final de su trayecto que le permitió ver la
entrada al mirador de la torre. La puerta de madera estaba abierta de par
en par, el soportal de piedra conducía al exterior. Salió, una bocanada de
aire fresco le llenó los pulmones, miró hacia abajo, calculó que estaba por
encima de los treinta o treinta y cinco metros. La perspectiva era idílica,
desde su atalaya tenía una vista periférica de 360 grados; de norte a sur,
de mar a montaña, podía contemplar toda Barcelona. Las luces naranjas
y rojas del atardecer juliano pintaban los campanarios cercanos, el de la
Catedral aparecía con un aura sanguinolenta con la Sierra de Collserola
al fondo ya en penumbra; el de Santa María del Mar se coloreaba de un
pastel más tenue resguardado por la mar; y los de Nuestra Señora del Pi
y la Mercè encendidos en escarlata. El mar se preparaba para recibir el
ocaso, todo era extraordinariamente bello. Una ligera brisa le acarició el
rostro, todo es perfecto, pensó. El aura roja cubrió la superficie celestial,
miró hacia abajo. ¿Por qué no terminar ahora?, pensó, o quizás lo escuchó.
Se reclinó sobre la barandilla construida antes de de Colón descubriera
América. «Hazlo», parecía decir el sol mientras entraba en el mar
por el horizonte. Levantó la pierna derecha y la apoyó sobre la baranda.
Se sintió frágil. Iba a volver a bajar la pierna cuando le vio en el quicio
de la entrada a la torre. Era el diablo de Flix, con su guerrera roja de insignias
desconocidas y galones amarillos. «Hazlo, me lo debes», dijo la
voz grave que resonó en el cerebro de Pagés. Trató de responder con una
negativa, un golpe redobló en su caja torácica, vaciló unos instantes y
cayó al vacío. El sol se ocultaba por occidente.

Ramón Alfonseda marca el gol del triunfo en la final de copa


Cólera 1971 | Fila para vacunación del cólera en la Jefatura… | Flickr
Cola en Barcelona para vacunarse contra el cólera en 1971


ACTUAL Y CURIOSO: Descubren un baptisterio del siglo VI en la ...
Basílica de los Santos Justo y Pastor de Barcelona


Flickriver: Photoset 'BASILICA DELS SANTS MARTIRS JUST I PASTOR ...
Detalle de la torre…



Las tentaciones del Diblo
Fitxer:Església de Sant Just i Pastor (Barcelona) - 2.jpg ...
Interior de la Basílica
El campanar dels Sants Just i Pastor, obert al públic | Nou Barris
Vista actual desde el campanario

Por si queréis escuchar cantos gregorianos mientras miráis la página.