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Ya en mi despacho, sentado frente a una montaña de papeles, todos importantes, pensé en la feliz tarde que había disfrutado con Ruth, era bastante más agradable que recordar la historia del monje Herman y el Codex Gigas. Subió a verme una de las telefonistas con un disgusto tremendo. Entró gimoteando y se apoyó en uno de los sillones sin atreverse a sentarse. —Por Dios, Celia, ¿qué es lo qué te ocurre? —Ay ¡qué disgusto JB! –dijo entre sollozos- ¡He metido la pata! Celia era una de las telefonistas más veteranas, no por edad, sino porque estaba en la centralita del hotel desde la inauguración. Era una chica con carácter, siempre muy bien maquillada, sobre todo con el rímel con que embellecía sus largas pestañas; dicharachera, locuaz y lengüilarga, lo que en ocasiones le había dado algún disgusto con la clientela. —Por favor, cálmate, siéntate y cuéntame –le dije. Se acomodó en uno de los sillones, cruzó los pies y los brazos en un gesto de protección. Cerró los ojos, las pestañas cubrieron sus párpados con un manto espeso; tragó saliva, abrió los ojos de nuevo y mojándose el labio inferior empezó a contarme. —Ya sabes que nos diste la orden de no molestar a los dos ministros que tenemos alojados, si no fuese por una necesidad acuciante o porque les llamaran de Madrid. Pues bien, apenas habían vuelto del funeral de don Robert, el más alto de ellos y el más repeinado, ya sabes quién te digo,… recibió la visita de una señorita, muy guapa por cierto, que se registró en recepción como su esposa. Al cabo de un par de horas de descanso, de siesta o de lo que hiciesen en la habitación, salieron del hotel muy acaramelados… Confieso que el tema iba interesándome, me arrebullé cuanto pude en la comodidad de mi sillón para seguir con todo el interés la historia de Celia, ya que el ministro en cuestión era del Opus y me constaba, por la información que había recibido de recepción, que la señorita no era quien decía ser. —Sigue, Celia, sigue. ¿Quieres un vaso de agua? Ella hizo un gesto con la mano declinando el ofrecimiento. Descruzó los brazos y empezó a gesticular mientras me contaba los detalles. Volvía a ser ella. —Bien, pues nada más que le vi salir por la puerta giratoria –prosiguió-, recibí una llamada preguntando por el ministro; era una voz femenina que me pedía que le pasara con don… Le hice un gesto con la mano y entorné los ojos para que no dijera el nombre del ministro, las paredes oyen y si habitualmente éramos muy diplomáticos y prudentes con toda nuestra clientela, en estos casos delicados extremábamos la prudencia. Celia, calló el conocido apellido y continuó. —Le dije que le había visto salir hacía un rato y ella insistió. Le aseguro, señorita, que ha salido y muy bien agarrado del brazo de su esposa,le comenté con firmeza. Pues cuando vuelva haga el favor de darle un recado: que me llame sin dilación, me repuso. Me pareció una insolente, la verdad JB, es que estuve a punto de decirle algo, pero me contuve y le respondí desafiante: ¿De parte de quién? De su esposa, ¡la auténtica!, respondió ella, dejándome de piedra… Si no hubiese sido el director del Manila Hotel, me hubiese echado a reír; no obstante, el incidente era de los complicados. Un todopoderoso ministro de Opus, auténtico defensor de los derechos de la familia y de la exclusividad del sexo en el matrimonio, de funeral por Barcelona, dejando huella, escándalo y fluidos pecadores, en una suite de mi hotel. A pesar del papelón no pude más que sonreír. —Anda, Celia, pídeme una conferencia con el número de la esposa del ministro y pásame la llamada. Veremos cómo salimos de esta. —Cuánto lo siento, JB –dijo Celia, levantándose y dirigiéndose compungida hacia la puerta. —Toma nota, Celia. Las mujeres de los miembros del Opus nunca viajan solas. Ella giró la cabeza y bajo un par de veces el mentón en señal de afirmación. Al cabo de veinte minutos volví a escuchar su voz. —Tu conferencia, JB –dijo. —Nuestra conferencia, el lío es mutuo –le respondí. Prensé el auricular contra mi oreja para percibir con claridad todos los matices de mi interlocutora, así sabría el grado de enojo y su sensibilidad para aceptar mis excusas. —¡Querida señora! –dije, después de presentarme y dándome cuenta de inmediato que no había escogido el tratamiento -por lo de querida- más adecuado, pero sin arrepentirme-. Es un placer saludarla –proseguí-, me temo que tengo que disculparme porque ha habido un mal entendido. —Umm, creo que sí –respondió ella en un tono que evidenciaba su disgusto, pero también la esperanza de una salida conveniente. —Una de nuestras telefonistas ha cometido un error imperdonable, ha confundido a su esposo con otro cliente del hotel… precisamente y en aquel momento, su marido estaba en un funeral al que yo también asistí. —Bien, le creo; no obstante, y como le he dicho a la señorita, póngame con mi esposo. —Ahora mismo, señora. Yo mismo bajaré al salón, donde está reunido con directivos del Opus y a pesar de que me han dicho que no les moleste les interrumpiré para pasarle su llamada. Se hizo un impenetrable silencio, si es que la callada puede endurecerse más que las palabras. Escuché un suspiro al otro lado del auricular y una maldición que no le hubiese gustado oír a Escrivá de Balaguer. —No es necesario importunarle, serán asuntos importantes. Cuando termine la reunión dígale que me llame. —Le agradecería, señora, que no le comentara nada a su esposo de lo sucedido, ya he reñido a la telefonista por su error. —De acuerdo, Brotons, olvidaremos ambas conversaciones, pero quiero que me dé su palabra de que si esta zorra vuelve por el hotel no la dejarán gatear por la habitación de mi marido. —Nadie tiene porque subir a la habitación de su esposo, tenemos orden de no molestarle, yo mismo me ocuparé de que así sea. Sepa, estimada amiga, que su esposo dormirá esta noche en nuestro hotel, solo, y sin que nadie le importune. —¿Tengo su palabra? —La tiene. Bajé al bar del hotel a esperar el regreso del ministro, dispuesto a contarle todo el enredo y mi promesa. —¿Un J&B, Jordi? –preguntó el camarero.
—Sí, pero doble y dile al conserje que cuando llegue el ministro me avise. El glub, glub del escocés al chocar contra los dos cubitos de hielo me recordó a la orquesta del Titanic, en el Manila Hotel las meteduras de pata se solucionaban con ingenio y los naufragios con whisky. Mis explicaciones al señor ministro fueron del todo convincentes. Papi, nuestro portero, buscó un taxi para la señorita cuya carrera pagó con gusto el hotel. Aquella noche me tomé dos whiskys más con el ministro, hablamos del funeral, de las mujeres bonitas y de la salvación eterna, también del Opus. Después de su cuarto J&B, me cogió por el hombro y me dijo: —Amigo, Brotons, usted sería un excelente numerario para la Obra… Luego hipeó un par de veces y se le escapó un ruidoso viento por sus cuartos traseros al levantarse de la banqueta, buscó apoyo en el mostrador y se irguió con forzada dignidad. —Hasta podría llegar a supernumerario –dijo levantando su dedo índice,camino del ascensor. Aquella noche el superministro durmió solo. Me contaron que a su regreso a casa, la esposa le saludó con dos besos y le trajo sus zapatillas favoritas. Sus ocho hijos, cuatro varones y cuatro féminas, festejaron el regreso del padre. En su siguiente visita a Barcelona, el ministro viajó con su esposa y se alojaron en el Manila Hotel. La obsequié con un ramo de rosas blancas, símbolo de pureza. Celia, la telefonista, les puso una conferencia para poder hablar con su numerosa prole y decirles que habían llegado bien.
Agradezco a todas y todos cuantos habéis empezado a leer la novela. Ahí va la segunda parte:
En el corazón de las Ramblas
Barcelona, mayo 1971
Uno de mis sueños de niño era ser director de hotel, algunas lecturas, un par de películas y la atracción por esos lugares donde nada es lo que parece y los viajeros pretenden convertirlos por unos días en su hogar, me parecía fascinante. Tanto, que no paré hasta conseguirlo. Lo que no sabía entonces es que un hotel es algo más que un lugar de paso, es el lugar donde habita la parte aventurera de cada uno de nosotros, un lugar para los ensueños, los divertimentos, el reposo del viajero… y para algunas pesadillas.
Se cumplían nueve meses desde que tuve que hacerme cargo de la dirección del Manila de Barcelona, el hotel se levantaba entre los centenarios plátanos de sombra en pleno corazón de Las Ramblas. Nueve meses son un corto espacio de tiempo, breve, aunque importante, porque es la medida de una gestación.
Le había tomado el pulso a mis responsabilidades y, con la ayuda de todo el personal, el establecimiento marchaba viento en popa. Barcelona se abría a la algarada turística en un país que lentamente iba transformándose, a pesar del gran obstáculo que suponía el dictador y todo su entorno. El nuevo gobierno, surgido por el dedo omnipresente de Franco, estaba dominado por tecnócratas pertenecientes al Opus Dei. La Obra, como ellos mismos la llamaban en la intimidad, regía los destinos de un estado todavía anclado en el pecado original de una guerra incivil. La Caballé triunfaba en La Escala de Milán, los Beatles con Let it be, y Nixon espiaba a su oposición creyendo que jamás tendría consecuencias, decretaba la congelación de salarios y precios, y devaluaba el dólar. Pero el huracán social barcelonés lo había dado el conservador Teatro del Liceo con el estreno de Mahagonny, una ópera progresista y visionaria del compositor alemán de origen judío Kurt Weill con libreto de Bertolt Brecht, ya estrenada en el año 30 en Leipzig. La dirección del Liceo puso un aviso especial en los programas, aclarando que no se hacía responsable por la crítica acerba de la obra a los aspectos de la convivencia social tradicional. Todo cambiaba para que todo siguiera igual. En el hotel habíamos preparando una conferencia de Luis María Millet sobre el maestro y compositor Joan Massià i Prats, catedrático de violín y de música, fallecido apenas hacía un año y al que La Vanguardia de Barcelona, en uno de sus artículos, recordaba como «un fino compositor». Terminada la conferencia se daría un concierto con cinco sonatas de Massià interpretadas por Mercè Puntí, acompañada al piano por Sofía Puche de Mendlewicz. Habíamos escogido a ese conferenciante porque, además de sus conocimientos, al día siguiente en el Palau de la Música se le homenajeaba por sus veinticinco años como director del Orfeó Català. La sala se llenó de melómanos, de amigos del orador y de gentes de la alta burguesía barcelonesa, muchos de ellos clientes habituales del hotel o de La Parrilla, el restaurante del noveno piso. Fui saludándoles uno a uno. Apareció Félix Millet, sobrino del disertante, acompañado de un amigo al que me presentó como Robert Camperol. —Un gran nacionalista-dijo casi eufórico. —Un placer, señor Camperol. Supongo que fue muy duro perder aquella guerra-dije, con toda la mala intención, pues sabía que había combatido en el bando franquista, junto a Felix Millet, padre. —Está usted muy confundido, aquella guerra, como usted la llama, la ganamos. —No le haga caso, Robert -terció Millet-. Brotons, es un poco tocacojones. —Discúlpeme -dije, tratando de que no se me escapara la risa. Las primeras frases de la disertación de Luis María Millet llegaban a través de la puerta del salón que acogía el acto. Mis interlocutores no hicieron ninguna intención de querer entrar en el evento, adiviné que preferían presumir a mi costa. Camperol movió la cabeza y entornó sus rasgados y menudos ojos. Levantó el dedo índice y me advirtió. —Hay ciertas actitudes, Brotons, que algún día pueden resultarle caras. —No ha sido mi intención, supuse que siendo usted tan nacionalista… —A Catalunya se la sirve de formas muy distintas -dijo con énfasis. — En eso estoy totalmente de acuerdo -repuse con toda la intención. En aquel momento no lo sabía, pero Camperol moriría pocos días después en un salón del Manila Hotel.