La tortuga y la sotana
Barrio Gótico, junio 1971
Llamé a Enrique Ripoll un par de veces para que me pusiera al corriente
de los interrogatorios al personal del hotel presente en la última
cena de Camperol. Sabía, por los comentarios de los demás,
que uno de los ayudantes de camarero había sido, merced a una generosa
propina de Torras, el que sustituyó la servilleta del finado. No quise tomar
ninguna decisión al respecto antes de hablar con Enrique. Me limité a esperar
su llamada. A eso de las seis de la tarde, Esperanza, una de nuestras
telefonistas, me anunció que Ripoll estaba al teléfono.
—El crio ha cantado de plano –dijo, con el típico argot policial-. Proporcionó
una servilleta de vuestro ajuar a Torras y este se la devolvió
con la nota que escribió en ella después de pincharse en el índice con un
pequeño punzón y obtener tinta de plasma.
—Una estupidez para ganarse una propina…
—Y se la ganó, nadie notó nada, excepto el propio Camperol.
—¿Pudo él envenenar el plato?
—No, quédate tranquilo, el plato salió directo de las cocinas como los
otros y el camarero que se lo sirvió a Camperol fue otro. Por otro lado
hemos podido comprobar que Torras no tuvo acceso ni al office ni, desde
luego, a la cocina.
—Entonces… –dije, cambiándome el auricular de oreja y cruzando las
piernas sobre el escritorio.
—Entonces… debemos volver a la teoría del infarto. Nadie tuvo acceso
ni a la cocina, ni al plato. Tu muchacho sacó la servilleta que proporcionó
a Torres de unos de los aparadores que habéis venido utilizando todos
esos días y, que yo sepa, no han habido más muertos –dijo con sorna.
—Si mis empleados no pudieron, tal vez debamos volver a la teoría
del diablo.
—Jorge, el demonio no tiene carnet de identidad y dudo que acuda a
un requerimiento policial o a un exhorto del juzgado.
—Por cierto, ¿sabes algo de nuestra lista de candidatos?
—Sí, es una larga lista de más de cien catalanes que participaron en el
combate, si en el inventario sólo contamos a los que cayeron prisioneros
queda un listado de noventa y dos nombres, pero si la reducimos sólo a los
oficiales y a los alféreces de complemento, nos quedamos con dieciocho
de los que sobrevivieron al final de la guerra un total de once candidatos.
— Buen trabajo, Enrique. ¿Está en la lista Joan Deulovol?
—¿El cura del lío de los obispos catalanes?
—El mismo.
—Esa sí que es buena –dijo, y se hizo un silencio de algunos segundos,
pronto oí su habitual carraspeo-. Sí, está en la lista, ¿cómo lo sabías?
—Era una de las voces que detectó Nogal, por cierto ha confirmado la
de Camperol; está en nuestra lista, supongo.
—Sí, también está Torras, nos faltan sólo dos.
El conjunto de la Catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia de Barcelona
acogía entre sus muros la residencia del arzobispo y el Palacio
Episcopal, cuya fachada daba a la Plaza Nueva. Pregunté a un conserje de
sotana con lamparones por Deulovol, supuse piadosamente que las manchas
blanquecinas serían de cera. Me dijo que mi visita estaba anunciada
y que me esperaba en el Archivo Municipal, a pocos metros del Palacio.
El Archivo estaba situado en otro palacete, la antigua casa de l’Ardica,
el diácono de la catedral. Era un edificio ecléctico de base gótica, apoyado
en la primitiva muralla romana. Además de su interés investigador y
cultural como archivo, su patio central era digno de verse, una hermosa
fuente y una elegante palmera datilera, le convertían en un lugar idílico y
tranquilo. Deulovol me esperaba en la escalera que conducía a la terraza
superior. Era grueso, casi orondo, como los cardenales del renacimiento,
sus escasos cabellos se habían hecho fuertes en el cogote y sobre las orejas,
grandes y carnosas, su rostro era innoble pese a su dignidad eclesiástica.
La negra sotana se dibujaba en el primer descansillo, su indumentaria
contrastaba con mi polo rojo, parecíamos la bandera de la CNT… o la de
la Falange. Me hizo una señal y le seguí hasta la galería. Algunos turistas
paseaban indiferentes por ella admirando las formas del edificio.
—Aquí hablaremos tranquilos.
—Verá, le he pedido esta cita porque creo que está en peligro.
—Los servidores de Dios siempre estamos preparados para le peligro
y las tentaciones –dijo, como si estuviese dando un sermón.
—No me voy a andar con rodeos, Deulovol, sé lo de Flix y el nombre
de los cinco –dije para sonsacarle-. Seguro que está al corriente de las
muertes de sus camaradas, trato de evitar que a usted le pase lo mismo.
—No sé de qué me habla, Brotons.
—Bien, entonces esperaré a asistir a otro sepelio. Buenos días.
—Espere, espere, Brotons. ¿Por qué cree que necesito ayuda? – preguntó
en tono nervioso.
—El mismísimo Opus me la ha pedido… están tan despistados y acojonados
como usted –le respondí sosegado, pero imperativo.
—Vamos a imaginar que le creo, cómo puede ayudarme. ¿Cuál es su
historia?
—No es la mía, es la suya. Tengo constancia del supuesto pacto con
Satán y todo lo ocurrido, un oficial republicano les oyó la noche anterior
a que fuesen liberados. Trato de descubrir quién desea eliminarles, porque
no veo al Maligno vengándose de ustedes. Si hubo pacto, sus almas ya no
les pertenecen, sus cuerpos todavía sí.
—Está usted diciendo tonterías, Brotons, qué es eso del pacto con Satanás…
—No me diga que la Iglesia no cree en el diablo.
—Ni afirmo ni niego, aunque eso de pactar con el demonio es propio
de la edad media.
—Ya, como el Codex Gigas y sus conjuros.
—No entiendo, ¿qué quiere decir? –dijo con disimulada sorpresa.
—Torras escribió el nombre del códice con su propia sangre en una
servilleta, trataba de avisar a Camperol de algún peligro que a la postre
les causó la muerte a ambos. Esa era la señal que tenían ustedes cinco
para comunicarse.
—¿Qué es lo que quiere, Brotons?
—Advertirles de que alguien va tras de ustedes y no parará hasta verles
muertos, haga lo que quiera, yo he cumplido con la misión de avisarle
y ahora le ruego que usted haga lo mismo con los otros o si prefiere también
lo haré yo-dije apostando al todo o nada.
—A Gabaldá llámele usted, hace mucho tiempo que no nos hablamos.
Me pareció una suerte inesperada, Deulovol confirmaba su participación
y me daba el nombre de otro de los violadores; estaba impaciente
por contárselo a Ripoll y a Nogal.
Salí más satisfecho de lo esperado. Pasé por delante del buzón modernista
de la fachada y, como buen barcelonés, acaricié el caparazón de la
tortuga para tener unos días de suerte. La necesitaba. Era un buzón tan
peculiar como bello, labrado sobre piedra, de la época en que el archivo
era el Colegio de Abogados a finales del siglo XIX. A la tortuga, que
representa la lentitud de la justicia, la acompañan cinco golondrinas figurando
con su vuelo la independencia de la propia justicia y siete hojas de
hiedra que simbolizan los enredos burocráticos. Mis indagaciones eran
tan lentas como la tortuga y farragosas como la hiedra, pero tenía que
evitar que mis cinco golondrinos quedaran inmunes de su pecado, por eso
me encomendé a la justicia humana y a la divina.
Ripoll disfrutó con mis averiguaciones, Carles Gabaldá i Flores era
uno de los personajes que más despreciaba.
—Es nuestro cuarto jinete del Apocalipsis –dije, mientras nos sentábamos
en sendos taburetes del bar del hotel.
—Es un indecente, el hombre de las mil caras, un oportunista que
ahora presume de catalanismo, pero que fue un perseguidor de todo lo
que oliera a rojo, masón e independentista, como él siempre decía. Me
avergüenzo de que estuviese en el ejército nacional. La verdad, Jordi, es
que no me importaría que fuese el próximo de la lista.
—¡Por Dios, Enrique, eres un poli!
—Precisamente por eso, sabemos distinguir entre un chorizo y un cabrón
de guante blanco y te aseguro que nos caen mejor los primeros que
los segundos. Si se me pusiera a tiro de esta… –dijo– , acariciando la funda
y la culata de su Astra.
Tuve que apagar su indignación con un J&B doble. Ripoll carraspeó
después del primer trago.
—¡Es que no puedo verle! –exclamó-. Ahora únicamente nos queda
averiguar el nombre del quinto. Y ya sabes, no hay quinto bueno.
Sacó del bolsillo de su americana una lista con los nombres que me
había adelantado por teléfono. Subrayó el nombre de Carles Gabaldá.
—¡Ese cabrón! –farfulló-. Se ha cambiado el nombre de Carlos por
Carles para parecer más catalán, pero con el apellido no le dejan arreglar
lo del acento. Él estaba en Falange y su hermano menor en el Tercio de
Nuestra Señora de Montserrat, era el mejor de la familia, los tuyos le
pegaron cuatro tiros en uno de los ataques de la Sierra de Cavalls, en el
Ebro.
—Siempre mueren los mejores.
—Los otros también mueren, quizá un poco más tarde, pero también.
A ver si hay suerte. Teniendo la lista casi completa y viendo el pelaje de
esos tipos, me será bastante fácil localizar al último. Dame un par de días.
Salió del hotel convencido de que entre los supervivientes o en su
entorno teníamos al asesino. Lo que había empezado con un inesperado
infarto se estaba convirtiendo en un caso con todos los ingredientes de un
cóctel policíaco de primer orden y eso le encantaba a Ripoll… y también
a mí.
Noche de verbena
Barcelona, 23 de junio de 1971
Mi amiga Hipathia, la bibliotecaria de Egipcíacas, me llamó por
teléfono.
—Mañana es la verbena de San Juan, ¿sigue en pie la cena?
—Por supuesto, el cambio de solsticio siempre es un buen presagio.
—También es noche de brujas –dijo, en tono jocoso.
—Bueno, correré el riesgo…
La verbena de San Juan era una de las fiestas más celebradas en Barcelona,
desde los hogares más pudientes hasta las más humildes moradas
loaban la entrada del verano con evocación pagana. Las cocas ocupaban
los escaparates de todas las pastelerías de la ciudad, las ventas de champaña
se disparaban y también la de los efectos pirotécnicos; era la noche del
fuego. El cielo de Barcelona se llenaría de luminosos y ensordecedores
fuegos de artificio y en las calles y plazas las hogueras consumirían los
muebles viejos y objetos de madera que los niños de cada barrio habían
podido recoger de sus vecinos durante toda la semana. Antiguas cómodas,
listones carcomidos, puertas cansadas de abrir y cerrar, mesas con viejas
heridas de muescas y arañazos, sillas astilladas y todo lo que pudiese
arder, formaban una lúdica pila, coronada en ocasiones, por una escoba
simbolizando a las brujas o por un monigote de paja que representaba al
diablo o a un espíritu perverso; sabido es que el fuego purificador aleja
y atemoriza a los malos espíritus que campan a su albedrío durante esta
noche. Todo culminaba con el ritual de los baños de medianoche porque
el agua se cargaba de fuerza sanadora. Era una noche propicia para las
curaciones y los rituales mágicos.
En todos los barrios y en muchas terrazas los barceloneses celebraban
la llegada del nuevo solsticio con música y baile y degustando la famosa
coca, rellena con frutas, chicharrones, crema o cabello de ángel; la orto-
doxia exigía que la coca fuese el doble de larga que de ancha. Con todos
esos componentes la noche se convertía en mágica.
Cenamos entre el fantástico estallido de las pirotecnias y el conjuro
de las luces surcando el espacio, dibujando las más caprichosas formas.
Palmeras y cascadas de destellos multicolores acompañaban a los raudos
cohetes que cruzaban el cielo antes de silbar y detonar con estrépito,
rompiendo el imposible silencio de aquella noche. No nos pudo faltar el
champán y por supuesto la coca de crema preparada en nuestras cocinas.
Brindamos por los lejanos días en que descubrí que un libro suele contener
un sueño. Hablamos precisamente de aquellos tiempos y me atreví a
contarle que fue una de mis musas preferidas en mis primeros escarceos
por el mundo del erotismo. Se rió de mis comentarios, sobre todo de mis
espionajes infantiles cuando colocaba los libros en las estanterías.
—Te aseguro de que no era consciente, para mí siempre fuiste aquel
niño de pelo rizado y alborotado, con una tremenda avidez de saber y que
me miraba con ojos interrogantes.
—Es que tu biblioteca tenía todos los ingredientes de una aventura.
Lecturas maravillosas, un hada madrina y aquel olor a libros mezclado
con tu agua de colonia. Deberían homologarlo como el rincón de las palabras
sabias y las sensaciones placenteras.
Ella me miró como la profesora orgullosa del alumno que destaca.
Dejó con parsimonia su copa sobre la mesa.
—Te propongo ir a la verbena de unos amigos. No está demasiado
lejos de aquí.
Acepté, el hotel estaba tranquilo, pese a que más de un cliente estaría
acordándose de la familia de los artificieros. En el restaurante, los pocos
comensales que todavía se resistían a dar por finalizada la velada, apuraban
sus últimos licores y en el bar del hotel las conversaciones y el humo
subían de consistencia, los camareros no daban abasto, augurando una
buena caja; todo normal en una noche de San Juan.
Nos desplazamos a pie a una finca de la calle Balmes. Las calles olían
a pólvora y los voladores de fuegos artificiales se cruzaban como estrellas
fugaces. Grupos de verbeneros felices y chispeados desafiaban a los
semáforos en ámbar. El enésimo quemado ingresaba en las urgencias de
algún hospital y oleadas de gente se dirigían a la playa de la Barceloneta
para bañarse en las aguas mediterráneas. Al llegar a uno de los portales,
Hipathia apretó un de los timbres del portero automático. El portal se abrió
sin que nadie preguntara quiénes éramos. Subimos en ascensor al último
piso, en la puerta un cartel advertía de que la juerga estaba en el terrado,
no hubiese hecho falta el aviso puesto que se oía perfectamente la música
y la algarabía. Ascendimos a pié un piso más, la puerta abierta de la azotea
mostraba una animada verbena. Farolillos de colores se alternaban con
banderitas de países reales e inexistentes, el tocadiscos cantaba el Rock
de la cárcel con la sensual voz de Elvis, la fiesta de la prisión de Presley
se mezclaba con la de la terraza provocando el baile desenfrenado de las
parejas. Sobre una mesa las copas de champán y las suculentas cocas saciaban
los excesos del bailoteo y los vacíos estomacales. Algunos grupos
trataban de mantener una conversación entendible entre el sonido excesivo
de la orquesta de presos de la prisión roquera. En uno de esos corrillos
alguien disertaba sobre un tema inentendible para un oído recién llegado.
Era un tipo de unos cincuenta años, delgado y aparentemente fibroso,
de estatura superior a la media, rostro alargado, de agresivos ojos pardos
que protegía bajo los cristales de unas gafas de pasta cabalgando sobre
una prominente nariz. Boca grande y labios gruesos que separaba con un
chasquido cada vez que empezaba la frase. Destacaban sus grandes manos
de luengos dedos huesudos y algo deformes, uñas excesivamente largas,
aunque cuidadas, las de los meñiques superaban a sus hermanas; me recordó
a las de un periodista y cliente del hotel: César González Ruano.
El orador verbenero me pareció un bocazas con gestos de charlatán y con
una suficiencia desmedida, el auditorio le escuchaba como quién atiende
a un portador de oráculos. Hipathia y yo nos acercamos, ella esperó a que
terminase uno de sus interminables monólogos y me presentó.
—El profesor Albert Gassiot…, mi amigo Jordi Brotons, director del
Manila Hotel –dijo, como si esto fuese alguna garantía de erudición.
—Encantado –contestó él, extendiéndome aquella monumental mano,
pero mirando a Hipathia de forma descarada.
Estuve a punto de retirar la mía y dejar su saludo al aire; no obstante,
si era amigo de mi bibliotecaria, no podía ser un mal tipo.
—Es un gran experto en temas medievales. Él fue quién me amplió
algunos de los datos del Codex Gigas.
—Fue un placer, amiga Luisa, –dijo, descubriéndome el verdadero
nombre de mi amiga, que nunca había sabido o que tal vez había olvidado-.
Luisa me comentó que tenía usted mucho interés en los temas demoníacos.
—Bueno, no en toda su extensión, sólo en un tema en concreto –dije,
apurando mi copa de champán.
—¿Puedo preguntar en cuál?
—En los pactos demoníacos y en la forma de romperlos.
—Vaya, interesante tema. ¿Cree de verdad que se puede pactar con
Satanás?
—No, no lo creo… incluso dudo mucho de su existencia; sin embargo,
hay gentes que opinan lo contrario y lo que me interesa es el curso mental
y la visión de la realidad de estos individuos.
— A la sazón, usted piensa que no hay poderes extrasensoriales-dijo,
elevando el tono de voz por encima de los gorgoritos de los Bee Gees cantando
How Can You Mend a Broken Heart, preguntándose cómo podían
reparar un corazón roto. No sé el porqué, pero pensé en Camperol.
—Por supuesto que sí –respondí-. El ser humano posee percepciones y
clarividencias extraordinarias, un sexto sentido, aunque esté inexplorado
para la mayoría de nosotros.
—Entonces también creerá en los poderes ocultos-dijo, elevando la
voz e intentando captar la atención de todos.
—¿Se refiere a los de la banca o a los políticos? –pregunté, levantando
una carcajada entre el corro de oyentes, que no gustó nada a Gassiot.
— Me refiero a los de seres que habitan en el infierno… repuso, chasqueando
sus labios de forma exagerada y salpicando de saliva a un par de
boquiabiertos asistentes.
—Seres malignos, infierno, pecadores, demonios… ¿no le parece que
tenemos más que suficientes en nuestro entorno sin tener que bajar al
averno?
—Le voy a decir algo, Brotons, que espero entienda en toda su dimensión.
Los ángeles caídos están entre nosotros. Satanás y los demonios fueron
creados naturalmente buenos, su lucha para hacerse con el poder divino
les hizo caer en desgracia. ¿Y sabe por qué? Porque perdieron aquella
batalla. Otras leyes, otras verdades y otras razones místicas prevalecerían
en caso de haber vencido y hoy serían otros los malos y los perversos.
—Mire, Gassiot, a mí lo que me parece maravilloso fue lo del Apolo
XI. Aquello sí fue un pacto con el progreso, permítame que ponga en
duda que seres superiores o malignos influyen en nuestras vidas; la culpa,
querido Bruto, no está en nuestras estrellas sino en nosotros mismos que
consentimos en ser inferiores –dije, parafraseando a Shakespeare.
—¿Y en las posesiones diabólicas?
—Tampoco creo en ellas, puesto que no creo en el diablo. No creo
que uno se despierte un día y por las malas se encuentre poseído por el
demonio.
—No, no es así. Sucede si ese uno se relaciona con el mal.
—En ese caso, Gassiot, serían millones los poseídos.
La discusión terminó en aquel momento. Gassiot me miró desde sus
gafas de pasta como si fuese un ignorante irrecuperable. Hizo un gesto de
negación con su mano derecha, los dedos parecieron romperse y las uñas
brillaron a la luz de los farolillos, se dio media vuelta y se dirigió hacia
otro grupo cuyos componentes y conversación le fuesen más propicios.
—Vaya, Jordi –dijo Hipathia-, creo que no os habéis caído demasiado
bien…
—La verdad es que no es mi tipo.
—Hubo un tiempo en que sí fue el mío-dijo mi amiga, sorprendiéndome.
—¿Uno de aquellos tipos que te hacían llegar ruborizada por las mañanas?
Hipathia esbozó una enorme sonrisa.
—Sí, sé que es un creído y que le gusta hablar ex cátedra, pero es un
hombre con muchos conocimientos, capaz de deslumbrar a una joven con
poca experiencia.
Nos apartamos de las demás conversaciones hasta un rincón retirado
del terrado, desde allí podía verse el principio de Las Ramblas y parte de
la plaza de Catalunya.
—Al cabo de poco tiempo lo dejamos, descubrí que era yo la que
deslumbraba. Me di cuenta de que podía vivir, no una vida, sino varias.
Cada relación me abría un abanico de posibilidades. Si en una biblioteca
podemos disponer de los pensamientos de los mejores, ¿por qué debemos
satisfacernos con una o dos experiencias de vida? En un mundo en que las
mujeres somos seres de segunda división, nuestro intelecto y belleza puede
satisfacer todas las necesidades de relación escogiendo a los mejores
de cada momento, sin comprometerse atándose a un solo hombre. Pensé
que no debía conformarme con alguien que podía destrozar mi existencia
o convertirla en vulgar, si podía enmarañar la vida de muchos sin estropear
la mía.
—¿Y el amor?
—El amor no llegó, o no ha llegado todavía, cuando aparezca lo sabré.
—¿Debo desear que sea pronto?
—Me quedan todavía muchos libros por leer –dijo sonriendo.
Pasadas las tres de la madrugada la acompañé a su casa. Nos besamos
frente a su portal.
—Debo hacerme a la idea de que has crecido. Sigo viendo aquel niño
de pelo rizado y ojos grandes-dijo, a modo de disculpa.
La observé entrar en el portal, con sus andares de neoplatónica griega,
girarse y enviarme un beso con la mano, tan casto como mis pensamientos
las primeras veces que la vi.





