Décima entrada: Donde se habla de las noches barcelonesas del año 1971

Barcelona la nuit

Barcelona, junio 1971

Recibí una conferencia desde París, era de Ruth. Me contaba que
estaba en su salsa, conociendo gente, todavía no alternaba con los
multimillonarios, aunque todo se andaría. Apareció por el hotel
mi amigo Jaime Gil de Biedma, se marchaba el lunes siguiente a Filipinas
por cuestiones de trabajo. Era sábado por la noche y vino a buscarme para
darnos una vuelta por las nocturnidades condales. Dudé un poco porque
con Jaime y sus amigos la cosa podía acabar entre las cuatro y las seis de
la mañana o perderse misteriosamente a la media hora y dejarte tirado.
—Venga, Jordi, ¡qué la vida va en serio!
—De acuerdo, Jaime, tienes que detallarme eso de Nihilismo.
—Coño, eso es fácil. Pasa de todo.
Barcelona empezaba a recibir oleadas de turistas y digo oleadas porque
la VI Flota aportaba lo suyo, pero todavía estaban por llegar los
tsunamis masivos, en parte porque la mayoría de los japoneses no habían
descubierto las vacaciones. La ciudad ya llenaba sus terrazas y paseos
con miles de foráneos. Julio era el mes de los franceses, agosto el de
los norteamericanos de clase media y el de los italianos, septiembre el
de los ingleses y octubre el de los yankees ricos. Durante todo el día los
visitantes reclamaban su lugar en el sol barcelonés y no sólo en la playa.
Sin embargo, las noches de Barcelona eran para los barceloneses, estaba
muy lejos todavía el turismo de borrachera, si excluimos a los chicos de
la VI; el de los conciertos masivos, o el de los follaerasmus. Era difícil
ver turistas en las discotecas y boîtes de la ciudad, salvo en las cercanías
de los establecimientos hoteleros o las que comisionaban a los conserjes
de hotel y a los taxistas. Barcelona la nuit, era solamente para nosotros.
Quedamos en el Pipermint en la calle Bori i Fontestà esquina Ganduxer,
sobre la medianoche. El local, no demasiado grande y con mucho en·
canto, era uno de los preferidos de Jaime, a menos de un cuarto de hora a
pie desde su sótano-vivienda de la calle Muntaner; muchas de sus poesías
habían sido paridas en alguna de sus mesas mientras veía desfilar por la
barra del establecimiento a toda la fauna de la parte alta de la ciudad. «La
barra de un bar, Jordi, es la forma más refinada del acompañamiento»,
me decía.
Le localicé precisamente en la barra, sentado en uno de los taburetes,
con su perenne whisky en una mano y el cigarrillo en la otra, como
si fuesen apéndices de sus dedos. Sonaba Lo importante es la rosa, de
Gilbert Becaud. Sonrió al verme, no pudo llamar mi atención al entrar
porque la canción y el ruido de las conversaciones de los parroquianos
impedían la propagación de la voz, salvo que levantaras mucho el tono.
Por otra parte, el tamaño del lugar permitía localizar un rostro amigo con
un par de vistazos a través de la bruma del humo del tabaco. Me senté a
su lado en un taburete milagrosamente libre, tal vez porque el ocupante
había tenido la imperiosa necesidad de cambiar aguas, las copas del Pipermint
eran generosas.
—Echaré de menos este lugar en Manila –dijo a modo de saludo.
—¿Estarás mucho tiempo fuera?
—Un par de meses, tengo que visitar la planta y repasar las cuentas…
—Imaginó que allí habrá sitios como este.
Sonrió, dio una calada y la mente se le escapó hacia algún tugurio de
Manila.
—Los hay, tal vez con otro estilo. Tendrías que acompañarme en uno
de esos viajes, hablaré con el presidente.
El presidente de Tabacos de Filipinas y el del hotel eran la misma
persona, Luis María de Zunzunegui, por lo que la proposición no era descabellada.
—Si le convences…, no digo este año, pero dentro de uno o de dos,
me encantaría.
La fama de Jaime le precedía, era un bon vivant, pero todo un caballero.
Su homosexualidad era de todos conocida, aunque era recomendable
no dejarle a solas con tu novia. Lo que más destacaba en su modo de ser
era el extraordinario respeto para con sus amigos, su estilo de vida no
comprometía a nadie, salvo que ese alguien quisiese implicarse, por otro
lado y siguiendo sus propias enseñanzas, nunca le juzgué porque, además
de no tener derecho, me gustaba su visión de la vida y sus filosofías.
—Cómo va el trabajo, ¿y las investigaciones? –dijo, a la par que pedía
al camarero otro Chivas.
—Bien, ya te conté que ando tras la historia de las muertes de Torras
y de Camperol.
—Vaya tipos, en teoría eran unos místicos, muy sensatos y juiciosos,
pero tú y yo sabemos quiénes eran, aunque no compartieran ninguno de
nuestros ambientes Por eso sé que eran unos canallas, las gentes sin pecado,
sin debilidades aparentes, son los peores. No me extraña que fuesen
tras la Biblia del Diablo, tanto miedo por Leviatán significa que no tenían
la conciencia muy tranquila.
No quise contarle la historia de Nogal, no, hasta que pudiese verificarla.
—Entonces no crees que la hizo el diablo en una sola noche –dije con
mucho cachondeo.
—Ni loco, Jordi. No existe Dios, tampoco su ángel rebelde, porque si
existiera, seguro que nos conoceríamos… y mira que he estado en infiernos.
Reímos a gusto. Paralelamente, alrededor nuestro, se desarrollaban un
sinfín de conversaciones y alguna que otra parada nupcial. Los jóvenes
barceloneses mostraban sus plumas a las jovencitas con intención de deslumbrarlas
y ellas les manifestaban una aparente inapetencia, envueltas
en el hechizo de sus minifaldas y de sus botas altas. Conforme avanzaba
la noche la indiferencia se iba desvaneciendo y las minifaldas menguando
desinhibidas por el alcohol. Jaime sonreía malicioso, conocía aquellas
maneras de actuar como la palma de su mano, era un gran observador.
—¿Qué te parece si cambiamos de garito? A esta hora Bocaccio
debe estar ya despegando –dijo.
Estuve de acuerdo, Bocaccio era una discoteca situada en la calle
Muntaner que era el centro de la vida nocturna barcelonesa. En un sábado
de mediados de junio era obligado pasar por allí, sobre todo para
los representantes de la gauche divine. Hasta la verbena de San Juan no
comenzaba la diáspora de los fines de semana a las veleidades nocturnas
de la Costa Brava –sobre todo Platja d’Aro- y a las de Sitges, a setenta kilómetros
de la capital, que llenaban sus discotecas de capitalinos ansiosos
de aventuras que contar. En esos litorales sí se podía pescar una turista
quemada por el sol. Atravesamos Via Augusta y la calle Copérnico hasta
llegar a la ronda del General Mitre, en honor al primer presidente de la
República Argentina, y de allí a Muntaner. La discoteca era un lugar con
encanto, siempre a rebosar, decorado imitando formas modernistas, puertas
–sobre todo la principal- espejos, mostradores, mesas y sillas ondulaban
sus líneas en madera, dándole un aspecto agradable y sensual, incluso
las grandes copas balón que se soportaban sobre un largo y delgado pie.
El portero nos facilitó la entrada, Jaime era más conocido en Bocaccio
que su diseñador Xavier Regás. Dentro, el ambiente era divertido y ensordecedor,
allí estaban en animada conversación, Oriol, principal accionista
de la disco, su hermana la escritora Rosa Regás y Colita, la fotógrafa que
mejor supo retratar aquel tiempo y aquellos lugares. El grupo fue creciendo
con la llegada del escritor Juan Marsé, el fotógrafo Pomés y la de la
actriz Teresa Gimpera, también socia, y que acudía de caterva en caterva
para ejercer su labor de musa de Bocaccio. Al cabo de una hora el grupo
había crecido y se había disgregado media docena de veces, Jaime estaba
en animada conversación con un joven de pantalones ajustados e ínfulas
de actor en ciernes.
Me pareció ver en una de las mesas una cara conocida, por un momento
me costó situar aquel rostro femenino en algún cuadro de memoria
reconocible. Una luz se encendió en mi cerebro embotado por el humo de
los fumadores, la pluralidad de las conversaciones y los J&B consumidos.
Me acerqué a la joven que bebía un cuba libre con la misma fruición
que el llorado Che Guevara.
—Perdone, creo que nos conocemos –dije, en un alarde de originalidad.
Me miró de arriba abajo, era muy probable que yo fuese el quinto o el
sexto merodeador que utilizaba la taimada frase.
—No recuerdo, tal vez me confunde –respondió indiferente.
—Soy, Brotons, el director del Manila Hotel, fue en el…
No pude terminar de explicarle que había sido en el entierro de su
padre, Robert Camperol.
—Pues claro, ahora le recuerdo, me perdonará, pero había tanta gente…
La miré, estaba más guapa que en el sepelio. Un mechón de su melena
pelirroja le tapaba parte del rostro. Aunque el rímel ya estaba ausente,
sus ojos miel seguían siendo sus mejores embajadores, incluso más que
sus bien formadas pantorrillas que mostraba generosa asomando de una
minifalda encogida por la postura.
—¿Quiere sentarse? –dijo señalando una silla frente a ella en la
mesa que compartía con un grupo de gente.

Me senté. Ella estaba espléndida, sus amigos ausentes y los camareros
atentos; todo era perfecto. Pedí otro cuba libre de ron para ella y un J&B
para mí, tuve que insistir que se olvidaran de sus copas de balón habituales
y me lo sirvieran en vaso corto y con solo dos hielos. Iniciamos una
conversación pueril sobre Bocaccio, la discoteca no el escritor, pensé en
iniciar un sutil interrogatorio sobre el padre; no obstante, en aquel momento
me interesaba más la hija y desistí. Evité las estúpidas preguntas
de ¿vienes mucho por aquí?, porque era obvia, y aquella de ¿estudias o
trabajas?, porque en aquel momento no era eso lo que me importaba. Le
dije que había venido con un amigo, sin mencionar que era Gil de Biedma,
para no parecer pedante y que me sentía muy a gusto en su compañía.
—Un placer inesperado –dije.
—Ah, ¿es que te vas? –contestó, burlona.
—No sin ti –respondí desafiante.
Creí ver que se ruborizaba, a pesar de que la luz del local no era tan
esplendente como para percibirlo.
—¿Vas a raptarme?, ¿eres un pirata? –preguntó, estirando su ya
largo y sensual cuello.
—No, la que bebe ron eres tú, si acaso nos raptaremos mutuamente.
—Me parece perfecto. Marca tú el rumbo.
No me despedí de Jaime porque le vi entregado a la filosofía con el
joven de los pantalones ajustados y teníamos la norma de que dos son
compañía y tres… tener que dar explicaciones. Salimos al exterior con
los oídos taponados por la cantinela de la música y de las conversaciones,
teníamos los pulmones necesitados de aire limpio. Bajamos andando por
Muntaner, la calle descendía hacía el mar como una riera de asfalto, orillada
de plátanos, atravesando gran parte de Barcelona, aunque sin llegar
a la playa, desembocando mansamente en la Ronda de Sant Antonio.
Charlábamos sobre la vida nocturna de la ciudad. Al llegar al cruce de
Vía Augusta, se detuvo, me miró con desparpajo y me preguntó:
—¿Adónde me llevas?
—Pues no tenía pensado nada… tal vez a Tuset…
—Vaya un pirata… Vamos te invito a una copa.
Caminamos algunos minutos por Vía Augusta, se detuvo frente a un
portal que en apariencia no albergaba ningún establecimiento nocturno.
La miré interrogante.
—Es mi piso, creo que todavía me queda J&B.
A pesar de tratar de disimularlo, creo que esbocé una enorme sonrisa.
—No te alegres tanto, vamos sólo a tomar una copa… no a descubrir
el sentido de la vida.
—Esta noche, el sentido de la vida eres tú –le dije, mientras el ascensor
llegaba al séptimo piso.
Se alzó sobre las puntas de los pies y me besó en la boca. La cogí por
la cintura, justo cuando se abría la puerta automática del artefacto y me
refiero al ascensor. Repetimos el beso.
—Sabes, señorita Camperol, que desconozco tu nombre de pila.
—Me llamo Lilith –dijo, al entrar en el recibidor.
—No me extraña, me lo imaginaba, pero ¿qué pone en tu carnet de
identidad?
Sonrió al entrar en el salón y no contuvo sus siguientes besos, como
queriendo darle misterio a su respuesta. Al llegar al dormitorio me miró
fijamente a los ojos.
—Eulalia, mis amigos me llaman Lilí… y mis amantes de muchas
formas.
—¿No me habías prometido un whisky? –dije, al verla lanzarse a mis
brazos como si no hubiese un mañana.
—Después podrás beberte la botella entera, ahora tenemos que descubrir
el sentido de la vida.
Tenía toda la razón, en aquel momento descubrir era prioritario a beber
y sentir mucho más importante que hablar. Recorrimos el mar de su
dormitorio de orilla a orilla, en un carrusel de sensaciones atracando en
las ensenadas de su cuerpo, navegando entre la bahía de sus muslos y fondeando
en la gruta de la vida. Echamos anclas cuando el capitán pirata,
después de varias navegaciones, se replegó al cofre del muerto.
Apoyó su cabeza en mi vientre y me contó alguno de sus sueños.
Le acaricié la melena rojiza que, a pesar de los humos de Bocaccio, todavía
olía a colonia cara.
—Me dejaría raptar de nuevo-dijo, mientras su cabeza descendía traviesa
hacia el palo de mesana –¿Y si el sentido de la vida estuviese aquí?
—No lo sé cariño, pero puedes tratar de averiguarlo…
Estallamos los dos en una erótica carcajada, porque sus investigaciones
coincidieron con un saludo de agradecimiento del mástil pirata.
Después de dos horas de navegación, volvimos al salón, ligeros
de bagaje y vestidos de náufragos en día de colada de taparrabos. Sirvió
un par de whiskys y se acomodó a mi lado en el tresillo.
—Salud, brindemos por ti, princesa.
—Por nosotros.
Los vasos de cristal chocaron sabedores de que nos habíamos ganado
su espiritoso contenido.
—Vamos, pregúntame lo que quieras –dijo.
Pasé mi mano libre sobre su hombro, la besé en los labios y ella se
arremolinó sobre mi pecho.
—¿Por qué crees que tengo preguntas?
—Vamos, Jordi, se cargan a mi padre en tu hotel y luego a unos de sus
amigos a pocos metros del Manila, ni el más ingenuo pirata se cree que
son coincidencias.
—Quisiera saber cosas de tu padre.
—No me andaré con rodeos, mi padre era un canalla, no sólo con mi
madre a la que engañaba constantemente, también con sus enemigos y
con su amigos… sus objetivos –que solo conocía éllos– conseguía pasando
por encima de todo y de todos. Rompió la única relación de verdad que
he tenido porque a él no le gustaba. Fastidió la vida de mi hermana todo
lo que pudo porque es un ser libre y contestatario. Su lema era: yo, yo, yo
y los demás. En cuanto a su entorno y amigos ya ves de que pelaje son.
—Supongo que tenía grandes ambiciones y grandes enemigos.
—Se creía un salvador y un líder. Si lo que quieres preguntar es si
alguien tenía razones para matarle, la lista no cabría en este sofá: mujeres
engañadas, socios timados, competidores arruinados, aliados defraudados.
Sólo el Opus le tenía cogida la medida.
—Entonces, ¿era un hombre creyente?
—Mi padre era el diablo, Jordi. Y si no lo era, tenía un pacto con él.
Habíamos llegado al punto más interesante de la conversación.
—No me interpretes mal, ni creas que es una pregunta estúpida. ¿Sabías
si practicaba cierto tipo de rituales?
Ella me miró interrogante.
—Como nuestra navegación, seguro que no. Supongo que era de tiro
rápido. Y aparte de los del Opus, no sabría qué decirte.
No quise preguntarle más. Como en muchas familias, las actividades
paternas son un misterio para sus allegados.
Pasamos la noche juntos y no volvimos a hablar del tema, nos dedicamos
a descubrirnos, a contarnos lo justo para dejar de ser unos desconocidos
y a no violar el jardín privado que acotamos en nuestras mentes. Hay
respuestas que se dan sin que se pregunte y preguntas cuya respuesta no
nos aportaría nada, porque son brisas que han impulsado a otros bajeles.

Nos despedimos haciéndome prometer que no la llamaría para una nueva
cita, como buena Lilith ella decidía cuándo volver a navegar.
Cuando necesite un nuevo rapto, lo sabrás –susurró mientras el ascensor
arribaba al séptimo cielo.
En el exterior, en una casi vacía Vía Augusta, la luz del amanecer
atravesaba los jardines del Turó Park e iniciaba el milagro cósmico de un
nuevo día.

La voz del pasado

Paseo de Gracia, junio de 1971

Tenía una nariz romana, un pasado terrible, una desvergüenza desmedida
y un pacto con el diablo y además, una hija preciosa de
melena irlandesa y otra hippie, nada de eso pudo evitar que acabara
en los dominios de Pedro Botero, si es que tal lugar existe fuera de
nuestras mentes y de la parafernalia religiosa. Confirmar si también era
uno de los violadores de Flix estaba en la capacidad sensorial de Nogal.
Me puse en contacto con Salvador Escamilla, locutor de radio Barcelona
y cliente del hotel. Sin darle grandes explicaciones, le pedí si en los
archivos radiofónicos de la emisora tendrían alguna grabación de Robert
Camperol. Al cabo de pocos días me llamó para decirme que disponían de
un par de cintas con la voz del difunto. Quedé con Félix Nogal en el hotel
para ir juntos en taxi a la emisora barcelonesa. El taxista frunció el ceño
cuando, Jesús Lucea, el portero de turno, le dijo nuestro destino a pocos
minutos del Manila. Muchos taxistas esperaban horas en la puerta del
hotel con la esperanza de que les saliera una buena carrera al aeropuerto,
hasta alguna población de la periferia o a un punto distante de Las Ramblas,
para que su contador marcara un generoso guarismo y contando con
una espléndida propina, pero un trayecto de apenas setecientos metros –
kilómetro y poco en coche-, hasta la calle Casp, casi esquina con Passeig
de Gràcia, truncaba esas expectativas; corrigió su expresión al comprobar
que el servicio era para mí, convenía estar a buenas con el dire. No
obstante, dio un magnífico rodeo y tardó bastante más que si hubiésemos
ido a pie. A pesar de la pequeña triquiñuela le di una propina rumbosa.
Convenía estar a buenas con los taxistas.
Subimos al primer piso, nos recibió Salvador Escamilla, director de
Radioscope, la ventana a las ondas de la llamada Nova Canço. Su programa
había descubierto y promocionado a un buen grupo de representan·
tes de éxito de la canción catalana, entre ellos Joan Manuel Serrat, Lluís
Llach o el grupo La Trinca.
—Pasad, pasad, en los archivos han localizado cintas de actos oficiales
con la intervención de Camperol-dijo con su magnífica voz de cantante
y locutor.
Entramos en uno de los estudios que estaba vacío, un técnico puso
desde la cabina las cintas seleccionadas. Las pasó un par de veces, una de
ellas correspondía a un pequeño discurso de una inauguración y la otra
de una entrevista a Camperol, precisamente en radio Barcelona. Nogal
confirmó, sin ninguna duda, que la voz de la entrevista y la de orador eran
la del llorón de Flix.
—Era el que gimoteaba –aseveró.
Le estaba dando las gracias a Escamilla por su favor, cuando Nogal
nos sorprendió de nuevo.
—El tipo que le presenta en la inauguración, también estaba allí.
—No jodas, exclamó Escamilla, ¿sabéis quién es?
—Me temo que sí –dije.
—¡Con la iglesia habéis topado! –exclamó Salvador.
—¿Quién es? –dijo Nogal con impaciencia.
—Luego te lo cuento.
Salimos de la emisora, y en vez de regresar al hotel le propuse a Félix
tomar algo en la terraza de la Cafetería Navarra. Nos sentamos en
una de las mesas del exterior porque el ruido de la circulación del
Passeig de Gràcia disimularía parte de nuestra conversación, que no importaba
a nadie más que a nosotros. En cuanto estuvimos acomodados,
entré con la excusa de pedir nuestras consumiciones y poder así admirar
la cristalera modernista del techo. Degustando nuestros riojas le aclaré
quién era su tercer hombre.
—Joan Deulovol.
—Joder, ¿el cura?
—El capellán, uno de los hombres fuertes de Modrego, el arzobispo
anterior, y ahora, después del nombramiento hace tres años de Marcelo
González, uno de los máximos impulsores de la campaña de movilización
nacionalista que exige obispos catalanes. Deulovol tiene todos los números
para ser nombrado coadjutor, con derecho a sucesión, y paralelamente
se habla de un inminente traslado de Marcelo y en cuanto esto suceda…
—O sea que en unos meses tendremos a un violador que ha firmado un
pacto con Satanás de arzobispo de Barcelona.
—Ese es el intento, la presión de la campaña Volem bisbes catalans,
está dando sus frutos.
—Espero que haya otros candidatos.
—Los hay, se habla de Narciso Jubany, pero Deulovol tiene todas las
preferencias.
—¿Cómo sabes tanto de estos asuntos, Jordi.
—Un hotel es como un gran confesionario, Félix y además con camas
y restaurantes, por nuestro negocio conocemos a los pecadores de pereza,
gula y lujuria, pero también los de soberbia o envidia… y de avaricia e
ira, en cuanto les pasamos la factura, tanto seglares como clérigos. Félix
estalló en una gran carcajada.
—No me imagino… –dijo, y no obstante, a pesar de su negación, Félix
andaba fabulando con algún prelado pecando de gula o de lujuria.
—Ya te he dicho que es como un gran confesionario y jamás revelamos
los secretos de confesión.
Paramos otro taxi para regresar al hotel. Nogal subió el primero y lo
hizo con la soltura de un vidente.
—Al hotel Manila –dije, una vez acomodado.
El taxista, farfulló algo en voz baja que no entendimos. Imaginamos
que su enunciado no le hubiese gustado a ningún purpurado.
—Les llevo por Vía Layetana o por Arco del Triunfo – preguntó, para
calibrar sibilinamente nuestros conocimientos en rutas callejeras.
—Directos a Las Ramblas –dijo Félix-, soy ciego, pero no turista.
El conductor no contestó, puso la primera y arrancó. Miré a Nogal y
sonreímos.
Yo me bajaré en el hotel y después mi compañero continuará hasta
Sants.
El taxista sonrió al saber que, a la postre, no sería una carrera corta

Jaime Gil de Niedma

Sexta entrega: Donde se empieza a hablar del Codex Gigas

El misterioso libro


Biblioteca de la calle de Egipcíacas, junio 1971

Mi amiga la bibliotecaria de Egipcíacas con su acostumbrada eficacia
me había adelantado las características más conocidas y
generales del Codex Gigas, y prometido investigar más sobre
el librote. La conocía desde que era un crío y ella una joven esbelta de
apenas veinte años, que nos hacia enseñar las manos para comprobar si las llevábamos limpias antes de entregarnos un libro. A mis once años la veía como una mujer mayor y sólo me interesaba porque era el hada que me proporcionaba todas aquellas maravillas de Emilio Salgari, Daniel Defoe, Walter Scott, Julio Verne, Mark Twain o Jack London. A los quince mi percepción de la guapa archivera había cambiado por completo, al igual que mis autores de entonces los Ernest Hemingway, Conan Doyle,Morris West, Mika Waltari o la autora Vicki Baum, que describía el atractivo mundo de los hoteles de una forma magnífica. Además, atendiendo a su recomendación, pasé por todos clásicos españoles del Siglo de Oro.
Descubrí el placer de acercar mi cabeza a la suya y perderme en las esmeraldas de sus ojos, mientras me contaba las diferencias entre Quevedo y Lope de Vega. Por aquel tiempo, debo confesar, aunque nunca se lo he dicho, era una de mis favoritas en el serrallo de mis ensoñaciones, siempre me sentaba en una mesa donde podía contemplarla cuando cruzaba las piernas o subía por la escalera de madera para alcanzar un libro. Tal vez fuese mi mente calenturienta de adolescente, pero tenía la sensación de que, en las ocasiones en que estábamos solos, ella precisaba colocar los libros de los estantes más altos, lo que me proporcionaba el espectáculo del bamboleo de su falda y de las sinuosas formas de su trasero. Sensaciones
que pueden contar los libros, pero que tienes que ser un gran narrador
para transmitirlas en toda su magnitud, salvo que tengas quince años y tu bibliotecaria la silueta de Venus.
El caso es que, transcurridos más de catorce años, desde mi primera
vez en el mundo mágico de la biblioteca de Egipcíacas, ella seguía siendo mi musa librera y mi amiga. Seguía conservando su independencia y soltería, aunque me constaba, lo notaba por sus rubores matutinos y en sus prisas vespertinas, que su doncellez andaba perdida desde aquellos tiempos en que me comparaba a William Shakespeare con Cervantes. A los diecisiete dejé de frecuentar la biblioteca, el harén de mis excesos oníricos estaba ahora ocupado por docenas de chicas de mi edad y el puesto de favorita compartido por las que me concedían sus primeros besos y con las que descubrí no sólo el sexo, también la ternura de una mirada, de un gesto, o las emociones de un día de playa o una tarde de cine. Por eso el reencuentro con la bibliotecaria tuvo algo de mágico, ahora volvía a tener ocasión de disfrutar de sus ojos verdes, su físico de ninfa del bosque y de sus consejos e investigaciones, como si el tiempo no hubiese pasado.
Se acercó a mí con una sonrisa ligera y volátil como el vuelo de una
mariposa.
—Tengo más información sobre tu libro.
—Genial, Hipathia –le dije, utilizando el nombre que yo mismo le había dado, cuando ella me contó la historia de la Biblioteca de Alejandría-. Cuéntame.
—Ya te dije que está en Biblioteca Nacional de Suecia en Estocolmo,
allí fue llevado por deseo de Cristina de Suecia, obsesiva acaparadora de buenos libros, como Hipathia. Fue durante los últimos combates entre protestantes y católicos en los días de la Guerra de los Treinta Años. En 1648 el ejército sueco invadió áreas de Praga, entre ellas la del castillo de Hradschin donde se ubicaba el famoso Gabinete de las Maravillas del emperador Rodolfo II, donde astrónomos, matemáticos, científicos, magos, botánicos y, sobre todo alquimistas, dejaron sus huellas, sus investigaciones y sus secretos. Los invasores se llevaron objetos y libros importantes, tal vez lo más sobresaliente de su expolio fue la llamada Biblia del Diablo, tu códice, que el emperador había hecho trasladar a su Gabinete en 1594 y que nunca devolvió a los monjes; por aquel entonces el gran libro ya había pasado por varios monasterios. Después de hablar con Estocolmo y comentarles nuestro interés, me han remitido información y fotografías del codex.
Como cuando era un quinceañero pegamos nuestras cabezas para leer
juntos la documentación de los suecos. El perfume de su agua de colonia me envolvió como antaño, olía como las flores de lavanda en perfecta simbiosis con la fragancia de aquella biblioteca a la que debía tanto. Nos enteramos del extenso contenido del Codex Gigas y de sus dimensiones y peso, que estaba formado por 310 pergaminos hechos con la piel de 160 burros o becerros. Nos reímos y de nuevo pude mirarme en aquellos dos espejuelos verdes que me hicieron soñar tantas noches. Las fotos a color, cortesía sueca, nos mostraban la belleza de las ilustraciones y el colorido del libro, pese a que estaba bastante deteriorado.
—Durante un incendio en el castillo real en Estocolmo en 1697, el
libro fue arrojado por una ventana antes de que le consumieran las llamas y quedó bastante dañado –dijo Hipathia, tratando de acrecentar mi curiosidad como cuando era un niño-. Al parecer –prosiguió-, fue restaurado en 1819. Restauradores e investigadores han dejado sus firmas entre sus páginas y arrancado un par de ellas, también algunos de los consultores escribieron comentarios en sus pergaminos, incluso hay un Avemaría en una de sus hojas, concretamente en la página 273 y firmada por un tal Sobisslaus. El libro es uno de los más apreciados y está considerado como uno de los tesoros de la biblioteca. Pese a su leyenda, parece un libro maravilloso.
—Esa historia de que el monje Hermann inclusis «Herman el recluso
», como firma en el libro, lo escribió en una sola noche con la ayuda
del demonio, me parece terrorífica y literaria, pero difícil de creer. Mi
bibliotecaria asintió con la cabeza.
—Sin duda –dijo-, pero eso le salvó la vida y en agradecimiento dedicó
una página entera al supuesto retrato del diablo. Aparece al término
de la copia del Nuevo Testamento, junto a una ilustración de la Jerusalén celestial y enfrente de ella esa de Belcebú.
Miramos con detenimiento la ilustración de la figura del Señor de los
Abismos. No pudimos evitar estallar en una gran carcajada. Estaba representado como una criatura de grandes garras en pies y manos, con
enormes cuernos, un rostro verde de batracio con dos lenguas semejantes a los colmillos de una máscara ceremonial japonesa de oni y con una expresión facial que provocaba la risa más que el terror, la posición del cuerpo recordaba a la de un sapo barriga arriba. Lo más peculiar era el taparrabos-nunca mejor utilizado el plural – que llevaba la infernal criatura cubriéndole sus partes pudendas y que parecía un pañal mal puesto.
—Desde luego, esa ilustración confirma que el libro no es obra de
Mefistófeles, jamás se hubiese retratado tan feo –dije divertido.
Por fortuna la biblioteca estaba desierta y nuestros comentarios y coletillas no eran escuchadas por nadie. Hubiesen pensado que estábamos faltos de seriedad.
—Me aseguran de Estocolmo que los dibujos, ilustraciones y texto,
parecen haber sido hechos por la misma mano. Si no fue el Abadón de los hebreos, únicamente nos queda pensar que toda la monumental obra fue elaborada por un solo hombre, nuestro Hermann inclusis.
— Y un trabajo de esta envergadura precisa de muchos años de dedicación, si lo sabré yo, que tengo la mesa llena de papeles…
Cerró la carpeta con los documentos y las fotos remitidos por la Biblioteca Nacional Sueca.
—Espero haberte sido útil –dijo Hipathia.
— Te agradezco toda la ayuda que me has proporcionado, no sé cómo
pagarte.
—Con haber podido verte de nuevo estoy más que pagada-respondió,
mientras me estampaba un beso en la mejilla.
—¡Ya sé, tengo una idea! Ven un día a comer a La Parilla del hotel.
—De acuerdo, lo acepto… pero mejor a cenar, te llamaré, ¿te parece
bien la semana que viene?
Asentí al mismo tiempo que entrelazaba sus manos y la besaba en ambas mejillas. Se ruborizó al igual que aquellas mañanas en las que llegaba a la biblioteca con el recuerdo de un amante pintado en su rostro. Los libros de la calle Egipcíacas tenían en ella una bella y especial guardiana y yo recuperaba a una amiga.

El Gigas Codex
El GIGAS CODEX
EL DIABLO DEL GIGAS CODEX

Cuarta entrada: Donde hablo de Ruth y de la Biblia del diablo

Ruth o la pasión en ropa interior


Eixample de Barcelona, mayo 1971

Mi refugium peccatorum no era precisamente una iglesia del
Opus, sino otro de corte mucho más mundano. Mis pasos se
encaminaron a la calle Enrique Granados donde vivía mi amiga
Ruth, una mujer de rompe y rasga, viuda de un anticuario barcelonés y
heredera de su fortuna. Ruth tenía tres pasiones confesables, la más pueril era un desmedido entusiasmo por la ropa interior cara y bonita; la segunda era yo, mucho más ardiente y práctica, y la tercera eran los millonarios de edad avanzada que pudieran dejarle otra considerable fortuna. Mientras encontraba a su mirlo blanco, yo era su compañero ideal de instantes felices y escapadas voraces. Ambos sabíamos de nuestra incompatibilidad para formar una tradicional familia cristiano-burguesa, y no era por la pequeña diferencia de edad-era cinco años mayor-, lo era porque la intención de Ruth pasaba por llegar a ser una de las mujeres más ricas y por ende más respetadas de Barcelona y a mí todo eso me traía sin cuidado,salvo cuando se trataba de clientes del hotel. De momento nuestra simbiosis nos daba un sinfín de posibilidades, antes de que apareciera el futuro y creso pretendiente de Ruth.
Llegué a su portal con un ramo de rosas rojas, el portero me miró indiferente porque ya me conocía de otras visitas anteriores. Dejó la escoba apoyada en una de las paredes de su garita e hizo un áspero sonido a modo de saludo. Era un tipo vago y despistado, extremadamente servil con los vecinos acomodados de la finca y siempre vigilante con los visitantes que no encajaran con su idea del buen burgués.
Subí a bordo de aquel ascensor de verjas y decoración modernista, que
renqueaba al pasar por el principal y a pesar de ello, cumplía su misión elevadora desde hacía más de setenta años. Llamé a la puerta y escondí mi rostro detrás del ramo de rosas. Ruth apartó los largos tallos de las flores y me estampó un beso en los labios. Desafiando las conjeturas de algún vecino mirón o las de los posibles viajeros del ascensor, Ruth me recibió con un conjunto parisino de ropa interior de color rojo pasión que hizo palidecer a mis rosas.
—Te echaba de menos –dijo, mientras tiraba de mi corbata desfigurando mi pulcro nudo Windsor.
—¡Estás preciosa! –dije con la sinceridad del creyente.
Ruth me observó desde la profundidad oceánica de sus ojos. Me tumbó
de un ligero empujón sobre el sofá de estampado floral del salón y
montó sobre mí como la más experta de las amazonas. Apenas había tenido tiempo de quitarme la chaqueta, me la arrancó de las manos y la lanzó al vuelo. No puedo precisar en qué momento y con qué sutil maniobra consiguió desabrocharme el cinturón y bajarme la cremallera del pantalón, al tiempo que yo contemplaba el aterrizaje de la prenda. Intuí que nos íbamos a saltar los prolegómenos. Por fortuna noté que estaba ya preparado para la acción. Ella inclinó el torso y nos besamos apasionados y perentorios.
—Sabes a mermelada -susurré, al sentir el sabor de sus labios.
—¿De fresa? –preguntó ella sin esperar mi respuesta.
Una hora después de lúdica y sensual batalla, el paisaje del salón era
irreconocible. La preciosa ropa interior de Ruth aparecía colgando en la lámpara cercana al tresillo y toda mi ropa dispersa por el lugar, en las formas más caprichosas. En su tocadiscos sonaba la Fantaisie-Impromptu de Chopin.
Ella se levantó del sofá, felina y triunfadora y se acercó al mueble
bar, giró la cabeza, sonreía con aspecto juguetón. Sin preguntar cogió
del mueble una botella de J&B de quince años, dos vasos cortos y una
cubitera.
—Te quiero –dijo antes de abrir la nevera y llenar el utensilio de cubitos de hielo.
—Yo también, cariño –dije, imaginado el sabor del whisky en sus labios de fresa.
Se sentó en el borde del sofá, su rostro estaba encendido por la pasión
vivida y sus ojos mostraban una encantadora timidez que en la práctica no existía. Alargó su perfecto brazo ofreciéndome el agua de la vida escocesa.
Bebí un pequeño trago, los dos cubitos de hielo bailaron dentro
de su pecera.
—¿Sabes qué es el Codex Gigas? –le pregunté.
Ella me miró con asombro. Ruth poseía una gran cultura, sobre todo
en antigüedades, no en vano había sido durante unos años la mujer de un anticuario. Entraba dentro de la eventualidad que hubiese oído hablar del libro. Cruzó sus largas y hermosas piernas.
—No estoy segura, suena a marca de sujetadores para mujeres con
mucho pecho –respondió, partiéndose de risa.
La acompañé en su carcajada.
—No, no es eso, pero podría haberlo sido.
Ruth tamborileó con sus dedos el respaldo del sofá, impaciente.
— ¿Y si me lo cuentas después? –dijo, desperezándose.
La besé en el cuello para iniciar otro ritual amatorio que consistía
en ir ocupando espacios de su rostro y cuello con ósculos cada vez más
apasionados. Sin embargo, ya había capturado el interés de Ruth por el
libro, o eso creí.
—¿Qué es ese códice tan importante? ¿De qué trata?
—Nada menos que de la llamada Biblia del Diablo. Un librote medieval de cerca un metro de alto y de medio metro de ancho. Es el más grande del mundo y también el más pesado, 75 kilogramos. Atribuido al mismísimo Lucifer.
—Yo peso menos –dijo Ruth, primando a sus deseos por encima de
su curiosidad.
No pude seguir con mi ilustración, los labios de Ruth buscaron los
míos como las abejas al polen. Libé con placer aquellas lozanas fresas
que trataban de demostrar que los besos pueden cambiar al mundo.



No preguntes por el diablo, seguro que está cerca


Monasterio de Podlažice, 1212

El monasterio Benedictino de Podlažice levanta sus dos esbeltas
torres gemelas en una planicie cercana a la ciudad de Chrudim,
en el reino de Bohemia. El emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, Federico II, ha elevado por medio de la Bulla Aurea de Sicilia a Bohemia al rango de reino y nombrado a Otakar I su primer rey.
Al margen de las vicisitudes políticas, los Benedictinos del monasterio
de Podlažice se preparan para realizar un juicio a uno de sus monjes,
se trata del hermano Herman. El mismísimo Abad presidirá el acto. La
regla de San Benito es muy clara y rigurosa. Uno de los pecados que van contra la normas establecidas es el de la vanidad y el monje Herman es un ser extremadamente vanidoso y pagado de sí mismo, tanto, que en sus manifestaciones roza la blasfemia. Pocos monjes le reconocen ahora sus grandes méritos como amanuense, copista e ilustrador, pecando también, aunque traten de ocultarlo con palabras piadosas, de envidia y de impiedad.
Podlažice no es un gran monasterio, los monjes benedictinos que
allí habitan no están llamados a realizar grandes obras que perduren en el tiempo, por eso son un tanto miserables y el encausamiento de su hermano les proporciona un motivo de distracción y de soterrada venganza.
La exposición acusatoria del prior claustral, un anciano de rostro arrugado,unicejo, magro en carnes y de brillante verbo, le acusa de debilidades inducidas por Satanás y en las que Herman ha caído, sobre todo, en la del pecado de la vanidad; una abominación indigna de un seguidor de la orden. Nadie aboga por su hermano, algunas toses y siseos acompañan las palabras de la acusación. El segundo día el juicio se prolonga sin demasiadas variantes hasta muy pasadas las Vísperas. Hermanos y novicios sienten el gusanillo del hambre merodeando en sus entrañas y piensan más en el refectorio que en las exposiciones del padre prior. El acusado mira desafiante a sus fiscalizadores, al parecer los cargos tienen su razón de ser y el veredicto no puede ser otro que el de culpabilidad. La sentencia del Abad estremece a todos los asistentes, se declara a Herman culpable del terrible pecado de la vanidad y el de haber sucumbido a las tentaciones del Ángel Caído. La condena es brutal, a la mañana siguiente será emparedado vivo entre los muros del monasterio.
Aquella noche Herman sufrió la más terrible de las esperas. Se negaba
a aceptar que estaba viviendo sus últimas horas. Recluido en una de
las celdas del semisótano meditaba cabizbajo con la capucha negra del
hábito benedictino puesta, intentando cubrir sus miedos. Creía que no
rezaba, pero se descubrió suplicando a Dios por su vida, más que por su salvación eterna. Cruzó los brazos sobre el torso en un intento íntimo de protección, su corazón se aceleró de una forma violenta batiendo en el pecho arrítmicamente. Imaginó su lenta muerte entre el espacio de dos tabiques. El hambre, la sed, la desesperación, la asfixia, tal vez la enajenación; miles de ruegos y llantos antes de fenecer. Se apoyó rendido en una de las paredes de la celda, un extraño hedor invadió el recinto, no era su propia pestilencia ni el tufo de su sotana, era algo remoto y pertinaz.
Volvió a rogar a Dios y no sintió ningún alivió. En su locura dirigió sus
rezos y plegarias a alguien muy distinto, al Príncipe de la Tinieblas. De
repente, el fétido efluvio que llenaba la celda se tornó en un olor ácido
que le atenazó la garganta. Lo vio todo claro, su salvación estaba en las
debilidades de sus jueces y acusadores; en las suyas propias.
A los Maitines, después del rezo de los Salmos y la proclamación de
las Sagradas Escrituras, vinieron a buscarle. El sol empezaba a iluminar un nuevo día y las sombras de la noche se despintaban en torno al monasterio.
Le llevaron a la sala capitular, allí esperaban hermanos y novicios a
que el padre prior leyera la sentencia para luego conducir al reo al sótano del monasterio donde se cumpliría el castigo anunciado. En un gesto de indulgencia el padre prior dio la palabra al condenado.
—Abad, padres, hermanos benedictinos –dijo Herman, cabizbajo y
doliente-, he pecado, no sólo contra Dios y la regla de nuestro fundador,
también contra vosotros, humildes y puros de corazón a quienes he atribulado y ofendido con mi extremada vanidad. Merezco el castigo que me habéis impuesto-continuó, levantando la vista hacia el padre prior -. Nada quiero decir en mi defensa, ni suplicar por mi vida, pero si haceros ver lo inútil de mi castigo, puesto que mi vanidad quedará enterrada entre estos muros y nuestra amada orden nada sacará con ello. En cambio, si vuestra justa condena se troca en un castigo de trabajo forzado y de por vida, podré ser útil a nuestra comunidad pagando con mi esfuerzo todos mis pecados, jactancias y pedanterías que me han llevado a esta situación.
Orar y laborar ese será mi credo. Un murmullo de desaprobación recorrió la sala capitular, todos los presentes ya trabajaban y rezaban por San Benito y acataban su regla durante todas las horas del día, no podían borrarse los terribles pecados de Herman con la promesa de trabajar y orar toda su vida, eso ya era lo propio de los monjes, su motivo de vida. El padre prior levantó su mano derecha para pedir silencio. Antes de que pudiese iniciar su disertación, Herman continuó con su ofrecimiento.
—Me propongo –dijo en tono solemne- hacer el códice más grande
del mundo y con el contenido más extenso para gloria de la Orden Benedictina y de nuestro monasterio. No importan los años que me lleve, tampoco los esfuerzos que precise, no pediré ni la ayuda de otros amanuenses, copistas, ilustradores o iluminadores, yo solo, con la ayuda de Dios, me propongo eternizar a Podlažice y ponerme de nuevo a disposición de este tribunal cuando termine el códice.
Se hizo el silencio, el Abad se levantó solemne y preguntó al monje:
—¿Cuál sería el contenido?
—Todo el conocimiento que ha llegado a nuestras manos, el Antiguo
y Nuevo Testamento; nuestras sagradas reglas; la historia de Bohemia;
todos los estudios de medicina, las traducciones latinas de Flavio Josefo sobre el pueblo judío y los veinte libros de San Isidoro de Sevilla y todo cuanto vuestra paternidad me aconseje. El mundo tendrá en un solo libro toda la sabiduría y sabrá que su recopilación fue hecha entre los muros de este monasterio –esta última frase la pronunció con tanta fuerza que estremeció a todos los presentes.
De nuevo el silencio se adueñó de la sala capitular, era tan profundo
que podía escucharse el murmullo de la fuente del claustro. El abad se
inclinó para recabar el comentario y la sugerencia del padre prior, ambos entendían que podía ser muy piadoso que de Podlažice saliera un libro de tales características y bondades. Los monjes y novicios, los legos asistentes, incluso el prior claustral, imaginaron la maravilla en la que podría convertirse el códice de Podlažice, todos conocían las extraordinarias habilidades y la capacidad de trabajo de Herman. Sin sospecharlo, estaban todos cayendo en el mismo pecado de soberbia y vanidad por el que estaban acusando a Herman. Un hedor nauseabundo invadió el recinto, era como si un viento lejano, surgido de improviso, trajera la pestilencia.
Algunos creyeron escuchar una tétrica carcajada, pero todo se atribuyó a las letrinas del monasterio y a la emoción por conocer el veredicto final.
—Aceptamos el trueque de condena, siempre que el codex sea el más
grande que haya salido de un monasterio, no sólo Benedictino sino de
toda la cristiandad. Para ello Herman será recluido en una celda hasta que termine su obra, sin conocer el paso del tiempo. Comerá y trabajará en ella, sin poder asistir ni al refectorio, ni a los rezos, salvo las misas que escuchará a través de la pared, escribirá en su propio cubículo sin pisar el scriptorium. No tendrá horarios ni jornadas, solamente un largo y laborioso día de infinitas horas hasta que termine el códice. Se le suministrará el material, los textos necesarios y las pieles precisas para completar toda la tarea. Se cumplirá con él y con rigor nuestro voto de silencio y jamás se le permitirá volver a caer en el pecado de soberbia ni contravenir ninguna de las reglas de nuestra orden.
Herman respiró aliviado, había conseguido su primer propósito y podía alcanzar su sueño de realizar el libro más grande y con mayor contenido de la historia. Sin embargo, no tenía claro a quién debía su salvación.

… cosas de Ruth


Monasterio de Podlažice

Benedictine monks poring over medieval manuscripts. Antique hand-colored print.

Tercer capítulo

Nunca sabrás cuál es tu última cena


Salones del Hotel Manila, mayo 1971

Robert Camperol o Roberto Camperol Maduxa, como anunciaba
su documento de identidad y su antiguo carnet de falangista, tenía
la cara redonda y una papada que partía insolente de su barbilla
ocultando parte de su cuello. Los ojos, de color pardo, eran dos líneas excesivamente almendradas semiocultas entre las pobladas cejas y las excesivas bolsas de las ojeras; dos puñaladas en un tomate. Lo más correcto de su rostro era la nariz romana, que en su juventud fue lo más atractivo de su cara, junto a un mentón rectangular y desafiante, desaparecido ahora por la carnosidad del papado. Su pelo era lacio, todavía oscuro y abundante, peinado hacia atrás, con raya central, como en sus días de la España eterna.
Camperol era un industrial de éxito, amante de los excesos y de las
criadas bonitas. Su pertenencia al Opus Dei le obligaba a recibir la descendencia que Dios le mandara, pero pronto se cansó de su esposa, unamujer beata, con atractivos suficientes para hacer soñar a un hombre, aunque sin ganas de mostrarse complaciente; el sexo la aburría y nunca se había mostrado en cueros a su marido, por eso, en un pacto sin firma ni documento, decidieron llevarse muy bien en la cama y dormir todas las noches. Las dos hijas que tenían, fruto de un par de locuras, eran todo su bagaje marital. Camperol no se conformó con los rezos y la abstinencia a pesar de que no sabía conquistar a una mujer de su clase y de su compromiso con la Obra. Había sido un gran admirador de Francesc Cambó quien, en su yate Catalonia, había gozado de las más bellas mujeres de la sociedad catalana y de no pocas artistas y cantantes del momento. Él no, pese a su prominente barbilla, su nariz romana, sus ojillos de flan chino el Mandarín y los duros de su padre, era incapaz de hacerle la corte a una cantante del Liceo o a una heredera de la burguesía. Por eso dirigía sus objetivos a lavanderas, chicas de servicio, floristas o prostitutas. Ahí era el rey, envolvía a sus víctimas con halagos, regalos y cenas en lujosos restaurantes, eso sí, en saloncitos privados que tuvieran salida trasera para evitar cruzarse con miembros de otras familias burguesas.
Nadie se explicó como acabó en la Falange y combatiendo al lado de
Franco. No es que fuera el único, pero la burguesía catalana militaba más bien en el tradicionalismo golpista. El caso es que Robert Camperol fue uno de los que entraron en Barcelona con las tropas franquistas el 26 de enero del 39.
Ahora, su cuerpo yacía en una silla en uno de los despachos del Manila
Hotel. Su rostro parecía tranquilo, la cabeza algo ladeada a la izquierda, ¡qué ironía!, y su cuerpo reposaba apoyado en el respaldo de la silla, con los brazos cruzados sobre su regazo, parecía a punto de despertar de una siesta; pero, su letargo era muy profundo, eterno.
A pocos metros, en el salón principal, el ágape proseguía. Nadie echaba
de menos ni preguntaba por el invitado que se había sentido indispuesto y al que se habían llevado con silla y todo. Pese a que el médico estaba convencido de su fallecimiento, decidió, ante mis ruegos, llamar a una ambulancia para trasladarle al Clínic de la calle Antonio de Villaroel, precisamente uno de los héroes de Camperol. Villaroel había sido un militar al servicio del odiado Felipe V, que luego se pasó a los austracistas y fue nombrado comandante defensor de Barcelona, de sus fueros y de sus derechos. Un paralelismo que le gustaba imaginar y presumir a Robert Camperol.
Mi gesto de contrariedad, ante el cuerpo de Camperol sujeto ahora a
la silla por uno de los camareros, fue captado por el galeno que se había hecho cargo de la delicada situación.
—Pude estar todavía vivo –dijo el médico mientras buscaba de nuevo
el pulso al desvanecido-. Ya sé que a usted, amigo Brotons, como director del hotel, eso le intranquiliza.
—Así es, doctor. Es muy complicado y embarazoso que se muera un
cliente en pleno banquete.
—Tal vez reanimándolo –dijo, más para atender mi ruego que por
tener algún atisbo de esperanza.
—Gracias, doctor Figueres, no sé cómo…
—No se preocupe, Brotons, me lo cobraré con alguna comida en La
Parrilla.
—Por supuesto, usted y su familia serán siempre bien recibidos.
—¿Y si voy con mi enfermera?
—Sería una buena elección, tengo entendido que es una mujer muy
bella.
Él sonrió mientras examinaba las pupilas de Camperol. La ambulancia
acababa de llegar y dos enfermeros subieron con una camilla por la
escalera de servicio.
—Hemos venido sin poner la sirena tal y como nos lo ha pedido, doctor.
—Muchas gracias, trasladen al paciente. Yo iré con ustedes en la ambulancia.
La ambulancia partió silente hacia el Clínic y yo fui a tranquilizar al
resto de comensales, que degustaban el siguiente plato sin apenas comentar el incidente.
—El señor Camperol ha sufrido un ligero percance, el doctor Figueres
le lleva en estos momentos al hospital.
Se escucharon algunos comentarios y siseos y la fiesta continuó como
si nada hubiese ocurrido. No les había mentido, el percance había sido
ligero, nada ostentoso, ligero como la brisa que levanta la Parca, ligero
como el viento que se lleva las hojas muertas, ligero como el sutil hilo del que penden todas nuestras vidas.
Precavido, quise informar del incidente a mi amigo Enrique Ripoll,
comisario jefe de la comisaría de policía de nuestro barrio. Le conté lo del desmayo, la intervención del doctor y el traslado al Clínic. Con Ripoll no valían ni subterfugios ni medias tintas.
— Creo que está muy perjudicado…
—¿Cómo cuánto de perjudicado?
—… Umm, del todo –dije, sin querer hacer un chiste.
—Vamos a ver, ¿me estás contado que se te ha quedado un cliente
tieso en pleno banquete y que sin avisar al juez ni a la policía os lo habéis llevado al hospital?
—Bueno, el doctor Figueres ha dicho que tal vez había alguna posibilidad.
—Y yo soy la reina de Saba… este tío ya estaba fiambre, Jorge.
—Es posible…
—¿Cómo que sólo posible? ¿A qué si llamo al hospital me dicen que
ha ingresado cadáver?
—Es posible…
—Joder ¡qué cara tienes!
— Enrique, escucha. ¿Vendrías a comer mañana a nuestro restaurante
si supieras que el influyente Robert Camperol se ha muerto en pleno
banquete?
—¿Y tú sabes la cantidad de pistas que se han podido desvanecer?
—No te preocupes, lo tengo todo controlado… los cubiertos y servilletas
los he retirado yo mismo. La silla en la que ha fallecido, apartada.
Las listas de los empleados a buen recaudo y el resto de los comensales
está de sobremesa sin el más mínimo síntoma ni malestar.
No le comenté que en la servilleta aparecía escrito con sangre: Codex
Gigas.

—La madre qué… Bien, llamo al hospital y te digo algo, y tú…
—Sí, ya sé… no me muevo del hotel.
Sin embargo, lo primero que hice en cuanto terminó el banquete fue
llegarme a la biblioteca de la calle de las Egipcíacas, a menos de cinco
minutos del hotel y donde había estado ubicado un convento de monjas
Agustinas en el que antaño recogían a las mujeres de vida licenciosa que se arrepentían de sus «pecados». El antiguo convento era ahora una magnífica biblioteca pública, al frente de la cual estaba una antigua amiga. Quería enterarme de qué trataba el códice cuyo nombre estaba escrito en la servilleta del fallecido. La respuesta de la bibliotecaria me trastornó. No era una simple hipérbole medieval, el Codex Gigas existía y su historia, además de increíble, podía esconder alguna extraordinaria respuesta a la muerte de mi cliente. Salí de la biblioteca, crucé por la fachada del Milà i Fontanals, mi antigua escuela y tomé la calle de los Ángeles camino de la del Pintor Fortuny. Frente a la estatua del pintor en la esquina con la calle Xuclà se encontraba la entrada principal del Manila, protegida por la
puerta giratoria de color dorado que ejercía de cancerbero. Entré.
Me sentía aturdido como si bajara de una noria. Fui al bar del hotel
en busca de consuelo etílico. Los clientes hablaban de sus cosas entre el
espeso puré de patatas de sus cigarrillos. Las volutas de humo se escondían tras la cortina de color crema del bar, como si quisieran escaparse del delicado momento.
—¿Te sirvo lo de siempre JB?-preguntó el camarero.
—Sí, pero del especial –dije, consciente de que necesitaba algo animoso
y más exclusivo de lo habitual.
El camarero buscó en la estantería la botella de reserva 25 años de
J&B, mi marca de whisky preferida, y las siglas por las que me conocían mis compañeros, JB, Jordi Brotons. Me sirvió la bebida en vaso corto y con dos hielos. A pesar de todo lo sucedido no me lo bebí de un trago como en las películas de Hollywood, aquel whisky merecía un respeto y los disgustos también hay que saborearlos; así se aprende que, tanto en la vida como en la muerte, los acontecimientos intempestivos son lo que nos separa del cielo o del infierno.

Estatua de Milá y Fontanals (Foto autor)

Colegio de Milá y Fontanals
Antiguo MANILA HOTEL, en la actualidad.

Segundo capítulo

Agradezco a todas y todos cuantos habéis empezado a leer la novela. Ahí va la segunda parte:

En el corazón de las Ramblas

Barcelona, mayo 1971

Uno de mis sueños de niño era ser director de hotel, algunas lecturas,
un par de películas y la atracción por esos lugares donde
nada es lo que parece y los viajeros pretenden convertirlos por
unos días en su hogar, me parecía fascinante. Tanto, que no paré hasta
conseguirlo. Lo que no sabía entonces es que un hotel es algo más que
un lugar de paso, es el lugar donde habita la parte aventurera de cada uno de nosotros, un lugar para los ensueños, los divertimentos, el reposo del viajero… y para algunas pesadillas.

Se cumplían nueve meses desde que tuve que hacerme cargo de la
dirección del Manila de Barcelona, el hotel se levantaba entre los centenarios plátanos de sombra en pleno corazón de Las Ramblas. Nueve meses son un corto espacio de tiempo, breve, aunque importante, porque es la medida de una gestación.

Le había tomado el pulso a mis responsabilidades
y, con la ayuda de todo el personal, el establecimiento marchaba
viento en popa.
Barcelona se abría a la algarada turística en un país que lentamente
iba transformándose, a pesar del gran obstáculo que suponía el dictador y todo su entorno. El nuevo gobierno, surgido por el dedo omnipresente de Franco, estaba dominado por tecnócratas pertenecientes al Opus Dei. La Obra, como ellos mismos la llamaban en la intimidad, regía los destinos de un estado todavía anclado en el pecado original de una guerra incivil. La Caballé triunfaba en La Escala de Milán, los Beatles con Let it be, y Nixon espiaba a su oposición creyendo que jamás tendría consecuencias, decretaba la congelación de salarios y precios, y devaluaba el dólar. Pero el huracán social barcelonés lo había dado el conservador Teatro del Liceo con el estreno de Mahagonny, una ópera progresista y visionaria del compositor alemán de origen judío Kurt Weill con libreto de Bertolt Brecht, ya estrenada en el año 30 en Leipzig. La dirección del Liceo puso un aviso especial en los programas, aclarando que no se hacía responsable por la crítica acerba de la obra a los aspectos de la convivencia social tradicional. Todo cambiaba para que todo siguiera igual.
En el hotel habíamos preparando una conferencia de Luis María Millet
sobre el maestro y compositor Joan Massià i Prats, catedrático de violín
y de música, fallecido apenas hacía un año y al que La Vanguardia de
Barcelona, en uno de sus artículos, recordaba como «un fino compositor». Terminada la conferencia se daría un concierto con cinco sonatas de Massià interpretadas por Mercè Puntí, acompañada al piano por Sofía Puche de Mendlewicz. Habíamos escogido a ese conferenciante porque, además de sus conocimientos, al día siguiente en el Palau de la Música se le homenajeaba por sus veinticinco años como director del Orfeó Català.
La sala se llenó de melómanos, de amigos del orador y de gentes de la alta burguesía barcelonesa, muchos de ellos clientes habituales del hotel o de La Parrilla, el restaurante del noveno piso. Fui saludándoles uno a uno.
Apareció Félix Millet, sobrino del disertante, acompañado de un amigo al que me presentó como Robert Camperol.
—Un gran nacionalista-dijo casi eufórico.
—Un placer, señor Camperol. Supongo que fue muy duro perder
aquella guerra-dije, con toda la mala intención, pues sabía que había
combatido en el bando franquista, junto a Felix Millet, padre.
—Está usted muy confundido, aquella guerra, como usted la llama, la
ganamos.
—No le haga caso, Robert -terció Millet-. Brotons, es un poco tocacojones.
—Discúlpeme -dije, tratando de que no se me escapara la risa.
Las primeras frases de la disertación de Luis María Millet llegaban
a través de la puerta del salón que acogía el acto. Mis interlocutores no
hicieron ninguna intención de querer entrar en el evento, adiviné que preferían presumir a mi costa.
Camperol movió la cabeza y entornó sus rasgados y menudos ojos.
Levantó el dedo índice y me advirtió.
—Hay ciertas actitudes, Brotons, que algún día pueden resultarle caras.
—No ha sido mi intención, supuse que siendo usted tan nacionalista…
—A Catalunya se la sirve de formas muy distintas -dijo con énfasis.
— En eso estoy totalmente de acuerdo -repuse con toda la intención.
En aquel momento no lo sabía, pero Camperol moriría pocos días después en un salón del Manila Hotel.

Bar del Manila Hotel en los años 60 y 70

Los infinitos nombres del diablo.

Primer capítulo

He muerto. No ha sido una muerte dulce, tampoco dolorosa. Una
extraña sudoración ha perlado mi frente. Siento un impacto, un
bloqueo en alguna parte de mi organismo y un estertor, seco,
silbante… definitivo. He muerto.
Mi cabeza ha cedido vencida por el peso de la muerte, la barbilla se
apoya sobre el pecho en un último gesto de afirmación a la vida que ya
se ha escapado. Sin embargo, mis manos permanecen sobre el mantel esperando inútilmente que me traigan el próximo plato. Sé que ya no habrá más, a menos que, en el infierno, sirvan la ceniza en bandeja.
En pocos segundos voy perdiendo los veintiún gramos de mi espíritu y
espero, nada impaciente, ver la luz que me conducirá no sé adonde. Trato de discernir si la Parca ha venido a buscarme porque me tenía en su lista o si alguien ha precipitado su visita envenenando el plato que comía tan a gusto. No se equivoquen, no muere un inocente. He vivido con desenfreno y eso, habitualmente, es sinónimo de culpabilidad. Tampoco muere un justo ni un hombre generoso, todo lo que he hecho ha sido para mi conveniencia, por mi interés y para mis excesos. Mañana dirán que ha muerto un patriota, un mecenas, un alma noble. No les crean, o sí. Los hombres como yo viven de la confianza y de la buena voluntad de los simples. Acumulamos las mayores mentiras detrás de las más bellas banderas y siempre hemos tenido el armario de la metáfora lleno de cadáveres.
Parece que alguno de los comensales ya se ha dado cuenta de mi nada
protocolaria rigidez. Oigo algunos comentarios soto voce. Alguien ha subido el volumen de la música. Un par de camareros me levantan a mí ya la silla en volandas y me llevan a un despacho al otro lado del salón.
Alguien comenta a los invitados que ha sido un desfallecimiento y que
pronto me reincorporaré a la fiesta. Miente como yo lo he hecho tantas
veces. Uno de los presentes, con apariencia de galeno, me examina las
pupilas y el pulso; se gira hacia el grupo de cabezas que me rodean y dice en un tono solemne: Ha muerto. ¡Eso ya lo sabía yo!, pero debo confesar que todavía tenía alguna esperanza. Quiero gritarle que no he muerto, que me han matado, ahora estoy seguro. No obstante, nada surge de mi garganta. Veo al fin la pretendida luz, no es nada brillante, más bien es una niebla oscura y densa, tampoco veo pasar mi historia, ni recuerdos de niñez, ni locuras de juventud, ni canalladas de adulto; sólo surge una imagen, la imagen de ella, la imagen de mi pecado, de mi traición, y trato, inútilmente, de pedirle perdón. Una voz en mi interior me dice que ya es tarde y lloro como nunca he llorado, sin lágrimas y sin gemidos… como los cobardes.