Los ministros las prefieren guapas
Manila Hotel, mayo 1971
Ya en mi despacho, sentado frente a una montaña de papeles, todos
importantes, pensé en la feliz tarde que había disfrutado con
Ruth, era bastante más agradable que recordar la historia del
monje Herman y el Codex Gigas. Subió a verme una de las telefonistas
con un disgusto tremendo. Entró gimoteando y se apoyó en uno de los
sillones sin atreverse a sentarse.
—Por Dios, Celia, ¿qué es lo qué te ocurre?
—Ay ¡qué disgusto JB! –dijo entre sollozos- ¡He metido la pata!
Celia era una de las telefonistas más veteranas, no por edad, sino porque estaba en la centralita del hotel desde la inauguración. Era una chica con carácter, siempre muy bien maquillada, sobre todo con el rímel con que embellecía sus largas pestañas; dicharachera, locuaz y lengüilarga, lo que en ocasiones le había dado algún disgusto con la clientela.
—Por favor, cálmate, siéntate y cuéntame –le dije.
Se acomodó en uno de los sillones, cruzó los pies y los brazos en un
gesto de protección. Cerró los ojos, las pestañas cubrieron sus párpados
con un manto espeso; tragó saliva, abrió los ojos de nuevo y mojándose el labio inferior empezó a contarme.
—Ya sabes que nos diste la orden de no molestar a los dos ministros
que tenemos alojados, si no fuese por una necesidad acuciante o porque les llamaran de Madrid. Pues bien, apenas habían vuelto del funeral de don Robert, el más alto de ellos y el más repeinado, ya sabes quién te digo,… recibió la visita de una señorita, muy guapa por cierto, que se registró en recepción como su esposa. Al cabo de un par de horas de descanso, de siesta o de lo que hiciesen en la habitación, salieron del hotel muy acaramelados…
Confieso que el tema iba interesándome, me arrebullé cuanto pude en
la comodidad de mi sillón para seguir con todo el interés la historia de
Celia, ya que el ministro en cuestión era del Opus y me constaba, por la
información que había recibido de recepción, que la señorita no era quien decía ser.
—Sigue, Celia, sigue. ¿Quieres un vaso de agua?
Ella hizo un gesto con la mano declinando el ofrecimiento. Descruzó
los brazos y empezó a gesticular mientras me contaba los detalles. Volvía a ser ella.
—Bien, pues nada más que le vi salir por la puerta giratoria –prosiguió-, recibí una llamada preguntando por el ministro; era una voz femenina que me pedía que le pasara con don…
Le hice un gesto con la mano y entorné los ojos para que no dijera el
nombre del ministro, las paredes oyen y si habitualmente éramos muy
diplomáticos y prudentes con toda nuestra clientela, en estos casos delicados extremábamos la prudencia. Celia, calló el conocido apellido y continuó.
—Le dije que le había visto salir hacía un rato y ella insistió. Le aseguro, señorita, que ha salido y muy bien agarrado del brazo de su esposa,le comenté con firmeza. Pues cuando vuelva haga el favor de darle un recado: que me llame sin dilación, me repuso. Me pareció una insolente, la verdad JB, es que estuve a punto de decirle algo, pero me contuve y le respondí desafiante: ¿De parte de quién? De su esposa, ¡la auténtica!, respondió ella, dejándome de piedra…
Si no hubiese sido el director del Manila Hotel, me hubiese echado a
reír; no obstante, el incidente era de los complicados. Un todopoderoso
ministro de Opus, auténtico defensor de los derechos de la familia y de la exclusividad del sexo en el matrimonio, de funeral por Barcelona, dejando huella, escándalo y fluidos pecadores, en una suite de mi hotel. A pesar del papelón no pude más que sonreír.
—Anda, Celia, pídeme una conferencia con el número de la esposa del
ministro y pásame la llamada. Veremos cómo salimos de esta.
—Cuánto lo siento, JB –dijo Celia, levantándose y dirigiéndose compungida hacia la puerta.
—Toma nota, Celia. Las mujeres de los miembros del Opus nunca
viajan solas.
Ella giró la cabeza y bajo un par de veces el mentón en señal de afirmación.
Al cabo de veinte minutos volví a escuchar su voz.
—Tu conferencia, JB –dijo.
—Nuestra conferencia, el lío es mutuo –le respondí.
Prensé el auricular contra mi oreja para percibir con claridad todos los
matices de mi interlocutora, así sabría el grado de enojo y su sensibilidad para aceptar mis excusas.
—¡Querida señora! –dije, después de presentarme y dándome cuenta
de inmediato que no había escogido el tratamiento -por lo de querida- más adecuado, pero sin arrepentirme-. Es un placer saludarla –proseguí-, me temo que tengo que disculparme porque ha habido un mal entendido.
—Umm, creo que sí –respondió ella en un tono que evidenciaba su
disgusto, pero también la esperanza de una salida conveniente.
—Una de nuestras telefonistas ha cometido un error imperdonable,
ha confundido a su esposo con otro cliente del hotel… precisamente y en aquel momento, su marido estaba en un funeral al que yo también asistí.
—Bien, le creo; no obstante, y como le he dicho a la señorita, póngame
con mi esposo.
—Ahora mismo, señora. Yo mismo bajaré al salón, donde está reunido
con directivos del Opus y a pesar de que me han dicho que no les moleste les interrumpiré para pasarle su llamada.
Se hizo un impenetrable silencio, si es que la callada puede endurecerse más que las palabras. Escuché un suspiro al otro lado del auricular y una maldición que no le hubiese gustado oír a Escrivá de Balaguer.
—No es necesario importunarle, serán asuntos importantes. Cuando
termine la reunión dígale que me llame.
—Le agradecería, señora, que no le comentara nada a su esposo de lo
sucedido, ya he reñido a la telefonista por su error.
—De acuerdo, Brotons, olvidaremos ambas conversaciones, pero
quiero que me dé su palabra de que si esta zorra vuelve por el hotel no la dejarán gatear por la habitación de mi marido.
—Nadie tiene porque subir a la habitación de su esposo, tenemos orden
de no molestarle, yo mismo me ocuparé de que así sea. Sepa, estimada
amiga, que su esposo dormirá esta noche en nuestro hotel, solo, y sin
que nadie le importune.
—¿Tengo su palabra?
—La tiene.
Bajé al bar del hotel a esperar el regreso del ministro, dispuesto a contarle todo el enredo y mi promesa.
—¿Un J&B, Jordi? –preguntó el camarero.
—Sí, pero doble y dile al conserje que cuando llegue el ministro me
avise.
El glub, glub del escocés al chocar contra los dos cubitos de hielo me
recordó a la orquesta del Titanic, en el Manila Hotel las meteduras de pata se solucionaban con ingenio y los naufragios con whisky.
Mis explicaciones al señor ministro fueron del todo convincentes.
Papi, nuestro portero, buscó un taxi para la señorita cuya carrera pagó
con gusto el hotel. Aquella noche me tomé dos whiskys más con el ministro, hablamos del funeral, de las mujeres bonitas y de la salvación eterna, también del Opus. Después de su cuarto J&B, me cogió por el hombro y me dijo:
—Amigo, Brotons, usted sería un excelente numerario para la Obra…
Luego hipeó un par de veces y se le escapó un ruidoso viento por sus
cuartos traseros al levantarse de la banqueta, buscó apoyo en el mostrador y se irguió con forzada dignidad.
—Hasta podría llegar a supernumerario –dijo levantando su dedo índice,camino del ascensor.
Aquella noche el superministro durmió solo. Me contaron que a su
regreso a casa, la esposa le saludó con dos besos y le trajo sus zapatillas favoritas. Sus ocho hijos, cuatro varones y cuatro féminas, festejaron el regreso del padre. En su siguiente visita a Barcelona, el ministro viajó con su esposa y se alojaron en el Manila Hotel. La obsequié con un ramo de rosas blancas, símbolo de pureza. Celia, la telefonista, les puso una conferencia para poder hablar con su numerosa prole y decirles que habían llegado bien.



