Decimoquinta entrega del los «Infinitos nombres del diablo». Del año del cólera y de saltos al vacío.

El verano del cólera


Barcelona, 4 de julio de 1971

El domingo día cuatro vi la final de Copa por televisión. Fue un gran
partido entre el Valencia y el Barcelona, el resultado después de
muchas alternativas y una larga prórroga, fue favorable al Barça
con un gol de Ramón Alfonseda, amigo de la infancia con el que había
compartido juegos durante los veranos en Granollers, una población cercana
a Barcelona. Vi el encuentro rodeado de clientes del hotel en el salón
del primer piso, ellos mostraban sus preferencias según afinidades y yo
procuraba mantener una actitud diplomática. Lo importante, además del
éxito de mi amigo, fue la facturación del bar.
Aquella noche recordé la carta que Lilith me había prestado en un
arranque de sinceridad. Busqué en el bolsillo del traje de la noche del
viernes. Extraje el sobre y me dispuse a leer, antes de empezar la lectura
mi mirada se posó en el nombre del destinatario y el corazón me dio un
brinco: Sergio Congost. Ahora entendía muchas cosas, el gran amor de
Lilith era el hijo de María y de alguno de los personajes del quinteto,
incluido Robert Camperol. Leí el contenido de la misiva donde Eulalia
Camperol repetía la exposición de sus sentimientos y no comprendía
su actitud cobarde. «Mi padre no tiene ningún derecho a hacernos tanto
daño», decía en uno de los párrafos. Cuando terminé me sentí abatido,
aquello daba un giro inesperado en nuestras indagaciones. Llamé a Ripoll
y rogándole máxima discreción, le conté mi descubrimiento. Esa información,
decía, colocaba a Sergio Congost, si es que era el mismo, como
favorito en las quinielas. Camperol le había obligado a romper con Eulalia
y no sólo por cuestiones sociales, también porque podría ser su hijo.
Pero, ¿de dónde había sacado Sergio Congost la información?, su madre
nunca le dio el nombre de Camperol y esto había ocasionado el drama con
Eulalia. Ripoll me confirmó que las posibles coartadas de Congost daban
todo el margen para la especulación. Me aseguró que iba a interrogarle
muy pronto y que me informaría de los resultados. Sin embargo, una inesperada
situación retrasaría nuestras pesquisas.
Todo el personal médico quedó alertado, pero no la población. En
la ribera del Jalón hubo un brote de cólera que llegó a Barcelona. Los
enfermos desarrollaban desde casos triviales, sin apenas síntomas o con
diarreas leves, hasta cuadros severos con diarreas intensas. El período
de incubación era de dos o tres días y en los casos graves las abundantes
deposiciones producían una gran deshidratación. Los establecimientos
hoteleros no fuimos, al principio, informados del brote. Noticias procedentes
de distintos ámbitos alertaban a sus entornos. A pesar de todo,
oficialmente no pasaba nada. El miércoles siete, la dirección general de
Sanidad hacía público un comunicado según el cual los datos sobre el
cólera eran producto de una «información tendenciosa de algún periódico
extranjero». «No pasaba nada», aunque las fichas de entrada de extranjeros
eran especialmente controladas por la policía, sobre todo si venían de
África. Ripoll me confirmó que la pandemia de cólera existía y que era
peligrosa.
Tomé todas las medidas posibles. La limpieza de las cocinas y de las
vajillas se extremó. Todo el personal que tocara y manipulara alimentos
tenía que lavarse las manos con jabón concienzudamente y las materias
primas de la cocina debían seguir un riguroso higienizado, las verduras
y legumbres muy cocidas, suprimimos el marisco crudo de la carta. Las
camareras fueron advertidas de que la ropa de cama con restos de excrementos
o de sangre se pusiera en cestas distintas y en la lavandería las
trataran aparte y si alguna resultaba sospechosa fuese quemada. Inventamos
un comité de emergencia, con la idea de una intervención rápida si se
detectaba algún caso. Una de las actuaciones era la de clausurar cualquier
habitación por la que hubiese pasado algún afectado. La idea no era mía
sino de dos cineastas ingleses en un film de 1950 llamado Extraño Suceso,
que desarrollaba una historia inquietante en un hotel de París durante
la Exposición Universal de 1889. No tuvimos que llegar a estos extremos;
no obstante, mantuvimos la guardia durante los tres largos meses que
duraría la alarma.
Sin embargo, la ciudad tuvo muchos casos de afectados y de posibles
infectados. En el Hospital del Mar se abrió una unidad de diagnóstico y
tratamiento del cólera en tres pabellones distintos. Sergio Congost y todo
el personal clínico tuvieron más trabajo que de costumbre. A pesar de las
negaciones a lo evidente del Gobernador Civil, responsable de la salud pública,
al fin recibió de Madrid la orden de vigilar el cumplimiento de las
disposiciones sanitarias y ordenar los servicios oportunos. Más tarde supimos
que hubo más de 400 ingresos hospitalarios y que la cifra oficial de
muertos fue de tres. Ripoll y yo nos preguntábamos por qué la ciudad sufría
una plaga decimonónica. Empezaba todo a ser un poco disparatado. Un
nuevo suceso terminaría por confirmar nuestras controvertidas sospechas.
Al anochecer, Ruth me llamó desde Niza, estaba en la finca de un millonario
entrado en años, pero creso.
—Los periódicos franceses hablan de que hay cólera en Barcelona…
¿Estás bien?
—Bueno, ya sabes que los franceses son muy exagerados, hay algún
caso pero está todo controlado. Estoy muy bien ¿Qué tal la playa?
—Fabulosa, Henry tiene una playita privada a la que se accede desde
su mansión, una maravilla. Nos juntamos más de veinte invitados y él me
dice que yo soy la más guapa.
—Lo creo. Es un tipo con muy buen gusto –contesté riendo.
—Sí, está loco por mí; pero, hasta que no me ponga un anillo de diamantes
y de muchos quilates en el dedo, va a tener que seguir deseándome.
—Me parece muy bien. Ya sabes lo del refrán. Mucho prometer antes
de…
—No, no lo sé. ¿Cómo termina?
—No tiene importancia, es sólo un refrán del pueblo, Henry tampoco
lo entendería.
—Te he comprado un traje precioso, Henry lo vio y me dijo que me
había equivocado de talla, ¿cómo le iba a decir que no era para él?
—Espero que la corbata y camisa que le hagan juego no me cuesten
un mes de sueldo.
—No, esas también te las traigo, pago con la tarjeta de Henry.
No sé si me sentó bien que el tipo que estaba camelando a Ruth pagara
mis regalos. Pese a mis reservas, la veía tan feliz que no le dije nada. Nos
despedimos con millones de besos y con un saludo para Henry, si la cosa
seguía así, estaba condenado a admitirle como amigo. Y aunque perder a
una estupenda amante para ganar un nuevo conocido no me apasionaba,
entendía que mi relación con Ruth estaba basada en dos cosas fundamentales:
complicidad y libertad.

Muchos barceloneses, aprovechando que era verano y ante el peligro
del cólera, enviaron a sus familias fuera de la capital. Algunas gentes de
talente religioso acudían a los templos para rogar no ser contagiados por
la enfermedad, más práctico les hubiese sido vigilar su higiene. Pero,
cada uno, encuentra consuelo donde lo busca. Uno de los penitentes que
confiaba más en lo místico que en lo aséptico era Ramón Pagés. A pesar
de los consejos de Balcells que, desde su sabiduría en patología recomendaba
calma, agua y jabón, Pagés envió a toda su familia a la finca de la
Costa Brava. Él tuvo que quedarse en Barcelona atendiendo sus negocios
y se refugiaba muchas tardes en la Basílica de los Santos Justo y Pastor,
en la plaza del mismo nombre, que se escondía entre una maraña de calles
estrechas al lado de la plaza de San Jaime. La iglesia se levantó muy cerca
del anfiteatro romano que vio morir a los mártires cristianos y cuenta la
leyenda que en esta basílica era donde se veneraba a la Virgen de Montserrat,
antes de que fuese escondida en la Santa Cueva para evitar que
cayera en manos musulmanas. El templo fue el refugio ciudadano en la
gran epidemia de peste negra del siglo XIV, su amplia nave acogía a miles
de barceloneses en busca de curación y consuelo, y docenas de ellos perecieron
y fueron enterrados en fosas comunes en el subsuelo de la sacristía.
Allí se encaminaba cada tarde Pagés en busca de alivio, atemorizado
con la idea de que aquella epidemia tenía algo que ver con él. Se sentaba
en la capilla del Santísimo y levantaba sus ojos para poder ver la magnífica
cúpula donde, entre la negrura de su pintura, le parecía descubrir
rostros. En la penumbra del recinto, elevaba su plegaría para que fuera
localizado el conjuro que le permitiera romper aquel pacto diabólico.
Era ya muy tarde, casi la hora de cerrar la iglesia. Pagés no lo sabía,
pero por alguna rendija el humo de Satanás entró en el templo. Sintió una
llamada y se dirigió como un autómata a la angosta escalera que conducía
a la parte alta de la torre. La escalera de caracol se estrechó un poco más,
él siguió subiendo, primero contó cada uno de los peldaños y al llegar a
los cien dejó de hacerlo, miró hacia arriba, todavía faltaban tramos estaría
por la mitad de la subida. Quiso descender, una voz en su cerebro le
animaba a seguir subiendo y continuó con su empeño, la larga ascensión
por la estrechez de la escalera y la semioscuridad le hicieron distorsionar
la noción del espacio y del tiempo, su mente flotaba. Al fin reparó en
una luz, una esquirla de luz al final de su trayecto que le permitió ver la
entrada al mirador de la torre. La puerta de madera estaba abierta de par
en par, el soportal de piedra conducía al exterior. Salió, una bocanada de
aire fresco le llenó los pulmones, miró hacia abajo, calculó que estaba por
encima de los treinta o treinta y cinco metros. La perspectiva era idílica,
desde su atalaya tenía una vista periférica de 360 grados; de norte a sur,
de mar a montaña, podía contemplar toda Barcelona. Las luces naranjas
y rojas del atardecer juliano pintaban los campanarios cercanos, el de la
Catedral aparecía con un aura sanguinolenta con la Sierra de Collserola
al fondo ya en penumbra; el de Santa María del Mar se coloreaba de un
pastel más tenue resguardado por la mar; y los de Nuestra Señora del Pi
y la Mercè encendidos en escarlata. El mar se preparaba para recibir el
ocaso, todo era extraordinariamente bello. Una ligera brisa le acarició el
rostro, todo es perfecto, pensó. El aura roja cubrió la superficie celestial,
miró hacia abajo. ¿Por qué no terminar ahora?, pensó, o quizás lo escuchó.
Se reclinó sobre la barandilla construida antes de de Colón descubriera
América. «Hazlo», parecía decir el sol mientras entraba en el mar
por el horizonte. Levantó la pierna derecha y la apoyó sobre la baranda.
Se sintió frágil. Iba a volver a bajar la pierna cuando le vio en el quicio
de la entrada a la torre. Era el diablo de Flix, con su guerrera roja de insignias
desconocidas y galones amarillos. «Hazlo, me lo debes», dijo la
voz grave que resonó en el cerebro de Pagés. Trató de responder con una
negativa, un golpe redobló en su caja torácica, vaciló unos instantes y
cayó al vacío. El sol se ocultaba por occidente.

Ramón Alfonseda marca el gol del triunfo en la final de copa


Cólera 1971 | Fila para vacunación del cólera en la Jefatura… | Flickr
Cola en Barcelona para vacunarse contra el cólera en 1971


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Basílica de los Santos Justo y Pastor de Barcelona


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Interior de la Basílica
El campanar dels Sants Just i Pastor, obert al públic | Nou Barris
Vista actual desde el campanario

Por si queréis escuchar cantos gregorianos mientras miráis la página.