Estos son los tres títulos de la saga que ya están a la venta. Pedidlos en vuestras librerías o en Editorial Comuniter https://www.editorialcomuniter.es/
En primer lugar agradecer a Editorial Comuniter, el haber permitido la publicación por entregas de mi novela para cubrir los momentos de tedio del confinamiento.
Final de la novela:
La vida es un regalo, la muerte una cruz
La vida es un regalo, un regalo que algunos se empeñan en estropear antes de devolverlo. (Jordi Martínez Brotons)
Barcelona, agosto 1971
Me llamó Ruth desde Niza, estaba eufórica. —¿Jordi?, soy muy feliz, me ha regalado un diamante de un montón de quilates y del tamaño de un dedal. —Vaya, me alegro, Ruth, eso significa… —Sí, estoy prometida, tiene muchos años y muchos millones. —Una bonita combinación. Enhorabuena. —Nos casaremos muy pronto en su castillo. Ya te invitaré. —No me lo perdería por nada del mundo. —En septiembre regresaré a Barcelona, tengo muchos regalos para ti. Seguimos hablando por espacio de media hora. Me alegré por Ruth. A los amores hay que quererles por su forma de ser, aceptando sus libertades, sin intentar cambiarles; siendo dichosos con su felicidad. Recostado en el sillón de mi despacho me sentí dispuesto a afrontar un día más de trabajo. El hotel estaba en plena efervescencia, el restaurante lleno de gente desayunando, la recepción abarrotada de clientes que pagaban su factura y los mozos de equipaje y los botones trajinando con las maletas de los clientes. Me sentí feliz, era mi mundo. Pero la llamada de Ripoll me dejó perplejo. —Se han cargado a Gabaldá… Sentí algo especial, como supongo lo había sentido Ripoll al saber la noticia. Pude gritar aquello de ¡alguien ha apretado el botón!, ¡se ha hecho justicia! Sin embargo, opté por conocer bien todos los detalles. —No me digas, Ripoll, ¿cómo ha sido? —Esta mañana en su apartamento de Pedralbes, le han encontrado clavado en una cruz de madera, muy sencilla y tosca, pintada en negro. — Pavoroso –atiné a decir. —Ahí no acaba todo –dijo Enrique-. Los calvos que atravesaban las manos y los pies de Gabaldá eran de plata y en la cabeza de cada uno de ellos figuraban grabados los nombres de Camperol, Torras y Pagés y sobre el crucifijo había escrita una leyenda con la propia sangre de Gabaldá: Exorcizamus te omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas, omnis incursio, infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et secta diabolica. Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine. De las asechanzas del diablo, líbranos, Señor. Parece parte de un exorcismo. —Me dejas impresionado, Enrique. ¿Qué vas a hacer? —Nada, no es de mi distrito –dijo con la mayor tranquilidad-, corresponde a la comisaría de Pedralbes, y ya sabes que, personalmente, no le tenía ninguna simpatía. Y tú, ¿vas a investigarlo? —No, Ripoll. Ni pasó en mi hotel, ni era mi amigo, ni tampoco mi cliente. —… y era un capullo y un cabrón –dijo Ripoll. —Un diablo –contesté. Todavía no me había repuesto de la noticia. No quería ni imaginar quién o qué había eliminado a Gabaldá, bastante complicado había sido todo como para empezar de nuevo. El teléfono repiqueteó de nuevo ansioso. —Tienes otra llamada JB, del señor Nogal… —Pásamelo. —¿Jordi? No te asustes, tengo que decirte algo muy importante, he tenido una percepción… —¿Gabaldá? —Sí… ¿Cómo lo sabes? —Tú tienes clarividencia y yo a Ripoll. —¿Ha muerto, verdad? —Del todo –dije, para contarle luego todos los detalles. —No me extraña, ni tampoco me extrañaría cualquier hipótesis sobre los autores. —¿El diablo? ¿Belcebú? ¿Un exorcista aburrido? –pregunté con socarronería. —Todo puede ser, Jordi, son muchos los candidatos… los nombres del diablo son infinitos, ya sean bíblicos como Lucifer, Satanás, Belial o Samael; literarios como Mefistófeles, Leviatán o Asmodeo; ocurrentes como el Señor del pozo, el Rey de las langostas o el Destructor; caseros como el Demonio, Astarot o Belfagor… y reales como Hitler, Stalin, Franco, Gabaldá o tantos otros a lo largo de la Historia. Infinitos nombres para un mismo ser. Un ente que habita en cada uno de nosotros, despertarle o no, depende sólo de uno mismo. —Entonces, hasta pudo el Diablo matar a otro diablo, una especie de ejecución… con la ayuda desinteresada de alguien. —Sí, no le imagino subiéndose a la cruz solo. —Y yo no le imagino clavándose de pies y manos, no tenía pinta de contorsionista… ¡Y a su edad! Escuché la risa de mi amigo al otro lado del teléfono. La telefonista nos interrumpió. —Tienes otra llamada, JB. Me despedí de Nogal y pedí que me pasaran el nuevo reclamo. Era Lilith. —Con cien cañones por banda… –dijo, por toda presentación. La imaginé sentada en la barra del Boadas, con su pelo casi rojizo, las cuatro pecas cercando a su nariz y esa sonrisa de niña mala. El icono de la belleza que surge de improviso y que se cuela por la puerta de los sentimientos. —¿A qué hora, princesa? –respondí entusiasmado. —¿A las once te parece bien? —Perfecto. Pensé que la vida es un regalo, un regalo que debemos aprovechar día tras día. En aquellas horas, Las Ramblas estaban en pleno apogeo. Los paseantes compraban flores unos metros más abajo, deambulaban bajo los centenarios plátanos y luego se paraban para ver el edificio del Manila Hotel… camino de la Plaza de Catalunya, corazón de una ciudad abierta, plural, acogedora. Feliz a pesar de todo. FIN
El Manila HotelEl diablo sabe a quién elige.El ritual de un exorcistaEl misterio y el JB prosiguen en una nueva aventura
Decidimos resolver de una vez el misterio antes de que Gabaldá fuese asesinado. Era más una cuestión policial y humana que apego por salvar la vida del personaje en cuestión. Le propuse a Ripoll una reunión sin límite de tiempo y contar con la presencia de Félix Nogal para las aportaciones extrasensoriales. Nos sentamos los tres en mi despacho en sendos butacones, teníamos que estar cómodos y bien pertrechados para un largo debate. Está comprobado que el alcohol nubla las ideas; no obstante, en pequeñas cantidades pueda dar una visión distinta de las cosas y nosotros la necesitábamos. Así que nos suministramos de una botella de J&B y otra de Macallan y provisiones hielo y agua. Ninguno de los tres fumábamos por lo que nos aseguramos de un ambiente saludable y respirable. Las americanas colgaban del perchero, incluso la sobaquera de piel de Ripoll con su Astra reglamentaria; en previsión de sustos innecesarios, Ripoll, mantuvo el cargador en el bolsillo y, aunque las armas las cargue el diablo, le iba a ser difícil meterle mano al bolsillo del pantalón del comisario. —Gracias a los dos por haber venido –les dije-. Tengo una teoría que quiero compartir con vosotros y que nos puede ayudar a resolver el caso. Ripoll y Nogal afirmaron con la cabeza dándome su beneplácito. Bebieron sendos tragos de whisky, me di cuenta que tendría que ser rápido en mi exposición si pretendía que encontráramos al asesino antes de ponernos a cantar el Asturias patria querida. —Trataré de ser breve. Este caso nos ha llevado de cabeza porque hemos sido racionales. Sin embargo, debemos dejar por unos momentos la razón de lado. —¿Dónde quieres llegar?, Jorge –preguntó Ripoll. —Os pido que dejéis de razonar como policía y pensador, quiero que os abstraigáis y abráis vuestra imaginación. Se acomodaron en sus sillones a la espera de alguna explicación estrafalaria. —Imaginemos que todo fue verdad y que, Satanás, hizo un pacto de sangre con aquellos cinco canallas y que para confirmarlo debían abusar de María. Así evitaron ser fusilados por los republicanos, conseguir sobrevivir a la guerra y alcanzar puestos importantes en la sociedad. Tres de ellos ingresan en el Opus Dei y confiesan su pacto, buscando una solución que les permita romperlo. La Obra le pide a Miquel Torras que investigue sobre esa posibilidad, lo envían a Roma a estudiar todo lo que sabe la Iglesia Católica al respecto. Incluso el tema de los exorcismos con el padre Gabriele Amorth, el mejor. En sus averiguaciones llega a conocer la existencia del Codex Gigas, su creación puede ser una fábula, pero sus contenidos son reales y entre ellos hay un conjuro para romper un pacto con Mefistófeles. Hay precedentes en la literatura, la leyenda, y en las historias no oficiales, para creer que hubo otros pactos que se rompieron. El Opus lo acepta a pies juntillas, y considera que es muy importante hacerse con el documento. Mis compañeros empezaron a mostrarse más que interesados con mi historia y en llenar de nuevo sus vasos. Proseguí. —El Diablo, Satanás, el Maligno o como se llame la criatura, es invocada por Gabaldá y le cuenta que sus antiguos compañeros quieren romper el acuerdo. El Señor del Averno le propone que sea él quién recupere su alma matando a los otros. No hace falta que lo haga en persona, sólo con desearlo sus compinches morirán, como en el inicio de la Barca sin pescador, de Alejandro Casona. —Espera, espera –dijo Ripoll, yo no he leído ese libro… —Es una obra de teatro y no os voy a contar todo el libreto, es sobre una hipótesis atribuida a Rousseau que plantea en una de sus metáforas, El Mandarín, y que abre en el lector una disyuntiva moral. Casona la incluía en los programas de la representación de la obra con un texto de Chateaubriand que, más o menos, decía: En el más remoto confín de China vive un mandarín inmensamente rico, al que nunca hemos visto y del cual ni siquiera hemos oído hablar. Sí pudiéramos heredar su fortuna y para hacerle morir bastara apretar un botón sin que nadie lo supiese… ¿quién de nosotros no apretaría ese botón? —Tentadora propuesta –dijo Nogal. —Matar apretando un botón o haciendo sonar una campanilla, el sueño de todo asesino –apuntó Ripoll. —Gabaldá es un hombre sin moral e incapaz de comprender el dolor ajeno y acepta la propuesta del diablo. Y entonces empiezan las muertes –dije con entusiasmo-, la primera la de Camperol, aparentemente fortuita, pero que al final estoy seguro de que descubriremos que fue provocada. Era el primer aviso. Torras, Gabriele para el Opus, decide ir a Estocolmo para revisar el códice y el diablo lo mata a pocos metros del hotel. Joan Deulovol, por su cuenta, está investigando desde los archivos arzobispales la existencia del conjuro. Satán no deja que continúe y le cercena la cabeza. Ramón Pagés es el último miembro del grupo que sigue confiando en las gestiones de la Obra, está demasiado nervioso y le es fácil a la Bestia pillarlo en el mirador de la basílica, le empuja y termina con él. Al diablo no le importa absolver a Gabaldá, sabe que le será más útil en la política: prevaricaciones, corrupciones, robos, mentiras, falsedades y sobre todo, una legión de partidarios y muchos hijos para que sigan con su criminal legado. Todo ello camuflado en un extremado catolicismo y en un irrefutable nacionalismo. Miré a mis amigos, ahogaban su incredulidad entre sorbos de whisky. Su rostro expresaba todas las dudas del mundo. No les dejé intervenir. —Ahora quiero que volváis a la razón. Como en una ecuación, cambiad la x de diablo por la y de asesino. Imaginad que alguien cree que es un ser diabólico, imaginad a un esquizofrénico cuya personalidad dominante es la del mismísimo Satanás. O, simplemente, un loco de atar. Un maniático zurdo de manos grandes, inhumanas, que dejan huella en el pecho de Pagés, un chiflado que corta la cabeza a Deulovol y apuñala a Torras con un bisturí… y lo hace con la mano izquierda. Alguien con conocimientos suficientes para «ayudar» a morir a Camperol. Alguien que conoce la existencia del Codex Gigas y que tiene acceso o posee el conjuro, que no es extraño verle removiendo legajos y documentos en la biblioteca de Egipcíacas o en la del Seminario. Un perturbado capaz de convencer a Gabaldá de que puede romper el pacto con Mefistófeles si condena a sus compañeros a muerte, unas ejecuciones que él hará con gusto. Alguien con una enfermedad degenerativa que puede afectar al corazón y también al tejido conectivo y que tiene prisa por conseguir sus objetivos antes de que sus dolencias puedan impedírselo. Alguien que pueda meterse en la piel del diablo porque se siente parte de él. —Alguien a quién pertenezcan los pelos que encontré –dijo Ripoll. —Al principio la historia me pareció rocambolesca, pero ahora sospecho que ese alguien hasta podría haber estado con nosotros en Flix. –apuntó Nogal. —¿Y el olor a azufre que perduró durante horas? –inquirió Ripoll. —Llama al rector de San Justo y Pastor, pregúntale si algún extraño subió antes que nosotros al mirador, a pesar de estar la torre clausurada –dije, facilitándole el teléfono de mi mesa. A los pocos minutos la telefonista preguntaba por Ripoll, había localizado al rector del santuario. Ripoll tomó el aparato y tras una breve conversación nos aclaró la situación. —Efectivamente, antes de subir nosotros, un tipo, haciéndose pasar por periodista, le pidió al rector permiso para subir a la torre. El sacerdote no le puso pegas, durante unos veinte minutos estuvo visitando el campanario y después salió pitando. Era un hombre alto, de rostro alargado y manos extraordinariamente grandes. —Y ¿por qué regresa al día siguiente, poniéndose en riesgo? –dijo Nogal. —Los asesinos vuelven porque temen haber dejado alguna huella, alguna prueba o, simplemente, por el morbo de recrear su crimen –le aclaró Ripoll. —Eso se va animando. Permitidme que haga una llamada –dije, pidiéndole a la telefonista que me pusiera con Hipathia. Escanciamos un poco más de whisky a la espera de que nos comunicaran con mi amiga. Sonó el teléfono. —¿Hipathia?, necesito hacerte una pregunta. El compuesto que te hacían en la herboristería para Gassiot… ¿qué contenía? —No lo sé –respondió Hipathia-, creo que había azufre, por lo menos olía mucho a ácido sulfhídrico o a huevos podridos. —Gracias Hipathia, me has hecho un gran favor. —¿Me he ganado una cena? —Sí, claro que sí y de las grandes –respondí. Me giré hacia mis compañeros. —Efectivamente, el asesino siempre vuelve al lugar del crimen. Nos será muy fácil comprobar lo de la barba y si el soldado Gassiot estaba en Flix durante aquellos hechos del 38. —Eso será bastante fácil de averiguar –dijo Ripoll. —Veo que os ha gustado mi historia. —No está mal –dijo Nogal-, casi es mejor que las mías. Pero quiero añadir algo, ¿y si en realidad el asesino está poseído por Lucifer? —Pues entonces tenemos una ecuación con dos incógnitas la x y la y. —Yo sólo tengo potestad para arrestar a y –respondió Ripoll. Nos reímos mientras apuramos nuestros vasos. Me congratulé de haber podido exponer mi teoría sin necesidad de llegar a excesos etílicos. Las botellas también las carga el diablo. El próximo paso sería comprobar las pruebas y detener a Gassiot.
Siempre les quedará París
Barcelona, julio 1971
El hotel volvía a estar completo. Centenares de grupos organizados de turistas pululaban por Barcelona con ganas de descubrir la ciudad. El Manila hotel se nutría de un par de esos grupos, los agentes de viajes sólo eran un parte de nuestros parroquianos. La mayoría de nuestros clientes lo eran por contrataciones individuales o empresariales. Una de mis preocupaciones, desde que me hice cargo de la dirección, era la de buscar entidades o sociedades a las que ofrecer los servicios de nuestro hotel para sus clientes, invitados y empleados. Desde mis tiempos de jefe de reservas había conservado todos los contactos. Las empresas e instituciones agradecían esta disponibilidad porque les descargaba de la búsqueda de hospedaje o restauración para sus convidados. Eso me permitía tener el hotel casi siempre lleno ya fuese con clubs de fútbol y federaciones deportivas, directivos y responsables de sociedades importantes, públicas y privadas, o invitados de entidades oficiales; ese era tipo de clientes con los que nos asegurábamos el máximo de pernoctaciones. El sistema tenía su parte delicada porque, al igual que me llenaban el hotel en las temporadas bajas, en los momentos de mucha ocupación, confiados en conseguir habitaciones sólo con llamarme o enviarme un fax, me ponían en serios apuros cuando, con menos de veinticuatro o cuarenta y ocho horas, reservaban hospedaje para sus compromisos con la seguridad de que no les fallaría. Mi máxima de satisfacerles me obligaba a exprimir todas las opciones para no defraudarles nunca. Cuando la Cámara Oficial de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona, me solicitó un par de habitaciones para el día siguiente y durante tres noches, no les dije que no. Pero la situación, con el hotel a rebosar, era complicada. Schnellmann, el jefe de recepción, un suizo afincado en Barcelona hacía años, meneó su pelada cabeza; su sonrisa fue de desaprobación. Schnellmann tenía una forma de complacerte, sonriendo, y también tenía la misma forma para exteriorizar su oposición, con una sonrisa parecida. Era una media risita en la que enseñaba los alambres de su puente dentario superior. Sólo tenías que distinguir si la sonrisa era una o la otra y esta vez no había dudas, no existía ninguna posibilidad de rascar una habitación y mucho menos, dos. A pesar de ello, le dije que anotara las reservas de la Cámara a nombre de un conferenciante norteamericano, míster Backster. Tenía menos de veinticuatro horas para buscarle alojamiento en el Manila. La primera habitación podía ser la mía. Tenía la posibilidad de dormir en casa de mis padres, así que llamé a la gobernanta y le pedí que un par de camareras hicieran mis maletas y que los mozos lo llevaran todo al cuarto de equipajes. La segunda iba a ser más complicada, repasé las reservas pendientes y comprobé que no hubiese ninguna anulación pendiente, sin suerte. Revisé el listado de clientes. Llegué a la C y… ¡allí estaba la solución!, ¡míster Collins! El señor John Collins era un cliente norteamericano de mediana edad, cada julio reservaba una habitación en el Manila desde hacía una docena de años. Paralelamente, lord Woolfolk, reservaba la suya para las mismas fechas, no pedían ni habitaciones contiguas ni en el mismo piso; no obstante, ya desde el primer año, les veíamos siempre juntos, cenando en La Parrilla, paseando por la ciudad o en la reserva para espectáculos nocturnos. Sabíamos que por las noches compartían dormitorio y procuraban deshacer la cama de la habitación que quedaba desocupada. Ambos estaban casados, existía una señora Collins y una lady Woolfolk, pero aquellos quince días de julio eran exclusivamente para ellos dos. Sabía, por alguna discreta confidencia en el bar del hotel, que se habían conocido durante la Segunda Guerra Mundial, uno comandando un batallón en el ejército de Patton; el otro, al mando de una brigada de las divisiones de Montgomery. Su amistad, forjada en los campos de batalla de Normandía, se había consolidado en un pequeño hotel de París después de la liberación de la ciudad. Precisamente ellos me contaron que París, a pesar de lo que referían las crónicas, había sido liberado la noche del 24 de agosto por republicanos españoles. La Nueve, una de las compañías de la Segunda División Blindada del general Leclerc, compuesta casi en su totalidad por españoles, fue la primera que entró en la ciudad. «Deberíais estar orgullosos», decía Collins. Yo les respondía que, la heroicidad de La Nueve, tardaría en saberse en una España nada democrática y de me- moria débil para lo que le convenía al poder. Estas confidencias de media noche, mientras ellos se miraban tiernamente entre whisky y whisky, me otorgaban la suficiente confianza para hacerles una propuesta un tanto temeraria. Esperanzado, bajé a recepción dispuesto a organizar el cambalache. —¡Schnellmann!, ¿Tenemos la suite reservada para el señor Houston? —Sí, reservó una doble para hoy y nosotros le hemos destinado una suite como cortesía, ya sabes que viene muy a menudo. —Bien, dígale que esta vez le hemos reservado mi propia habitación. ¿Cuántos días estará? —Dos, igual que otras veces. —Estupendo, deje libre la suite. Por favor, avíseme cuando vuelvan de su paseo los señores Collins y Woolfolk, dígales que les invito a tomar un whisky en el bar, no me moveré de mi despacho hasta que regresen. Schnellmann puso cara de banquero suizo cuando le piden la titularidad de una cuenta y calló su respuesta. No quise adelantarle mi jugada hasta que la hubiese completado con éxito. En aquel momento la telefonista me anunció una llamada de Hipathia. —Hola, Jordi, ¿qué tal esta noche? —¿Esta noche? –le pregunté —La cena. ¿No me debes una cena? —Claro, por supuesto, pero esta noche tengo un lío mayúsculo en el hotel. Y por no tener, no tengo ni cama, tendré que dormir en casa de mis padres. Escuché la carcajada de Hipathia al otro lado del auricular. —¿Por qué no vienes a dormir a mi casa?, tengo una habitación libre. —No sé ni a qué hora terminaré. —No importa, te esperaré despierta. —De acuerdo, Hipathia, eres una gran amiga. —Te espero. Al cabo de una hora me llamó Schnellmann. — Lord Woolfolk y míster Collins le aguardan en el bar. —Genial, Schnellmann, ahora bajo. Los dos amigos estaban haciendo tiempo en la barra frente a tres J&B, conocían mis gustos… y yo los suyos. Nuestra conversación se prolongó por espacio de media hora. —No les pediría este favor si no fuese porque mañana necesito sus habitaciones, a cambio les instalaré en una magnífica suite. · 152· Se miraron como imagino que se miraron en París. Collins tomó la palabra. — Lo hacemos porque nos cae muy bien, Brotons, ¿cuándo quiere que nos traslademos? —No necesito las habitaciones hasta mañana, aunque la suite está disponible desde este instante. Ustedes deciden. Se miraron de nuevo. Sonrieron. —Ahora mismo prepararemos los equipajes –dijo lord Woolfolk. —No hace falta, las camareras se ocuparan de todo. Gracias –repetí. Tuve que contarle un par de veces la operación a Schnellmann. Al final, sonrió. Era su gesto de aprobación o eso me pareció adivinar. No quise trasladarme a una de las habitaciones «liberadas» y preferí aceptar la invitación de mi amiga, con Barcelona llena a rebosar no nos fue difícil ocupar por aquella noche ambas estancias. Llegué pasadas la una de la madrugada a casa de Hipathia con un pijama, una botella de vino, el cepillo de dientes, una camisa para el día siguiente y hecho unos zorros. —Un día duro ¿eh? –dijo Hipathia. —No te lo puedes ni imaginar. —¿Has cenado? —Sí, he comido algo mientras preparábamos el menú de mañana. —¿Quieres contármelo? Descorché la botella de vino. Hipathia sacó dos copas del aparador. Dejé que la botella respirara un poco, nos sentamos en el tresillo y serví el vino. —Por nosotros –dije. Brindamos y bebimos un par de sorbos, le conté cómo había ido aquel largo día. Los ojos se me cerraban. Luché. Hipathia sonreía. —Anda, vete a la cama, mañana tendrás que estar pronto en el hotel. —A las ocho –dije, compadeciéndome de mí mismo. Entré en la habitación de invitados, sábanas limpias y olor a jazmín, sonreí. Las hadas siempre huelen bien. Me embutí en el pijama, me metí en aquella cama de aspecto confortable y lejos del barullo del hotel. Antes de que pudiera conciliar el sueño, Hipathia llamó a la puerta del dormitorio. —Pasa –dije. Se sentó al borde de la cama, me removió el pelo como cuando iba a pedirle las aventuras de Emilio Salgari y me tapó con la sábana. Me sentí muy cómodo. —Que descanses –me susurró al oído. —¡Vaya cita!, ¿querrás volver a verme? —Claro, ha sido precioso. Me besó en la mejilla y se alejó con andares de diosa griega. A la mañana siguiente fui yo quién la besó, dormía relajada y etérea, al igual que una hada. Se despertó y sonrió. —¿Has desayunado? —Lo haré en el hotel. Gracias por todo. —Gracias a ti, pero me sigues debiendo una cena… A pesar de mis recelos el Manila seguía en pie. Estaba todo perfecto, por un momento pensé que no me necesitaban para nada, pero enseguida empezaron las preguntas, la lista de los líos y los recados de las telefonistas. Sonreí. No podían pasar sin mí, pensé en un exceso de inmodestia. A eso de las nueve llegaron los clientes norteamericanos acompañados por un empleado de la Cámara, un hombre locuaz y atento con sus invitados. Les adjudicamos las habitaciones que nos habían cedido lord Woolfolk y míster Collins. Una vez acomodados míster Backster y su compañero, me quedé hablando con el acompañante de la Cámara de Comercio. Era un tipo regordete de cara redonda y labios carnosos, correctamente vestido, y muy dicharachero. Aproveché para sonsacarle quiénes eran los clientes. —Son dos ex agentes de la CIA –dijo sin dudarlo y en voz baja-. Míster Backster, el más alto de ellos, fue un importante técnico de la Agencia que desarrolló nuevas técnicas con el polígrafo, viene a dar una conferencia sobre ello. El otro es su guardaespaldas, estoy seguro de que sigue siendo un agente en activo, lleva pistola… –sentenció bajando la voz y temblándole la papada de emoción-. Es una suerte que tuviese dos habitaciones libres en el Manila. Barcelona está a tope. —Sí, ha sido una suerte –dije sonriendo.
La Biblia del diablo Folleto del Manila Hotel. Propiedad del autor.Lucifer, por Gustavo DoréMíster Backster, científico de la CIAOficial norteamericano. Segunda Guerra Mundial TVE
A principio de los años setenta las calles de Barcelona todavía estaban adoquinadas y en el Distrito Quinto, además, los adoquines tenían historia. En mi barrio sí era cierto el pensamiento parisino de Mayo del 68, de que debajo del adoquinado estaba la playa. Las losetas de las aceras, los panots, también eran peculiares y de cuatro o cinco tipos. Las más abundantes eran las que representaban una flor de cuatro pétalos, en concreto la del almendro, aunque los barceloneses la llamaban la de la rosa; era tan habitual y familiar que acabaría siendo un símbolo de la ciudad. No obstante, los adoquines del barrio llevaban una larga tradición escrita en ellos. Habían servido como parapetos ante el enemigo; para levantar trincheras contra la intolerancia; y como arma arrojadiza ante las dictaduras. No había momento de la historia de la Barcelona del siglo diecinueve y veinte, en que los adoquines barceloneses no hubiesen tomado protagonismo. Caminar sobre ellos o sobre las aceras de panots, era un privilegio; incluso para detectar cuando alguien te sigue de madrugada. Por eso agudicé el oído cuando en la vacía Vía Layetana y camino de la plaza de la Catedral, escuché unos pasos que hacían eco a los míos y que se detenían cada vez que yo paraba mi marcha. Imaginé que la Bestia, representada por Herman, andaba tras mis pisadas, luego recordé que tenía garras y que las largas uñas sonarían de forma distinta, además, andar en taparrabos de madrugada cerca de la comisaria de Layetana, sede de la Brigada Social, era un peligro por muy Pateta que seas. A los esbirros de Vicente Juan Creix les hubiese gustado echar mano a cualquier diablillo o ángel que no tuviera carnet del Movimiento. Doblé la esquina de la calle de la Tapineria, dispuesto a salir a la plaza lo antes posible. La luz amarillenta de una farola dibujó mi silueta sobre aquellos adoquines delatores. Caminé unos metros a la espera de que mi perseguidor alcanzará el haz de luz y su alargada sombra se extendiera hasta mi altura. Me paré en seco y giré sobre mis talones. Allí estaba mi husmeador, bajo el embozo protector de un sombrero de cinta negra. Vestía un traje cruzado de mil rayas, camisa oscura y clériman; sus delatores zapatos brillaron a la luz del fanal. Se detuvo y yo retrocedí a su encuentro. Al llegar a su altura descubrí al miembro del Opus con el que cambié impresiones el día del funeral de Camperol. —¡Querido amigo! –dijo, aparentando una casualidad imposible. —Caramba, ¡qué susto me ha dado usted!, creí que me perseguía el mismísimo diablo. —No, precisamente. Nosotros somos la antítesis de Belfegor –exclamó con su gutural e inconfundible voz Dudé de tal afirmación. Los componentes de cualquier grupo, corporación, hermandad, cofradía o secta, tienen entre sus filas personas con valores y otras deleznables, es la ley de las probabilidades. —Sé que me seguía, Gabriele –dije, recordando su nombre-. Le ruego que me diga el motivo de su insistencia. —¿Y si fuésemos algún sitio para poder hablar? —Me dirigía al hotel, he quedado con un amigo, si quiere podemos charlar por el camino. Y me cuenta el porqué de tanto secreto. —Los socios de la Obra, abominamos del secreto. Son palabras de Josemaría Escrivá. No respondí a su comentario. Cruzamos frente a la Catedral, camino de Las Ramblas, a la altura de las murallas romanas se detuvo, el sombrero de fieltro le ocultaba parte del rostro dándole un aspecto entre misterioso y peligroso, se llenó de aire los pulmones antes de hablar. —He de pedirle un favor, Brotons, sé que está investigando sobre el Codex Gigas, me gustaría que me informara sobre sus avances. —Y a mí me gustaría saber qué interés tiene usted con el libraco. —Ya le dije en el hotel que hay cosas que usted no entendería. —Si no soy incapaz de entender sus razones, menos capacidad tendré para descubrir lo que el códice esconde-dije, mientras iniciaba de nuevo la marcha por la calle Portaferrisa. Gabriele permaneció callado durante un rato. Se desabrochó la americana blazer. Me pareció ver que su mano izquierda buscaba la sobaquera derecha. Me puse en guardia. No sabía qué pretendía, aunque no era cuestión de morir a cinco minutos del hotel y sin saber por qué. Para mi sorpresa y alivio, Gabriele sacó de su chaqueta un billete de avión. —Me voy a Estocolmo, concretamente a la Biblioteca Nacional. Ya debe imaginar a qué-dijo casi triunfante. —Imagino que la Biblia del Diablo tiene algo que ver con su viaje. —Efectivamente, todavía no tenemos sede en Estocolmo y debo desplazarme personalmente. El año pasado no pude hacerlo porque los suecos habían prestado el libro al Metropolitan Museum de Nueva York. Por eso me sería de mucha utilidad saber sus discernimientos sobre el libro y su contenido para poder corroborarlos in situ. No quise preguntarle cómo conocía mi interés, desde la conversación del Manila intuí que estaba al tanto del escrito en la servilleta de Camperol y que yo andaba tras su oculto mensaje; sin embargo, nadie más lo sabía, salvo el comisario Ripoll, yo mismo, y el asesino. Me aventuré a sonsacarle. —Mi noticia sobre la existencia del libro es muy reciente, su nombre llegó a mí de una forma totalmente fortuita. —En la servilleta de Robert Camperol y escrita con sangre,-dijo con misterio. —Lo escribí yo mismo-concluyó, en un tono que me heló la sangre. —Me sorprende, Gabriele. Eso podría significar que… No me dejó continuar, se llevó su dedo índice larguirucho y nudoso a los labios en súplica de silencio, llegábamos a la puerta del hotel, varios clientes esperaban taxis y nuestro portero les atendía con prontitud. Entramos. —No conjeture, yo no tuve nada que ver con su muerte, era únicamente un aviso, un aviso de amigo, de camarada y sólo con sangre podía saber Camperol que era auténtico. Envuelto en el enigma de mi interlocutor llegamos al bar del hotel donde esperaba mi amigo Félix, sonaba el New York, New York, de Sinatra; Gabriele se detuvo antes de alcanzar la barra. —Tal vez mañana podamos continuar esta conversación, Brotons, no es tema para hablar en público. —Estoy de acuerdo, además, como le he dicho, me aguarda un amigo, comenté, señalando el mostrador donde Félix ya estaba esperando. Si quiere, mañana a las diez le puedo atender en mi despacho, estaremos mucho más tranquilos. —De acuerdo, seré puntual, las cosas del diablo no admiten demoras. Le vi girar sobre sus talones, ponerse de nuevo el sombrero de fieltro y salir hacia la puerta giratoria. Me quedé observando hasta que me aseguré de que no regresaba y me dirigí al encuentro de Félix.
Félix Nogal era un viejo amigo, delgado, fibroso, bastante alto, de rostro noble con un poblado mostacho que le cruzaba el labio superior casi ocultándolo. Desconocía su edad, pero por su interesante conversación y las historias que me contaba, pasaba de los cincuenta, aunque su apariencia era más jovial y conservaba todo el pelo que acostumbraba a llevar revuelto como un niño travieso; pero con estilo propio. Pinta y manos de artista bohemio y alma de mago. Porque Félix Nogal innovaba con sus intuiciones y premoniciones cualquier suposición o prejuicio. Nunca se jactaba de ello y no obstante, descubría cómo eran las personas con quien trataba al primer vistazo. Y eso era harto complicado porque Félix Nogal era ciego. Había perdido el don de la vista defendiendo a la República en los campos de batalla del Ebro. Al terminar la contienda, su ceguera le evitó dar con sus huesos en un campo de concentración o en la cárcel, pero no impidió que su condición de ex oficial republicano le cerrara todas las puertas, incluso las de la ONCE franquista, a la que no pudo acceder hasta los sesenta. Ahora ocupaba un puesto en el nuevo sistema del audio libro que había iniciado su andadura hacía apenas un año. Sin embargo, la verdadera esencia de Nogal era la precognición, su lóbulo temporal derecho se había súper desarrollado con la pérdida de la visión. Los déjà vu de mi amigo, aunque a él no le gustaba esta acepción, podían asombrar a más de uno. Como decía Nogal, quitándole importancia a su don, su cabeza era una ventana abierta al tiempo. Me acerqué a él, sabiendo que ya me había «visto». Se dirigió al camarero, antes de que yo me sentara a su lado. —Por favor, traiga un J&B para su director. —No dejarás de asombrarme –le dije al llegar a su altura. —Y más que te voy a sorprender. ¿Quién era ese tipo? —¿El que acabo de despedir? Bajó la cabeza en señal de afirmación y levantó las cejas sobre las gafas de cristal oscuro, señas de que barruntaba algo. Nos sentamos en una mesa cercana. —Dímelo tú –le reté. —Podría pasar por un cura, pero ese hombre está más cerca del diablo que de Dios. —Sí –dije sonriendo-, al parecer el Ángel del Averno es su punto flaco. —Porque está muy cerca de él. —No me digas que es un demonio. —No, no lo es, pero tampoco un santo. —Vaya veo que tus dotes no están oxidadas. —Esta vez juego con ventaja, Jordi. —¿Le conoces? —Me temo que sí. He de contarte una historia. Reconozco que este era el punto favorito de mis conversaciones con Félix, el momento en que se ponía serio e iniciaba uno de sus interesantes relatos que me fascinaban, aunque en algunas ocasiones fuesen tan prodigiosos que costaba creerlos. Y a pesar de todo, pocas veces se equivocaba. Él me predijo que acabaría siendo director del hotel, cuando era un simple ayudante de recepción. Adivinó… o vio, mi estancia en La Escuela de Hostelería de Lausana; nunca dejaba de impresionarme. Pedí otra ronda al barman y me acomodé en la butaca dispuesto a escuchar lo que Nogal iba a contarme. El camarero trajo los dos whiskys, su Macallan, sin hielos, y mi J&B con dos cubitos, ambos servidos en vasos cortos. —Durante la batalla del Ebro, mi compañía estaba acantonada cerca de Flix. Habíamos iniciado el combate por la tarde y avanzado, aprovechando el desconcierto enemigo, más de lo previsto. Con las primeras sombras nocturnas entramos con tres de nuestras compañías, incluida la mía, en uno de los pueblos de la zona y sorprendimos a toda la guarnición franquista desprevenida, el combate fue muy breve y el batallón enemigo se rindió casi sin lucha. El coronel que los mandaba, un militar profesional, lanzaba pestes sobre varios de sus oficiales de complemento que no estaban en sus puestos, facilitando con ello nuestro ataque. «¡Esos catalufos! » –gritaba con acento andaluz- «Ya me los echaré a la cara». Pero no era la única anécdota del día. Los oficiales a los que el coronel aludía habían sido capturados todos juntos a la salida de unos corrales. Luego se supo que aquellos cinco tipos habían violado a una joven del pueblo. La indignación por lo sucedido corrió entre nuestras tropas. No era la única salvajada que reprochar a los franquistas, los dirigentes municipales de la población habían sido fusilados al llegar los nacionales. Félix detuvo su relato y bebió un sorbo de su vaso. —Está bueno este whisky –dijo, levantando las cejas. —Ya puede estarlo es de 25 años –corroboré, deseando impaciente que prosiguiera. —No te impacientes, ahora sigo. Me pregunté cómo adivinaba la expresión de mi rostro, no acababa de acostumbrarme a esta extrema sensibilidad síquica de mi amigo. Él prosiguió con su narración. —A las espera de juicio, se les encerró en un calabozo a todos juntos, excepto al coronel, que andaba en otra estancia maldiciendo a sus hombres. Unos meses después, en una noche de insomnio, salí del cobertizo donde tenía extendido el jergón para fumarme un cigarrillo a la luz de la luna. Un centinela me dio el alto. Me identifiqué y continué con mi paseo nocturno. Me apuntalé en una pared para saborear el pitillo, liado con papel de fumar republicano y con tabaco capturado al enemigo. Miré las volutas de humo ascendiendo con la osada pretensión de ocultar aquella hermosa luna. El silencio era total, salvo la cantinela de algunos grillos que frotaban las patas para atraer a las hembras. Unas voces mitigadas por el grueso de la pared salían por una ventana enrejada. Me di cuenta que estaba apoyado en la casona cuyos bajos se usaban de calabozo, del cuchitril partían lloros y comentarios en catalán. Presté toda la atención para escuchar lo que decían. —Teníamos que hacerlo, teníamos que hacerlo –repetía uno de los prisioneros. —¡Fue terrible, asqueroso! Yo la quería –dijo una de las voces entre sollozos. —Ya sabes cuál era la condición. Teníamos que hacer una prueba de fe, una prueba de maldad. —Pero ¿con ella? —¿Qué más podíamos hacer?, ya nos habíamos cargado al alcalde rojo y a su cuadrilla. —Además fue idea tuya –dijo alguien a quién todavía no había escuchado. —Lo más jodido es qué nuestro intento de salvación no se va a cumplir, los rojos nos fusilan un día de estos –comentó una cuarta voz. —Eso no lo sabemos, él nos prometió sobrevivir a esta guerra y disfrutar de nuestra victoria –aseveró un quinto individuo. —¿Y quién puede confiar en el Príncipe del Averno? —Nosotros lo hemos hecho y hemos pagado por ello-repuso el llorón. —Coño, Robert, deja de gimotear –dijo otro. En aquel momento pasó frente a mí un grupo de soldados. —Salud camarada –dijeron casi en coro. —Salud –respondí. Pasaron de largo y yo me quedé a la espera de que los prisioneros reanudaran aquella extraña conversación, pero ya nada sucedió. Deduje por su silencio que sospecharon que alguien podría oírles y callaron.
Al día siguiente quise ir a la celda y ver aquellos rostros de catalanes que habían sido capaces de asesinar y pactar con el diablo. Quería contárselo a mis superiores; sin embargo, ya no tuve tiempo. Al amanecer, la artillería franquista empezó a obsequiarnos con unos regalitos del cinco y medio y era más que probable que se tratara del inicio de un contraataque. En efecto, al cesar los obuses las tropas enemigas atacaron con denuedo. Defendí con mis hombres una de las posiciones avanzadas en las afueras del pueblo, a pesar de la dureza del combate no podía quitarme de la cabeza la conversación de los prisioneros. Estaba dispuesto a contemplar aquellas caras para que nunca se me olvidasen, De repente, algo estalló frente a mi rostro, la última visión que tuve fue la de un ser maligno que reía al unísono con el estruendo del fatal estallido. Perdí el conocimiento. Cuando recobré el sentido estaba semienterrado por cadáveres y tierra, no veía nada, la sangre me resbalaba por el rostro. Oí el ruido de un grupo de soldados que se acercaban, el inconfundible clic, clic del cierre de sus armas les delataba. Traté de incorporarme. —¡Aquí hay un oficial y es de los nuestros! –gritó un voz. El resto ya lo sabes te lo he contado otras veces. Félix se reclinó en el sillón del bar y dio un largo sorbo que terminó con el resto del Macallan, dejando el vaso expedito. Le pedí al barman dos nuevos whiskys. —Un terrible historia, gracias por contármela –le dije a Félix- , ¿pero, qué tiene que ver con el cura del Opus? —Vaya, encima del Opus… Pues sí tiene que ver, Jordi, uno de aquellos hombres del calabozo era el tipo que hablaba contigo. —No jodas, Félix, ¿estás seguro? —Reconocería esa voz gutural donde fuera y pasasen los años que pasasen. —¿A pesar de la música? –dije. En el bar sonaba el aria Il dolce suono de Lucia di Lammermoor. —Sé distinguir al mismo tiempo la voz de La Callas y la de un canalla. Me quedé estupefacto. —¿Serías capaz de reconocer el resto de las voces de aquella noche? —Con toda seguridad, Jordi, aquel día nunca se me olvidará, en ninguno de sus detalles. —Veré la forma de traerlo de nuevo y que tú estés cerca para asegurarnos. —Te digo que no hace falta, era él. Además no podrás hacerlo, tu amigo del Opus ya no está entre nosotros. —Pero ¿Qué dices? —He tratado de mantener contacto síquico con él y hace ya un rato que lo he perdido. Te aseguro que este tipo no podrá ya viajar, salvo al infierno. —¿Cómo sabías lo del viaje? —No lo sabía, me lo dijo. —¿Te lo dijo? —Con sus gestos… Ya no le pregunté nada más, la respuesta sería demasiado complicada. Hay cosas que mi percepción no capta, a pesar de tener mis cinco sentidos despiertos. Recordé que, en la historia que me había contado, el prisionero gimiente se llamaba Robert, demasiadas casualidades. Aquella noche me dormí sabiendo que Gabriele no acudiría a la cita.
Agradezco a todas y todos cuantos habéis empezado a leer la novela. Ahí va la segunda parte:
En el corazón de las Ramblas
Barcelona, mayo 1971
Uno de mis sueños de niño era ser director de hotel, algunas lecturas, un par de películas y la atracción por esos lugares donde nada es lo que parece y los viajeros pretenden convertirlos por unos días en su hogar, me parecía fascinante. Tanto, que no paré hasta conseguirlo. Lo que no sabía entonces es que un hotel es algo más que un lugar de paso, es el lugar donde habita la parte aventurera de cada uno de nosotros, un lugar para los ensueños, los divertimentos, el reposo del viajero… y para algunas pesadillas.
Se cumplían nueve meses desde que tuve que hacerme cargo de la dirección del Manila de Barcelona, el hotel se levantaba entre los centenarios plátanos de sombra en pleno corazón de Las Ramblas. Nueve meses son un corto espacio de tiempo, breve, aunque importante, porque es la medida de una gestación.
Le había tomado el pulso a mis responsabilidades y, con la ayuda de todo el personal, el establecimiento marchaba viento en popa. Barcelona se abría a la algarada turística en un país que lentamente iba transformándose, a pesar del gran obstáculo que suponía el dictador y todo su entorno. El nuevo gobierno, surgido por el dedo omnipresente de Franco, estaba dominado por tecnócratas pertenecientes al Opus Dei. La Obra, como ellos mismos la llamaban en la intimidad, regía los destinos de un estado todavía anclado en el pecado original de una guerra incivil. La Caballé triunfaba en La Escala de Milán, los Beatles con Let it be, y Nixon espiaba a su oposición creyendo que jamás tendría consecuencias, decretaba la congelación de salarios y precios, y devaluaba el dólar. Pero el huracán social barcelonés lo había dado el conservador Teatro del Liceo con el estreno de Mahagonny, una ópera progresista y visionaria del compositor alemán de origen judío Kurt Weill con libreto de Bertolt Brecht, ya estrenada en el año 30 en Leipzig. La dirección del Liceo puso un aviso especial en los programas, aclarando que no se hacía responsable por la crítica acerba de la obra a los aspectos de la convivencia social tradicional. Todo cambiaba para que todo siguiera igual. En el hotel habíamos preparando una conferencia de Luis María Millet sobre el maestro y compositor Joan Massià i Prats, catedrático de violín y de música, fallecido apenas hacía un año y al que La Vanguardia de Barcelona, en uno de sus artículos, recordaba como «un fino compositor». Terminada la conferencia se daría un concierto con cinco sonatas de Massià interpretadas por Mercè Puntí, acompañada al piano por Sofía Puche de Mendlewicz. Habíamos escogido a ese conferenciante porque, además de sus conocimientos, al día siguiente en el Palau de la Música se le homenajeaba por sus veinticinco años como director del Orfeó Català. La sala se llenó de melómanos, de amigos del orador y de gentes de la alta burguesía barcelonesa, muchos de ellos clientes habituales del hotel o de La Parrilla, el restaurante del noveno piso. Fui saludándoles uno a uno. Apareció Félix Millet, sobrino del disertante, acompañado de un amigo al que me presentó como Robert Camperol. —Un gran nacionalista-dijo casi eufórico. —Un placer, señor Camperol. Supongo que fue muy duro perder aquella guerra-dije, con toda la mala intención, pues sabía que había combatido en el bando franquista, junto a Felix Millet, padre. —Está usted muy confundido, aquella guerra, como usted la llama, la ganamos. —No le haga caso, Robert -terció Millet-. Brotons, es un poco tocacojones. —Discúlpeme -dije, tratando de que no se me escapara la risa. Las primeras frases de la disertación de Luis María Millet llegaban a través de la puerta del salón que acogía el acto. Mis interlocutores no hicieron ninguna intención de querer entrar en el evento, adiviné que preferían presumir a mi costa. Camperol movió la cabeza y entornó sus rasgados y menudos ojos. Levantó el dedo índice y me advirtió. —Hay ciertas actitudes, Brotons, que algún día pueden resultarle caras. —No ha sido mi intención, supuse que siendo usted tan nacionalista… —A Catalunya se la sirve de formas muy distintas -dijo con énfasis. — En eso estoy totalmente de acuerdo -repuse con toda la intención. En aquel momento no lo sabía, pero Camperol moriría pocos días después en un salón del Manila Hotel.