La voz de Satán
Barcelona, viernes 30 de julio de 1971
Una mesa desvencijada, cuatro sillas y una lámpara, era el mobiliario
con que el comisario Ripoll iniciaría su interrogatorio a
Gassiot. Este permanecía solo, sentado y esposado, parecía el
decorado del primer acto de una obra teatral. El profesor, aparentemente,
hablaba consigo mismo. Entró en el cuarto Ripoll con dos de sus hombres.
Uno de ellos permaneció de pie junto a la puerta, y el comisario y el
otro agente se sentaron frente a Gassiot. Por supuesto el jesuita abogado
no había sido invitado a estar presente.
—¿Tienes algo que decirnos? –preguntó Ripoll.
Gassiot negó con la cabeza. Ripoll lamentó no fumar, el humo era un
aliado sicológico para los interrogatorios pero, el comisario, no soportaba
el humo. Así que la estrategia fue la de interrogarle en mangas de camisa
y con la sobaquera colgando, eso sí, separado el cargador. El único que
sí estaba preparado, sólo a falta de martillear su arma, era el policía de la
puerta.
—Vamos a ver, profesor, las pruebas del polígrafo han resultado positivas…
—No se haga ilusiones, comisario, eso ha sido una tontería más propia
de charlatanes que de policías.
—Vaya, le tenía a usted por un hombre de ciencia y experto en ocultismo…
no quiere creer que una planta puede sentir y en cambio sí cree
en un ser teriomorfo con cuernos y rabo, que va haciendo y deshaciendo
contratos con las almas.
El rostro de Gassiot pareció transformarse, un rictus de ira arrugó sus
facciones y frunció el ceño. Bizqueaba y babeaba como un poseso.
—¡No sabe lo que dice, comisario, él está aquí, con todo su poder, no
le ofenda!-dijo escupiendo saliva y palabras.
—¿Cómo qué está aquí?, ¿en este edificio?
—Aquí, aquí mismo, desgraciados –dijo Gassiot con voz gutural y
levantándose de la silla.
El policía de la puerta sacó su arma. Ripoll y el segundo policía sentaron
de nuevo y a la fuerza al profesor. Ripoll le orientó la lámpara a la
cara, los haces de luz se proyectaron contra su rostro totalmente transfigurado.
Una sombra de la silueta de Gassiot se pintó en una de las paredes,
dando la impresión chinesca de un ser terrorífico. El profesor seguía con
su perorata.
—¡Esbirros, os conmino a liberarme!
Probablemente, si el comisario hubiese sido otro, los aspavientos del
detenido le hubiesen intimidado o por lo menos impresionado, pero Ripoll era demasiado ducho para acojonarse, como él diría. Estaba acostumbrado a los chulos y proxenetas del Raval que habían abierto en canal a sus protegidas
o a las vampiras que robaban niños para aprovechar su sangre -en
realidad los utilizaban para goce de los pederastas de la alta burguesía barcelonesa-.
También a las bandas de chorizos y traficantes que pululaban por su distrito, a los masoquistas, putañeros sin dinero y borrachos pendencieros.
Además existía otra fauna muy especial compuesta por maltratadores de esposas e hijos, banqueros ladrones, empresarios timadores adictos al Régimen y curas de manos largas, todos estos, a pesar de detenerlos, entraban
por una puerta del juzgado y salían por la otra; la justicia de la época era muy tolerante con ciertas actitudes. Pero mi amigo Ripoll los conocía a todos. Estaba tan acostumbrado a sus amenazas, que los gritos de un tío con cara de ir estreñido ya no le sobresaltaban.
Sonó un bofetón que tuvo eco en las cuatro paredes de la habitación, la
mano de Ripoll aparecía marcada en el cuello del detenido, su expresión
cambió al momento, la ira se transformó en sorpresa, la mirada se volvió
limpia e interrogante y el cuello le pareció que estaba ardiendo.
—Volvamos a empezar ¿o quieres más polígrafo? –dijo Ripoll, mostrando
su mano.
En aquel momento llamaron a la puerta de la sala de interrogatorio.
—¿Pudo entrar, comisario? –preguntó una voz.
—Pase –contestó Ripoll, apartando el haz de luz del rostro de Gassiot.
—Debería usted venir conmigo un instante, hay novedades –dijo el
recién llegado.
—Continúe –dijo Ripoll al otro policía-. El lado derecho del cuello
está franco.
Ripoll salió de la sala, dos de sus agentes le esperaban.
—En el registro de su casa hemos encontrado un bisturí –explicó uno
de ellos.
—¡Eureka!, buen trabajo.
—Eso no es todo…
—¿La página del conjuro?
—No, comisario, esa no la hemos localizado, pero sí estos inyectables
de un preparado que desconocemos y que hemos enviado al laboratorio.
Los agentes entregaron a Ripoll el bisturí dentro de una bolsa de plástico.
El comisario no cabía en su gozo. No era un aprueba tan concluyente
como la bala de una pistola disparada por un arma determinada, los bisturís
eran parecidos, este era del 22, y la hoja encontrada cerca del lugar en
que murió Miquel Torras era para este «calibre» de bisturí –pensó Ripoll,
en términos policiales, mientras regresaba a la sala de interrogatorios.
Gassiot ya no estaba tan seguro de sí mismo. Miró a Ripoll cuando
entró en la sala, sus ojos se dirigieron a la bolsa que llevaba el comisario.
—¿Lo ha visto alguna vez? –preguntó Ripoll, depositando la bolsa
con el bisturí sobre la mesa.
—Nunca –respondió Gassiot.
Ripoll hizo una señal a su agente y este soltó un revés a la parte derecha
del cuello de Gassiot alcanzándole en el pescuezo y en el pabellón
auditivo, que adquirieron un tono carmesí. Gassiot se llevó las manos
esposadas a la cara. El comisario, sin preguntar de nuevo, movió en el
aire la bolsa con el bisturí.
—Tal vez lo tenía en mi casa, mis trabajos también incluyen la restauración
–dijo el detenido.
—O sea, que podría ser suyo –repreguntó Ripoll.
—Podría, hay muchos iguales.
—Pero no que tengan restos de sangre de Deulovol y de Torras…
aunque los haya lavado siempre queda huella de la sangre seca. Gassiot
se desmoronó.
—Yo no quería, no quería, pero él me lo mandó. No podía dejar de
escuchar aquella voz que repetía: Tráeme sus almas, tráeme sus almas…
No era yo, comisario, no era yo… estaba poseído.
—¿Por quién?
—Ya lo sabe, comisario. Llevo años estudiando al diablo, tantos, que
siento como si formara parte de mí o yo de él.
—¿Y por qué Camperol, Torras, Deulovol y Pagés?
—El diablo reclamó sus almas. Yo no los maté, fue el Maligno.
Gassiot cayó sobre la mesa, lloroso y mendicante.
—No fui yo, no fui yo –repetía.
Ripoll comprendió que podía sacarle una confesión en aquel momento,
disponía todavía de horas para que pasara a disposición del juez. Las
pruebas se iban acumulando, los pelos encontrados en el mirador de San
Justo y Pastor pertenecían a la perilla de Gassiot y uno de bisturís estaba
en su domicilio, no obstante, tenía dudas de que en el laboratorio pudiesen
encontrar todavía restos de sangre. Por otro lado, tenían la prueba del
polígrafo al ficus, prueba que no podría llevarse a juicio, pero sí el informe
de Backster. Además había algo importante, había incluido el nombre
de Camperol en el lote y Gassiot no lo descartó. Según él, el Maligno se
había cargado a los cuatro. Ahora tenía que esperar que le informaran
desde el laboratorio del contenido de los inyectables.
—¿Quién fue entonces? –gritó Ripoll
—El diablo, fue el diablo, a través de mi mano, pero fue él.
—¿De su mano siniestra?
—Sí. Era el instrumento de Belcebú.
—Y Gabaldá, ¿qué tiene qué ver con el asunto?
—Gabaldá… Gabaldá, sólo he hablado con él una vez en mi vida,
vino a pedirme un documento.
—¿Y últimamente no le ha visto?
—No, yo, no.
—¿Y el diablo?
—No sé, no puedo saberlo; no puedo entenderlo.
—No te creo Gassiot, no creo esa doble personalidad que aparentas.
Gassiot empezó a temblar, un sudor frio le bajaba como una torrentera
por la frente, el rostro se le contraía y los ojos se le volvieron a inyectar en
sangre. Miró a los dos policías y algo en su interior surgió de improviso.
—¡No tienes ni idea! –escupió con voz cavernosa.
Aquello parecía una amenaza del infierno, un grito del más allá. Algo
tenebroso.
—Me daré un festín con las almas de mis enemigos… y tú estarás en
la mesa –rugió.
Pero Ripoll no perdió la calma, levantó su mano derecha mostrando
la palma abierta. Aunque los labios de Gassiot se movieron tratando de
decir algo, enmudeció. Se tragó al diablo y se desplomó sobre la mesa
lloriqueando.
—Bien, lo dejaremos por hoy, Gassiot, mañana seguiremos, piense
esta noche en una confesión completa, sólo así se librará del garrote vil
–dijo Ripoll.
Mientras tanto, yo recibía al grupo de cenadores que había reservado
Sergio Congost para la noche del viernes. Salí a la puerta principal y
departí unos momentos con Congost que me presentó a un par de cirujanos
del Hospital del Mar. Los comensales iban llegado y se aglomeraban
frente a la puerta giratoria esperándose unos a otros, al poco rato la zona
de la entrada estaba atiborrada, salí al exterior y les sugerí que pasaran al
hall. Uno a uno, entraron individualmente por cada una de las tres hojas,
algunos, más torpes o bromeando, accedían por parejas, bloqueando en
ocasiones la puerta. Estaba observándoles cuando una de las invitadas
se adentró en una de las hojas y antes de que empujara para que girara
se coló un hombre a su espalda. Ella sonrió, el hombre, probablemente
uno de los médicos, se pegó a su trasero, ella sonrió de nuevo al sentir el
contacto masculino, él bajó la mano derecha y manoseó con disimulo el
glúteo de la chica. Lo hizo por debajo de la nalga, justo cuando empieza
el muslo. El gesto duró apenas unos segundos, el hombre soltó la deseada
manzana cuando entraron en el hall. Sonreí. De repente, como la fugaz
visión de un rayo, mi mente extrapoló el momento al día de la muerte de
Camperol. ¿Y si alguien había aprovechado el tumulto de la entrada para
inyectarle un fármaco o un veneno? Decidí llamar el día siguiente a Ripoll
para comentarle mi sospecha. Ahora tenía que atender a mis clientes.
La cena transcurrió sin ningún incidente, salvo que la pareja de la
puerta giratoria no pudo disimular sus querencias después del segundo
whisky. Sergio Congost se acercó a mí.
—No me equivoqué, Brotons, la cena ha estado magnífica.
—Me alegro, muchas gracias.
—Yo debo dárselas a usted. Gracias a su gestión pude explicarme con
Eulalia.
Hice ver que no sabía ni lo de su encuentro con Lilith ni las consecuencias
posteriores. Supuse que Congost no me iba a relatar los detalles.
Como si leyera mi pensamiento, empezó a darme explicaciones que yo
no le había pedido.
—No fue como yo esperaba. Por unas horas nos reconciliamos, aunque
sospecho que me equivoqué de nuevo.
—No dudo que podrá arreglarse –dije.
—Se equivoca. Algo pasó, sentí un estúpido arrepentimiento. Ahora
sé que tengo una amiga o tal vez un bello recuerdo, pero no la mujer de
mi vida.
Por fortuna desde el ojo humano no puede percibirse el estado anímico
de lo que llamamos alma, porque, Congost, me hubiese visto pegando
saltos de alegría.
—¿La ha visto de nuevo? –pregunté para aseverarme.
—No, quedamos que sería ella la que me llamaría y no lo ha hecho.
—Tal vez sea pronto todavía –dije, bailando interiormente la danza de
la lluvia.
—Tal vez…, esperaré. Lo cierto es que todo ha cambiado.
—En la vida, Congost, a veces se gana y otras se aprende.
—Lo sé, de nada sirve mirar atrás. El tiempo todo lo cambia.
Me sentí de nuevo un pirata a punto de raptar a su princesa, sólo tenía
que esperar que me llamara, pero no quise dar tiempo al tiempo esta vez.
Subí al despacho; de los servicios del primer piso salía la pareja de la
puerta giratoria. Muy contentos.
Rompiendo con las reglas establecidas… por Lilith, la llamé. Estaba
en casa, un viernes, con Barcelona en pie de juerga y ella en casa. Aunque
me alegró la circunstancia, me extrañó.
—¿Jordi?, me alegro que me hayas llamado.
—Supongo que estás a punto de salir.
—Sí, me están esperando unos amigos –mintió.
—Lástima, en el Boadas tienen un nuevo cóctel –mentí.
Se hizo un silencio de breves segundos.
—¿Me das una horita, cariño? –dijo con entusiasmo.
—Y todas las que quieras.
—Pues prepara el galeón, hoy me apetece un rapto.
—No tardes, princesa.
Antes de colgar escuché el tocadiscos de Lilith, una canción sonaba
en él.
—Espera Lilith, eso que suena es…
—Es Te quiero, te quiero de Nino Bravo.
—Es muy bonita, ¿pensabas en alguien al escucharla?
—Te lo contaré luego, pirata… cuando estemos juntos.
Llegué puntual al Boadas, ella ya estaba sentada en la barra principal
charlando con María Dolores. Al verme entrar, la mestressa cambió el
disco en la platina y sonó el vozarrón de Nino Bravo con el Te quiero, no
cabía duda que ambas mujeres se habían puesto de acuerdo para darme
una sorpresa. Lilith esperó que llegara a su altura y me estampó un beso
en los labios. Empezaba otra noche mágica.


con que el comisario Ripoll iniciaría su interrogatorio


