En primer lugar agradecer a Editorial Comuniter, el haber permitido la publicación por entregas de mi novela para cubrir los momentos de tedio del confinamiento.
Final de la novela:
La vida es un regalo, la muerte una cruz
La vida es un regalo, un regalo que algunos se empeñan en estropear antes de devolverlo. (Jordi Martínez Brotons)
Barcelona, agosto 1971
Me llamó Ruth desde Niza, estaba eufórica. —¿Jordi?, soy muy feliz, me ha regalado un diamante de un montón de quilates y del tamaño de un dedal. —Vaya, me alegro, Ruth, eso significa… —Sí, estoy prometida, tiene muchos años y muchos millones. —Una bonita combinación. Enhorabuena. —Nos casaremos muy pronto en su castillo. Ya te invitaré. —No me lo perdería por nada del mundo. —En septiembre regresaré a Barcelona, tengo muchos regalos para ti. Seguimos hablando por espacio de media hora. Me alegré por Ruth. A los amores hay que quererles por su forma de ser, aceptando sus libertades, sin intentar cambiarles; siendo dichosos con su felicidad. Recostado en el sillón de mi despacho me sentí dispuesto a afrontar un día más de trabajo. El hotel estaba en plena efervescencia, el restaurante lleno de gente desayunando, la recepción abarrotada de clientes que pagaban su factura y los mozos de equipaje y los botones trajinando con las maletas de los clientes. Me sentí feliz, era mi mundo. Pero la llamada de Ripoll me dejó perplejo. —Se han cargado a Gabaldá… Sentí algo especial, como supongo lo había sentido Ripoll al saber la noticia. Pude gritar aquello de ¡alguien ha apretado el botón!, ¡se ha hecho justicia! Sin embargo, opté por conocer bien todos los detalles. —No me digas, Ripoll, ¿cómo ha sido? —Esta mañana en su apartamento de Pedralbes, le han encontrado clavado en una cruz de madera, muy sencilla y tosca, pintada en negro. — Pavoroso –atiné a decir. —Ahí no acaba todo –dijo Enrique-. Los calvos que atravesaban las manos y los pies de Gabaldá eran de plata y en la cabeza de cada uno de ellos figuraban grabados los nombres de Camperol, Torras y Pagés y sobre el crucifijo había escrita una leyenda con la propia sangre de Gabaldá: Exorcizamus te omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas, omnis incursio, infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et secta diabolica. Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine. De las asechanzas del diablo, líbranos, Señor. Parece parte de un exorcismo. —Me dejas impresionado, Enrique. ¿Qué vas a hacer? —Nada, no es de mi distrito –dijo con la mayor tranquilidad-, corresponde a la comisaría de Pedralbes, y ya sabes que, personalmente, no le tenía ninguna simpatía. Y tú, ¿vas a investigarlo? —No, Ripoll. Ni pasó en mi hotel, ni era mi amigo, ni tampoco mi cliente. —… y era un capullo y un cabrón –dijo Ripoll. —Un diablo –contesté. Todavía no me había repuesto de la noticia. No quería ni imaginar quién o qué había eliminado a Gabaldá, bastante complicado había sido todo como para empezar de nuevo. El teléfono repiqueteó de nuevo ansioso. —Tienes otra llamada JB, del señor Nogal… —Pásamelo. —¿Jordi? No te asustes, tengo que decirte algo muy importante, he tenido una percepción… —¿Gabaldá? —Sí… ¿Cómo lo sabes? —Tú tienes clarividencia y yo a Ripoll. —¿Ha muerto, verdad? —Del todo –dije, para contarle luego todos los detalles. —No me extraña, ni tampoco me extrañaría cualquier hipótesis sobre los autores. —¿El diablo? ¿Belcebú? ¿Un exorcista aburrido? –pregunté con socarronería. —Todo puede ser, Jordi, son muchos los candidatos… los nombres del diablo son infinitos, ya sean bíblicos como Lucifer, Satanás, Belial o Samael; literarios como Mefistófeles, Leviatán o Asmodeo; ocurrentes como el Señor del pozo, el Rey de las langostas o el Destructor; caseros como el Demonio, Astarot o Belfagor… y reales como Hitler, Stalin, Franco, Gabaldá o tantos otros a lo largo de la Historia. Infinitos nombres para un mismo ser. Un ente que habita en cada uno de nosotros, despertarle o no, depende sólo de uno mismo. —Entonces, hasta pudo el Diablo matar a otro diablo, una especie de ejecución… con la ayuda desinteresada de alguien. —Sí, no le imagino subiéndose a la cruz solo. —Y yo no le imagino clavándose de pies y manos, no tenía pinta de contorsionista… ¡Y a su edad! Escuché la risa de mi amigo al otro lado del teléfono. La telefonista nos interrumpió. —Tienes otra llamada, JB. Me despedí de Nogal y pedí que me pasaran el nuevo reclamo. Era Lilith. —Con cien cañones por banda… –dijo, por toda presentación. La imaginé sentada en la barra del Boadas, con su pelo casi rojizo, las cuatro pecas cercando a su nariz y esa sonrisa de niña mala. El icono de la belleza que surge de improviso y que se cuela por la puerta de los sentimientos. —¿A qué hora, princesa? –respondí entusiasmado. —¿A las once te parece bien? —Perfecto. Pensé que la vida es un regalo, un regalo que debemos aprovechar día tras día. En aquellas horas, Las Ramblas estaban en pleno apogeo. Los paseantes compraban flores unos metros más abajo, deambulaban bajo los centenarios plátanos y luego se paraban para ver el edificio del Manila Hotel… camino de la Plaza de Catalunya, corazón de una ciudad abierta, plural, acogedora. Feliz a pesar de todo. FIN
El Manila HotelEl diablo sabe a quién elige.El ritual de un exorcistaEl misterio y el JB prosiguen en una nueva aventura
A la mañana siguiente me desperté con el olor de Lilith flotando en todo mi cuerpo y con mucho sueño. Había sido un noche preciosa, llegué al hotel muy tarde y tenía que levantarme pronto para despedir a míster Backster y a su acompañante, sin haber podido adivinar si este último era mudo o muy reservado. Luego llamé a Ripoll para contarle mi impresión de la velada anterior sobre la forma en que pudo morir Camperol. —Pudieron inyectarle algo la noche de la cena. —Es muy posible, Jorge. A lo largo de la mañana tendré las pruebas de toxicología de unos inyectables que encontraron en el piso de Gassiot. —Genial, tendrías que pasarme unas fotografías del profesor, es posible que alguno de nuestros empleados pueda recordarle. Pasé el día esperando la llamada de Ripoll. A eso de las ocho de la tarde vino el comisario al Manila Hotel. Nos sentamos en una mesa del bar, un tanto apartada. Hice una seña al camarero y levanté el índice y el medio. Me confirmó el pedido bajando la barbilla en señal de afirmación. A los pocos minutos avanzó con paso elegante y con la bandeja con los dos whiskys. —Dos de los tuyos JB –dijo. —Gracias, Jesús. Ya bien provistos, llegó el momento de que Ripoll me contara sus impresiones sobre el interrogatorio de Gassiot. —Tenías razón, el resultado toxicológico de los inyectables encontrados revelan la existencia de batracotoxina. —¿Una toxina de batracio? —En concreto de un rana, la Phyllobates terribilis. Un tipo de rana del oeste de Colombia. La utilizan los indios para envenenar sus flechas y sus dardos. —¿Y cómo actúa? –pregunté asombrado. —Impide la transmisión del impulso nervioso hacia los músculos y se produce una hiperexcitabilidad de los tejidos nervioso, muscular y cardíaco… —Es decir, lo paraliza todo. —Todo, la víctima muere de parada cardiaca, sin dolor, como entrando en un sueño profundo. Sólo con dos microgramos por kilo de peso del sacrificado, basta. —Así que mi tesis tiene base, pudo haberle inyectado la toxina en el tumulto de la entrada a la cena. —Así debió ser. —El sudor de una rana puede matar a un príncipe –dije. —Es otra forma de ver los cuentos –contestó Ripoll. —¿Ha confesado? —Bueno, él sí… pero nos falta la mitad de la confesión. —¿La del diablo? –dije tratando de embromarle. —No te rías, Jorge. Este tío tiene algún tipo de enfermedad mental. El lunes haremos un nuevo interrogatorio, esta vez en presencia de un siquiatra y de un forense. —¿Ha llegado a involucrar a Gabaldá? —No, no reconoce haber hablado con él las últimas semanas. —¿Ni cuándo fue a verle el día de la detención? Ripoll movió la cabeza negando. Bebió un sorbo de whisky, cruzó las piernas y me miró fijamente. —No sé si tenemos a dos asesinos y a un solo culpable, o dos culpables y un solo asesino. En cualquier caso le tenemos. —Eres un gran policía, Enrique –dije muy sincero. —Gracias, Jorge y tú un gran director de hotel… y un aprendiz de detective. Reímos. Fuera la tormenta mojaba los plátanos de Las Ramblas y los transeúntes corrían a refugiarse en algún establecimiento. Las primeras luces eléctricas empezaban a iluminar la ciudad, el Manila volvía a cerrar completo. En una de nuestras suites dos hombres recordaban París y se prometían regresar el año próximo a Barcelona y al Manila Hotel. Aquel lunes tuvo lugar el segundo interrogatorio de Gassiot y fue una sarta de despropósitos. Por fortuna estaban presentes el juez, un siquiatra y un forense. La doble personalidad del detenido convirtió las interpela- ciones en inútiles. Al parecer, según el siquiatra, la personalidad demoníaca era la dominante y apuntaba a algún tipo esquizofrenia; el forense mantenía que era un severo trastorno mental en los que los delirios y alucinaciones sometían su personalidad. A medida que avanzaba el interrogatorio, Satán tenía más protagonismo y sus amenazas eran más extremas, reconoció que había matado a los cuatro; «su tiempo había concluido », repetía. Ambos facultativos recomendaron su ingreso en un instituto de salud, es decir, en el manicomio de San Boi de Llobregat, a pocos kilómetros de Barcelona. El juez aceptó la propuesta de los doctores y Gassiot fue trasladado, con diablo incluido, al famoso siquiátrico. Decían que el desorden de personalidad múltiple de Gassiot podía deberse a una enfermedad mental o la creencia de una posesión. Al parecer, los demonios atormentan con preferencia a las personas que tienen problemas mentales serios, no quisieron concretar si se referían a los demonios de la mente o a los bíblicos. Nos contaron que, a menudo, le veían dialogar a oscuras en su celda; nadie sabía con seguridad si consigo mismo o con otros seres demoníacos. Sin embargo, para nosotros, no había terminado el caso y no nos quedaríamos parados. Los profesionales de la siquiatría resolverían la veracidad de la distorsión de Gassiot; aunque subsistía el inductor, el que tenía algo que ganar con los asesinatos y para nosotros tenía nombre propio y carnet de identidad, por tanto dentro de la jurisdicción terrena de Ripoll. Carles Gabaldá i Flores, merced a un perturbado, había eliminado a los únicos testigos y cómplices que podrían haberle arruinado su carrera política. Ahora estaba libre; para él, el sortilegio del conjuro que rompía su pacto con Belcebú había funcionado y Gassiot, conocedor de la verdad, andaba perdido por sus laberintos mentales. —Tenemos que pillarle, Ripoll –le dije por teléfono. —Por supuesto, Jorge, ahora sólo tú y yo conocemos el alcance de sus delitos. ¡Ándate con ojo!, igual que se cargó un banco, puede cargarse a un director de hotel. —… O a un policía –dije para provocarle. —No le interesa, sería demasiado evidente, en cambio un restaurador que muere probando la comida de su restaurante… El sentido del humor de Ripoll era bastante peculiar. Seguía siendo un poli. La verdad es que sería muy difícil pillar a Gabaldá, no había estado en los lugares de los crímenes, tenía excelentes coartadas apoyadas por docenas de personas. Nadie, en su sano juicio, creería ni su pacto con el diablo ni su ruptura. El conjuro restaría escondido bajo nombre extraño entre los 350.000 volúmenes en la Librería del Seminario, sólo Gassiot si recuperaba la cordura, podría decir dónde estaba. El Maligno disfrutaba con su mejor jugada, se había cobrado cuatro almas y Gabaldá quedaba libre para llegar a ser el corruptor y el prevaricador que el infierno necesitaba, alguien capaz de jugar con lo más sagrado, sembrar la discordia, engañar a los crédulos y someterse al poder de los de siempre para gloria del infierno. No obstante, los caminos de la justicia divina suelen tener muchos recovecos. A la mañana siguiente tuve que visitar a algunos clientes del centro, concretamente en el Paseo de Gracia. Mi objetivo era ofrecerles las ventajas del Manila Hotel, ya que en la zona tenía un importante competidor y era el Hotel Avenida Palace de la Gran Vía. Pasado el mediodía me dispuse a regresar al hotel. Noté que un tipo me andaba siguiendo, me paré en un escaparate del paseo para observarle bien en el reflejo de uno de los cristales. Era un gorila de unos cuarenta años, fornido y con aspecto de aquellos asesinos que contrataba la patronal para eliminar sindicalistas y líderes obreros. Llevaba en el ojal de la solapa un escudo de la falange. Bajé por la calle Pelayo con el retrovisor virtual atento. Pasé frente a los Almacenes Capitolio, la amplitud de Pelayo permitía un disparo certero y huir hacia la plaza Castilla en dirección a Tallers o a Joaquín Costa. Llegué al cruce de Balmes con Bergara donde estaba la entrada a la Avenida de la Luz, no lo pensé dos veces y bajé a la galería comercial, olía a viejo y a cacahuetes tostados; sobre el número 25, en el mostrador de Pam-pers, el aroma cambiaba a esencia de barquillo y de vino Montroy de Pedro Masana. Como yo esperaba, en los dos mil metros de galería había abundantes peatones paseando o comprando en las todavía numerosas tiendas del recinto. El individuo no se amedrentó y me siguió hasta allí; sin embargo, yo tenía todas las ventajas, había recorrido el lugar cientos de veces, jugado en los futbolines y asistido a docenas de proyecciones en el antiguo cine. Así que pensé que sería fácil perderle entre las grandes columnas que flanqueaban la galería. Por fortuna, los grandes neones de potentes luces que en la década de los cuarenta y cincuenta asombraban a los barceloneses, andaban ahora un tanto estropeados, el que no estaba fundido estaba cubierto de polvo, la Avenida de la Luz había perdido su glamur e iniciaba su imparable decadencia. Me vinieron de perlas las zonas de poca luminosidad y las numerosas tiendas vacías, otrora ocupadas por prestigiosas joyerías y relojerías, para intentar deshacerme de mi insistente perseguidor. No tenía ni la menor duda de que era un esbirro de Gabaldá, tal y como me auguró Ripoll. Sin embargo, cuando me las prometía tan felices, comprobé que el tipo seguía pegado a mi espalda. Me paré en la cafetería semicircular de la galería, los altos taburetes estaban casi todos ocupados, pedí un café. Mi perseguidor, sin ningún tipo de prudencia,se situó al otro lado de la barra. Tenía un rostro grisáceo, con ojeras, los ojos se mostraban abollados entre unas pestañas también grises, la mirada turbia, matona. Era tan alto como yo pero más macizo, calculé que pasaría de los cien kilos. Dejó su lugar en la barra y se separó un metro de las banquetas, quedaba en diagonal a mí, sin posibilidad de tiro porque yo estaba emparedado entre dos hombres sentados cómodamente en sendos taburetes. Recordé que acarreaba el arma que me había proporcionado Ripoll, pero tenía que colocar el cargador que llevaba aparte por precaución. Él dio un primer paso hacia mí. Pagué el café, el tipo estaba por su tercer paso. Aproveché que uno de mis vecinos de taburete se levantó. Salí hacía el centro de la galería cubierto por el ciudadano. Mi perseguidor se detuvo. Yo me dirigí hacia los servicios cerca del cine Avenida, hice la intención de entrar, aunque desvié mi dirección cuando calculé que estaba fuera del campo de visión del gorila y me quedé pegado a la pared. Le vi entrar en los servicios, tenía la mano derecha escondida en la chaqueta a la altura de la axila, sus pasos eran rápidos, seguros, asesinos. Pude huir, pero no lo hice, hubiese continuado su implacable persecución. Le vi salir, las sienes le temblaban, las manos le sudaban, era su manera de incitar su deseo asesino. Le esperé aplastado a la pared y en cuanto alcanzó mi altura estiré mi pierna derecha para trastabillarle, cayó de bruces contra el suelo, desenfundé el arma y salté sobre él, había girado el cuerpo y estaba boca arriba, no estaba tan corpulento como aparentaba, más bien seboso. Le pegué la pistola a los testículos. —¡Si te mueves te capo! –grité como en las mejores películas. Algunos curiosos se habían acercado, otros permanecían a prudente distancia. —¡Llamen a la comisaría de Doctor Dou, díganle al comisario que envíe una dotación! Los curiosos miraban la escena sin intervenir, por la expresión de sus rostros adiviné que yo les parecía el bueno y el tipo del suelo el malo. Tal vez porque cumplíamos con sus estereotipos. Alguien desde el teléfono del bar llamó a la comisaría. El pájaro trató de moverse, yo tenía el ama amartillada y él podía verlo. —No me obligues –exclamé, como si lo hubiese hecho toda la vida. Aparecieron un par de grises. Pensé que demasiado pronto para ser hombres de Ripoll. Uno de ellos desenfundó su arma reglamentaria. —Trataba de matarme –dije por toda explicación. —¿Es usted del cuerpo? –preguntó el segundo agente, mientras el primero le ponía las esposas a «mi» detenido. —No, soy el director del Manila, he llamado al comisario Ripoll –dije como si esto fuese una garantía de bondad. —Ya, deme el arma. Y no se mueva –dijo el primer agente. Tomó el arma, la miró y sonrió. — ¿Sabe que está descargada? —Por supuesto –contesté-, mostrando el peine todavía en la cartuchera. En aquel momento llegaba Ripoll con otros dos agentes. —Vaya, tenías que ser tú… siempre metiéndote en líos. La pistola es mía y este señor tiene permiso de armas, me hago yo cargo del paquete –dijo Enrique a los dos policías. —A sus órdenes señor comisario –respondieron. El gorila se incorporó a duras penas. Ripoll buscó en la sobaquera del detenido y le quitó un revólver del calibre 38 Smith & Wesson. —Te hubiese matado un clásico –señaló con su humor policiaco. —No me consuela, Enrique. —Anda, tómate un coñac, te animará. Me voy a la comisaría a llevar a ese tipo, pasas luego para hacer la oportuna denuncia. Me quedo con la Browning, me olvidé decirte que necesitas balas para disparar –dijo con sorna. —Ya, no me dio tiempo a poner el peine. ¿Por qué te crees que le apunté a los testículos y no a la cabeza? Así no pudo ver que estaba descargada. —Tienes cojones, Jorge. Este tío es un profesional, un poco pasado de peso, pero un profesional. No olvides lo de la denuncia. —En media hora estoy en comisaría. Seguí el consejo de Ripoll. No obstante, en vez del coñac, pedí un J&B con dos hielos y en vaso corto, en el bar de la galería. Los clientes me miraban entre el asombro y la admiración. Me hubiese gustado saber qué contarían en casa. Llegué al Manila después de presentar la denuncia contra mi perseguidor, por supuesto no cantó el nombre del que le había encargado el trabajito, pero era muy fácil adivinarlo. Pensé en la larga mano de Gabaldá y me enfurecí. Encima de la mesa de mi despacho estaba una campánula de plata regalo de una amiga muy especial que tenía en Lausana. Aquella campanilla me había salvado la vida en una ocasión, o eso creía. Por un momento dudé si, como en la fábula del Mandarín de Rousseau, podía desear la muerte de alguien sólo con tocarla. Deduje al fin que utilizar un objeto salvador para una misión de verdugo sería miserable y aunque no se puede juzgar a nadie porque sus pecados sean distintos a los nuestros, cuando los delitos ponen en peligro la vida de uno, la cosa cambia. Por eso telefoneé a Gabaldá, para pedirle explicaciones y llamarle por su nombre; me dijeron que ya no estaba en la oficina. Precisamente, aquel viernes, los Gabaldá se habían trasladado a la Costa Brava a pasar el fin de semana. Desde los tiempos del abuelo Gabaldá la familia tenía una hermosa casa en Lloret de Mar, uno de esos pueblos asomados al Mediterráneo en que los pinos llegan hasta besar la mar. El abuelo siempre contaba entre risas que la casona, La Negra, como la había bautizado, era fruto de las correrías de su padre como tratante de esclavos en la vieja Cuba. A Carles Gabaldá le encantaba el lugar, también a sus siete hijos, a sus nietos y a su esposa, la madre superiora, como él la llamaba. Entre ambos había existido la complicidad de los intereses creados, ella sabía que era un canalla y que, gracias a eso, su prole tenía el porvenir asegurado y dada la memez que abundaba en sus retoños, era muy importante. Aquella tarde, recostado en su sillón favorito viendo jugar a sus nietos y conversar a sus hijos, Gabaldá se sintió feliz. Imaginaba que yo ya no estaba en este mundo, sonrió. No sabía el porqué pero le dio un repaso mental a su vida, todavía no lo tenía todo; no obstante, sus objetivos ya estaban trazados. Para ello había tenido que hacer muchas cosas, algunas terribles… terribles para los fusilados, los desahuciados, los desfalcados, los timados, los engañados y los asesinados. Todo por Dios y por la Patria, sólo que su dios y su patria tenían el mismo nombre: Gabaldá. Sintió que tenía algo muy fuerte dentro de él, un poder omnímodo, imparable. Soñó en prados verdes con cientos de esclavos negros recolectando algodón y en industrias textiles llenas de obreros sin convenio y con salarios bajos. El sábado por la mañana sonó el teléfono, alguien preguntaba por Carles Gabaldá. Mascullando improperios, Gabaldá atendió a la llamada. Su rostro cambió de expresión, primero fue de sorpresa, luego de indignación. —En un par de horas, estoy allí. Hablaremos –dijo al interlocutor. Colgó con el fastidio pintado en la cara. —Debo volver a Barcelona, un asunto de negocios. Regresaré por la noche. —¿Tan importante es? –preguntó su esposa, mientras terminaba sus rezos matinales. —Sí, querida, es inoportuno, pero debo ir. Sus nietos jugaban en la piscina, sus hijos hablaban de negocios que sólo podían proyectar gracias a papá, lo hacían en castellano, porque el catalán era un idioma para pobres y sirvientes, decían. Algunos hermanos todavía dormían la juerga discotequera del viernes. Una familia típica… típica de cierta alta burguesía barcelonesa de los años setenta. Gabaldá ni se despidió de ellos porque suponía que regresaría en unas horas. No lo sabía, pero aquel sería su último viaje.
Phyllobates terribiliLa Avenida de la Luz, vacíaCon públicoEl barEntrada a los Ferrocarriles CatalanesEl cine AvenidaDegustación de barquillos y Montroy Masana
Ripoll tenía en sus manos la orden judicial para detener a Albert Gassiot. Dos coches Z le acompañarían en la operación. —Jorge, tengo la excusa perfecta para que vengas con nosotros, tú le conoces. —Eres un genio, Enrique. —Sí, pero quiero que lleves esto… Gassiot tiene malas bromas. Me entregó una pistola Browning FM1922 con su cargador y su funda. —Yo no… —Sí ya sé que no tienes licencia de armas, ya me he ocupado de eso, firma aquí, es un autorización provisional de uso de armas cortas, aprobada por el director general de Seguridad. Leí el documento, de acuerdo con un decreto de 27 diciembre de 1944, el director general me concedía una licencia del tipo D, reservada a procuradores en cortes y las autoridades civiles, judiciales y administrativas. Firmé el escrito. Ripoll vio la extrañeza en mi rostro. —La discrecionalidad del reglamento permite al director general de Seguridad dar estas licencias. ¿Sabrás usarla? —No me hace ninguna gracia llevarla, pero sé cómo usarla. —Cuando tengamos a Gassiot me la devuelves, la tengo registrada a mi nombre, procura no cargarte a nadie. —Tendría que pasar algo muy gordo para sacarla de su funda. La funda de cuero era doble, tenía un apartado para el cargador, de forma que podías llevar el arma y el cargador por separado, una tira de cuero sujeta a la solapa de la funda evitaba que se cayera el arma con un movimiento o un salto brusco. Mediante una trabilla se podía colgar en el cinturón y eso hice. · 155· No podíamos ir al edificio de la facultad preguntar por él y esperar a que bajara a la recepción, sabíamos que era muy peligroso y que, seguramente, llevaba el bisturí asesino encima. La idea policial era arrestarle sorpresivamente en la facultad de Teología. Evitaríamos el momento de las clases para impedir que ningún estudiante saliera herido. Gassiot comía en un pequeño restaurante cercano, detenerle en el momento en el que entrara o saliera del establecimiento podía poner en peligro a paisanos -según argot policial- de los alrededores, o a los clientes del restaurante. Pasadas las 16.30 regresaba y algunos minutos más tarde se reincorporaba en la biblioteca a su trabajo de clasificación e investigación documental. El lugar permanecía casi vacío hasta las 17.30 en que llegaban los primeros profesores y estudiantes para hacer consultas o en busca de algún volumen. Por eso se eligió a las cinco de la tarde como la hora más propicia. Las dos dotaciones de coches Z convergerían en las dos fachadas de la facultad, uno en la principal de la calle Diputación y otro en la trasera de la calle Balmes. Llegarían sin poner las sirenas y se situarían discretamente en las puertas para impedir, a partir de las cinco en punto, cualquier entrada o salida al edificio. Ripoll, tres agentes de paisano y yo llegaríamos cinco minutos antes, neutralizaríamos cualquier oposición y rápidamente nos dirigiríamos a la biblioteca, uno de los agentes se quedaría en la entrada de la sala para evitar la huída. Ripoll y el otro policía esperarían a que les indicara quién era Gassiot tan pronto entráramos en la biblioteca, entonces enseñarían sus placas y le detendrían, mientras yo quedaba en retaguardia, me había advertido Ripoll insistentemente. Todo dependía, según el plan, de pillarle en la biblioteca, y de que no hubiese demasiada gente cerca del profesor. La operación había sido bautizada por la Brigada de Investigación Criminal como: Arrestar al Diablo. A las cinco menos cinco de la tarde aparecimos en el hall de acceso a la facultad, uno de los agentes se quedó para dar explicaciones al conserje y a un jesuita metomentodo, nosotros cuatro nos dirigimos veloces hacia la biblioteca atravesando el corredor de arcos del primer piso y que daba al patio central de columnas y palmeras, uno de los policías se quedó en la puerta para evitar que Gassiot escapara y que nadie entrara. Irrumpimos en la sala de lectura, estábamos de suerte, Gassiot estaba enfrascado leyendo en uno de los puntos, un par de sacerdotes también leían, pero en lugares más cercanos a la puerta de entrada. —No hay duda es él –dije señalando al pupitre del fondo. —Quédate aquí –me ordenó Ripoll. El comisario y el policía restante se encaminaron hacia el profesor. —Buenas tardes, somos de la Brigada de Investigación Criminal –dijo Ripoll, mostrando sus credenciales. —Buenas tardes –contestó Gassiot, incorporándose y quedando de pie frente a los dos agentes. —Le ruego que nos acompañe a la comisaría. Gassiot se mostró tranquilo, incluso sonrió a Enrique. El policía que le acompañaba sacó unas esposas. Yo permanecía a unos metros observando la escena, los otros lectores también se habían incorporado de sus butacas y miraban la acción desde lejos. Apenas pasaban dos minutos de las cinco de la tarde, las dos dotaciones de los Z ya habrían tomado posiciones. De repente, Gassiot pegó un brinco, un salto prodigioso impropio de su edad y de su aparente condición física, superó a Ripoll y con su mano izquierda golpeó en el rostro del policía de las esposas quien, en un acto reflejo, se llevó la mano a la cara. En su mano derecha apareció, como por ensalmo, un bisturí de afilada hoja. Traté de interponerme en su camino, sus enormes pies le impulsaron como a un jugador de baloncesto en busca de la canasta y superó mi posición al tiempo que profería un infrahumano grito. Me giré a tiempo para ver como empujaba al policía de la puerta y salía veloz de la biblioteca. Corrí en su persecución mientras desbrochaba la tira de cuero de la funda en un gesto maquinal, entonces grité. ¡Cuidado va armado! Gassiot llegaba a la puerta principal, el policía de la dotación de Ripoll desenfundó su arma reglamentaria. En los jardines de acceso dos de sus compañeros uniformados y uno de paisano guardaban entradas y salidas, Gassiot no tenía escapatoria. El agente de la entrada lanzó la advertencia de rigor: ¡Alto o disparo! Ripoll y yo escuchamos la detonación, en aquel momento llegábamos al lugar de los hechos. La bala se estrelló en una de las paredes a pocos centímetros de la cabeza de Gassiot, este se giró, su rostro parecía el de una máscara china o japonesa, el rictus contraído, la lengua fuera como la de un perro apaleado, los ojos inyectados en sangre. Pegó un prodigioso salto y se estrelló contra uno de los ventanales de la fachada principal y lo atravesó, los trozos del vitral salieron despedidos por todo el recinto. —¡Avise a los del exterior! –gritó Ripoll al policía que había efectuado el disparo. Desde otra ventana vimos a Gassiot caer al suelo con ambas piernas flexionadas, como un atleta que acaba de hacer un doble mortal. Ripoll le apuntó con su Astra, aunque no pudo disparar porque los dos policías uniformados se lanzaron sobre el profesor y un tercer agente se incorporó al grupo. Enrique puso de nuevo el seguro a su arma. El profesor quedaba oculto entre los tres funcionarios que le sujetaban, antes de que pudiéramos darnos cuenta se había deshecho del trío y los policías rodaban por el suelo mientras él huía a grandes saltos, sus gafas de pasta quedaron tiradas en el jardín y rotos ambos cristales. Salió pitando calle Diputación abajo y giró en la esquina. Uno de los Z, aparcado en el patio delantero, arrancó su motor e inició una maniobra para perseguirle, pero tuvo que ir primero en dirección contraria a la de la huída de Gassiot y girar por Muntaner hasta encontrar Balmes, para aquel entonces ya había desaparecido. Los dos coches descendieron por la calle Balmes con las sirenas puestas, una de las dotaciones examinando a los transeúntes y la otra a los vehículos. Sin éxito. Quise situarme en lugar de Gassiot, había golpeado a dos policías poniendo de manifiesto su culpabilidad, no podía regresar a su casa; su descripción, nada vulgar, estaría en manos de cualquier policía nacional o municipal de Barcelona. ¿Dónde podía refugiarse o pedir ayuda? Presumí que sus horas de libertad estaban contadas. —Lamento no poder haber sido de más ayuda. –dije a Ripoll y traté de devolverme el arma. —No, Jordi, consérvala, Gassiot está libre y no sería de extrañar que quisiera hacerte una visita. —A mí tal vez no; sin embargo, podría ocurrírsele pedir ayuda Hipathia. —Cabe dentro de la posibilidad, enviaré a un policía para que vigile la casa de tu amiga. También los edificios de Gassiot y de Gabaldá. Llámala para advertirla. —Ahora mismo, Enrique, ahora mismo. Llamé a Hipathia a la biblioteca, le conté someramente lo sucedido con Gassiot y que la policía le pondría vigilancia frente a su edificio hasta que lo arrestasen. —No creo que vaya a casa –repuso Hipathia. —Es mejor prevenir, cuando termines tomas un taxi y directa a casita. —Vaya, pareces un novio celoso. Reí la ocurrencia de mi amiga. Desde la ventana de mi despacho que daba a la calle Pintor Fortuny, justo encima de la entrada principal, vi llegar un taxi. Papi, uno de nuestros porteros, se apresuró a abrir la puerta trasera del vehículo. De él descendieron Backster y su guardaespaldas, pensé que sí, que tenían toda la pinta de ser agentes de la CIA. Me prometí asistir a la conferencia que tenía que dar mi cliente al día siguiente en la Cámara.
La historia de un demonio
Barcelona, julio de 1971
El profesor Gassiot detuvo un taxi en la plaza Urquinaona, estaba exhausto, con una veloz carrera había escapado de cerco, el eco de las sirenas policiales podía oírse atravesando la plaza de Catalunya y bajando por Vía Layetana. Lo primero que hizo, después de recuperar el aliento, fue llamar al rector de su facultad y contarle que la policía había tratado de arrestarle y era muy probable, mintió, que fuese por su pensamiento político contrario al Régimen. Le rogaba su intervención. —Escóndase por esta noche, haré unas llamadas, póngase en contacto conmigo mañana por la mañana. Gassiot colgó el teléfono y se quedó pensando a dónde podía ir. Unos nudillos golpeando la cabina le sacaron de su ensoñación, el corazón le dio un brinco. —¿Ha terminado? –dijo una mujer al otro lado del cristal. No respondió, se limitó a salir de la cabina con el rostro semioculto por la solapa de su americana. Paró un taxi y le dio una dirección en Pedralbes. Veinte minutos después el vehículo le dejaba frente a un edificio de oficinas. Pagó la carrera y se dirigió a la entrada. En cuanto el taxi se alejó atravesó la Diagonal y buscó el edificio donde habitaba Gabaldá. Observó a un hombre con aspecto de policía secreta vigilando la calle. Se detuvo. El agente efectuaba pequeñas rondas frente al inmueble controlando la entrada. Prefirió alejarse unos metros hasta el acceso a los garajes. El complejo de viviendas era amplio y el trajín del parking privado bastante intenso durante aquellas horas. Se ocultó aguardando ver llegar el coche de Gabaldá. La espera le dio tiempo a rememorar cómo se conocieron y las circunstancias que le habían llevado hasta allí. Fue apenas iniciado el año. Gabaldá fue a verle a la facultad. —¿Profesor Gassiot?, mi nombre es Carles Gabaldá. —He oído hablar mucho de usted, señor Gabaldá, ¿en qué puedo ayudarle? —Vera, sé que es usted especialista en demonología y que su talante es muy abierto respecto a esa materia. — Si lo que quiere preguntarme, amigo Gabaldá, es si estudio y creo en el diablo, debo responderle que soy un experto, tal vez el mejor. —Me alegra oír eso. Voy a contarle una historia que necesita de su franca credibilidad. —Le aseguro que tendrá que ser muy buena para sorprenderme. —Y yo le aseguro que lo es… Gabaldá refirió punto por punto el pacto con Satán, sus consecuencias y el deseo de romperlo por parte de los cinco. Gassiot escuchó atentamente, aquella historia le fascinó. Hacía años que investigaba estos casos, pero ese relato colmaba todas sus expectativas. —¿Cómo puedo saber que no es usted un alucinado? –preguntó. —Puede comprobar toda la historia, si lo desea. Gassiot no cabía en sí de gozo; ahora comprendía el interés de Joan Deulovol por el Codex Gigas, un códice del que Gassiot presumía ser un experto. A pesar de que Deulovol podría llegar a ser arzobispo de Barcelona y los otros cuatro a protagonistas influyentes en la vida económica y política de la ciudad, él tenía aquello por lo que los demás suspiraban, les había tomado la delantera en las investigaciones. Sí, él, Albert Gassiot, el mejor conocedor del diablo, tenía en su poder el conjuro arrancado del códice que permitía romper un pacto con Mefistófeles. Lo había encontrado de una forma casual hacia unos años en la biblioteca de la calle Egipcíacas. No le fue difícil deslumbrar a la bibliotecaria, una joven deseosa de saber y de experimentar, y cautivarla para poder sustraer el documento a sus espaldas y sustituirlo por otro fútil de la biblioteca del Seminario que cumpliera con los requisitos de búsqueda y codificación de la evocación satánica. Ahora, la portentosa historia de Gabaldá, le confirmaba la existencia real y viva de una quimera que había estado buscando durante mucho tiempo. —No me hace falta, Gabaldá, su historia tiene toda la pinta de ser cierta. Pero, ¿por qué me la ha contado? —Sé y no me pregunte cómo, que usted tiene en su poder un conjuro de un antiguo códice que permite romper un pacto con el diablo. —Eso es mucho suponer. —No tanto, yo deseo romper aquel pacto y sé que, como entonces, tendré que hacer otra prueba de maldad. —Efectivamente, para romper ese pacto, Satanás tendrá que ver un gesto muy especial por su parte, puede ser su suicidio, la muerte de quién considere su maestro o… —O darle cuatro almas por la mía –dijo Gabaldá. —Eso sería una buena propuesta para Belcebú. Gassiot volvió a la realidad, había pasado más de una hora y seguía esperando. El policía también seguía en su puesto. Sé preguntó cuánto más tendría que esperar. Su mente regresó al momento en que aceptó la propuesta de Gabaldá y se dispuso a preparar el sortilegio. Nadie, que él supiera, había realizado algo similar en tiempos modernos, iba a ser el primero en contactar con el diablo. Cada día que pasaba se sentía más cerca de Satanás, más compenetrado con el Príncipe de los Infiernos. Llegó a la conclusión de que su cuerpo deforme no era fruto de un mal hereditario ni de una malformación del tejido conectivo, sus huesos infrahumanos, como le habían dicho los médicos, los sentía ahora elásticos, capaces de realizar prodigios y su mente estaba clara y rápida. Se sentía más especial que de costumbre, más sabio y con más poder. Quería ser el mismísimo diablo, por eso le propuso a Gabaldá ser él, personalmente, quien recaudara las almas para romper con el pacto. El ruido de un automóvil distrajo su atención. Era Gabaldá. Le vio sacar la mano por la ventanilla y girar el llavín en la cerradura de la puerta basculante, esta se abrió obediente y el Mercedes entró hacia su plaza de parking. Antes de que la puerta regresara a su posición, Gassiot se coló en el garaje y se plantó frente a Gabaldá. —¡Gassiot, que hace usted aquí! —La policía anda tras mis talones. Necesito un lugar para pasar la noche. —Creí que podría esconderse en el infierno –dijo Gabaldá con doble intención. Carles Gabaldá miró con cierto desprecio a su interlocutor. ¡Qué distinto de la última vez que estuvieron juntos! Ahora tenía ante sí un hombre agobiado y temeroso. En su postrer encuentro, Gassiot, se había mostrado poderoso y prepotente, tanto, que no le cupo ninguna duda creer que estaba poseído. Entonces, el profesor actuó como un ser demoníaco, magno y crecido, leyendo el conjuro con voz grave y profunda, moviendo sus largas manos como si ondulara el aire, con la pose de un maestro de ceremonias demoníaco; prometiendo al Señor de los infiernos las cuatro almas para romper el pacto, mientras las luces de las velas se inclinaban todas en un mismo sentido y cambiaban al unísono de orientación como si recibieran aliento de algo desconocido. Tuvieron la sensación de estar envueltos en llamas. En aquellos momentos, Gassiot era la encarnación de un sacerdote de misa negra que gestionaba los asuntos del diablo como propios. Sin embargo, ahora, le parecía un ser pequeño y miedoso. —¿Por qué debería ayudarte? –oso preguntar. De un salto, Gassiot se encaramó al techo del Mercedes, su cara se iluminó como por encanto y su cuerpo tomó una dimensión distinta. Ilusoriamente era una metamorfosis total que encogió el órgano que Gabaldá tenía por corazón. —No te confundas Gabaldá, él está en mí. —Tengo un piso en el barrio de Sants –balbuceó-. Nadie, excepto yo, conoce su existencia, ni siquiera mi familia. Puedes pasar la noche allí. Hay comida en la nevera. —De acuerdo –respondió Gassiot. Gabaldá abrió de nuevo el coche, se inclinó frente a la guantera y extrajo de ella un juego de llaves. Luego garabateó sobre un papel la dirección del apartamento. —Ahora abre la puerta del garaje, espera que se aleje el policía y avísame cuando pueda salir sin peligro –dijo Gassiot. Gabaldá cumplió al pie de la letra las órdenes de Gassiot. Quien salió disparado en cuanto tuvo ocasión. Ya en la calle se alejó a pie del lugar, primero despacio, luego apresuró el paso. Dedujo que la policía podía haber alertado a los taxistas y decidió tomar el metro. Mientras tanto, Gabaldá se dirigió veloz al policía de guardia. —Soy Carles Gabaldá, suba a mi casa, debo hablar con su jefe inmediatamente. El agente llamó a la comisaria de Doctor Dou, en cuanto se puso el comisario le pasó el teléfono a Gabaldá. —¿Ripoll?, el profesor ha estado aquí… sí, me ha amenazado y he tenido que prestarle mi apartamento de Sants… No, no me moveré. Le paso la dirección… Ripoll, montó el dispositivo para la detención de Gassiot, dos unidades móviles de la policía se dirigieron al domicilio que Gabaldá les había proporcionado. En aquel mismo momento, el interfecto trataba de pasar desapercibido en el andén de transbordo del metro. Llegó a la dirección de Sants pasadas las nueve de la noche de aquella tarde llena de sobresaltos. Buscó la casa, introdujo el llavín en la cerra· dura, el portal estaba casi a oscuras, tenuemente iluminado en su parte delantera por la claridad que todavía llegaba de la calle y en sombras en la parte del ascensor. La falta de sus gafas le hizo vacilar dentro del sombrío portal. Trató de buscar el interruptor, dos pistolas Astra le apuntaron directamente a la cabeza, oyó la voz de Ripoll repitiendo una letanía policial en la que le anunciaba que estaba detenido por orden judicial, un tercer hombre le inmovilizó. Notó el contacto frío de las esposas en sus muñecas y se rindió.
Rituales de exorcismo Rambla Catalunya años 70, foto: Catalá RocaEnrique RipollFoto de la novela de @books zen
Nos habíamos quedado sin pistas, salvo los cabellos que encontró Ripoll en la torre de la basílica de los Santos Justo y Pastor, que resultaron ser pelos de barba, y el olor a azufre, que persistía un día después de la muerte de Pagés. Por fortuna todavía teníamos una posible víctima. —Esperemos que nos dure –le dije a Ripoll mientras subíamos por Passeig de Gracià. —Ese les será más difícil, te aseguro que es un hueso duro de roer. Carles Gabaldá nos esperaba en una de sus oficinas. El lugar, en teoría un bufete de abogados, era un caos de mesas de despacho, sillas y archivos. Advertimos que allí se cocía algo importante. Se trataba del embrión para la sede de una formación de carácter político. Gabaldá se sentía heredero del más rancio nacionalismo catalán, incluso a la derecha de la Lliga de Cambó. La policía sabía que sus huestes se nutrían de apellidos muy catalanes, los mismos que antes de la guerra contrataban pistoleros y matones para amedrentar a los sindicalistas o para reventar huelgas. Sus héroes eran los hermanos Badia. Miguel y Josep Badia fueron dos personajes del nacionalismo de preguerra que, iluminados por los independentistas irlandeses, quisieron crear un ejército catalán de corte paramilitar. Los camisas verdes se instruían militarmente en la sierra de Collserola, en el Montseny y en el Pirineo. Ambos hermanos murieron a manos de los anarquistas en la puerta de su casa de la calle Muntaner, apenas tres meses antes de iniciarse el golpe de estado. Ahora Gabaldá recogía el testigo, todos aquellos apellidos que le apoyaban -según las pesquisas policiales- habían combatido con el ejército franquista o habían esperado escondidos hasta lo que llamaban la «liberación», para denunciar a los comités obreros que habían gestionado sus empresas y fábricas. —Fueron los héroes del Estat Català –nos dijo Gabaldá, refiriéndose a los Badia, al vernos mirar las fotografías antiguas de su entierro donde cientos de camisas verdes acompañaban a los féretros. No quise recordarle el uso que hicieron de la bandera de Catalunya en aquel maldito establo del pueblo de María. Nos llamó la atención una pizarra en la que había varios calificativos tachados y reescritos, estaba claro que era la búsqueda de un nombre para la formación de Gabaldá. Como si leyera nuestro pensamiento nos dio algunas explicaciones. —Queremos huir de la acepción «democrática» para nuestra formación, no porque no lo sea, sino porque hay otros grupos como los de Pujol que manejan este concepto. Nosotros nos llamaremos Conveniencia Unida para Catalunya, es decir, El CUC. Más pronto que tarde tendremos una ley de asociaciones políticas. —Verá señor Gabaldá –dijo Ripoll un tanto nervioso-. Nosotros estamos aquí… No le dejó continuar. —Imagino que vienen a contarme lo de Pagés… un mareo cuando miraba la ciudad desde la torre de San Justo y Pastor, ya lo he leído en los periódicos. —Usted puede ser el siguiente –dijo Ripoll con la paciencia perdida. —No lo creo, tengo todavía muchas cosas que hacer, comisario. —Sí, sobre todo contestarme a unas preguntas. —Estaba aquí, si es lo que quiere saber, precisamente buscando un nombre para mi futura asociación política, éramos unos treinta, puede hablar con cualquiera de ellos. —No, no voy a preguntarle dónde estaba ni a qué hora volvió a casa… ¿Conoce a Sergio Congost? La pregunta sorprendió a Gabaldá que puso cara de asombro y negó con la cabeza. —No me diga que también ha muerto –dijo con desdén. La paciencia es una virtud que se pierde en cuanto insultan a nuestra inteligencia y Gabaldá estaba tensando demasiado la cuerda. Podía mostrarse indiferente con todo, menos con la consecuencia viva de su canallada. No me pude contener. —No, no ha muerto –contesté-. Sigue vivo para poder contar al mundo lo que hicieron cinco cobardes fascistas con su madre. Gabaldá enrojeció de ira, él también había perdido su paciencia porque arrasó los documentos de una de las mesas con la mano derecha, desperdigando fotos y papeles por el suelo. —¡A mí no me hable así, Brotons, está usted en mi casa! No sé qué pinta este hombre, que no es policía ni agente judicial –gritó, dirigiéndose a Ripoll. —Es un testigo, Gabaldá, usted no es quién para decirle a la policía quién debe acompañarle. Por otro lado, no le ha acusado de nada, se ha limitado a exponer el estado anímico de otro investigado. ¿O es que se ha dado usted por aludido? —Les ruego que abandonen el local, salvo que quiera detenerme y acusarme de algo; ahora mismo llamaré a su superior… Ya en la calle nos partíamos de risa. —Ha perdido la paciencia. —Nosotros también. ¿CUC no quiere decir gusano en catalán? –preguntó Ripoll. —Sí, un nombre muy apropiado. Supongo que ahora te pondrá en un brete con tus jefes. —No importa, cada vez me parece más culpable. —Claro, ya no nos queda nadie más –dije casi en soliloquio. —Ahora ha perdido muchas de sus influencias –continuo Ripoll-, en la Brigada Política no ven nada bien esos movimientos regionalistas por muy de derechas y adictos al régimen que sean. A tus «amigos» de la Social todo lo que huela a catalanismo no les gusta nada, venga de donde venga. Al alcalde Porcioles ya se le ha llamado la atención más de una vez y eso que su fidelidad está fuera de toda duda. —No sólo son ellos Ripoll, son muchos los que luchan para acabar con la dictadura y por Catalunya. Sindicalistas, obreros, intelectuales; desde partidos políticos clandestinos, hasta sacerdotes de parroquias obreras. —Con todos estos líos no me entiendo –dijo Ripoll- . En mis tiempos era más fácil, rojos o azules. Ahora hay de todo, ¿qué diferencia hay entre un catalanista o un nacionalista? —Toda. Un catalanista puede considerarse a alguien que ama a Catalunya y a sus raíces, respetando el pensamiento ajeno, la pluralidad y las diversidades; el nacionalista es un supremacista excluyente que odia a quién no piense como él. O se es patriota como ellos lo entienden o no se es. —Más o menos como pensábamos nosotros en la Cruzada… —Sí, es el mismo talante. —Entiendo, ¿y qué es un demócrata cristiano? –dijo para provocarme. —Ya sabes, lo dice la palabra, cristianos de cintura para arriba y demócratas de cintura para abajo. Nos partimos de risa. Empezaba a llover, lo que ocurriría después del diluvio todavía estaba lejos. Decidimos darle un empujón a la investigación. Para ello teníamos que conseguir acorralar a Gabaldá. Sabíamos que su tranquilidad no era un exceso de valentía, sino del que tiene la seguridad de que no puede ser devorado porque es él el depredador. El hecho de que fuese diestro y que los golpes de bisturí habían sido hechos por un zurdo, no le excluía como instigador ni como cómplice. Mi primera visita fue para Hipathia, quería tranquilizarla. Le conté mi coloquio con su amigo Gassiot y la plática telefónica con el Opus para liberarla de los recelos de la Obra. Hipathia se había enterado por los periódicos de la muerte de Pagés, pero no lo relacionaba con nuestro caso. —Estuve con tu amigo Gassiot, buff, qué tipo. —Sigue sin caerte bien ¿eh? —Lo que no entiendo es cómo podía gustarte, es un pedante, un vanidoso, con esa nariz tan larga y esa barbita… y sin la gracia de Cyrano de Bergerac, y esas extremidades, grandes y deformes. —Gassiot sufre una enfermedad hereditaria que afecta al tejido conectivo y al corazón –dijo entonces Hipathia. —No sabía… –repuse, un tanto avergonzado de mis comentarios. —La sufrieron importantes personajes en distintas formas y complejidades, entre ellos tu admirado Niccolò Paganini. —No me había dado cuenta, debería haber caído en ello. —Yo misma le encargaba un remedio homeopático en la herboristería de la calle Elisabets, muy cerca de aquí. —La recuerdo, de niño me pico una abeja y allí me curaron con arcilla. —¿Qué debo saber de vuestra conversación? –preguntó Hipathia. —Es posible que un tipo llamado Gabaldá o alguien de parte suya vengan por aquí con la historia del conjuro del códice, envíales al Seminario de Gassiot, así te los quitarás de encima. —¿Sigues creyendo que quieren deshacer un pacto con Belcebú? —Aunque te parezca ridículo estoy convencido. El tal Gabaldá cree, a pies juntillas, que el pacto existió y que prevalece vigente. Lo que no me explico es su aparente tranquilidad, cuando todos sus compañeros han ido cayendo.
—¿Pensáis que tiene algo que ver con las muertes? —Seguro, no sabemos si directa o indirectamente. Pagés vivía atemorizado pese a la ayuda y apoyo del Opus, Gabaldá sigue con su vida y muy tranquilo… Nos despedimos en la puerta de la biblioteca. Cuando me había alejado unos metros me llamó. —¡Jordi!… ¿Sabes que has crecido mucho estos días? Sonreí. Mi bibliotecaria favorita seguía estando igual de guapa. En uno de los momentos de tranquilidad en el trajín constante del hotel, aproveché para llamar a Guardans. —Les acompaño el sentimiento por la pérdida de Pagés –dije casi sincero. —Gracias, Brotons, sabemos que la investigación está en punto muerto, por eso hemos decidido hacer algunas indagaciones por nuestra cuenta, tres miembros de la Obra han perdido la vida… y el alma, no lo olvidaremos. Encontraremos al culpable, sea demonio o humano. —¿Han hablado con Gabaldá? –pregunté, por el morbo de escuchar su respuesta. —No, ahora ya no hace falta, ni puede ni queremos ayudarle –dijo misterioso. Comprendí que Gabaldá tenía más enemigos que Satanás y el asesino, en caso de que fueran tres personalidades distintas. La luna, como en la canción de Henry Mancini, dibujaba un río de luz que envolvía al edificio del Manila con un aura argenta, tal vez con intención de protegerlo o de protegerme.
La última vez que besé a Lilith
Barcelona, julio 1971
Eulalia Camperol, Lilí para los amigos y Lilith para sus incondicionales, me llamó para tener una nueva cita con derecho a compartir pecados nada inocentes. —¿Tienes mucho trabajo para esta noche? —El que tú me des. —Te advierto que será considerable y no valen desmayos. —¿Podré perseguirte por tu camarote? —El pirata eres tú… es tú elección, las princesas sólo podemos resistirnos. —Perfecto, si yo escojo, me pido arriba. —No, Jordi, la cubierta está pedida a ti te toca remar abajo. —¿Pero no me has dicho que yo decidía? —No, tú decides si quieres raptarme, pero yo elijo si me dejo raptar. —De acuerdo –dije conteniendo la risa-. Podíamos quedar en… —El Boadas, me gustó el combinado –respondió tajante. Colgué sin poder quitarme la sonrisa del rostro. Los encuentros con Lilith debían ser así, sin subterfugios o la tomabas como era, o la dejabas. Además, tenía ganas de estar con ella y resolver mi conflicto moral. ¿Debía contarle la historia de Sergio Congost? No estaba seguro de poderla ayudar y, por otro lado, tampoco podía engañarla ocultando aquel secreto que la había hecho infeliz. Coincidimos en la puerta de Boadas, los dos llegamos puntuales. Sonreímos, ninguno de los dos había querido hacer esperar al otro. —Muchas ganas tienes de raptarme… —Muchas. Entramos en el reino de María Dolores, la barra principal estaba llena de parroquianos y nos acomodamos en una de las laterales. —¿Qué vais a tomar? –preguntó la mestressa desafiante. Inquirí a Lilith con gesto divertido. —A mí me gustaría que me sorprendiera con uno de sus combinados. Miré a nuestra anfitriona a los ojos, estaba preparada para criticar lo que yo pidiera fuese lo que fuese. Pero esta vez la sorprendí. —Dos de lo que tú nos aconsejes, pero con alcohol. María Dolores se quedó estupefacta y sonrió emocionada. —¿Lo que yo os aconseje? —De eso mismo –respondí, haciéndola la más feliz de las mujeres. Al segundo Cóctel Boadas ya estábamos con aquel puntito de dicha que da el champán y la buena conversación. Y no sólo gracias al espumoso; el brandy, el vodka, el azúcar, la angostura y el triple seco, los otros componentes del combinado, iban haciendo mella en nuestras voluntades y reforzándolas en nuestro objetivo de embarcarnos juntos aquella noche en el bajel pirata. —El hotel está más cerca que tu casa –dije apremiante. —En mi cama estaremos mejor. Fin de la discusión, agradecimos a María Dolores sus desvelos y salimos pitando en busca del taxi más cercano. Por fortuna los taxistas de Barcelona nunca se fijan en las parejas que aprovechan los trayectos para besarse apasionadamente, si al final del mismo les das una buena propina. Subimos a golpe de ascensor y de desabroche. La blusa se abrió para mostrarme las jarcias de su sujetador y la vela mayor de su falda se elevó como si Eolo soplara bajo ella. Puse rumbo a la isla del tesoro y el galeón se detuvo en el sexto piso. Abrimos la puerta de su apartamento, ya medio desnudos. Tropezando con mis pantalones bajados a la altura de las pantorrillas y sin dejar de besarnos, tomamos rumbo a su espléndida cama; un mar de sensaciones nos esperaba. La travesía fue infinita hasta el encuentro con Morfeo. Nos despertamos el uno pegado al otro. No me atrevía a preguntarle si había roncado porque sabía de sobras la respuesta. En la penumbra de su habitación, seguro ya de que nuestras naves habían plegado velas por aquella noche, me sinceré con Lilith. —He de contarte algo. —Lo que tú quieras cariño, lo que no puedo asegurarte es que te crea –dijo, partiéndose de risa. —No, en serio Eulalia… —Uy, si me llamas por mi nombre de pasaporte me da mucho miedo. —Verás, he conocido a Sergio Congost. Ella guardó silencio, no podía apreciarlo, pero imaginé que había mudado el rostro. Se libró de mi abrazó y quedó en decúbito supino mirando al techo. —¿Quieres que te lo cuente? —No, no quiero saber nada de él –susurró-. ¿Cómo le localizaste? —No fui yo, fue él. Vino a contarme una vieja historia… —No quiero saberla. —A pesar de todo, quiero contártela. — Haz lo que quieras, pero luego, lárgate. —No me andaré con rodeos, Sergio es hijo de María Congost, una mujer de un pueblecito cercano a Flix. —¿Y? —Esa mujer fue violada durante la ocupación de los nacionales por tu padre y cuatro fascistas más. Sergio es el fruto de aquella canallada. Oí su silencio transformado en una respiración profunda, después de una eternidad de algunos minutos se sentó en la cama. Sus hermosos pechos quedaron libres al caer la sábana, la luna jugaba con ellos al contraluz. —¿Cómo supiste…? —Sergio estaba entre la lista de los sospechosos por la muerte de tu padre y de los otros tres. — ¿Estaba? —Si sus coartadas son muy sólidas. Le conté toda la conversación con Sergio Congost, incluida la visita y las recomendaciones de Camperol. Incluso la ayuda económica que, durante años, recibió Sergio sin saberlo. —Quiere hablar contigo y contarte el porqué de su abandono. —Me temo que ya es tarde. —Él no tuvo la culpa, dale la oportunidad de explicarse. —¿Y eres tú quién me lo pide? —Sí, princesa. Tienes que enfrentarte al pasado y también al futuro. —¿No tienes miedo a perderme? —Tengo más miedo a que pienses en otro mientras me besas. No dijo nada más durante un largo rato. —Dale mi teléfono –dijo al fin. —¿No prefieres llamarle tú? —No, todavía me debe la respuesta a mi carta. Nos besamos en la puerta de su piso esperando la llegada del ascensor. Fue un beso pasional, pero con un componente amargo a despedida. Pasaron unos largos días, tuve muchas ganas de llamarla y preguntarle cómo había ido con Sergio. Sin embargo, me contuve. Ella llamaría si tenía que decirme algo. En algunos momentos pensé que aquel beso en la puerta del ascensor podía haber sido el último. Aquella mañana recibí su llamada, quería verme, pero no en Boadas ni en otro bar. Le propuse que viniera a mi despacho. Quedamos a las nueve de la noche. Apareció radiante, guapa de veras, con un conjunto de los caros, probablemente de Chanel. —¿Quieres tomar algo?, tenemos bármanes tan buenos como los de Boadas. —No, Jordi, no quiero nada. He venido a contarte mi encuentro con Sergio. La miré a los ojos, no podía adivinar si estaba feliz o insatisfecha, su cara era indescifrable como el día del entierro de su padre. Se subió un poco la falda para sentirse más cómoda. —Quedamos en mi casa. Dijo que compró un ramo de rosas, pero que le pareció ridículo y las había tirado en una papelera cercana. No sabía la forma de enfocar su explicación. Se lo puse fácil para que el instante pasará rápido. Una vez superado el primer momento, volví a ver al hombre del que había estado tan enamorada, los mismos gestos y el mismo miedo a mi padre, que podía ser el suyo. Lloró, lloró más que yo y pidió perdón un montón de veces. Traté de consolarle y… no sé cómo paso, pero me acosté con él. Sentí una especie de escalofrío, algo de rabia y un poco de celos. Ella continuó. —Después de amarnos le vino una especie de arrepentimiento. «Podríamos ser hermanos», dijo. «Sólo hay un veinte por ciento de posibilidades », le contesté. «Sin embargo, podría ser», insistió, como si en vez de mi hermano fuese mi padre. «Por qué no te lo preguntaste hace una hora», le repuse. Él bajó la cabeza y trató de justificarse, no acepté sus excusas y salió de mi apartamento cabizbajo y dolido. —Le pudo la posibilidad de que fuerais hermanos. —¿Y qué importaba a esas alturas? —Pero ¿le quieres? –pregunté. —Sí, pero como a otro amante casual, no puedo volver a amarle como entonces. Soy hasta capaz de olvidar que puede, remotamente, ser mi hermano; aunque no puedo aceptarle como el hombre de mi vida. Aquello se acabó. —¿Y ahora que harás? Me miró con esa elegancia natural que poseía, ladeó su melena de tonos rojizos y dijo: —Llamarte cuando te eche de menos. —Sí, pero me pido cubierta –dije más contento que unas Pascuas. —Eso ya lo veremos… Se marchó después de besarme con fogosidad, la abracé tratando de no arrugarle el Chanel. Me había equivocado, aquel beso del ascensor no había sido ni sería el último.
El diablo vigilando el Manila Hotel. Dibujo de Anii DreamBoadas. María Dolores. Besos con RuthFoto Nanane
El domingo día cuatro vi la final de Copa por televisión. Fue un gran partido entre el Valencia y el Barcelona, el resultado después de muchas alternativas y una larga prórroga, fue favorable al Barça con un gol de Ramón Alfonseda, amigo de la infancia con el que había compartido juegos durante los veranos en Granollers, una población cercana a Barcelona. Vi el encuentro rodeado de clientes del hotel en el salón del primer piso, ellos mostraban sus preferencias según afinidades y yo procuraba mantener una actitud diplomática. Lo importante, además del éxito de mi amigo, fue la facturación del bar. Aquella noche recordé la carta que Lilith me había prestado en un arranque de sinceridad. Busqué en el bolsillo del traje de la noche del viernes. Extraje el sobre y me dispuse a leer, antes de empezar la lectura mi mirada se posó en el nombre del destinatario y el corazón me dio un brinco: Sergio Congost. Ahora entendía muchas cosas, el gran amor de Lilith era el hijo de María y de alguno de los personajes del quinteto, incluido Robert Camperol. Leí el contenido de la misiva donde Eulalia Camperol repetía la exposición de sus sentimientos y no comprendía su actitud cobarde. «Mi padre no tiene ningún derecho a hacernos tanto daño», decía en uno de los párrafos. Cuando terminé me sentí abatido, aquello daba un giro inesperado en nuestras indagaciones. Llamé a Ripoll y rogándole máxima discreción, le conté mi descubrimiento. Esa información, decía, colocaba a Sergio Congost, si es que era el mismo, como favorito en las quinielas. Camperol le había obligado a romper con Eulalia y no sólo por cuestiones sociales, también porque podría ser su hijo. Pero, ¿de dónde había sacado Sergio Congost la información?, su madre nunca le dio el nombre de Camperol y esto había ocasionado el drama con Eulalia. Ripoll me confirmó que las posibles coartadas de Congost daban todo el margen para la especulación. Me aseguró que iba a interrogarle muy pronto y que me informaría de los resultados. Sin embargo, una inesperada situación retrasaría nuestras pesquisas. Todo el personal médico quedó alertado, pero no la población. En la ribera del Jalón hubo un brote de cólera que llegó a Barcelona. Los enfermos desarrollaban desde casos triviales, sin apenas síntomas o con diarreas leves, hasta cuadros severos con diarreas intensas. El período de incubación era de dos o tres días y en los casos graves las abundantes deposiciones producían una gran deshidratación. Los establecimientos hoteleros no fuimos, al principio, informados del brote. Noticias procedentes de distintos ámbitos alertaban a sus entornos. A pesar de todo, oficialmente no pasaba nada. El miércoles siete, la dirección general de Sanidad hacía público un comunicado según el cual los datos sobre el cólera eran producto de una «información tendenciosa de algún periódico extranjero». «No pasaba nada», aunque las fichas de entrada de extranjeros eran especialmente controladas por la policía, sobre todo si venían de África. Ripoll me confirmó que la pandemia de cólera existía y que era peligrosa. Tomé todas las medidas posibles. La limpieza de las cocinas y de las vajillas se extremó. Todo el personal que tocara y manipulara alimentos tenía que lavarse las manos con jabón concienzudamente y las materias primas de la cocina debían seguir un riguroso higienizado, las verduras y legumbres muy cocidas, suprimimos el marisco crudo de la carta. Las camareras fueron advertidas de que la ropa de cama con restos de excrementos o de sangre se pusiera en cestas distintas y en la lavandería las trataran aparte y si alguna resultaba sospechosa fuese quemada. Inventamos un comité de emergencia, con la idea de una intervención rápida si se detectaba algún caso. Una de las actuaciones era la de clausurar cualquier habitación por la que hubiese pasado algún afectado. La idea no era mía sino de dos cineastas ingleses en un film de 1950 llamado Extraño Suceso, que desarrollaba una historia inquietante en un hotel de París durante la Exposición Universal de 1889. No tuvimos que llegar a estos extremos; no obstante, mantuvimos la guardia durante los tres largos meses que duraría la alarma. Sin embargo, la ciudad tuvo muchos casos de afectados y de posibles infectados. En el Hospital del Mar se abrió una unidad de diagnóstico y tratamiento del cólera en tres pabellones distintos. Sergio Congost y todo el personal clínico tuvieron más trabajo que de costumbre. A pesar de las negaciones a lo evidente del Gobernador Civil, responsable de la salud pública, al fin recibió de Madrid la orden de vigilar el cumplimiento de las disposiciones sanitarias y ordenar los servicios oportunos. Más tarde supimos que hubo más de 400 ingresos hospitalarios y que la cifra oficial de muertos fue de tres. Ripoll y yo nos preguntábamos por qué la ciudad sufría una plaga decimonónica. Empezaba todo a ser un poco disparatado. Un nuevo suceso terminaría por confirmar nuestras controvertidas sospechas. Al anochecer, Ruth me llamó desde Niza, estaba en la finca de un millonario entrado en años, pero creso. —Los periódicos franceses hablan de que hay cólera en Barcelona… ¿Estás bien? —Bueno, ya sabes que los franceses son muy exagerados, hay algún caso pero está todo controlado. Estoy muy bien ¿Qué tal la playa? —Fabulosa, Henry tiene una playita privada a la que se accede desde su mansión, una maravilla. Nos juntamos más de veinte invitados y él me dice que yo soy la más guapa. —Lo creo. Es un tipo con muy buen gusto –contesté riendo. —Sí, está loco por mí; pero, hasta que no me ponga un anillo de diamantes y de muchos quilates en el dedo, va a tener que seguir deseándome. —Me parece muy bien. Ya sabes lo del refrán. Mucho prometer antes de… —No, no lo sé. ¿Cómo termina? —No tiene importancia, es sólo un refrán del pueblo, Henry tampoco lo entendería. —Te he comprado un traje precioso, Henry lo vio y me dijo que me había equivocado de talla, ¿cómo le iba a decir que no era para él? —Espero que la corbata y camisa que le hagan juego no me cuesten un mes de sueldo. —No, esas también te las traigo, pago con la tarjeta de Henry. No sé si me sentó bien que el tipo que estaba camelando a Ruth pagara mis regalos. Pese a mis reservas, la veía tan feliz que no le dije nada. Nos despedimos con millones de besos y con un saludo para Henry, si la cosa seguía así, estaba condenado a admitirle como amigo. Y aunque perder a una estupenda amante para ganar un nuevo conocido no me apasionaba, entendía que mi relación con Ruth estaba basada en dos cosas fundamentales: complicidad y libertad.
Muchos barceloneses, aprovechando que era verano y ante el peligro del cólera, enviaron a sus familias fuera de la capital. Algunas gentes de talente religioso acudían a los templos para rogar no ser contagiados por la enfermedad, más práctico les hubiese sido vigilar su higiene. Pero, cada uno, encuentra consuelo donde lo busca. Uno de los penitentes que confiaba más en lo místico que en lo aséptico era Ramón Pagés. A pesar de los consejos de Balcells que, desde su sabiduría en patología recomendaba calma, agua y jabón, Pagés envió a toda su familia a la finca de la Costa Brava. Él tuvo que quedarse en Barcelona atendiendo sus negocios y se refugiaba muchas tardes en la Basílica de los Santos Justo y Pastor, en la plaza del mismo nombre, que se escondía entre una maraña de calles estrechas al lado de la plaza de San Jaime. La iglesia se levantó muy cerca del anfiteatro romano que vio morir a los mártires cristianos y cuenta la leyenda que en esta basílica era donde se veneraba a la Virgen de Montserrat, antes de que fuese escondida en la Santa Cueva para evitar que cayera en manos musulmanas. El templo fue el refugio ciudadano en la gran epidemia de peste negra del siglo XIV, su amplia nave acogía a miles de barceloneses en busca de curación y consuelo, y docenas de ellos perecieron y fueron enterrados en fosas comunes en el subsuelo de la sacristía. Allí se encaminaba cada tarde Pagés en busca de alivio, atemorizado con la idea de que aquella epidemia tenía algo que ver con él. Se sentaba en la capilla del Santísimo y levantaba sus ojos para poder ver la magnífica cúpula donde, entre la negrura de su pintura, le parecía descubrir rostros. En la penumbra del recinto, elevaba su plegaría para que fuera localizado el conjuro que le permitiera romper aquel pacto diabólico. Era ya muy tarde, casi la hora de cerrar la iglesia. Pagés no lo sabía, pero por alguna rendija el humo de Satanás entró en el templo. Sintió una llamada y se dirigió como un autómata a la angosta escalera que conducía a la parte alta de la torre. La escalera de caracol se estrechó un poco más, él siguió subiendo, primero contó cada uno de los peldaños y al llegar a los cien dejó de hacerlo, miró hacia arriba, todavía faltaban tramos estaría por la mitad de la subida. Quiso descender, una voz en su cerebro le animaba a seguir subiendo y continuó con su empeño, la larga ascensión por la estrechez de la escalera y la semioscuridad le hicieron distorsionar la noción del espacio y del tiempo, su mente flotaba. Al fin reparó en una luz, una esquirla de luz al final de su trayecto que le permitió ver la entrada al mirador de la torre. La puerta de madera estaba abierta de par en par, el soportal de piedra conducía al exterior. Salió, una bocanada de aire fresco le llenó los pulmones, miró hacia abajo, calculó que estaba por encima de los treinta o treinta y cinco metros. La perspectiva era idílica, desde su atalaya tenía una vista periférica de 360 grados; de norte a sur, de mar a montaña, podía contemplar toda Barcelona. Las luces naranjas y rojas del atardecer juliano pintaban los campanarios cercanos, el de la Catedral aparecía con un aura sanguinolenta con la Sierra de Collserola al fondo ya en penumbra; el de Santa María del Mar se coloreaba de un pastel más tenue resguardado por la mar; y los de Nuestra Señora del Pi y la Mercè encendidos en escarlata. El mar se preparaba para recibir el ocaso, todo era extraordinariamente bello. Una ligera brisa le acarició el rostro, todo es perfecto, pensó. El aura roja cubrió la superficie celestial, miró hacia abajo. ¿Por qué no terminar ahora?, pensó, o quizás lo escuchó. Se reclinó sobre la barandilla construida antes de de Colón descubriera América. «Hazlo», parecía decir el sol mientras entraba en el mar por el horizonte. Levantó la pierna derecha y la apoyó sobre la baranda. Se sintió frágil. Iba a volver a bajar la pierna cuando le vio en el quicio de la entrada a la torre. Era el diablo de Flix, con su guerrera roja de insignias desconocidas y galones amarillos. «Hazlo, me lo debes», dijo la voz grave que resonó en el cerebro de Pagés. Trató de responder con una negativa, un golpe redobló en su caja torácica, vaciló unos instantes y cayó al vacío. El sol se ocultaba por occidente.
Ramón Alfonseda marca el gol del triunfo en la final de copa
Cola en Barcelona para vacunarse contra el cólera en 1971
Basílica de los Santos Justo y Pastor de Barcelona
Detalle de la torre…
Las tentaciones del DibloInterior de la BasílicaVista actual desde el campanario
Por si queréis escuchar cantos gregorianos mientras miráis la página.
Una indiscreción me descubrió la personalidad real de Ramón Pagés. A pesar de mis advertencias y de mis desvelos, el Manila, como cualquiera de los grandes hoteles del orbe, era un nido de espías y no lo digo por otros hechos más consistentes y de más alta repercusión diplomática y política que algún día relataré, lo digo por las situaciones cotidianas que suceden en el pequeño universo de un gran hotel. El ir y venir de los clientes deja, en multitud de ellos, gratos o controvertidos recuerdos, pero también en la memoria del personal de un hotel queda reflejado el paso de muchos de sus parroquianos, incluso tiempo después de estar alojados. Si todo el personal de un centro hotelero tiene capacidades detectivescas y fantasiosas, en los años setenta el centro de operaciones de espionaje estaba en la centralita de los hoteles, allí se recibían los mensajes, se ponían las conferencias, se preguntaba y se respondía a todo, mucho más que en la conserjería o en la recepción. Con el tiempo, la eliminación de aquellas centralitas acabó con una profesión y una forma de fisgoneo selecto. El caso es que, gracias a esta tradición de poner oreja en las clavijas, algunas de mis conversaciones e indagaciones eran seguidas por un público entusiasta. Para confirmarme lo que era de dominio casi general, apareció aquella mañana una de las camareras de piso en la puerta de mi despacho. —¿Puedo pasar, JB? —Claro María, adelante. María avanzó desde la puerta con paso indeciso hasta llegar al centro del despacho. Se detuvo y cruzó las manos sobre el uniforme a la altura del vientre. —Por favor no te quedes ahí de pié, siéntate. Retiró las manos del regazo y se sentó en una de las butacas. —Verás, JB, he oído por ahí que estás interesado en un tal Ramón Pagés… —Sí, María, supongo que habrás sabido algo por radio macuto. Ella sonrió. Me conocía desde que era un muchacho de catorce años recorriendo los pasillos del hotel. María era de las veteranas, estaba desde el primer día que el hotel abrió sus puertas. —Estuve sirviendo mucho tiempo en casa de los Pagés, desde los trece años. Tanto en su piso de la plaza Calvo Sotelo como en su masía de Cadaqués. ¿Qué quieres saber de los Pagés? —¿Conoces bien a Ramón? —Sí, fue justo al terminar la guerra. El señorito Ramón-dijo, todavía con la mente puesta en el pasado –tendría veintiuno o veintidós años. Tenía dos hermanos y cuatro hermanas. Él era el mayor. —¿Cómo era? —No era mala persona a pesar de pasearse todo el día con la camisa azul. Lo hacía porque era muy tímido. Cada vez que una de nosotras le preguntaba algo se ruborizaba. Iba un poco salido, cuando «hacíamos» el suelo nos miraba le trasero. En aquellos tiempos limpiábamos de rodillas. —Perdona la pregunta… ¿llegó a propasarse alguna vez con alguna de vosotras? —No, que va, incluso había una cocinera extremeña que le provocaba. Éramos crías y jugábamos a eso con los señoritos, sin que lo viese la señora… muy de misa ella. En aquella casa no pasaba lo que en algunas otras que el señor o los señoritos andaban tras el servicio, en la de los Pagés todo lo vigilaba la señora. Sonreí. Me imaginaba la férrea mano de la dama controlando a su marido y a sus vástagos. —Al parecer eran buena gente-aventuré. —Bueno, ya sabes, muy suyos, muy católicos, la señora de misa diaria. El señor con sus negocios. Eran primos hermanos, tuvieron que pedir no sé que al Papa para casarse. En aquella casa sólo se hablaba catalán, estaban orgullosos de que su hijo fuese falangista. «Me lo pidió Cambó», repetía el padre. El señorito Ramón utilizaba sus influencias con los gerifaltes para los negocios de la familia. —¿Y el tema del sexo? —¿El ñaca, ñaca? Era muy familiar, en Calvo Sotelo todos guardaban la compostura, pero al llegar a Cadaqués todo se desmadraba. Creo que María vio en mi cara la extrañeza y las ganas locas de que prosiguiera el relato, al fin y al cabo yo también era de la cofradía de los chafarderos. —Sí, JB, en la masía de Cadaqués, con el verano, el sol y la playa, todo cambiaba. Venían a la finca las hermanas del señor y los hermanos de la señora, todos primos, todos Pagés, todos muy catalanes. Pillamos varias veces al señorito Ramón haciendo cosas con dos de sus primas. —¿A la vez? —No, no. Con una en el jardín y con la otra en su dormitorio. Las dos eran primas hermanas, una de un lado y otra del otro, las dos Pagés. El señorito tuvo que casarse con la primera de ellas que quedó embarazada. No hubo escándalo; algunos de los cuñados Pagés también jugaban con sus primitas. —¡Caramba, María! Esta familia sabía divertirse. —Uy, ahí no acaba todo –dijo María, misteriosa-. Cuando empezaba el veraneo la señora se tiraba los tres meses con los pequeños en Cadaqués. La familia tenía un capellán que residía todo el verano en la masía y daba misa todos los días en la capilla de la finca. La familia sólo asistía los domingos, la señora a diario. —Vaya, muy devota. —Sí, muy devota… devota del capellán. Malas lenguas dicen que el más pequeño… bueno, el que ahora es sacerdote… Estallé en una sonora carcajada. —Sí, sí, tú ríete, pero no has tenido que verle con la sotana arremangada empujando desde atrás y la señora apoyada en el altar de la capilla… y luego limpiarlo todo. No podía más, me estaba desternillando de risa. Traté de hacer un esfuerzo y seguir indagando, no exento de morbo pregunté: —¿Pero, vosotras, cómo lo veíais? —A través de una cristalera o por el ojo de la cerradura… y no te rías. —No puedo evitarlo, perdona María. Te voy a preguntar algo muy en serio. ¿Crees capaz a Ramón Pagés de cometer un asesinato? —¿El señorito Ramón? Qué va, es incapaz de matar una mosca. —En la guerra mató a más de una. —Sería a cañonazos y a distancia. Es un cobardica. Se desmayaba si veía sangre. Un día, una de nosotras, Paulina, se cortó en un dedo y al señorito le dio un vahído. —Gracias, María. Me has sido de mucha utilidad. —Ya sabes, JB, si en algo puedo ayudarte… Pero, por favor, no le digas a nadie todo lo que te he contado. —Yo no se lo diré a nadie, María. —Gracias, JB. Salió del despacho contenta de haberme podido echar un capote, ahora veríamos cuál sería su aplomo cuando la interrogaran las telefonistas y los mozos de equipajes, verdaderos agentes de información.
Una noche con Lilith
Barcelona, dos de julio de 1971
Lilith, según las antiguas culturas, fue la primera mujer de Adán. Los sumerios ya contaron que su lujuria y rebeldía la llevó a abandonar a Adán. El primer problema entre ambos surgió cuando ella se cuestionó el porqué tenía que yacer debajo de Adán si también estaba hecha de polvo como el primer hombre. Al parecer, no sólo era una cuestión postural sino de igualdad. Eulalia Camperol cumplía con los cánones de su predecesora, ella quería ser la protagonista de su vida, llevar la parte cantante en las relaciones y elegir la postura del coito según el momento. Yo no tenía ningún inconveniente en aceptar cualquiera de estas condiciones. Así que esperé con paciencia a que ella iniciará un nuevo contacto. Una mañana los dioses escucharon mis silentes ruegos y la tentadora Lilith me llamó para proponerme una cita. Acepté encantado y quedamos a medianoche en un bar cercano a Las Ramblas. Boadas era una coctelería de la calle Tallers, a pocos metros de Las Ramblas y a tiro de piedra del Manila. Era un local pequeño y entrañable, de forma triangular, en el que José Luis y su esposa, María Dolores, hija del fundador Boadas, ejercían de anfitriones. Nos sentamos en los dos taburetes de la barra principal que formaban el vértice del triángulo. Nos atendió la mestressa en persona. —Hola guapos-nos dijo. ¿Qué queréis?, aunque ya sé, Jordi, que me vas a pedir un J&B como siempre. Espero que tu amiga tenga más sentido del gusto y me pida un cóctel. —Te presento a Eulalia –dije. Eulalia le dio dos besos a María Dolores. —Sí, yo no soy de ideas fijas, sorpréndeme con uno de tus combinados. A María Dolores Boadas se le iluminó el rostro. ¡Por fin le traía una persona de gustos exquisitos a la que poder maravillar con una de sus creaciones! — ¿Nunca le pides un cóctel para satisfacerla? –me dijo Lilith. —Si, a veces, pero normalmente recurro al whisky. —Vaya, veo que eres un hombre fiel… a las bebidas. María Dolores seguía mezclando y dándole a la coctelera con agilidad y ritmo. —Toma cariño, mi mejor Dry, nueve partes de ginebra, una de vermut seco, mucho hielo y mi toque mágico –le dijo a Lilith-. Y para ti, tu J&B. Tienes suerte de que me recomiendas a los clientes del hotel, si no, no te serviría ni una cerveza –dijo con fingido desdén y guiñándole un ojo a Lilith. —Bonito local, estuve una vez con mis amigos, aunque había mucha gente y me pasó desapercibido. —Por aquí ha transitado todo el mundo, desde Xavier Cugat a Serrat, pasando por Joan Miró, Salvador Dalí, García Lorca, Picasso, Ernest Hemingway saboreando sus mojitos, o Greta Garbo. —Fíjate que sólo has mencionado a una mujer. —No, Lilith, te he presentado a otra y excepcional. La gran dama del Boadas. Estuvimos dialogando por espacio de media hora larga. Hablábamos de nosotros, protegidos por un mágico halo que nos situaba al margen de todos, la demás gente del establecimiento andaba desaparecida entre la niebla del humo de los cigarrillos. Con un ligero gesto apartó su melena de tonos cobrizos y me miró a los ojos. Supe que iba a contarme la historia de su gran amor, una historia rota por la presión paterna. —Nunca supe, si lo que le molestaba era que me llevara cerca de diez años de edad o, simplemente, por imponer su voluntad. El caso es que no paró hasta conseguir que rompiéramos. Me traumatizó, pero me liberó, a partir de entonces hice lo que me vino en gana, ligué con quien quise. El problema es que en cada una de mis relaciones veo gestos de mi padre y eso me impide amar a nadie. En aquel momento María Dolores Boadas advirtió que nuestras copas estaban vacías, con su habitual sonrisa preguntó si queríamos otra ronda. —Sí, de lo mismo, estaba muy bueno –contestó Lilith. La barman me observó con mirada desafiante para censurarme si le pedía otro nuevo whisky. Esta vez la complací. —Un Rob Roy, al fin y al cabo era un rebelde –dije. María Dolores sonrió. La vimos coger el vaso mezclador y enfriarlo vertiendo una cucharada de hielo picado y removerlo hasta refrigerar el recipiente, tiró el hielo y puso casi tres cuartas partes de J&B de quince años y el resto de vermut dulce, añadió dos gotas angostura, un chorrito de jugo de cerezas y una cáscara de limón, lo mezcló todo con una cucharita larga e intentó servirlo en una copa de Martini, pero la cambió por un vaso corto sonriéndome. —Es una concesión sólo para ti-dijo. —Te lo agradezco. Continuamos la conversación que María Dolores había interrumpido para evitar que nos quedáramos secos. Nuestros taburetes estaban pegados el uno al otro con lo que nuestras pantorrillas se rozaban en cada cambio de posición. Tuve la tentación de subirme la pernera del pantalón por encima del calcetín para sentir su piel. Lilith lo adivinó, me cogió la mano y fue recorriendo con sus dedos las líneas de la palma como si fuese una experta en quiromancia. —¿Sabes leerlas? –pregunté. —No, pero me gusta tocarla –dijo entrelazando sus dedos con los míos y poniendo cara de niña mala por la ambigüedad de la respuesta. Correspondí a sus caricias poniendo mi diestra sobre su rodilla. —A mí también… –dije. Pero, sigue con tu historia, por favor. —Poco más hay que contar. Soy una mujer libre, también quiso serlo mi hermana y ante la imposibilidad de conseguirlo huyó para no enfrentarse a mi padre. —¿Hace mucho que está en Ibiza? —Un par de años… y dudo mucho que vuelva. Yo me quedé aquí, en la misma ciudad que mi padre; preferí darle disgustos en distancia corta. Fue una forma de vengarme. —¿Y ahora que él ha muerto? —No siento ninguna satisfacción, ni alivio, algo se rompió hace tiempo en mi interior y trato de arreglarlo… sin prisas. Nuestras bebidas fueron mermando a la misma velocidad que nuestros cuerpos se buscaban sutilmente. Nos besamos. Sin embargo, no estábamos cómodos, el local no era demasiado grande y pese a las cortinas de humo y el éxtasis del vapor etílico, nos poníamos en evidencia. Nos despedimos de la mestressa, que nos regalo besos, sonrisas y consejos, salimos a Las Ramblas y paramos un taxi. Lilith dio la dirección de su casa y se acurrucó a mi lado como si quisiera fundirse en mí, su mirada era toda una promesa, porque se pueden adornar las palabras hasta hacerlas convenientemente creíbles, pero la forma de mirar no engaña. Llegamos en apenas un cuarto de hora, abrió la puerta y nos besamos en la semioscuridad del patio, sin dejar de besarla tanteé los botones del ascensor hasta dar con el de llamada, en cuanto el elevador abrió sus puertas entramos sin mirar, por fortuna estaba vacío. Lilith se arremangó la minifalda y saltó a mi cintura atenazándola con sus piernas, yo le sujeté el trasero por debajo de la falda sin intención de renunciar a sus glúteos, por lo que tuvo que ser ella la que pulsara el disco de su piso. De la misma guisa y sin dejar de besarnos, dejamos el ascensor y, como pudimos, introducimos el llavín en la cerradura de la puerta, una premonición de lo que iba a suceder poco después en su tresillo. Como era de esperar Lilith me cabalgó con frenesí, y a mí no me importó yacer debajo de ella. El orden de los factores… Un par de horas más tarde, reposábamos felices en su dormitorio. —¿Le has vuelto a ver? –pregunté al techo de la habitación. —¿Te refieres a mi sujetador? Cayó a las primeras de cambio. Solté una carcajada y me giré hacia ella. No hizo falta volverle a preguntar. —Mi padre solía ser muy convincente. No he sabido nada más de él, aunque por amigos comunes supe que vivía en Barcelona. —La muerte de tu padre cambia mucho las cosas. ¿Tal vez, ahora? — No temas, no me gustan los cobardes, se rindió demasiado pronto. Incluso le escribí un par de cartas diciéndole que estaba dispuesta a todo por seguir con él… a todo, incluso dejar mi casa. No recibí respuesta. Mi tercera misiva fue devuelta al remitente, no quiso ni abrirla. — Lo siento. —No tienes nada que sentir, es agua pasada y como te he dicho, entre el uno y el otro me mostraron el camino de la libertad. La abracé tiernamente y no pregunté más. Mis inquisiciones eran sinceras, pero no quería incomodarla. Miré la hora, tenía que regresar al hotel, a la mañana siguiente, es decir, al cabo de unas cuatro horas, empezaba una jornada complicada, al mediodía recibíamos un par de grupos de turistas y despedíamos a otros tantos. —Tengo que irme princesa, ¿me llamarás? Ella sonrió, sabía que la pregunta era sincera, pero un tanto sarcástica. —Es posible que lo haga –dijo irónicamente. Me metí en el baño, estaba lleno de potingues y de ungüentos, pero muy bien ordenado. Dejé que el agua de la ducha de deslizara por mi cabeza para terminar de despejarme. Elegí un gel de baño del surtido de media docena que reposaban en un estante de cristal. Canté un par de estrofas de alguna canción y eso me trajo a la memoria mis días en el coro de Notre Dame de Lausana. «Tengo que apuntarme en algún coro de Barcelona», pensé. Al entrar de nuevo en el dormitorio, Lilith estaba esperándome desnuda y con un sobre en la mano. —Es la última carta que le escribí y que me fue devuelta. En ella le contaba todos mis sentimientos y mi rabia por no haber luchado por mí, quiero que la leas y luego la destruyas. Con eso rompo con el pasado, ya no actuaré ni por venganza ni por indolencia, lo haré a mi modo y cómo decida. —No sé si debo… es tu vida. —Y yo quiero hacerte participe de ella, así no preguntarás nada más, tampoco deseo que me comentes tu parecer, sería baldío; acéptalo como un gesto de especial confianza. Cuando terminé de vestirme cogí el sobre y lo guardé en uno de los bolsillos de mi americana. Ella permanecía sentada en el borde de la cama, me arrodillé para quedar a su altura. —No te olvides de llamarme, todas las mujeres decís que lo haréis y luego si te he visto no me acuerdo. —Eres un payaso, Jordi, –dijo, partiéndose de risa. Di un portazo simulando mi salida, pero me quedé en el piso, entré de nuevo en el dormitorio y ella salió del baño algo asustada. Sonrió con su carita de niña mala al verme allí parado. —¿Qué te has dejado? –preguntó. —A ti-respondí, besándola en la boca. Fue una despedida tierna, con sabor a cóctel a besos y a confidencias. La ducha seguía martilleando sobre la bañera vacía, como una canción de amor.
El Club Med de Cadaqués, años 70. Folo La VanguardiaFoto Maspons. EL PAÍSLA DAMA DEL BOADAS DE ABRCELONACOCTELERÍA BOADASImagen Publicitaria de Bocaccio. Teresa Gimpera, foto Leopoldo Pomés.
El pueblo se acunaba en el meandro, el Ebro le rodeaba como si quisiera protegerlo de todo mal. Como muchos pueblos de la Ribera estaba rodeado de campos de cultivo, tenía una ermita cercana, una plaza con su ayuntamiento y una escuela municipal. Como tantos otros pueblos de la Ribera tenía grandes proyectos de futuro sin olvidar el pasado. Sus mujeres seguían haciendo encaje de bolillos y sus hombres trabajando en el campo, como antes de que España se desangrara en una guerra incivil. Mi Kadett dejaba Flix a la espalda a menos de siete kilómetros de nuestro destino. Ripoll me iba contando, con las oportunas reservas, el interrogatorio a Gabaldá. —Me has contado tú más cosas que Gabaldá al juez. Ni demonios, ni violaciones, ni nada que ver con los asesinatos. Es más, dice no haber tenido demasiados contactos con sus antiguos camaradas. Ese cabrón asegura que es un santo. —Mientras le crean… —Yo no, te podría contar cosas de él que te sorprenderían. Ahora saca la Senyera por todas partes, antes se descojonaba de todos los símbolos catalanes. Era un camisa azul convencido. —Bueno, también toma riesgos con su postura actual-dije, ya a la vista del pueblo de María. —Es una pose, le gustaría que le metiéramos en la cárcel por nacionalista, así se pintaba la aureola de mártir. Los cambios están cercanos, Jorge, el gobierno, pese a todo, está abriendo la mano. Un tal Jordi Pujol le ha tomado ventaja y Gabaldá quiere recuperar terreno. Llegamos al pueblo de María. Nos dirigimos a la comandancia de la Guardia Civil y preguntamos por el comandante de puesto. Un cabo con aspecto aburrido nos recibió en un despacho presidido por un crucifico y una litografía del jefe del Estado. Ripoll le enseñó sus credenciales y el cabo se cuadró. — Siéntanse por favor –dijo, señalando un par de sillas de madera-. ¡Qué no nos molesten! –gritó al número de guardia. Ripoll le contó de una forma muy somera lo que nos había traído al pueblo. —Sólo pretendemos averiguar el domicilio de una vecina llamada María y si consta alguna denuncia durante o después de los días de la liberación del pueblo. El cabo de la Benemérita puso cara de póquer ante la escasez de información, Ripoll tuvo entonces que ampliar la exposición contando alguno de los pormenores del caso en la confianza de que, en un pueblo tan pequeño, todo el mundo estaría enterado de lo sucedido. El cabo se levantó con parsimonia y se dirigió a un archivo metálico de color verde botella. Lo abrió y el mueble mostró una serie de carpetas de color gris con anotaciones en lápiz y bolígrafo. —Denuncia no hubo ninguna, pero es natural dadas las circunstancias y quienes eran los agresores. Estoy seguro de que en el ayuntamiento, si la chica era de aquí, alguien sabrá alguna cosa sobre ello; voy a llamarles. El cabo descolgó el teléfono de bakelita negra, giró el disco varias veces y esperó. Alguien respondió al otro lado del auricular. Sin necesidad de identificarse el comandante de puesto preguntó por María y el hecho ocurrido en el 38. El interlocutor sabía sobre quién le preguntaban porque el cabo iba asintiendo con la cabeza y cada vez que pedía una aclaración nos miraba previamente y respondía al informante con monosílabos: ya, ya… sí… esa… Cogió un bolígrafo Bic de la mesa de madera que le servía de escritorio. Garabateó un nombre y algunos datos en una cuartilla y preguntó al interlocutor: «¿Sabéis su domicilio?». Quedó a la espera un par de minutos, golpeaba rítmicamente la mesa con el bolígrafo, hasta que le dieron una dirección que escribió en el papel. «Gracias, luego nos vemos en el bar», dijo para finalizar la conversación. —Efectivamente, todos en el pueblo conocen la historia de María… María Congost. Vive en Flix, me han dado la dirección –dijo, entregando la hoja manuscrita a Ripoll. —Muchas gracias por su ayuda –dijo Enrique. Quedé gratamente sorprendido de la memoria de los vecinos de María y de la eficacia de la Guardia Civil. Desandamos los siete kilómetros que nos separaban de Flix. Al llegar al pueblo preguntamos por la calle que teníamos anotada. No fue difícil dar con la casa de María Congost. Era una de esas viviendas de dos pisos con portalón de madera y balcón cargado de flores en la fachada, el aire se colaba por una de las ventanas y movía los visillos mostrando impudente parte del interior de la vivienda. Llamamos con la aldaba del portón un par de veces sin recibir respuesta. Frente a la casa de María había una taberna de aspecto tranquilo. Algunos clientes se apoyaban en la barra y otra media docena permanecían sentados y divertidos alrededor de una mesa de mármol donde jugaban al dominó o miraban el devenir de la partida. Preguntamos por María y nos respondieron que la habían visto salir pero que, a buen seguro, no tardaría en regresar. Pedimos un par de cervezas y esperamos. A la media hora apareció al fondo de la calle. Su aspecto era jovial a pesar de que pasaría de los cincuenta, cara redonda y atractiva, de grandes ojos y amplia sonrisa. Adivinamos que era ella por los detalles que nos había proporcionado el tabernero. Pagamos las consumiciones y salimos a su encuentro. —¿María Congost? –preguntó Ripoll. —Sí, soy yo. ¿Puedo ayudarles? –dijo boquiabierta. —Me gustaría hacerle unas preguntas –dijo Ripoll, con el más puro lenguaje policial y mostrando su placa. —¿Ocurre algo? —¿Podemos pasar dentro? María nos abrió su domicilio, y sus recuerdos. Nos contó aquel terrible momento, su desengaño respecto a Camperol y la humillación sufrida. Mi amigo Ripoll le informó de la muerte de Camperol y de dos de sus violadores, ella escuchaba cariacontecida el relato, se percibía que la evocación de aquellos canallas la alteraba. A pesar de ello, Ripoll no pudo dejar de pensar como un policía y le preguntó de súbito: —¿Dónde estaba usted la madrugada de San Juan entre las cinco y las seis? Ella se mostró sorprendida por la pregunta, vaciló un poco… —Era la verbena, la celebré con unos vecinos, fue aquí enfrente en la taberna. Estuve hasta pasadas las siete, ya sabe, era verbena. Ripoll no se dio por vencido y volvió a preguntar. —¿Y el día veinte entre las dos y las tres de la mañana? —Pues durmiendo… todos los días no hay fiestas. Estaba claro que, a pesar de tener poderosas razones, María no estaba · 105· cargándose a los del quinteto. Entre otras cosas porque nos dijo que desconocía la personalidad de sus violadores, salvo la de Robert Camperol. No obstante, Ripoll no las tenía todas consigo, se levantó de su asiento y quedó de pie frente a María con la chaqueta abierta, procurando que asomara la funda de su Astra. Sonreí para mis adentros, esa técnica intimidatoria daba ciertos resultados cuando los interrogados ocultaban algo, pero María permanecía tranquila observando, desde la comodidad de su asiento, los movimientos de Ripoll que daba una ojeada a las fotos que María tenía sobre un platero. El poli detuvo su deambular, tomó una de las fotos de marco bruñido que representaba a la propia María con un niño de pocos años y preguntó: —¿Es alguien de la familia? —Es mi hijo, la foto es antigua. Extendió la mano en dirección al policía y le pidió la foto. La observó con cariño. —Tiene muchos años, si no me equivoco es del 43, mi hijo tendría unos cuatro años. El comisario y yo nos miramos interrogantes. Me incliné hacia María y la miré a los ojos. Ella bajó su mirada. —Si a lo que han venido es para averiguar si he sido capaz de matar alguno de esos canallas, les adelanto que les perdoné hace mucho tiempo. Uno de ellos es o fue el padre de mi hijo. No he olvidado, aquel terrible día tuve el mayor de mis desengaños, pero el mejor de mis regalos. —¿Nunca se preguntó quién podría ser el padre? –dije, tratando más de consolarla que de hacer averiguaciones. —¿Para qué? No conocía a los otros cuatro. Era una pérdida de tiempo presentar una denuncia contra cinco oficiales franquistas. Algunas jóvenes del pueblo también fueron violadas por soldados moros del mismo regimiento. No tuvieron tanta suerte, al final de los ataques fueron vilmente asesinadas. Hubiese sido inútil denunciarles. Robert conocía mi domicilio, nunca se presentó ni para preguntarme cómo estaba. Cuando los republicanos volvieron a reconquistar el pueblo supe que estaba prisionero, dudé entre denunciarles o no, pero alguien me dijo que pronto les fusilarían como ellos habían hecho con el alcalde, el médico y otros vecinos. Luego supe que pasados unos meses fueron liberados por el contraataque nacional. El resto pueden imaginarlo –dijo, esgrimiendo la foto. —¿Nunca supo nada más de Camperol? —Sí, una vez vino a verme, fue en el cincuenta y cinco. Me pidió per- dón. Quiso compensarme con dinero, lo rechacé. En aquel momento llegó mi hijo de la escuela. Robert adivinó en mis ojos la parte de la historia que nunca le había contado. «¿Es mío?», preguntó. Me encogí de hombros, le miré a la cara y le respondí: «No, es mío». Él insistió, como si esperará una salida para justificar su propia conciencia. «¿Puedo ser el padre»? No puedo saberlo, ni fuiste el primero ni el último, sólo uno de los cinco. Lo que sí es seguro es que es hijo de una jugada del diablo. Él retrocedió, mi respuesta le impresionó más de lo que yo esperaba. Gimoteó durante un rato. «Si algún día necesitas mi ayuda…», dijo con poco convencimiento. Salió de mi casa, cabizbajo y atemorizado. Yo le quise, le quise mucho, nunca deseé su muerte y su visita me liberó, fue como una ola que borra las huellas de un dibujo en la arena y sólo queda el canal por donde discurrió el trazo. Quedamos los tres en silencio, Ripoll tomó de nuevo la foto y la depositó con delicadeza en el platero. —Muchas gracias señora Congost, nos ha sido de gran ayuda. Le daré mi tarjeta por si quiere contarme alguna cosa más. Nos despedimos en el portón de madera de su casa, frente a la taberna donde docenas de parroquianos habían compartido con ella la verbena de San Juan. Me alegré de la imposibilidad de que tuviese algo que ver con el caso. Puse en marcha el Kadett, Ripoll se ajustó la americana. —Eran una panda de cabrones –dijo. —Hay un par que todavía lo son –contesté mientras aceleraba.
Entre filosofías y teologías
Finales de junio, 1971
Tuvimos unos días de mucho trabajo en el hotel. Ripoll seguía con sus averiguaciones sin demasiados avances, había localizado al hijo de María Congost que vivía y trabajaba en Barcelona. Sutilmente, sin entrar en contacto con él, controlaba los lugares por donde Sergio Congost se movía y las amistades que compartía. Ripoll, como buen policía, tenía siempre un hueco para su lista de sospechosos y la profesión de Congost, que ejercía de cirujano en el Hospital del Mar , le suponía hábil con el bisturí y por tanto capaz de ejecutar a las víctimas; sin embargo, no era el único componente del listado policial, Balcells era médico, Pagés un arrepentido de dudosa personalidad y Gabaldá un canalla capaz de contratar a alguien para hacer un trabajo sucio, de hecho Ripoll pensaba que no sería la primera vez que utilizara medios tan drásticos. Pero, de todos, el único que podría tener interés de venganza era Sergio Congost; no obstante, el hijo de María no conocía la personalidad de los componentes del quinteto, salvo la de Robert Camperol. En la lista de Ripoll ya no figuraban las dos hijas de Camperol puesto que había comprobado las cuartadas de ambas y de la viuda, principales beneficiaras del testamento. «También te he borrado a ti», me decía entre risas. Yo le sugerí que faltaba alguien en su registro: el Diablo. A falta de más candidatos me autorizó para que siguiera la pista del famoso conjuro perdido y que el Opus aseguraba estaba en la biblioteca de Egipcíacas. Tal vez por ese lado del ovillo pudiéramos encontrar un nuevo indicio. En cuanto tuve un rato libre me planté en la biblioteca. Fui a la hora de cerrar para no interrumpir a Hipathia en su labor de descubridora de libros dormidos y de sueños despiertos. La ayudé a cerrar las puertas y nos dirigimos sin prisas a la cervecería Baviera en Las Ramblas, frente a la fuente de Canaletas. Anduvimos por la calle dels Àngeles y por la de d’Elisabets hasta salir a Las Ramblas. Subimos al primer piso del establecimiento para tener más intimidad, los escalones de madera todavía conservaban los ecos de las tertulias de los jugadores del Barça de los años treinta al final de sus partidos de liga, y se enorgullecían de ser el primer local de la ciudad en el que se servía caviar. Pedimos un par de jarras de cerveza. Hipathia se extrañó. — ¿No quieres un J&B en vaso corto y con dos hielos? —Nunca antes de las diez de la noche… –me excusé bromeando Hablamos de nuevo de aquellos años de mi infancia en que su biblioteca y su personalidad eran punto de parada y disfrute. Al cabo de media hora de reminiscencias y risas le conté las sospechas del Opus, mi interés por todo lo que concernía al Codex Gigas lo conocía de sobras. —Sí, recuerdo que vinieron a preguntarme por un conjuro de una de las páginas del códice. Te aseguro que no tengo constancia de que este documento esté en la biblioteca. Pero si la hubiera tenido, tampoco les hubiese dicho nada. —No entiendo por qué insisten, Hipathia. Les dije que era una estupidez suponer que guardáis el conjuro y ellos mantienen que lo saben por una confidencia. Tampoco quisieron decirme de quién. —Como puedes suponer tengo todos los libros y documentos perfectamente catalogados. Allí no aparece nada, salvo que esté encriptado o bajo un nombre ficticio. ¿Sabes cuántos documentos tenemos? —Imagino que muchos, aunque sí sabrás qué lectores te solicitan libros sobre conjuros, pactos diabólicos, biblias demoníacas y todo eso. —Sí, hay un lector que da este perfil. Y tú le conoces. Puse cara de interrogación. Hipathia sonrió con malicia. —No os caísteis demasiado bien –dijo misteriosa. —¡El tipo de la verbena! —El mismo, el profesor Gassiot. —Vaya por Dios, no me digas que tengo que hablar con ese pedante. Hipathia lanzó una discreta carcajada. —¿No tendrás celos? –dijo bromeando, pero abriendo una inesperada perspectiva. —Tal vez –le contesté. Mi amiga me dio el teléfono del departamento donde Albert Gassiot ejercía de omnipotente profesor universitario. Escribí el número en mi libretita verde, el suyo sería mi próximo contacto. El despacho de Gassiot no estaba en los servicios centrales de la plaza de la Universidad, ni en la zona alta de la ciudad en la llamada Zona Universitaria. La Facultad de Teología estaba ubicada desde hacía un par de años en la calle Diputación, a tenor de una propuesta conjunta del arzobispo de Barcelona y del Padre superior de la Compañía de Jesús. Se eligió el edificio del Seminario Conciliar de Barcelona construido en 1879 por el arquitecto Elies Rogent. Acogía a las Facultades de Teología, Filosofía y Humanidades y entre sus paredes estaba la Biblioteca Pública del Seminario, la más antigua de la ciudad, creí recordar que se remontaba a 1755. Ese si sería un buen lugar para esconder la página perdida del códice. El profesor Gassiot me recibió con aspecto triunfante, no entramos en su despacho, me acompañó directamente a la biblioteca. El lugar representaba todo lo que esperamos de un centro del saber. La sala de lectura era enorme, casi doscientos cincuenta metros cuadrados acogían a cuarenta y siete puntos de lectura. Como si leyera mi pensamiento y ante mi admiración, amplió los datos sobre el lugar. —Tenemos un almacén de más de mil metros cuadrados y nuestro fondo bibliográfico está formado por cerca de 350.000 volúmenes, especializados en Ciencias Eclesiásticas, Filosofía y Humanidades. —Es impresionante, ¿supongo que saben todo lo que tienen? —No al completo, vamos codificando y comprobando cada uno de los volúmenes y documentos. Yo, por ejemplo, alterno mis clases con la investigación y la organización bibliográfica. Supe que estaba en el lugar adecuado, no quise descubrir, todavía, el verdadero objeto de mi visita. —Imagino que Joan Deulovol, desde su puesto de archivero y candidato fallido a arzobispo, tendría una fluida relación con la Institución. —Por supuesto, colaborábamos en muchas averiguaciones y cambiábamos impresiones a menudo. —¿También con el Opus? –pregunté de sopetón. —Con ellos no demasiado, están a otro nivel en sabiduría eclesiástica. —El día de la verbena dejamos una conversación pendiente – dije. —No, usted se cerró en banda y no quiso ser instruido. Su actitud era petulante, me tenía allí para pedirle un favor y eso le satisfacía sobremanera. Levantó las cejas y frunció el ceño esperando mi preguntó. —Imaginemos que alguien firma un pacto con el diablo. ¿Hay forma de romperlo? —Vaya, el incrédulo Brotons, empieza a cuestionar sus convicciones. —No, no es eso Gassiot. Sigo siendo agnóstico en todo esto. —La respuesta a su pregunta es no. Los humanos creen que pueden engañar a Belcebú, con conjuros, tretas y rezos. De nada valen los últimos porque al firmar con el diablo dejaron de ser hijos de Dios. Tampoco con ardides o artimañas, Satanás es el rey de las astucias. En cuanto a los conjuros… Estábamos llegando al punto que yo quería. —Los conjuros pueden, aparentemente, romper el pacto. Sin embargo, la mayoría de las veces, el diablo exige otra alma en pago de la liberación de la del contratante. En cuanto realiza el sacrificio se condena de nuevo, con lo que su alma vuelve a quedar en poder del averno. —Entonces, es posible que existan conjuros de este tipo. —Es posible. —¿En el Codex Gigas? Gassiot me miró de forma enigmática, chasqueó los labios y sonrió. —Es posible, es un códice muy completo. —Sigamos imaginando, Gassiot. Si en una de las páginas arrancadas del Gigas, contuviera uno de esos conjuros podría ahora estar en estar en cualquier biblioteca. Incluso en esta. —Sí, podría ser, aunque no me consta. —Supongo que no se ha tomado la molestia de comprobarlo… —No se lo diría amigo Brotons, las cosas de la Iglesia y las del diablo no son para los agnósticos. —Touché… pero sí para los curiosos y yo lo soy desde la cuna. Gassiot se río divertido, él era tan seglar como yo, pero estaba acostumbrado a navegar por los procelosos mares de las sotanas y se desenvolvía muy bien entre legajos y biblias apócrifas; cabalgar entre jesuitas y clérigos del arzobispado le concedía un plus de ocultismo religioso, algo así como un agente secreto del cristianismo, sin hábito, pero totalmente entregado a la causa. —Si, como usted dice, esos conjuros son inútiles, ¿por qué tanto misterio? —Yo no le he dicho que sean inútiles le he dicho que son ineficaces, que no es lo mismo. Al diablo no se le engaña fácilmente. —… No obstante, es posible burlarle –dije, dispuesto a llegar al fondo de la cuestión. —Entra dentro de una remota posibilidad. —Entonces –exclamé tirando a matar- ¿Por qué no ayudaron a Joan Deulovol? Me di cuenta de que había dado en el blanco, porque el rostro de Gassiot se contrajo mostrando todos los surcos de sus líneas de expresión. Sentí chispas de su saliva estrellarse contra mi rostro al chasquear su labios antes de responderme. —Tal vez no lo mereciera –dijo prepotente. —¿Significa que hubiesen podido ayudarle? —No ponga en mi boca palabras que yo no he dicho, estamos hablando de teorías. La conversación terminó entonces, salvo algunas frases de cortesía. Nos despedimos en la puerta del emblemático edificio neorromántico, hogar y cátedra de filosofías y teologías, magisterio de humanidades y custodio de secretos insondables de la Iglesia… y de sus enemigos. La conversación con Gassiot me había aportado datos muy interesantes, sin querer me había descubierto que el conjuro del códice estaba o en su poder o a su alcance y que no había querido ayudar a Deulovol, tal vez porque él tampoco creía en la fuerza del conjuro. Por otro lado, se ponían en evidencia las verdaderas intenciones del Opus, ellos sabían que en Egipcíacas no estaba la página del conjuro, pero que mi amistad con Hipathia me obligaría a seguir investigando para librarla de toda sospecha y conducirles a quién pudiese tenerla. Me permití liar un poco la cosa, entre sotanas andaba el juego y la situación empezaba a divertirme. Así que llamé desde una cabina al despacho de Ramón Guardans. El yerno de Francesc Cambó me atendió de inmediato. —Es sólo una sospecha, Guardans, pero creo que en la biblioteca del Seminario Conciliar tienen el conjuro y Gassiot es su cancerbero. —Buen trabajo, Brotons. Le debemos un favor. Si algún día quiere ingresar en la Obra… —Gracias Guardans, pero eso ya me lo propuso un ministro hace menos de un mes. En realidad no les había descubierto nada, Gassiot estaba ya dentro de sus sospechosos y mi supuesta confidencia liberaba a Hipathia de su campo de acción y eso me tranquilizaba. Demasiados muertos, demasiados diablos y demasiadas sotanas como para dejar ningún cabo suelto. Regresé andando al hotel para despejarme. Atravesé la Plaza Urquinaona, bajé por la calle Balmes y llegué a La Rambla de los Estudios en apenas diez minutos. El hotel estaba completo y eso siempre satisface a un director. Me senté en mi despacho y Quendy me informó de las últimas novedades, media docena de llamadas y un pequeño lío con el chef que quería hacer uno de sus postres preferidos, sorbete Gala Placidia, y que no tenía las copas adecuadas. Telefoneé a Grifé & Escoda y encargué dos docenas de copas talladas a mano con una preciosa ornamentación floral y de cisnes de esbelto cuello, eran unos excelentes trabajos sobrevivientes de la Cristalerías Planell, que habían cerrado en el 57. El chef se emocionó, su postre tendría el mejor de los servicios.
El cambio de solsticio no había acabado todavía, unos se purificaban en la mar, otros buscaban un trébol que les trajera la suerte y alguien preparaba un asesinato reclamando una cuenta pendiente. Una figura no demasiado voluminosa vestida en negro, de oscuras y perversas intenciones, se movía como una sombra entre los grupos de juerguistas que todavía pululaban por las calles de la ciudad. Atravesó la plaza de la Catedral, el edificio catedralicio pareció estremecer a la sombra que apretó el paso. Llegó frente al Archivo Diocesano en la calle del Obispo. La entrada estaba protegida por una enorme puerta de madera que, a pesar de la hora, estaba abierta. Deulovol trasteaba en su despacho de archivero, un enorme ficus aportaba calidez y ornato a la sala, lo tenía desde hacía tiempo, lo regaba con asiduidad y le dedicaba todos sus mimos; las plantas también tienen sentimientos, solía decir. La sombra, aparentemente humana, atravesó el patio y subió por la escalera principal. Se movía con comodidad como si hiciese siglos que conociera el lugar. Entró sigilosamente en el despacho del archivero, Deulovol andaba consultando unos documentos. —Ahí no lo encontrarás –dijo una cavernosa voz surgiendo de la negrura. Deulovol se giró, tenía en su mano un antiguo legado con el sello del Vaticano. —Ahí no lo encontrarás –repitió la voz. —Me importuna este juego –dijo, al fin, Deulovol. —Yo tengo algo que tú deseas y tú algo que vengo a reclamarte. —No tienes derecho… —Oh… sí lo tengo, Él me lo otorga. El pretendiente a arzobispo, antiguo falangista, nuevo nacionalista e impune violador y asesino, sintió miedo por primera vez en muchos años. Retrocedió unos metros y su coxis tropezó con su mesa de archivero. Una bandeja que soportaba un tintero, algunas plumas y media docena de lápices tembló con el golpe. —Hicimos un trato –atinó a decir Deulovol. —Un trato que habéis pretendido romper. —¿Cuántas más vidas quiere? —La tuya le bastará, de momento. Trató de lanzarse sobre la sombra, pero su complexión oronda de doctor de la Iglesia cayó contra el suelo del despacho sin hacer apenas ruido y quedó de cara al piso. La sombra saltó con agilidad sobre la espalda del capellán. Fue como si un relámpago cruzara la estancia, con la mano derecha el atacante levantó la cabeza del caído y el acero de un bisturí apareció en su mano izquierda como por encanto. Casi no hubo lucha, la garganta sebosa de Deulovol se abrió como la boca de una hucha de arcilla por donde manó la sangre en abundancia. El ficus recibió las salpicaduras del rojo elemento y se manchó con la sangre de su custodio. El homicida se aupó sobre el cuerpo de su víctima. Su mirada se dirigió hacia un escudo decorativo colgado en la pared de enfrente. Sobre el soporte de madera y piel se cruzaba una espada de doble filo que, pese al uso ornamental, estaba visiblemente afiliada; podía pasar por una de aquellas que se destinaban para decapitar a los nobles. El asesino la blandió con extraordinaria facilidad y de un solo tajo, separó la testa del tronco de Deulovol cuando el sacerdote todavía agonizaba entre desagradables estertores. La cabeza del asesinado rodó por el piso como fruta madura. La expresión de sorpresa y terror de Deulovol al ser degollado había dejado una mueca de falsa sonrisa en su rostro. El criminal levantó su trofeo y lo depositó en la bandeja de plata a la que previamente había vaciado de sus objetos, las estilográficas y el tintero se estrellaron contra el suelo con estrepito. Al igual que la de San Juan Bautista, cuyo día se estaba celebrando, la testa quedó severa y sanguinolenta sobre el plato. Era patético contemplar aquel rictus risueño mirando hacia el tronco podado de lo que había sido Joan Deulovol, casi coadjutor y que ya nunca llegaría a arzobispo. La sombra despareció del lugar del crimen con la misma facilidad con la que llegó. Fuera, los últimos petardos saludaban la salida del sol. El teléfono de mi habitación sonó con insistencia. Me desperecé y me desesperé, ¡eran las seis de la madrugada!, apenas había dormido dos horas. La telefonista de noche estaba al otro lado de auricular. Era una antigua actriz de reparto venida a menos y que ejercía de telefonista en el hotel sin perder ni un ápice de sus condiciones para el melodrama. —Le he dicho que estabas descansando JB, pero ha insistido de una forma casi violenta, repite que es algo de gran importancia. Es el señor Nogal. Imaginé los teatrales aspavientos de mi empleada y la posición de la clavija de la centralita para no perderse ni una palabra de mi conversación con Nogal. —Dime Félix… y usted, Lurdes, desconecte. Oí el clik de la clavija, señal de que ya no podía oírnos y volví a imaginar, divertido, la expresión de la telefonista al sentirse pillada. —Jordi, he tenido un visión, he percibido… –dijo poniendo mucho énfasis en el verbo-. He percibido a Salomé pidiendo la cabeza de Juan Bautista. —¿Antes o después de la danza de los velos? — No, en serio Jordi, alguno de nuestros amigos ha perdido la cabeza. —¿Qué quieres decir, Félix? —Que alguien de nuestro quinteto ha dejado este mundo y se despide de él sin su cabeza. Le han decapitado. —Me dejas de piedra. Llamaré a Ripoll para indagar. Te diré algo. Un policía respondió a mi llamada. El comisario Enrique Ripoll no estaba de guardia y tenía fiesta hasta el día siguiente. Esperé impaciente para llamarle a una hora prudente a su casa de Castelldefels, me respondió su hija Ana. —Papá está navegando, hoy tiene fiesta. —Gracias Ana, dile que en cuanto pueda me llame, es urgente. No pasó ni una hora cuando Ripoll, carraspeando más que de costumbre, me llamó al hotel. —Joder, Jorge, no puedo ni navegar tranquilo, me han llamado de comisaria y Ana me ha dicho que tú también. Y me temo, no sé por qué, que una cosa está relacionada con la otra. —Veras, comisario, Nogal a tenido una premonición… —Ya, que a tu amigo Deulovol le cortaban la cabeza después de rebanarle el cuello. —¿Cómo lo sabes? —Dímelo tú. Me llamas a las nueve a casa, media hora después de que los curas del Palacio Arzobispal descubrieran el zancocho. O estabas allí o te lo ha contado el asesino. —No sabía que se trataba de Deulovol. La historia de Nogal era sobre una cabeza cortada, no pudo «ver» al asesinado. —El juez está levantando el cadáver. De la central de Layetana me han pasado el muerto, primero porque el Archivo es de nuestro distrito y luego, porque mis distintas consultas sobre lo de Flix han convencido al comisario jefe de que este asesinato, el de Torras, y la muerte de Camperol, tienen un nexo común. Al día siguiente Ripoll me ponía al corriente de las investigaciones policiales. Carecían de pistas sólidas o de huellas. Los interrogatorios a los sacerdotes habían sido infructuosos, nadie oyó nada, el cadáver fue descubierto por uno de ellos sobre las ocho de la mañana. La policía científica apuntaba la muerte pasadas las cinco. Tenían la espada ejecutora, pero no la verdadera arma del crimen. Y luego estaba aquella enigmática sonrisa en la testa huérfana de tronco. —Puede decirse que nos la sirvieron en bandeja-dijo Ripoll para terminar su historia. —Diabólico –dije, sin tratar de hacer un chiste. —Voy a tratar de confirmar al quinto hombre y de llevar a declarar a Gabaldá, a ver si le saco algo. —Esta vez estoy libre de sospecha –bromeé. —Tampoco, a menos que me digas dónde estabas entre las cinco y las seis. Le escuche reír a través del auricular. Le encantaba hacer este tipo de preguntas, medio en broma, medio en serio… seguía siendo un poli. —Pues durmiendo en el hotel, el rato que pude. —Entre unos y otros me fastidiasteis la navegación y la fiesta de hoy, el comisario jefe quiere avances rápidos en la investigación, demasiados pájaros influyentes están cayendo en Barcelona y no es por el calor. Me quedé impresionado, aunque nada sorprendido. Nuestro quinteto se estaba ganando el infierno y, siguiendo la increíble historia de Nogal, el diablo sus almas. Giré el interruptor del hilo musical de mi habitación, la voz de Carlos Gardel cantaba Por una cabeza. «No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…» Jugar con según quién era un reto demasiado peligroso, pensé. La prensa se ocupó muy poco o nada del asesinato de Joan Deulovol. Al igual que con la muerte de Torras «alguien» había procurado que los casos pasaran casi desapercibidos por la opinión pública. En el caso de Torras había sido el Opus el que había intentado tapar su muerte, en el caso de Deulovol eran el arzobispado y el nuncio de su Santidad los que utilizaban sus influencias para que el hecho fuese poco publicitado. A todos los efectos, Joan Deulovol, había sufrido un accidente en su despacho y un objeto cortante de adorno le había causado heridas de consideración en la cabeza. Lo curioso fue que su muerte no fue demasiado lamentada por los círculos que reclamaban un arzobispo catalán, otros encabezarían estas exigencias.
Una vieja historia
Barcelona, 25 de junio, 1971
Si alguien me pregunta por un viernes especial, diré que fue aquel del 25 de junio. Tuve una llamada de Balcells, el catedrático del Opus. Ya estaban enterados del asesinato de Joan Deulovol, también de la forma en que había muerto y de datos que todavía figuraban como secreto de sumario, pensé que sus servicios de información estaban muy bien desarrollados o que debajo de las túnicas de algunos jueces, fiscales y funcionarios judiciales latía un corazón de la Obra. El caso es que tenían mucho interés en volver a hablar conmigo. Me sugirieron visitarles de nuevo en Premià de Dalt, me negué, con cortesía, pero me negué. —No puedo abandonar mi trabajo, les propongo entrevistarnos esta vez en mi despacho. Pero, es muy posible que sepan más que yo de lo sucedido a tenor de sus fuentes de información. —No se trata de esto –dijo Balcells-. Esta vez somos nosotros quienes vamos a presentarle a alguien que resolverá alguna de sus dudas. —Bien, ya saben que tengo mucho interés en el caso. Díganme una fecha. —¿Esta tarde? —Vaya, tenemos prisa… ¿Debo advertir a Ripoll? —Preferimos verle a usted a solas, aunque estamos seguros de que luego le contará todo a su amigo. —Ni lo dude, Balcells. ¿Les parece bien a las nueve? —Allí estaremos, le presentaremos a alguien que, seguro, le va a interesar. Esperé con impaciencia a que llegaran las nueve mientras resolvía una docena de problemas domésticos, el hotel era un gran hogar donde recibíamos a muchos primos lejanos que esperaban encontrarse como en su casa. Sin embargo, había dos diferencias notables, pagaban su estancia · 93· y deseábamos con sinceridad que volvieran lo antes posible, salvo unas pocas excepciones. Fueron puntuales. Acudieron Balcells y Guardans acompañados de un tercer hombre. Desde recepción me llamaron para informarme de su llegada. Quendy les hizo pasar a mi despacho. Me levanté para saludarles. Todos iban con trajes oscuros, sobrios y elegantes, camisas blancas bien planchadas con corbatas gris perla, demasiado aristocráticas para la apariencia del terno, y zapatos muy lustrados. Después de los saludos a Balcells y Guardans me presentaron a Ramón Pagés i Pagés. Les rogué que tomaran asiento, mientras me arremolinaba en mi sillón frente a ellos. Balcells y Pagés se sentaron en las butacas de los extremos, dejando a Guardans la del centro. Balcells empezó la conversación. —Sé que no le gusta andarse con rodeos, Brotons, iré a la cuestión que nos ha traído aquí de la forma más directa. Ramón Pagés estuvo allí. Creí saltar del sillón, pero me contuve. ¡Tenía la última pieza del quinteto! No quise aparentar impaciencia ni indiferencia. También fui al grano. —¿Se refiere a Flix? —Así es. Pagés le va a contar una historia sorprendente, verídica y terrible, para que valore nuestra sinceridad y nuestras ganas de colaborar. Me pareció una situación inaudita. Tres importantes miembros del Opus me pedían ayuda y uno de ellos se preparaba para contarme el relato que yo más deseaba. Ni me paré a meditar dónde me metía. Sabía que aquello no era una fineza para satisfacer mi curiosidad y que a cambio tendría que compensarles o pagarles. Por un momento pensé que el precio iba a ser mi alma, aunque ninguno de los tres tenía rabo ni depositaron sobre mi mesa un documento en latín para que lo firmara. Giré mi asiento en dirección a Pagés, crucé la pierna derecha sobre la izquierda y esperé. Ramón Pagés i Pagés se enderezó en su butacón, era un hombre de aspecto tímido, de cabeza cónica, orejas pequeñas y pegadas a la cabeza, nariz chata y labios delgados, parecía un rostro todavía sin terminar; inacabado. Echó un vistazo a sus dos compañeros como pidiendo su aprobación, luego me miró fijamente y estiró el cuello como si la camisa le molestara. —Tengo que remontarme a 1936, cuando los dirigentes de la Lliga, Cambó, Ventura y otros, hicieron un llamamiento a los jóvenes catalanes para escapar de Catalunya y huir a Burgos. Teníamos claro nuestro ideario, pero era preferible arriesgar con Franco que dejar que los sindicalistas, anarquistas, socialistas, comunistas y masones se hicieran con nuestra patria y mancillaran al catolicismo… Iba a decirle que era la patria de todos, me tragué las ganas y me contuve. Tenía que escuchar su historia y oírla desde su punto de vista si quería conocerla con un mínimo de sinceridad. —Mi padre era gran amigo de Cambó –continuó- y le escribí para que me aconsejara, su respuesta no admitía duda: Alístate en un movimiento joven e imaginativo como la Falange. Fuimos bastantes los que nos integramos en la Primera Centuria catalana de Falange Española, la bautizamos «Virgen de Montserrat», tenía que quedar muy clara nuestra catalanidad, porque yo era, y soy, un nacionalista convencido –dijo, antes de pedirme un poco de agua. —Por supuesto –dije sarcásticamente-. ¿Y ustedes que desean tomar? Vacilaron unos instantes. Imaginé que valoraban qué tipo de bebida debían pedir. —Yo voy a tomarme un J&B –dije para animarles. Se miraron interrogantes unos a otros. Al final, Balcells, en nombre de todos, aceptó el envite. Llamé a Quendy. —Por favor, que nos suban una botella de J&B con cuatro vasos cortos y una cubitera con mucho hielo. En apenas cinco minutos apareció un camarero con las bebidas, sirvió los cuatro primeros whiskys y dejó la botella y la cubitera a mi alcance. Bebimos un primer trago y dada la composición de la reunión, puedo decir que nos supo a gloria. Pagés prosiguió. —Nuestro bautismo de fuego fue en el sector de Espinosa de los Monteros. Fue un combate terrible, tuvimos que tomar Herbosa heroicamente a bayoneta calada. Al anochecer los supervivientes temblábamos de miedo ante los próximos combates. Para animarnos, el mando, hizo que las jóvenes fascistas del pueblo nos vinieran a cantar una coplilla que ya nunca olvidaré: En las cumbres de Espinosa / hay una fuente que mana / sangre de los catalanes / que murieron por España. Pero faltaba lo peor… Sonrió como un imbécil al recordar la copla de las jovencitas de Espinosa, incluso ladeó la cabeza como si quisiera cantarla, Balcells le miró con severidad. Le rogué que prosiguiera. Bebió un par de tragos. —Me incorporaron a la Segunda Centuria Catalana y me enviaron al frente de Madrid. Allí fue cuando nació nuestra amistad, me refiero a la de los cinco que usted ya conoce. En los momentos de descanso en la Ciudad Universitaria cambiábamos impresiones de cómo debería ser la nueva Catalunya. Allí nos llegaban los ejemplares del semanario Destino, la revista del bando nacional en cuya redacción abundaban los catalanes Un día integraron la centuria en la Bandera Marroquí de la Falange, una verdadera fuerza de choque. Reunidos en un cobertizo, antes de entrar en combate, compartiendo nuestros miedos, Camperol dijo aquella terrible frase: «Vendería mi alma al diablo para sobrevivir a esta guerra», los demás estuvimos de acuerdo ante la inverosímil propuesta. Mas el diablo tiene muchas formas de engaño. Alguien había oído nuestra conversación y Satanás aceptó nuestra propuesta. Se trataba, en apariencia, de un soldado de aspecto extraño de barba y bigote imperio, con insignias desconocidas en una guerrera roja con galones amarillos; utilizaba un lenguaje pedante y exaltado. Su voz sonaba desde nuestras mentes, la oíamos como la marcha de una máquina de tren en el eco de la lejanía. Nos prometió la supervivencia, el regreso a Barcelona como vencedores, y los mejores logros de vida, tanto económicos como sociales. El precio eran nuestras almas. Para demostrar la veracidad de su oferta nos advirtió de la dureza extrema de los próximos combates, la centuria sería diezmada y entre los pocos supervivientes estaríamos nosotros. Dudamos. «Nada tenéis que perder, si uno de vosotros es herido o cae en el combate confirmará la falacia o la locura de mi propuesta, si por el contrario resultáis ilesos se os pedirá una prueba de maldad que os asegure el resto de la oferta» Ante el insólito relato de Pagés la camisa no nos cabía en el cuerpo, ni a mí ni a mis invitados. Aquello parecía una broma de mal gusto o una enajenación propia de los tiempos de guerra. Habíamos consumido nuestras copas y serví una nueva ronda para los cuatro. Guardans hizo un gesto con la mano a Pagés para que prosiguiera. —Los siguientes combates fueron terroríficos. Como había anunciado el extraño soldado, la centuria fue diezmada, nosotros no tuvimos ni un solo rasguño. Además fuimos escogidos para realizar el curso de oficiales de complemento en un campamento cercano a Burgos. Semanas después, con nuestra estrella en la bocamanga, nos dieron a cada uno de nosotros el mando de una sección en el mismo batallón. El imparable avance nacionalista nos llevó a conquistar Flix y los pueblos de alrededor; el lado occidental del Ebro era nuestro. Entramos en una localidad cercana. Reunimos al alcalde, al maestro y a todos los rojos en la plaza y les fusilamos. Allí quedamos acantonados por un tiempo. Disfrutábamos de un merecido permiso. Camperol incluso tuvo tiempo de conocer a una bella muchacha, una guapa campesina de pelo lacio y castaño, nariz pequeña y enorme sonrisa. Se hicieron novios, o eso le hizo creer Camperol. Mientras nosotros ahogábamos nuestras soledades en la cantina, Camper iniciaba los primeros escarceos amorosos aprovechando los atardeceres y un establo abandonado donde el heno servía de improvisado sofá, porque la moza concedía a Robert sus primeros y más apasionados besos, sus abrazos y poco más. Se negaba a tumbarse sobre el forraje porque se sentía vulnerable en posición horizontal cuando la falda quedaba a merced del embravecido galán de estrella en bocamanga y borla en la gorra. Ella prefería quedarse sentada protegiendo con la mano el vuelo y el levantamiento de su ropa. Pero le quería, así se lo manifestaba abriendo sus bonitos ojos hasta volverse grandes y brillantes, y así nos lo contaba Camperol quien, día tras día, conquistaba un nuevo e inexplorado territorio en el cuerpo de su amada. Estando así las cosas una noche apareció el extraño soldado, habíamos comprobado que no estaba en ninguna de las compañías del batallón, por lo que propuse jalarle por la barba o pegarle un tiro por espía republicano. La voz grave del portavoz del infierno, como él mismo se proclamaba, nos intimidó. «Ahora tenéis que cumplir con vuestra palabra», dijo. Vacilamos, íbamos a arrestarle cuando oímos el motor de un avión republicano, a una señal suya el ruido cesó; quedó todo inmerso en un sepulcral silencio. «Va a lanzar una bomba que os matará a los cinco y el averno os espera-dijo con voz cavernosa -, puedo hacer que la bomba estallé fuera de aquí. Decidid». No dijimos nada, un silbido nos heló la sangre y la bomba estalló fuera del chamizo. Sin querer habíamos pedido los cinco interiormente que la bomba fallara, con lo que aceptábamos tácitamente el contrato. «Quiero la prueba de maldad, mañana violaréis a la chica entre los cinco, su sangre virgen será la firma del contrato». Nos quedamos estupefactos y expectantes escuchando la narración de Pagés, no sólo yo, también Balcells y Guardans, el uno pensando como médico los efectos de una violación brutal y Guardans imaginando las conquistas virginales con el poder y el dinero que hicieron popular su suegro Francesc Cambó. Traté de servir una nueva ronda, Balcells y Guardans la rechazaron, tampoco yo me serví. Pagés extendió su vaso, más sediento por su vehemencia que por sed. Cambié de postura esperando a que prosiguiera el relato. —El resto pueden ustedes imaginarlo, tuvimos que vencer las resistencias de Camperol. Le convencimos. Si el pacto era una quimera, la violación de una chica de un pueblo rojo tampoco era tan grave. No le dijimos que, además, sería divertido. Aparecimos cuando se estaba besando con Robert en el establo de sus encuentros…, cuando terminamos con nuestra infamia limpiamos nuestros fluidos con una bandera de Catalunya que habían escondido los lugareños a nuestra llegada, la Senyera quedó tan violada como la muchacha. Ella se levantó como pudo de aquel heno en el tantas veces había besado a Camperol, se dirigió hacia la puerta sujetándose la falda arrancada por la violencia. Nos quedamos dormidos sobre el montículo de yerba testigo de nuestra canallada. Aquella madrugada los rojos contraatacaron, cruzaron el Ebro y nos pillaron a los cinco. Creo que el resto ya lo sabe-dijo dirigiéndose a mí. —Aparte de la repugnancia que me ha producido su historia –dije sin ningún reparo-, no imagino que se crean eso del pacto con Lucifer. Tal como me dijeron en nuestra primera reunión, ustedes son médicos, profesores, abogados, financieros, teólogos… no les veo sentados frente a un macho cabrío firmando un pacto de sangre. —No es exactamente como lo expone, Brotons. Pero sí sabemos que estos acuerdos con el Maligno existen. Tres miembros de la Obra, el que hubiese sido arzobispo de Barcelona y quien será alguien muy importante en la política catalana, pecaron, no lo negamos, aunque no del asesinato de las autoridades locales de aquel pueblo, eso está dentro de las leyes de la guerra. ¿Qué cree que le hubiese pasado a Josemaría Escrivá si no hubiese huido a Francia?, tampoco lo de la joven, tenga en cuenta que no la mataron… Lo que ahora preocupa es que hay dos seres humanos que creen que tiene un pacto que pone en peligro sus almas y alguien, humano o no, que quiere eliminarlos. Por primera vez tuve la sensación de creer en el diablo porque estuve a punto de enviarlos al infierno. ¿No eran seres humanos los republicanos fusilados o la joven violada?, estuve a punto de gritarles, pero me volví a contener, quería llegar al fondo de la cuestión para poner a Ripoll en conocimiento de todo. —Y a mí ¿para qué me necesitan? —Al Codex Gigas le faltan algunas páginas, desaparecieron durante la Guerra de los Treinta Años, no sabemos si en Bohemia o ya en Estocolmo. Lo que sí sabemos es que una de las páginas arrancadas contenía un conjuro para romper un pacto demoníaco. Gabriele, nuestro Miquel Torras, estuvo buscando durante años la famosa página, incluso tenía pensado viajar a Estocolmo para indagar sobre ello, ya sabe cómo terminó el intento. Estamos al corriente de que, el conjuro en cuestión, está en Barcelona y es muy posible que en la Biblioteca de Egipcíacas. Me quedé helado. Aparentando una firmeza que no sentía, pregunté —¿En qué se basa esta suposición? —No podemos citar nuestras fuentes –dijo Balcells-. Sólo pretendemos hacernos con el conjuro para liberar a Pagés, salvar su alma inmortal y devolver luego el texto a la biblioteca. No sabía si reír o llorar. ¡Creían de veras lo del pacto con Satán! —¿Y los muertos? –pregunté. —No hemos podido evitarlo, el Lucifer se ha cobrado su precio. Miré a Pagés, estaba temblando, los ojillos se le iban cerrando por efecto de los whiskys y por esa extraña vergüenza que siente uno cuando le pillan desnudo. Sabía que había desnudado su alma y no la tenía demasiado bonita. —¿Por qué no van a la biblioteca ustedes y preguntan directamente? —Ya lo hemos hecho. Su amiga Luisa no nos tiene demasiada simpatía y ni siquiera se ha tomado la molestia de investigarlo. —Sus razones tendrá. Tal vez sepa que el tal manuscrito nunca ha estado allí. —Si no está ahora, ha estado en algún momento y ella puede saber quién se lo llevó. —¿Qué les hace pensar que quiero ayudarles? Tal vez tampoco me caigan demasiado bien. —Usted es un hombre sensato y demasiado curioso… –calló lo de fisgón-, para no sentir interés en saber cómo termina todo esto. ¿Me equivoco?- dijo Guardans, buen conocedor de las curiosidades humanas. —Supongo que les consta que toda esta conversación la pondré en conocimiento de Ripoll. —Contamos con ello. Las cosas que le hemos contado ya han prescrito o pueden considerarse acciones de guerra. En cuanto a lo del diablo… ¿Quién iba a creerle? —Me queda lo de la bandera… Enmudecieron. Sin querer habían puesto una información en mis manos que podía perjudicar las ínfulas nacionalistas de Pagés y de Gabaldá. —Les ayudaré si me dan el nombre de la chica. —María… creo que se llamaba María, nunca supe el apellido-masculló Pagés. Anoté el nombre en mi libretita verde. Nos despedimos, el hielo de la cubitera se había fundido, en cambio el mío por aquel individuo había crecido en la misma proporción que los crímenes de su historia. A la mañana siguiente llamé a Ripoll y se lo conté todo. —Gracias, Jorge, me va a ser de mucha utilidad para cuando interrogue a Gabaldá. —Imagino que no podré estar presente –dije, sin demasiadas esperanzas. —Esta vez no, Jorge, es un interrogatorio oficial y en presencia del juez. Comprobé en mi libretita todos los datos y anoté en la agenda: llamar a Hipathia. Sonó el teléfono. Marisa, la telefonista, cantó el nombre de Ruth. —Pásamela-dije, esbozando una sonrisa que nadie vio. —¿Jordi? No te lo vas a creer, he conocido a dos super millonarios, y ¡de más de sesenta años! Me lo estoy pasando en grande. ¿Y tú? —Va, rutina. Lo de siempre, clientes, reservas y algún pequeño lío. —Nada importante, espero. —No, tonterías. Disfruta mucho y coge un buen bronceado. —Para que tú lo disfrutes ¿eh, pillín? Nos enviamos montones de besos y de promesas de difícil cumplimiento. Luego, en un par de líneas más abajo escribí en la agenda: Te echo de menos. Medité sobre el relato de Ramón Pagés. La hipótesis del pacto diabólico era demasiado novelesca para tenerla en cuenta; sin embargo, todos sus detalles daban consistencia a la historia, aunque, en ocasiones, las apariencias pueden llevarnos a equívocos… Recuerdo que, cuando era un simple botones, paraba por el hotel un gran periodista. César González Ruano colaboraba con La Vanguardia de Barcelona; era de pluma fácil y mordiente. Cuando estaba por Catalunya residía en Sitges. Su lugar favorito para escribir era el chiringuito del Paseo Marítimo, con toda probabilidad el primer establecimiento playero con ese genérico, como asegura una placa en el muro trasero del local. Con bastante frecuencia, Ruano, viajaba a Barcelona y se alojaba en el Manila. Me encantaban muchos de sus artículos, hasta que le vi en persona. Estaba sentado en el salón del primer piso, tuve que avisarle de que le llamaban de Madrid. Canté su nombre y una mano huesuda apareció del fondo de un sillón, no me respondió, se limitó a levantar el brazo para indicar con un gesto del índice que me acercara. Cuando lo hice quedé estupefacto, mi mente infantil, influenciada por las lecturas de Egipcíacas, lo relacionó con el diablo. Delgado, seco-en todos los aspectos- repeinado hacia atrás, rostro demacrado, invadido por una gran nariz; el labio superior fino, cabalgado por un bigotito delgado que recordaba a los mostachos de Belcebú, el inferior caído y aborbonado; sus manos macilentas de dedos luengos y esqueléticos adornados por unas uñas de gran tamaño, en particular las de los meñiques exageradamente largas y con las que se hurgaba a menudo en los oídos en busca de cerumen. Todo esto le confería un aspecto diabólico. Alguien me dijo que la catadura no lo era todo y que nada tenía que ver el periodista madrileño con Satanás. Luego me enteré de la verdadera personalidad de Ruano, de sus andanzas por Alemania y Francia en tiempos de guerra, de sus supuestas denuncias a los nazis de judíos y de españoles exiliados, después de prometerles ayuda. Eran tantos sus trapicheos, que fue recluido en la cárcel de Cherche-Midi por la propia Gestapo por traficar con visados. Era un animal literario y por eso le cundieron creativamente los menos de tres meses pasados en prisión. Terminada la guerra fue juzgado en ausencia por el nuevo Gobierno francés y condenado en rebeldía a veinte años de prisión por «inteligencia con el enemigo». Ruano había delatado a los nazis a sus compañeros de reclusión. Sus escritos mantenían la fuerza de la adolescencia y la mala leche de los rencorosos. Un artículo de Ruano de 1949 en el periódico Arriba y La Vanguardia, privó a Margarita Xirgu de regresar a España. El incisivo escritor lo titulaba, ¡Ya se salvó el teatro! La mariposuela, nombre que daba a sus artículos, dedicada a la Xirgu, insinuaba que era una artista vulgar y llena de rencor. Por eso nunca dudé de que, el verdadero Ruano, tenía mucho que ver con su apariencia física. Su cuerpo delgado, algo encorvado, su mirada torva, el bigotito procesional, sus uñas escarbando insistentes en el oído externo y su dudoso historial, creaban en mi mente adolescente la exagerada perspectiva de contemplar a un ser infernal. Al día siguiente leí en el periódico el fallecimiento de otro gran periodista, Manuel del Arco. Este sí tenía todo mi beneplácito y su muerte fue una terrible noticia. El rey de las entrevistas, como yo le llamaba, era capaz de desnudar el alma de sus entrevistados. Tenía por costumbre enterarse por conserjes y recepcionistas-también por las inefables telefonistas- si en el hotel se alojaba algún famoso y entonces le pedía una conversación para su columna Mano a mano a la que al final añadía una caricatura muy personal del entrevistado. Algunos años atrás había podido ayudarle a conseguir citas periodísticas con Salvador Dalí y con Lola Flores, entre otros. Nunca defraudaba al lector y muy pocas veces al ego del personaje. Manolo del Arco era la antítesis de Ruano en su aspecto humano. Rostro noblote y mirada profunda, escondía su innata timidez en una aparente rudeza. Si Ruano me parecía fantasiosamente un habitante del averno, Manolo me daba la sensación de un ángel tosco pero genial, por lo menos en la forma de conducir sus diálogos. Y tal vez lo fuera.
El diablo en la Catedral de Arequipa (Perú)
González RuanoManuel del ArcoDiablo del Templo Satánico de DetroitGárgola de la Iglesia de Betheelm en NantesEl autor en la puerta del Palacio del Arcediano, bajo la sombra demoníaca una gárgola de la Catedral. Foto Nanae
Llamé a Enrique Ripoll un par de veces para que me pusiera al corriente de los interrogatorios al personal del hotel presente en la última cena de Camperol. Sabía, por los comentarios de los demás, que uno de los ayudantes de camarero había sido, merced a una generosa propina de Torras, el que sustituyó la servilleta del finado. No quise tomar ninguna decisión al respecto antes de hablar con Enrique. Me limité a esperar su llamada. A eso de las seis de la tarde, Esperanza, una de nuestras telefonistas, me anunció que Ripoll estaba al teléfono. —El crio ha cantado de plano –dijo, con el típico argot policial-. Proporcionó una servilleta de vuestro ajuar a Torras y este se la devolvió con la nota que escribió en ella después de pincharse en el índice con un pequeño punzón y obtener tinta de plasma. —Una estupidez para ganarse una propina… —Y se la ganó, nadie notó nada, excepto el propio Camperol. —¿Pudo él envenenar el plato? —No, quédate tranquilo, el plato salió directo de las cocinas como los otros y el camarero que se lo sirvió a Camperol fue otro. Por otro lado hemos podido comprobar que Torras no tuvo acceso ni al office ni, desde luego, a la cocina. —Entonces… –dije, cambiándome el auricular de oreja y cruzando las piernas sobre el escritorio. —Entonces… debemos volver a la teoría del infarto. Nadie tuvo acceso ni a la cocina, ni al plato. Tu muchacho sacó la servilleta que proporcionó a Torres de unos de los aparadores que habéis venido utilizando todos esos días y, que yo sepa, no han habido más muertos –dijo con sorna. —Si mis empleados no pudieron, tal vez debamos volver a la teoría del diablo. —Jorge, el demonio no tiene carnet de identidad y dudo que acuda a un requerimiento policial o a un exhorto del juzgado. —Por cierto, ¿sabes algo de nuestra lista de candidatos? —Sí, es una larga lista de más de cien catalanes que participaron en el combate, si en el inventario sólo contamos a los que cayeron prisioneros queda un listado de noventa y dos nombres, pero si la reducimos sólo a los oficiales y a los alféreces de complemento, nos quedamos con dieciocho de los que sobrevivieron al final de la guerra un total de once candidatos. — Buen trabajo, Enrique. ¿Está en la lista Joan Deulovol? —¿El cura del lío de los obispos catalanes? —El mismo. —Esa sí que es buena –dijo, y se hizo un silencio de algunos segundos, pronto oí su habitual carraspeo-. Sí, está en la lista, ¿cómo lo sabías? —Era una de las voces que detectó Nogal, por cierto ha confirmado la de Camperol; está en nuestra lista, supongo. —Sí, también está Torras, nos faltan sólo dos. El conjunto de la Catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia de Barcelona acogía entre sus muros la residencia del arzobispo y el Palacio Episcopal, cuya fachada daba a la Plaza Nueva. Pregunté a un conserje de sotana con lamparones por Deulovol, supuse piadosamente que las manchas blanquecinas serían de cera. Me dijo que mi visita estaba anunciada y que me esperaba en el Archivo Municipal, a pocos metros del Palacio. El Archivo estaba situado en otro palacete, la antigua casa de l’Ardica, el diácono de la catedral. Era un edificio ecléctico de base gótica, apoyado en la primitiva muralla romana. Además de su interés investigador y cultural como archivo, su patio central era digno de verse, una hermosa fuente y una elegante palmera datilera, le convertían en un lugar idílico y tranquilo. Deulovol me esperaba en la escalera que conducía a la terraza superior. Era grueso, casi orondo, como los cardenales del renacimiento, sus escasos cabellos se habían hecho fuertes en el cogote y sobre las orejas, grandes y carnosas, su rostro era innoble pese a su dignidad eclesiástica. La negra sotana se dibujaba en el primer descansillo, su indumentaria contrastaba con mi polo rojo, parecíamos la bandera de la CNT… o la de la Falange. Me hizo una señal y le seguí hasta la galería. Algunos turistas paseaban indiferentes por ella admirando las formas del edificio. —Aquí hablaremos tranquilos. —Verá, le he pedido esta cita porque creo que está en peligro. —Los servidores de Dios siempre estamos preparados para le peligro y las tentaciones –dijo, como si estuviese dando un sermón. —No me voy a andar con rodeos, Deulovol, sé lo de Flix y el nombre de los cinco –dije para sonsacarle-. Seguro que está al corriente de las muertes de sus camaradas, trato de evitar que a usted le pase lo mismo. —No sé de qué me habla, Brotons. —Bien, entonces esperaré a asistir a otro sepelio. Buenos días. —Espere, espere, Brotons. ¿Por qué cree que necesito ayuda? – preguntó en tono nervioso. —El mismísimo Opus me la ha pedido… están tan despistados y acojonados como usted –le respondí sosegado, pero imperativo. —Vamos a imaginar que le creo, cómo puede ayudarme. ¿Cuál es su historia? —No es la mía, es la suya. Tengo constancia del supuesto pacto con Satán y todo lo ocurrido, un oficial republicano les oyó la noche anterior a que fuesen liberados. Trato de descubrir quién desea eliminarles, porque no veo al Maligno vengándose de ustedes. Si hubo pacto, sus almas ya no les pertenecen, sus cuerpos todavía sí. —Está usted diciendo tonterías, Brotons, qué es eso del pacto con Satanás… —No me diga que la Iglesia no cree en el diablo. —Ni afirmo ni niego, aunque eso de pactar con el demonio es propio de la edad media. —Ya, como el Codex Gigas y sus conjuros. —No entiendo, ¿qué quiere decir? –dijo con disimulada sorpresa. —Torras escribió el nombre del códice con su propia sangre en una servilleta, trataba de avisar a Camperol de algún peligro que a la postre les causó la muerte a ambos. Esa era la señal que tenían ustedes cinco para comunicarse. —¿Qué es lo que quiere, Brotons? —Advertirles de que alguien va tras de ustedes y no parará hasta verles muertos, haga lo que quiera, yo he cumplido con la misión de avisarle y ahora le ruego que usted haga lo mismo con los otros o si prefiere también lo haré yo-dije apostando al todo o nada. —A Gabaldá llámele usted, hace mucho tiempo que no nos hablamos. Me pareció una suerte inesperada, Deulovol confirmaba su participación y me daba el nombre de otro de los violadores; estaba impaciente por contárselo a Ripoll y a Nogal. Salí más satisfecho de lo esperado. Pasé por delante del buzón modernista de la fachada y, como buen barcelonés, acaricié el caparazón de la tortuga para tener unos días de suerte. La necesitaba. Era un buzón tan peculiar como bello, labrado sobre piedra, de la época en que el archivo era el Colegio de Abogados a finales del siglo XIX. A la tortuga, que representa la lentitud de la justicia, la acompañan cinco golondrinas figurando con su vuelo la independencia de la propia justicia y siete hojas de hiedra que simbolizan los enredos burocráticos. Mis indagaciones eran tan lentas como la tortuga y farragosas como la hiedra, pero tenía que evitar que mis cinco golondrinos quedaran inmunes de su pecado, por eso me encomendé a la justicia humana y a la divina. Ripoll disfrutó con mis averiguaciones, Carles Gabaldá i Flores era uno de los personajes que más despreciaba. —Es nuestro cuarto jinete del Apocalipsis –dije, mientras nos sentábamos en sendos taburetes del bar del hotel. —Es un indecente, el hombre de las mil caras, un oportunista que ahora presume de catalanismo, pero que fue un perseguidor de todo lo que oliera a rojo, masón e independentista, como él siempre decía. Me avergüenzo de que estuviese en el ejército nacional. La verdad, Jordi, es que no me importaría que fuese el próximo de la lista. —¡Por Dios, Enrique, eres un poli! —Precisamente por eso, sabemos distinguir entre un chorizo y un cabrón de guante blanco y te aseguro que nos caen mejor los primeros que los segundos. Si se me pusiera a tiro de esta… –dijo– , acariciando la funda y la culata de su Astra. Tuve que apagar su indignación con un J&B doble. Ripoll carraspeó después del primer trago. —¡Es que no puedo verle! –exclamó-. Ahora únicamente nos queda averiguar el nombre del quinto. Y ya sabes, no hay quinto bueno. Sacó del bolsillo de su americana una lista con los nombres que me había adelantado por teléfono. Subrayó el nombre de Carles Gabaldá. —¡Ese cabrón! –farfulló-. Se ha cambiado el nombre de Carlos por Carles para parecer más catalán, pero con el apellido no le dejan arreglar lo del acento. Él estaba en Falange y su hermano menor en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, era el mejor de la familia, los tuyos le pegaron cuatro tiros en uno de los ataques de la Sierra de Cavalls, en el Ebro. —Siempre mueren los mejores.
—Los otros también mueren, quizá un poco más tarde, pero también. A ver si hay suerte. Teniendo la lista casi completa y viendo el pelaje de esos tipos, me será bastante fácil localizar al último. Dame un par de días. Salió del hotel convencido de que entre los supervivientes o en su entorno teníamos al asesino. Lo que había empezado con un inesperado infarto se estaba convirtiendo en un caso con todos los ingredientes de un cóctel policíaco de primer orden y eso le encantaba a Ripoll… y también a mí.
Noche de verbena
Barcelona, 23 de junio de 1971
Mi amiga Hipathia, la bibliotecaria de Egipcíacas, me llamó por teléfono. —Mañana es la verbena de San Juan, ¿sigue en pie la cena? —Por supuesto, el cambio de solsticio siempre es un buen presagio. —También es noche de brujas –dijo, en tono jocoso. —Bueno, correré el riesgo… La verbena de San Juan era una de las fiestas más celebradas en Barcelona, desde los hogares más pudientes hasta las más humildes moradas loaban la entrada del verano con evocación pagana. Las cocas ocupaban los escaparates de todas las pastelerías de la ciudad, las ventas de champaña se disparaban y también la de los efectos pirotécnicos; era la noche del fuego. El cielo de Barcelona se llenaría de luminosos y ensordecedores fuegos de artificio y en las calles y plazas las hogueras consumirían los muebles viejos y objetos de madera que los niños de cada barrio habían podido recoger de sus vecinos durante toda la semana. Antiguas cómodas, listones carcomidos, puertas cansadas de abrir y cerrar, mesas con viejas heridas de muescas y arañazos, sillas astilladas y todo lo que pudiese arder, formaban una lúdica pila, coronada en ocasiones, por una escoba simbolizando a las brujas o por un monigote de paja que representaba al diablo o a un espíritu perverso; sabido es que el fuego purificador aleja y atemoriza a los malos espíritus que campan a su albedrío durante esta noche. Todo culminaba con el ritual de los baños de medianoche porque el agua se cargaba de fuerza sanadora. Era una noche propicia para las curaciones y los rituales mágicos. En todos los barrios y en muchas terrazas los barceloneses celebraban la llegada del nuevo solsticio con música y baile y degustando la famosa coca, rellena con frutas, chicharrones, crema o cabello de ángel; la orto- doxia exigía que la coca fuese el doble de larga que de ancha. Con todos esos componentes la noche se convertía en mágica. Cenamos entre el fantástico estallido de las pirotecnias y el conjuro de las luces surcando el espacio, dibujando las más caprichosas formas. Palmeras y cascadas de destellos multicolores acompañaban a los raudos cohetes que cruzaban el cielo antes de silbar y detonar con estrépito, rompiendo el imposible silencio de aquella noche. No nos pudo faltar el champán y por supuesto la coca de crema preparada en nuestras cocinas. Brindamos por los lejanos días en que descubrí que un libro suele contener un sueño. Hablamos precisamente de aquellos tiempos y me atreví a contarle que fue una de mis musas preferidas en mis primeros escarceos por el mundo del erotismo. Se rió de mis comentarios, sobre todo de mis espionajes infantiles cuando colocaba los libros en las estanterías. —Te aseguro de que no era consciente, para mí siempre fuiste aquel niño de pelo rizado y alborotado, con una tremenda avidez de saber y que me miraba con ojos interrogantes. —Es que tu biblioteca tenía todos los ingredientes de una aventura. Lecturas maravillosas, un hada madrina y aquel olor a libros mezclado con tu agua de colonia. Deberían homologarlo como el rincón de las palabras sabias y las sensaciones placenteras. Ella me miró como la profesora orgullosa del alumno que destaca. Dejó con parsimonia su copa sobre la mesa. —Te propongo ir a la verbena de unos amigos. No está demasiado lejos de aquí. Acepté, el hotel estaba tranquilo, pese a que más de un cliente estaría acordándose de la familia de los artificieros. En el restaurante, los pocos comensales que todavía se resistían a dar por finalizada la velada, apuraban sus últimos licores y en el bar del hotel las conversaciones y el humo subían de consistencia, los camareros no daban abasto, augurando una buena caja; todo normal en una noche de San Juan. Nos desplazamos a pie a una finca de la calle Balmes. Las calles olían a pólvora y los voladores de fuegos artificiales se cruzaban como estrellas fugaces. Grupos de verbeneros felices y chispeados desafiaban a los semáforos en ámbar. El enésimo quemado ingresaba en las urgencias de algún hospital y oleadas de gente se dirigían a la playa de la Barceloneta para bañarse en las aguas mediterráneas. Al llegar a uno de los portales, Hipathia apretó un de los timbres del portero automático. El portal se abrió sin que nadie preguntara quiénes éramos. Subimos en ascensor al último piso, en la puerta un cartel advertía de que la juerga estaba en el terrado, no hubiese hecho falta el aviso puesto que se oía perfectamente la música y la algarabía. Ascendimos a pié un piso más, la puerta abierta de la azotea mostraba una animada verbena. Farolillos de colores se alternaban con banderitas de países reales e inexistentes, el tocadiscos cantaba el Rock de la cárcel con la sensual voz de Elvis, la fiesta de la prisión de Presley se mezclaba con la de la terraza provocando el baile desenfrenado de las parejas. Sobre una mesa las copas de champán y las suculentas cocas saciaban los excesos del bailoteo y los vacíos estomacales. Algunos grupos trataban de mantener una conversación entendible entre el sonido excesivo de la orquesta de presos de la prisión roquera. En uno de esos corrillos alguien disertaba sobre un tema inentendible para un oído recién llegado. Era un tipo de unos cincuenta años, delgado y aparentemente fibroso, de estatura superior a la media, rostro alargado, de agresivos ojos pardos que protegía bajo los cristales de unas gafas de pasta cabalgando sobre una prominente nariz. Boca grande y labios gruesos que separaba con un chasquido cada vez que empezaba la frase. Destacaban sus grandes manos de luengos dedos huesudos y algo deformes, uñas excesivamente largas, aunque cuidadas, las de los meñiques superaban a sus hermanas; me recordó a las de un periodista y cliente del hotel: César González Ruano. El orador verbenero me pareció un bocazas con gestos de charlatán y con una suficiencia desmedida, el auditorio le escuchaba como quién atiende a un portador de oráculos. Hipathia y yo nos acercamos, ella esperó a que terminase uno de sus interminables monólogos y me presentó. —El profesor Albert Gassiot…, mi amigo Jordi Brotons, director del Manila Hotel –dijo, como si esto fuese alguna garantía de erudición. —Encantado –contestó él, extendiéndome aquella monumental mano, pero mirando a Hipathia de forma descarada. Estuve a punto de retirar la mía y dejar su saludo al aire; no obstante, si era amigo de mi bibliotecaria, no podía ser un mal tipo. —Es un gran experto en temas medievales. Él fue quién me amplió algunos de los datos del Codex Gigas. —Fue un placer, amiga Luisa, –dijo, descubriéndome el verdadero nombre de mi amiga, que nunca había sabido o que tal vez había olvidado-. Luisa me comentó que tenía usted mucho interés en los temas demoníacos. —Bueno, no en toda su extensión, sólo en un tema en concreto –dije, apurando mi copa de champán. —¿Puedo preguntar en cuál?
—En los pactos demoníacos y en la forma de romperlos. —Vaya, interesante tema. ¿Cree de verdad que se puede pactar con Satanás? —No, no lo creo… incluso dudo mucho de su existencia; sin embargo, hay gentes que opinan lo contrario y lo que me interesa es el curso mental y la visión de la realidad de estos individuos. — A la sazón, usted piensa que no hay poderes extrasensoriales-dijo, elevando el tono de voz por encima de los gorgoritos de los Bee Gees cantando How Can You Mend a Broken Heart, preguntándose cómo podían reparar un corazón roto. No sé el porqué, pero pensé en Camperol. —Por supuesto que sí –respondí-. El ser humano posee percepciones y clarividencias extraordinarias, un sexto sentido, aunque esté inexplorado para la mayoría de nosotros. —Entonces también creerá en los poderes ocultos-dijo, elevando la voz e intentando captar la atención de todos. —¿Se refiere a los de la banca o a los políticos? –pregunté, levantando una carcajada entre el corro de oyentes, que no gustó nada a Gassiot. — Me refiero a los de seres que habitan en el infierno… repuso, chasqueando sus labios de forma exagerada y salpicando de saliva a un par de boquiabiertos asistentes. —Seres malignos, infierno, pecadores, demonios… ¿no le parece que tenemos más que suficientes en nuestro entorno sin tener que bajar al averno? —Le voy a decir algo, Brotons, que espero entienda en toda su dimensión. Los ángeles caídos están entre nosotros. Satanás y los demonios fueron creados naturalmente buenos, su lucha para hacerse con el poder divino les hizo caer en desgracia. ¿Y sabe por qué? Porque perdieron aquella batalla. Otras leyes, otras verdades y otras razones místicas prevalecerían en caso de haber vencido y hoy serían otros los malos y los perversos. —Mire, Gassiot, a mí lo que me parece maravilloso fue lo del Apolo XI. Aquello sí fue un pacto con el progreso, permítame que ponga en duda que seres superiores o malignos influyen en nuestras vidas; la culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas sino en nosotros mismos que consentimos en ser inferiores –dije, parafraseando a Shakespeare. —¿Y en las posesiones diabólicas? —Tampoco creo en ellas, puesto que no creo en el diablo. No creo que uno se despierte un día y por las malas se encuentre poseído por el demonio. —No, no es así. Sucede si ese uno se relaciona con el mal. —En ese caso, Gassiot, serían millones los poseídos. La discusión terminó en aquel momento. Gassiot me miró desde sus gafas de pasta como si fuese un ignorante irrecuperable. Hizo un gesto de negación con su mano derecha, los dedos parecieron romperse y las uñas brillaron a la luz de los farolillos, se dio media vuelta y se dirigió hacia otro grupo cuyos componentes y conversación le fuesen más propicios. —Vaya, Jordi –dijo Hipathia-, creo que no os habéis caído demasiado bien… —La verdad es que no es mi tipo. —Hubo un tiempo en que sí fue el mío-dijo mi amiga, sorprendiéndome. —¿Uno de aquellos tipos que te hacían llegar ruborizada por las mañanas? Hipathia esbozó una enorme sonrisa. —Sí, sé que es un creído y que le gusta hablar ex cátedra, pero es un hombre con muchos conocimientos, capaz de deslumbrar a una joven con poca experiencia. Nos apartamos de las demás conversaciones hasta un rincón retirado del terrado, desde allí podía verse el principio de Las Ramblas y parte de la plaza de Catalunya. —Al cabo de poco tiempo lo dejamos, descubrí que era yo la que deslumbraba. Me di cuenta de que podía vivir, no una vida, sino varias. Cada relación me abría un abanico de posibilidades. Si en una biblioteca podemos disponer de los pensamientos de los mejores, ¿por qué debemos satisfacernos con una o dos experiencias de vida? En un mundo en que las mujeres somos seres de segunda división, nuestro intelecto y belleza puede satisfacer todas las necesidades de relación escogiendo a los mejores de cada momento, sin comprometerse atándose a un solo hombre. Pensé que no debía conformarme con alguien que podía destrozar mi existencia o convertirla en vulgar, si podía enmarañar la vida de muchos sin estropear la mía. —¿Y el amor? —El amor no llegó, o no ha llegado todavía, cuando aparezca lo sabré. —¿Debo desear que sea pronto? —Me quedan todavía muchos libros por leer –dijo sonriendo. Pasadas las tres de la madrugada la acompañé a su casa. Nos besamos frente a su portal. —Debo hacerme a la idea de que has crecido. Sigo viendo aquel niño de pelo rizado y ojos grandes-dijo, a modo de disculpa. La observé entrar en el portal, con sus andares de neoplatónica griega, girarse y enviarme un beso con la mano, tan casto como mis pensamientos las primeras veces que la vi.
Buzón de la Casa de l’Ardiaca. Antiguo Colegio de Abogados y antes, casa del Arcediano. Foto: NanaeCasa del Arcediano. Foto Nanae.Catedral de Barcelona. Foto Nanae
Enrique Ripoll apareció por el hotel una mañana para contarme, según dijo, muchas cosas. Fuimos a mi despacho y le pedí a Quendy, la secretaria de dirección, que no nos molestase nadie. —Traigo noticias, Jorge –dijo Ripoll, resollando. —Siéntate, Enrique, y tómate un respiro, no será tan urgente. —Lo es, lo es. ¡Tenemos el arma del crimen!, bueno, la hoja de un bisturí apareció en la plaza del Pi en una papelera. Sin huellas, claro, es de una cuchilla de cirujano de hoja intercambiable, nada peculiar. —Esto se pone interesante-dije, con la garganta seca por la emoción. El rostro de Enrique no podía ocultar su entusiasmo, había caso ¡y de los gordos!, se desabrochó la americana, se desplomó sobre el sillón y continuó. —Y hay más novedades. El Opus quiere vernos, no sólo a mí como inspector que lleva el caso, me han pedido, expresamente, que me acompañes. —¡Qué sorpresa!, yo también tengo ganas de hablar con ellos. ¿Los has citado en la comisaría? —No, me han sugerido que vaya a Castelldaura, una residencia que tienen en Premià de Dalt… una antigua casona del siglo XIX. —Y tú has aceptado la invitación. —Claro, así en su casa se sentirán más confiados. Quiero averiguar todo lo que pueda y saber qué quieren de ti. —¿Y para cuándo dices que será? –dije, mirando la montaña de trabajo que yacía sobre mi mesa esperando turno. —Mañana… Consulté la agenda con las reservas y las salidas para el día siguiente y quedamos sobre el mediodía. No podía creerme el interés del Opus. A la mañana siguiente se presentó Ripoll con un coche policial conducido por un agente de uniforme. Sentí una rara sensación al sentarme con Enrique en la parte trasera del coche oficial: no olía a misterio, como me hubiese gustado, era un olor rancio a parque móvil y a algo que no podía distinguir, me entró una extraña claustrofobia. Era un modelo común de SEAT, concretamente un 1400 y no obstante, el hecho de que fuese un vehículo policiaco, imponía. Ripoll advirtió mi incomodidad y sonrió, se abrió la americana y mostró la sobaquera con el arma. «Huele a eso», dijo. No quise preguntarle si se refería a la piel de la funda, al arma o al sobaco. Atravesamos el río Besos, pasamos por Badalona, recorrimos la costa hasta llegar a Mongat y El Masnou, siempre paralelos al mar. Ya a la vista de Premià de Mar nos dirigimos al interior hacia Castelldaura. Nada más cruzar el puente que unía Premià de Mar con Premià de Dalt, nos dimos de frente con Castelldaura, una antigua mansión decimonona rodeada de pinos mediterráneos y por un muro con verjas. Merced a la elevación del terreno quedaba el mar a nuestra espalda y a cierta distancia, dándole un inesperado horizonte a la carretera de acceso. Nos abrieron la cancela de la gran puerta de dos hojas que daba paso a la finca, dos perros de piedra coronaban las pilastras de la entrada. «Un poco pequeños los canes», comentó Ripoll. Sonreí, efectivamente, el tamaño de los pétreos guardianes desmerecían la magnitud del portal de acceso. El automóvil policial se adentró por el pasaje que conducía a la casa y que cruzaba un gran jardín, El camino hasta el edificio estaba flanqueado por plátanos y palmeras; deduje que aquella finca había sido la casa de veraneo de algún rico «americano», como llamaban en Catalunya a los indianos regresados con fortuna. Era una magnífica construcción con un torreón a la izquierda presidido por un balcón que imitaba el gótico medieval. Los cipreses escoltaban el entorno, haciendo bueno, si es que el Todopoderoso gustaba de esos lares, el título de la novela de José María Gironella, Los cipreses creen en Dios, la primera de su trilogía sobre la Guerra Civil. Llegamos a la entrada. El policía de uniforme se quedó al lado del coche y nosotros subimos los peldaños de la escalera central que conducía a la morada, el arranque sí estaba bien guarnecido por dos bellas figuras de aguadoras, tan grandes como las columnatas donde reposaban. Frente a la puerta de acceso estaba el doctor Balcells, Ramón Guardans y un sacerdote de larga y negra sotana y de aspecto serio. A los dos primeros les conocía como clientes y, en el caso de Guardans, también como consejero de Tabacos de Filipinas. —Bienvenidos –dijo Balcells- les presento a don Álvaro del Portillo, miembro de Consejo General y secretario general de la Obra. A Guardans y a mí creo que nos conocen de sobras. Correspondimos a los saludos y nos dejamos acompañar a uno de los salones. Tomamos asiento en unos tresillos capitoné de color gris, que se me antojaron incómodos o tal vez fuese la situación la que me incomodaba. Ripoll y yo nos apropiamos de uno de ellos y frente a nosotros de cara al jardín, en otro gemelo, los tres anfitriones. Quedábamos de espaldas a la luz, pero podíamos vigilar la puerta de entrada; pronto se nos disipó todo temor. Nuestros interlocutores estaban tan ávidos de saber lo que ocurría como nosotros. Antes de iniciar la conversación observé a aquellos tres hombres. Ramón Guardans tenía la mirada penetrante y decidida, de estatura media, buen gourmet, con cierta tendencia a engordar, eran numerosos sus compromisos y responsabilidades en Banesto y en Tabacos de Filipinas que terminaban frente a una buena mesa. En sus años mozos, cuando era un brillante abogado, paseaba su palmito por la Barcelona franquista, hasta que en un viaje a Buenos Aires conoció a Helena Cambó, la hija de político Francesc Cambó, y regresó casado con ella, como administrador de sus bienes y adalid de la memoria del que hubiese sido su suegro. Sus catorce hijos con Helena, su cuantiosa fortuna y sus grandes contactos con el nuevo nacionalismo, le convertían en el supernumerario perfecto. Alfonso Balcells no le iba a la zaga, alto, elegante, peinado hacia atrás, parecía más un actor de teatro que médico. Escritor, brillante orador, catedrático, rector durante años de la Universidad de Salamanca, ahora catedrático de Patología General de la Facultad de Medicina de Barcelona. En cuanto al tercer hombre, no teníamos ni idea de quién era, la sagacidad de Ripoll descubrió que se trataba de un pilar importante de la Obra. Se había alistado voluntario en el ejército republicano, para poder pasarse al franquista en cuanto tuvo ocasión. No me dejé impresionar por tan influyente cónclave y lancé la primera pregunta. —Me gustaría saber qué pretendía de mí el difunto Gabriele. Ripoll, me cogió la muñeca en un gesto de protección paternal al niño que ha hecho una pregunta inoportuna o precipitada en una reunión de adultos. —Perdonen a Brotons, si no les importa empezaré yo con las preguntas. ¿Supongo que el fallecido era miembro de su asociación? —Sí, efectivamente, era un valioso y viejo numerario-contestó Portillo. —¿Tenía algún enemigo o estaba envuelto en algo turbio?, Brotons, me dijo… —Por eso hemos querido que le acompañara el amigo Brotons –dijo Guardans-, tenía relación con el otro asesinado y la actitud de los últimos momentos de Torras ha podido parecer… –dudó un momento antes de continuar- un poco extraña. —¿Cómo qué el otro asesinado? –dijo Ripoll- Camperol murió de un ataque al corazón. Se miraron entre ellos y luego a Ripoll. El sacerdote se removió en su asiento un tanto nervioso. —Creemos, comisario, que a Camperol le «ayudaron» a morir. No pude evitar esbozar una sonrisa de satisfacción, estuve a punto de gritar: ¡lo sabía, lo sabía…! —¿Por qué piensan que pudo ser así? –preguntó el comisario. —Camperol tenía proyectos, muchos proyectos. No le vamos a engañar, estamos dispuestos a tomar el timón de los destinos de España, pero también los de Catalunya. Intentamos, para bien del país, estar en todas las instituciones y en las entidades financieras y culturales, ya saben, Omnium, Orfeón Catalán –matizó Portillo en castellano-, el Club Catalónia, la Junta de Museos de Barcelona, el Museo de Arte de Catalunya, el Círculo Artístico San Lluc, la Editorial Católica, el Instituto Cambó, el mundo universitario y sobre todo, en la nueva política catalana y Camperol tenía que aterrizar en unos cuantos más, estaba entusiasmado con sus objetivos; apasionado, fuerte y decidido –concluyó, un tanto excitado. —El corazón es un órgano que a veces falla sin avisar, sobre todo si se quiere abarcar demasiadas cosas –dije. —Le hicimos una revisión hace tan solo un mes en una clínica privada, estaba bien, con algunos achaques, pero bien-terció de nuevo Balcells. —¿Quieren presentar una denuncia? –dijo Ripoll. —Sólo serviría para desesperar a la familia y alertar al asesino. —Y en todo esto ¿qué pinta Torras y su viaje a Estocolmo?, y ¿por qué se hacía llamar Gabriele?-pregunté. — ¿Y por qué escribió el mensaje en la servilleta?, hemos comprobado que la sangre era suya –añadió Ripoll. —Verán, la Obra está al servicio de Dios. Como ve somos científicos, filósofos, empresarios o escritores, metidos en el mundo de la fe, aunque estamos abiertos a cualquier suposición y más si procede del Maligno. –dijo Guardans. —¡Por Dios! –exclamó Ripoll elevando la voz- no creerán… —Ni creemos, ni dejamos de creer. Torras era un investigador, un médico del alma. Hizo un par de cursos en el Vaticano en la prestigiosa Universidad Pontificia de Roma para preparase como exorcista. Las clases, en este tipo de enseñanzas, van desde la antropología del satanismo y la posesión diabólica, hasta el contexto histórico y bíblico del diablo. Por eso cambió su nombre por el de Gabriele, en honor a su maestro, Gabriele Amorth. No tenemos miedo a Satán, en palabras del Padre Amorth trabajamos en nombre del Señor del Mundo y el diablo sólo es el mono de Dios-dijo Portillo. —Será un mono, pero ustedes le dan mucha importancia. ¿Qué buscaba Torras en el Codex Gigas? –pregunté. —Respuestas, buscaba respuestas. Y usted, amigo Brotons, también las busca, lo sabemos. —Se equivocan, yo busco verdades, a su numerario no lo mató el demonio, por lo menos no sería él quién empuñó el bisturí asesino. —Nada es lo que parece, amigos –dijo Balcells-. Cuando la Obra se instaló en Barcelona, yo mismo, sin ser todavía miembro, alquilé un piso para los numerarios. Incluso alojamos un par de veces en él a nuestro fundador, era un piso pequeño en la calle Balmes casi esquina con la calle Aragón, le llamábamos El Palau, como no teníamos capilla hice poner un enorme crucifico de madera, muy sencillo, tosco, desnudo, sin la figura del Señor y pintado en negro. Al poco tiempo, vecinos y curiosos aseguraban que allí crucificábamos a seres humanos… como si fuésemos una secta diabólica. Estallaron los tres en una carcajada. Sin querer me estremecí, había oído hablar de las sospechas populares y siempre pensé que eran falsas; sin embargo, no pude evitar sentir un escalofrío mientras tomaba nota en mi libretita verde. —A Josemaría Escrivá le dolió la absurda afirmación –añadió Portillo-, tanto, que hizo sustituir esa cruz por otra muy pequeña. Siempre dice bromeando: Así no podrán decir que nos crucificamos, porque no cabemos. Volvieron a reírse. Ripoll y yo esbozamos una sonrisa de compromiso. —Bien –dijo al fin Ripoll-, les informaré de los avances que tengamos, siempre que no estén bajo secreto de sumario.
—No se preocupe comisario, de la información judicial ya nos ocupamos nosotros, tenemos contactos en la judicatura. En cuanto a usted, Brotons, nos gustaría que nos tuviera al corriente de sus averiguaciones. Por favor. —Siempre y cuando, ustedes me tengan informados de las suyas. ¿Quién irá a Estocolmo? —Todavía no lo sabemos –contestaron casi al unísono-. ¿Tal vez le interese ir a usted, Brotons? —Me gustaría, no crean, pero tengo demasiado trabajo, esperaré a que retorne su enviado. Ya de regreso, salió el Ripoll de siempre. —Estos tíos están como cabras. No, no te rías que tú tampoco tocas. Seguro que hay un asesino con dos piernas y dos brazos, sin cola y si lleva cuernos no son de los que se ven… Me reí a gusto, el coche tomaba de nuevo la carretera del Maresme, rumbo a la ciudad Condal. Entendí que a Ripoll le faltaba parte de la información y le conté toda la historia y las sospechas de Nogal. —¿Por qué no les has dicho que sus numerarios no eran precisamente unos santos? —Porque ya lo saben, aunque tal vez no sepan la historia completa. —Trataré de averiguar quiénes eran los otros tres, los archivos militares tendrán constancia. Me pondré en contacto con Segovia. A lo lejos se adivinaba la Avenida de la Meridiana. Estábamos ya en Barcelona.
CastelldauraMeridiana, años 70 Fotos: Ajuntament de Barcelona