Cuarta entrada: Donde hablo de Ruth y de la Biblia del diablo

Ruth o la pasión en ropa interior


Eixample de Barcelona, mayo 1971

Mi refugium peccatorum no era precisamente una iglesia del
Opus, sino otro de corte mucho más mundano. Mis pasos se
encaminaron a la calle Enrique Granados donde vivía mi amiga
Ruth, una mujer de rompe y rasga, viuda de un anticuario barcelonés y
heredera de su fortuna. Ruth tenía tres pasiones confesables, la más pueril era un desmedido entusiasmo por la ropa interior cara y bonita; la segunda era yo, mucho más ardiente y práctica, y la tercera eran los millonarios de edad avanzada que pudieran dejarle otra considerable fortuna. Mientras encontraba a su mirlo blanco, yo era su compañero ideal de instantes felices y escapadas voraces. Ambos sabíamos de nuestra incompatibilidad para formar una tradicional familia cristiano-burguesa, y no era por la pequeña diferencia de edad-era cinco años mayor-, lo era porque la intención de Ruth pasaba por llegar a ser una de las mujeres más ricas y por ende más respetadas de Barcelona y a mí todo eso me traía sin cuidado,salvo cuando se trataba de clientes del hotel. De momento nuestra simbiosis nos daba un sinfín de posibilidades, antes de que apareciera el futuro y creso pretendiente de Ruth.
Llegué a su portal con un ramo de rosas rojas, el portero me miró indiferente porque ya me conocía de otras visitas anteriores. Dejó la escoba apoyada en una de las paredes de su garita e hizo un áspero sonido a modo de saludo. Era un tipo vago y despistado, extremadamente servil con los vecinos acomodados de la finca y siempre vigilante con los visitantes que no encajaran con su idea del buen burgués.
Subí a bordo de aquel ascensor de verjas y decoración modernista, que
renqueaba al pasar por el principal y a pesar de ello, cumplía su misión elevadora desde hacía más de setenta años. Llamé a la puerta y escondí mi rostro detrás del ramo de rosas. Ruth apartó los largos tallos de las flores y me estampó un beso en los labios. Desafiando las conjeturas de algún vecino mirón o las de los posibles viajeros del ascensor, Ruth me recibió con un conjunto parisino de ropa interior de color rojo pasión que hizo palidecer a mis rosas.
—Te echaba de menos –dijo, mientras tiraba de mi corbata desfigurando mi pulcro nudo Windsor.
—¡Estás preciosa! –dije con la sinceridad del creyente.
Ruth me observó desde la profundidad oceánica de sus ojos. Me tumbó
de un ligero empujón sobre el sofá de estampado floral del salón y
montó sobre mí como la más experta de las amazonas. Apenas había tenido tiempo de quitarme la chaqueta, me la arrancó de las manos y la lanzó al vuelo. No puedo precisar en qué momento y con qué sutil maniobra consiguió desabrocharme el cinturón y bajarme la cremallera del pantalón, al tiempo que yo contemplaba el aterrizaje de la prenda. Intuí que nos íbamos a saltar los prolegómenos. Por fortuna noté que estaba ya preparado para la acción. Ella inclinó el torso y nos besamos apasionados y perentorios.
—Sabes a mermelada -susurré, al sentir el sabor de sus labios.
—¿De fresa? –preguntó ella sin esperar mi respuesta.
Una hora después de lúdica y sensual batalla, el paisaje del salón era
irreconocible. La preciosa ropa interior de Ruth aparecía colgando en la lámpara cercana al tresillo y toda mi ropa dispersa por el lugar, en las formas más caprichosas. En su tocadiscos sonaba la Fantaisie-Impromptu de Chopin.
Ella se levantó del sofá, felina y triunfadora y se acercó al mueble
bar, giró la cabeza, sonreía con aspecto juguetón. Sin preguntar cogió
del mueble una botella de J&B de quince años, dos vasos cortos y una
cubitera.
—Te quiero –dijo antes de abrir la nevera y llenar el utensilio de cubitos de hielo.
—Yo también, cariño –dije, imaginado el sabor del whisky en sus labios de fresa.
Se sentó en el borde del sofá, su rostro estaba encendido por la pasión
vivida y sus ojos mostraban una encantadora timidez que en la práctica no existía. Alargó su perfecto brazo ofreciéndome el agua de la vida escocesa.
Bebí un pequeño trago, los dos cubitos de hielo bailaron dentro
de su pecera.
—¿Sabes qué es el Codex Gigas? –le pregunté.
Ella me miró con asombro. Ruth poseía una gran cultura, sobre todo
en antigüedades, no en vano había sido durante unos años la mujer de un anticuario. Entraba dentro de la eventualidad que hubiese oído hablar del libro. Cruzó sus largas y hermosas piernas.
—No estoy segura, suena a marca de sujetadores para mujeres con
mucho pecho –respondió, partiéndose de risa.
La acompañé en su carcajada.
—No, no es eso, pero podría haberlo sido.
Ruth tamborileó con sus dedos el respaldo del sofá, impaciente.
— ¿Y si me lo cuentas después? –dijo, desperezándose.
La besé en el cuello para iniciar otro ritual amatorio que consistía
en ir ocupando espacios de su rostro y cuello con ósculos cada vez más
apasionados. Sin embargo, ya había capturado el interés de Ruth por el
libro, o eso creí.
—¿Qué es ese códice tan importante? ¿De qué trata?
—Nada menos que de la llamada Biblia del Diablo. Un librote medieval de cerca un metro de alto y de medio metro de ancho. Es el más grande del mundo y también el más pesado, 75 kilogramos. Atribuido al mismísimo Lucifer.
—Yo peso menos –dijo Ruth, primando a sus deseos por encima de
su curiosidad.
No pude seguir con mi ilustración, los labios de Ruth buscaron los
míos como las abejas al polen. Libé con placer aquellas lozanas fresas
que trataban de demostrar que los besos pueden cambiar al mundo.



No preguntes por el diablo, seguro que está cerca


Monasterio de Podlažice, 1212

El monasterio Benedictino de Podlažice levanta sus dos esbeltas
torres gemelas en una planicie cercana a la ciudad de Chrudim,
en el reino de Bohemia. El emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, Federico II, ha elevado por medio de la Bulla Aurea de Sicilia a Bohemia al rango de reino y nombrado a Otakar I su primer rey.
Al margen de las vicisitudes políticas, los Benedictinos del monasterio
de Podlažice se preparan para realizar un juicio a uno de sus monjes,
se trata del hermano Herman. El mismísimo Abad presidirá el acto. La
regla de San Benito es muy clara y rigurosa. Uno de los pecados que van contra la normas establecidas es el de la vanidad y el monje Herman es un ser extremadamente vanidoso y pagado de sí mismo, tanto, que en sus manifestaciones roza la blasfemia. Pocos monjes le reconocen ahora sus grandes méritos como amanuense, copista e ilustrador, pecando también, aunque traten de ocultarlo con palabras piadosas, de envidia y de impiedad.
Podlažice no es un gran monasterio, los monjes benedictinos que
allí habitan no están llamados a realizar grandes obras que perduren en el tiempo, por eso son un tanto miserables y el encausamiento de su hermano les proporciona un motivo de distracción y de soterrada venganza.
La exposición acusatoria del prior claustral, un anciano de rostro arrugado,unicejo, magro en carnes y de brillante verbo, le acusa de debilidades inducidas por Satanás y en las que Herman ha caído, sobre todo, en la del pecado de la vanidad; una abominación indigna de un seguidor de la orden. Nadie aboga por su hermano, algunas toses y siseos acompañan las palabras de la acusación. El segundo día el juicio se prolonga sin demasiadas variantes hasta muy pasadas las Vísperas. Hermanos y novicios sienten el gusanillo del hambre merodeando en sus entrañas y piensan más en el refectorio que en las exposiciones del padre prior. El acusado mira desafiante a sus fiscalizadores, al parecer los cargos tienen su razón de ser y el veredicto no puede ser otro que el de culpabilidad. La sentencia del Abad estremece a todos los asistentes, se declara a Herman culpable del terrible pecado de la vanidad y el de haber sucumbido a las tentaciones del Ángel Caído. La condena es brutal, a la mañana siguiente será emparedado vivo entre los muros del monasterio.
Aquella noche Herman sufrió la más terrible de las esperas. Se negaba
a aceptar que estaba viviendo sus últimas horas. Recluido en una de
las celdas del semisótano meditaba cabizbajo con la capucha negra del
hábito benedictino puesta, intentando cubrir sus miedos. Creía que no
rezaba, pero se descubrió suplicando a Dios por su vida, más que por su salvación eterna. Cruzó los brazos sobre el torso en un intento íntimo de protección, su corazón se aceleró de una forma violenta batiendo en el pecho arrítmicamente. Imaginó su lenta muerte entre el espacio de dos tabiques. El hambre, la sed, la desesperación, la asfixia, tal vez la enajenación; miles de ruegos y llantos antes de fenecer. Se apoyó rendido en una de las paredes de la celda, un extraño hedor invadió el recinto, no era su propia pestilencia ni el tufo de su sotana, era algo remoto y pertinaz.
Volvió a rogar a Dios y no sintió ningún alivió. En su locura dirigió sus
rezos y plegarias a alguien muy distinto, al Príncipe de la Tinieblas. De
repente, el fétido efluvio que llenaba la celda se tornó en un olor ácido
que le atenazó la garganta. Lo vio todo claro, su salvación estaba en las
debilidades de sus jueces y acusadores; en las suyas propias.
A los Maitines, después del rezo de los Salmos y la proclamación de
las Sagradas Escrituras, vinieron a buscarle. El sol empezaba a iluminar un nuevo día y las sombras de la noche se despintaban en torno al monasterio.
Le llevaron a la sala capitular, allí esperaban hermanos y novicios a
que el padre prior leyera la sentencia para luego conducir al reo al sótano del monasterio donde se cumpliría el castigo anunciado. En un gesto de indulgencia el padre prior dio la palabra al condenado.
—Abad, padres, hermanos benedictinos –dijo Herman, cabizbajo y
doliente-, he pecado, no sólo contra Dios y la regla de nuestro fundador,
también contra vosotros, humildes y puros de corazón a quienes he atribulado y ofendido con mi extremada vanidad. Merezco el castigo que me habéis impuesto-continuó, levantando la vista hacia el padre prior -. Nada quiero decir en mi defensa, ni suplicar por mi vida, pero si haceros ver lo inútil de mi castigo, puesto que mi vanidad quedará enterrada entre estos muros y nuestra amada orden nada sacará con ello. En cambio, si vuestra justa condena se troca en un castigo de trabajo forzado y de por vida, podré ser útil a nuestra comunidad pagando con mi esfuerzo todos mis pecados, jactancias y pedanterías que me han llevado a esta situación.
Orar y laborar ese será mi credo. Un murmullo de desaprobación recorrió la sala capitular, todos los presentes ya trabajaban y rezaban por San Benito y acataban su regla durante todas las horas del día, no podían borrarse los terribles pecados de Herman con la promesa de trabajar y orar toda su vida, eso ya era lo propio de los monjes, su motivo de vida. El padre prior levantó su mano derecha para pedir silencio. Antes de que pudiese iniciar su disertación, Herman continuó con su ofrecimiento.
—Me propongo –dijo en tono solemne- hacer el códice más grande
del mundo y con el contenido más extenso para gloria de la Orden Benedictina y de nuestro monasterio. No importan los años que me lleve, tampoco los esfuerzos que precise, no pediré ni la ayuda de otros amanuenses, copistas, ilustradores o iluminadores, yo solo, con la ayuda de Dios, me propongo eternizar a Podlažice y ponerme de nuevo a disposición de este tribunal cuando termine el códice.
Se hizo el silencio, el Abad se levantó solemne y preguntó al monje:
—¿Cuál sería el contenido?
—Todo el conocimiento que ha llegado a nuestras manos, el Antiguo
y Nuevo Testamento; nuestras sagradas reglas; la historia de Bohemia;
todos los estudios de medicina, las traducciones latinas de Flavio Josefo sobre el pueblo judío y los veinte libros de San Isidoro de Sevilla y todo cuanto vuestra paternidad me aconseje. El mundo tendrá en un solo libro toda la sabiduría y sabrá que su recopilación fue hecha entre los muros de este monasterio –esta última frase la pronunció con tanta fuerza que estremeció a todos los presentes.
De nuevo el silencio se adueñó de la sala capitular, era tan profundo
que podía escucharse el murmullo de la fuente del claustro. El abad se
inclinó para recabar el comentario y la sugerencia del padre prior, ambos entendían que podía ser muy piadoso que de Podlažice saliera un libro de tales características y bondades. Los monjes y novicios, los legos asistentes, incluso el prior claustral, imaginaron la maravilla en la que podría convertirse el códice de Podlažice, todos conocían las extraordinarias habilidades y la capacidad de trabajo de Herman. Sin sospecharlo, estaban todos cayendo en el mismo pecado de soberbia y vanidad por el que estaban acusando a Herman. Un hedor nauseabundo invadió el recinto, era como si un viento lejano, surgido de improviso, trajera la pestilencia.
Algunos creyeron escuchar una tétrica carcajada, pero todo se atribuyó a las letrinas del monasterio y a la emoción por conocer el veredicto final.
—Aceptamos el trueque de condena, siempre que el codex sea el más
grande que haya salido de un monasterio, no sólo Benedictino sino de
toda la cristiandad. Para ello Herman será recluido en una celda hasta que termine su obra, sin conocer el paso del tiempo. Comerá y trabajará en ella, sin poder asistir ni al refectorio, ni a los rezos, salvo las misas que escuchará a través de la pared, escribirá en su propio cubículo sin pisar el scriptorium. No tendrá horarios ni jornadas, solamente un largo y laborioso día de infinitas horas hasta que termine el códice. Se le suministrará el material, los textos necesarios y las pieles precisas para completar toda la tarea. Se cumplirá con él y con rigor nuestro voto de silencio y jamás se le permitirá volver a caer en el pecado de soberbia ni contravenir ninguna de las reglas de nuestra orden.
Herman respiró aliviado, había conseguido su primer propósito y podía alcanzar su sueño de realizar el libro más grande y con mayor contenido de la historia. Sin embargo, no tenía claro a quién debía su salvación.

… cosas de Ruth


Monasterio de Podlažice

Benedictine monks poring over medieval manuscripts. Antique hand-colored print.

Tercer capítulo

Nunca sabrás cuál es tu última cena


Salones del Hotel Manila, mayo 1971

Robert Camperol o Roberto Camperol Maduxa, como anunciaba
su documento de identidad y su antiguo carnet de falangista, tenía
la cara redonda y una papada que partía insolente de su barbilla
ocultando parte de su cuello. Los ojos, de color pardo, eran dos líneas excesivamente almendradas semiocultas entre las pobladas cejas y las excesivas bolsas de las ojeras; dos puñaladas en un tomate. Lo más correcto de su rostro era la nariz romana, que en su juventud fue lo más atractivo de su cara, junto a un mentón rectangular y desafiante, desaparecido ahora por la carnosidad del papado. Su pelo era lacio, todavía oscuro y abundante, peinado hacia atrás, con raya central, como en sus días de la España eterna.
Camperol era un industrial de éxito, amante de los excesos y de las
criadas bonitas. Su pertenencia al Opus Dei le obligaba a recibir la descendencia que Dios le mandara, pero pronto se cansó de su esposa, unamujer beata, con atractivos suficientes para hacer soñar a un hombre, aunque sin ganas de mostrarse complaciente; el sexo la aburría y nunca se había mostrado en cueros a su marido, por eso, en un pacto sin firma ni documento, decidieron llevarse muy bien en la cama y dormir todas las noches. Las dos hijas que tenían, fruto de un par de locuras, eran todo su bagaje marital. Camperol no se conformó con los rezos y la abstinencia a pesar de que no sabía conquistar a una mujer de su clase y de su compromiso con la Obra. Había sido un gran admirador de Francesc Cambó quien, en su yate Catalonia, había gozado de las más bellas mujeres de la sociedad catalana y de no pocas artistas y cantantes del momento. Él no, pese a su prominente barbilla, su nariz romana, sus ojillos de flan chino el Mandarín y los duros de su padre, era incapaz de hacerle la corte a una cantante del Liceo o a una heredera de la burguesía. Por eso dirigía sus objetivos a lavanderas, chicas de servicio, floristas o prostitutas. Ahí era el rey, envolvía a sus víctimas con halagos, regalos y cenas en lujosos restaurantes, eso sí, en saloncitos privados que tuvieran salida trasera para evitar cruzarse con miembros de otras familias burguesas.
Nadie se explicó como acabó en la Falange y combatiendo al lado de
Franco. No es que fuera el único, pero la burguesía catalana militaba más bien en el tradicionalismo golpista. El caso es que Robert Camperol fue uno de los que entraron en Barcelona con las tropas franquistas el 26 de enero del 39.
Ahora, su cuerpo yacía en una silla en uno de los despachos del Manila
Hotel. Su rostro parecía tranquilo, la cabeza algo ladeada a la izquierda, ¡qué ironía!, y su cuerpo reposaba apoyado en el respaldo de la silla, con los brazos cruzados sobre su regazo, parecía a punto de despertar de una siesta; pero, su letargo era muy profundo, eterno.
A pocos metros, en el salón principal, el ágape proseguía. Nadie echaba
de menos ni preguntaba por el invitado que se había sentido indispuesto y al que se habían llevado con silla y todo. Pese a que el médico estaba convencido de su fallecimiento, decidió, ante mis ruegos, llamar a una ambulancia para trasladarle al Clínic de la calle Antonio de Villaroel, precisamente uno de los héroes de Camperol. Villaroel había sido un militar al servicio del odiado Felipe V, que luego se pasó a los austracistas y fue nombrado comandante defensor de Barcelona, de sus fueros y de sus derechos. Un paralelismo que le gustaba imaginar y presumir a Robert Camperol.
Mi gesto de contrariedad, ante el cuerpo de Camperol sujeto ahora a
la silla por uno de los camareros, fue captado por el galeno que se había hecho cargo de la delicada situación.
—Pude estar todavía vivo –dijo el médico mientras buscaba de nuevo
el pulso al desvanecido-. Ya sé que a usted, amigo Brotons, como director del hotel, eso le intranquiliza.
—Así es, doctor. Es muy complicado y embarazoso que se muera un
cliente en pleno banquete.
—Tal vez reanimándolo –dijo, más para atender mi ruego que por
tener algún atisbo de esperanza.
—Gracias, doctor Figueres, no sé cómo…
—No se preocupe, Brotons, me lo cobraré con alguna comida en La
Parrilla.
—Por supuesto, usted y su familia serán siempre bien recibidos.
—¿Y si voy con mi enfermera?
—Sería una buena elección, tengo entendido que es una mujer muy
bella.
Él sonrió mientras examinaba las pupilas de Camperol. La ambulancia
acababa de llegar y dos enfermeros subieron con una camilla por la
escalera de servicio.
—Hemos venido sin poner la sirena tal y como nos lo ha pedido, doctor.
—Muchas gracias, trasladen al paciente. Yo iré con ustedes en la ambulancia.
La ambulancia partió silente hacia el Clínic y yo fui a tranquilizar al
resto de comensales, que degustaban el siguiente plato sin apenas comentar el incidente.
—El señor Camperol ha sufrido un ligero percance, el doctor Figueres
le lleva en estos momentos al hospital.
Se escucharon algunos comentarios y siseos y la fiesta continuó como
si nada hubiese ocurrido. No les había mentido, el percance había sido
ligero, nada ostentoso, ligero como la brisa que levanta la Parca, ligero
como el viento que se lleva las hojas muertas, ligero como el sutil hilo del que penden todas nuestras vidas.
Precavido, quise informar del incidente a mi amigo Enrique Ripoll,
comisario jefe de la comisaría de policía de nuestro barrio. Le conté lo del desmayo, la intervención del doctor y el traslado al Clínic. Con Ripoll no valían ni subterfugios ni medias tintas.
— Creo que está muy perjudicado…
—¿Cómo cuánto de perjudicado?
—… Umm, del todo –dije, sin querer hacer un chiste.
—Vamos a ver, ¿me estás contado que se te ha quedado un cliente
tieso en pleno banquete y que sin avisar al juez ni a la policía os lo habéis llevado al hospital?
—Bueno, el doctor Figueres ha dicho que tal vez había alguna posibilidad.
—Y yo soy la reina de Saba… este tío ya estaba fiambre, Jorge.
—Es posible…
—¿Cómo que sólo posible? ¿A qué si llamo al hospital me dicen que
ha ingresado cadáver?
—Es posible…
—Joder ¡qué cara tienes!
— Enrique, escucha. ¿Vendrías a comer mañana a nuestro restaurante
si supieras que el influyente Robert Camperol se ha muerto en pleno
banquete?
—¿Y tú sabes la cantidad de pistas que se han podido desvanecer?
—No te preocupes, lo tengo todo controlado… los cubiertos y servilletas
los he retirado yo mismo. La silla en la que ha fallecido, apartada.
Las listas de los empleados a buen recaudo y el resto de los comensales
está de sobremesa sin el más mínimo síntoma ni malestar.
No le comenté que en la servilleta aparecía escrito con sangre: Codex
Gigas.

—La madre qué… Bien, llamo al hospital y te digo algo, y tú…
—Sí, ya sé… no me muevo del hotel.
Sin embargo, lo primero que hice en cuanto terminó el banquete fue
llegarme a la biblioteca de la calle de las Egipcíacas, a menos de cinco
minutos del hotel y donde había estado ubicado un convento de monjas
Agustinas en el que antaño recogían a las mujeres de vida licenciosa que se arrepentían de sus «pecados». El antiguo convento era ahora una magnífica biblioteca pública, al frente de la cual estaba una antigua amiga. Quería enterarme de qué trataba el códice cuyo nombre estaba escrito en la servilleta del fallecido. La respuesta de la bibliotecaria me trastornó. No era una simple hipérbole medieval, el Codex Gigas existía y su historia, además de increíble, podía esconder alguna extraordinaria respuesta a la muerte de mi cliente. Salí de la biblioteca, crucé por la fachada del Milà i Fontanals, mi antigua escuela y tomé la calle de los Ángeles camino de la del Pintor Fortuny. Frente a la estatua del pintor en la esquina con la calle Xuclà se encontraba la entrada principal del Manila, protegida por la
puerta giratoria de color dorado que ejercía de cancerbero. Entré.
Me sentía aturdido como si bajara de una noria. Fui al bar del hotel
en busca de consuelo etílico. Los clientes hablaban de sus cosas entre el
espeso puré de patatas de sus cigarrillos. Las volutas de humo se escondían tras la cortina de color crema del bar, como si quisieran escaparse del delicado momento.
—¿Te sirvo lo de siempre JB?-preguntó el camarero.
—Sí, pero del especial –dije, consciente de que necesitaba algo animoso
y más exclusivo de lo habitual.
El camarero buscó en la estantería la botella de reserva 25 años de
J&B, mi marca de whisky preferida, y las siglas por las que me conocían mis compañeros, JB, Jordi Brotons. Me sirvió la bebida en vaso corto y con dos hielos. A pesar de todo lo sucedido no me lo bebí de un trago como en las películas de Hollywood, aquel whisky merecía un respeto y los disgustos también hay que saborearlos; así se aprende que, tanto en la vida como en la muerte, los acontecimientos intempestivos son lo que nos separa del cielo o del infierno.

Estatua de Milá y Fontanals (Foto autor)

Colegio de Milá y Fontanals
Antiguo MANILA HOTEL, en la actualidad.

Segundo capítulo

Agradezco a todas y todos cuantos habéis empezado a leer la novela. Ahí va la segunda parte:

En el corazón de las Ramblas

Barcelona, mayo 1971

Uno de mis sueños de niño era ser director de hotel, algunas lecturas,
un par de películas y la atracción por esos lugares donde
nada es lo que parece y los viajeros pretenden convertirlos por
unos días en su hogar, me parecía fascinante. Tanto, que no paré hasta
conseguirlo. Lo que no sabía entonces es que un hotel es algo más que
un lugar de paso, es el lugar donde habita la parte aventurera de cada uno de nosotros, un lugar para los ensueños, los divertimentos, el reposo del viajero… y para algunas pesadillas.

Se cumplían nueve meses desde que tuve que hacerme cargo de la
dirección del Manila de Barcelona, el hotel se levantaba entre los centenarios plátanos de sombra en pleno corazón de Las Ramblas. Nueve meses son un corto espacio de tiempo, breve, aunque importante, porque es la medida de una gestación.

Le había tomado el pulso a mis responsabilidades
y, con la ayuda de todo el personal, el establecimiento marchaba
viento en popa.
Barcelona se abría a la algarada turística en un país que lentamente
iba transformándose, a pesar del gran obstáculo que suponía el dictador y todo su entorno. El nuevo gobierno, surgido por el dedo omnipresente de Franco, estaba dominado por tecnócratas pertenecientes al Opus Dei. La Obra, como ellos mismos la llamaban en la intimidad, regía los destinos de un estado todavía anclado en el pecado original de una guerra incivil. La Caballé triunfaba en La Escala de Milán, los Beatles con Let it be, y Nixon espiaba a su oposición creyendo que jamás tendría consecuencias, decretaba la congelación de salarios y precios, y devaluaba el dólar. Pero el huracán social barcelonés lo había dado el conservador Teatro del Liceo con el estreno de Mahagonny, una ópera progresista y visionaria del compositor alemán de origen judío Kurt Weill con libreto de Bertolt Brecht, ya estrenada en el año 30 en Leipzig. La dirección del Liceo puso un aviso especial en los programas, aclarando que no se hacía responsable por la crítica acerba de la obra a los aspectos de la convivencia social tradicional. Todo cambiaba para que todo siguiera igual.
En el hotel habíamos preparando una conferencia de Luis María Millet
sobre el maestro y compositor Joan Massià i Prats, catedrático de violín
y de música, fallecido apenas hacía un año y al que La Vanguardia de
Barcelona, en uno de sus artículos, recordaba como «un fino compositor». Terminada la conferencia se daría un concierto con cinco sonatas de Massià interpretadas por Mercè Puntí, acompañada al piano por Sofía Puche de Mendlewicz. Habíamos escogido a ese conferenciante porque, además de sus conocimientos, al día siguiente en el Palau de la Música se le homenajeaba por sus veinticinco años como director del Orfeó Català.
La sala se llenó de melómanos, de amigos del orador y de gentes de la alta burguesía barcelonesa, muchos de ellos clientes habituales del hotel o de La Parrilla, el restaurante del noveno piso. Fui saludándoles uno a uno.
Apareció Félix Millet, sobrino del disertante, acompañado de un amigo al que me presentó como Robert Camperol.
—Un gran nacionalista-dijo casi eufórico.
—Un placer, señor Camperol. Supongo que fue muy duro perder
aquella guerra-dije, con toda la mala intención, pues sabía que había
combatido en el bando franquista, junto a Felix Millet, padre.
—Está usted muy confundido, aquella guerra, como usted la llama, la
ganamos.
—No le haga caso, Robert -terció Millet-. Brotons, es un poco tocacojones.
—Discúlpeme -dije, tratando de que no se me escapara la risa.
Las primeras frases de la disertación de Luis María Millet llegaban
a través de la puerta del salón que acogía el acto. Mis interlocutores no
hicieron ninguna intención de querer entrar en el evento, adiviné que preferían presumir a mi costa.
Camperol movió la cabeza y entornó sus rasgados y menudos ojos.
Levantó el dedo índice y me advirtió.
—Hay ciertas actitudes, Brotons, que algún día pueden resultarle caras.
—No ha sido mi intención, supuse que siendo usted tan nacionalista…
—A Catalunya se la sirve de formas muy distintas -dijo con énfasis.
— En eso estoy totalmente de acuerdo -repuse con toda la intención.
En aquel momento no lo sabía, pero Camperol moriría pocos días después en un salón del Manila Hotel.

Bar del Manila Hotel en los años 60 y 70

Los infinitos nombres del diablo.

Primer capítulo

He muerto. No ha sido una muerte dulce, tampoco dolorosa. Una
extraña sudoración ha perlado mi frente. Siento un impacto, un
bloqueo en alguna parte de mi organismo y un estertor, seco,
silbante… definitivo. He muerto.
Mi cabeza ha cedido vencida por el peso de la muerte, la barbilla se
apoya sobre el pecho en un último gesto de afirmación a la vida que ya
se ha escapado. Sin embargo, mis manos permanecen sobre el mantel esperando inútilmente que me traigan el próximo plato. Sé que ya no habrá más, a menos que, en el infierno, sirvan la ceniza en bandeja.
En pocos segundos voy perdiendo los veintiún gramos de mi espíritu y
espero, nada impaciente, ver la luz que me conducirá no sé adonde. Trato de discernir si la Parca ha venido a buscarme porque me tenía en su lista o si alguien ha precipitado su visita envenenando el plato que comía tan a gusto. No se equivoquen, no muere un inocente. He vivido con desenfreno y eso, habitualmente, es sinónimo de culpabilidad. Tampoco muere un justo ni un hombre generoso, todo lo que he hecho ha sido para mi conveniencia, por mi interés y para mis excesos. Mañana dirán que ha muerto un patriota, un mecenas, un alma noble. No les crean, o sí. Los hombres como yo viven de la confianza y de la buena voluntad de los simples. Acumulamos las mayores mentiras detrás de las más bellas banderas y siempre hemos tenido el armario de la metáfora lleno de cadáveres.
Parece que alguno de los comensales ya se ha dado cuenta de mi nada
protocolaria rigidez. Oigo algunos comentarios soto voce. Alguien ha subido el volumen de la música. Un par de camareros me levantan a mí ya la silla en volandas y me llevan a un despacho al otro lado del salón.
Alguien comenta a los invitados que ha sido un desfallecimiento y que
pronto me reincorporaré a la fiesta. Miente como yo lo he hecho tantas
veces. Uno de los presentes, con apariencia de galeno, me examina las
pupilas y el pulso; se gira hacia el grupo de cabezas que me rodean y dice en un tono solemne: Ha muerto. ¡Eso ya lo sabía yo!, pero debo confesar que todavía tenía alguna esperanza. Quiero gritarle que no he muerto, que me han matado, ahora estoy seguro. No obstante, nada surge de mi garganta. Veo al fin la pretendida luz, no es nada brillante, más bien es una niebla oscura y densa, tampoco veo pasar mi historia, ni recuerdos de niñez, ni locuras de juventud, ni canalladas de adulto; sólo surge una imagen, la imagen de ella, la imagen de mi pecado, de mi traición, y trato, inútilmente, de pedirle perdón. Una voz en mi interior me dice que ya es tarde y lloro como nunca he llorado, sin lágrimas y sin gemidos… como los cobardes.