En primer lugar agradecer a Editorial Comuniter, el haber permitido la publicación por entregas de mi novela para cubrir los momentos de tedio del confinamiento.
Final de la novela:
La vida es un regalo, la muerte una cruz
La vida es un regalo, un regalo que algunos se empeñan en estropear antes de devolverlo. (Jordi Martínez Brotons)
Barcelona, agosto 1971
Me llamó Ruth desde Niza, estaba eufórica. —¿Jordi?, soy muy feliz, me ha regalado un diamante de un montón de quilates y del tamaño de un dedal. —Vaya, me alegro, Ruth, eso significa… —Sí, estoy prometida, tiene muchos años y muchos millones. —Una bonita combinación. Enhorabuena. —Nos casaremos muy pronto en su castillo. Ya te invitaré. —No me lo perdería por nada del mundo. —En septiembre regresaré a Barcelona, tengo muchos regalos para ti. Seguimos hablando por espacio de media hora. Me alegré por Ruth. A los amores hay que quererles por su forma de ser, aceptando sus libertades, sin intentar cambiarles; siendo dichosos con su felicidad. Recostado en el sillón de mi despacho me sentí dispuesto a afrontar un día más de trabajo. El hotel estaba en plena efervescencia, el restaurante lleno de gente desayunando, la recepción abarrotada de clientes que pagaban su factura y los mozos de equipaje y los botones trajinando con las maletas de los clientes. Me sentí feliz, era mi mundo. Pero la llamada de Ripoll me dejó perplejo. —Se han cargado a Gabaldá… Sentí algo especial, como supongo lo había sentido Ripoll al saber la noticia. Pude gritar aquello de ¡alguien ha apretado el botón!, ¡se ha hecho justicia! Sin embargo, opté por conocer bien todos los detalles. —No me digas, Ripoll, ¿cómo ha sido? —Esta mañana en su apartamento de Pedralbes, le han encontrado clavado en una cruz de madera, muy sencilla y tosca, pintada en negro. — Pavoroso –atiné a decir. —Ahí no acaba todo –dijo Enrique-. Los calvos que atravesaban las manos y los pies de Gabaldá eran de plata y en la cabeza de cada uno de ellos figuraban grabados los nombres de Camperol, Torras y Pagés y sobre el crucifijo había escrita una leyenda con la propia sangre de Gabaldá: Exorcizamus te omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas, omnis incursio, infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et secta diabolica. Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine. De las asechanzas del diablo, líbranos, Señor. Parece parte de un exorcismo. —Me dejas impresionado, Enrique. ¿Qué vas a hacer? —Nada, no es de mi distrito –dijo con la mayor tranquilidad-, corresponde a la comisaría de Pedralbes, y ya sabes que, personalmente, no le tenía ninguna simpatía. Y tú, ¿vas a investigarlo? —No, Ripoll. Ni pasó en mi hotel, ni era mi amigo, ni tampoco mi cliente. —… y era un capullo y un cabrón –dijo Ripoll. —Un diablo –contesté. Todavía no me había repuesto de la noticia. No quería ni imaginar quién o qué había eliminado a Gabaldá, bastante complicado había sido todo como para empezar de nuevo. El teléfono repiqueteó de nuevo ansioso. —Tienes otra llamada JB, del señor Nogal… —Pásamelo. —¿Jordi? No te asustes, tengo que decirte algo muy importante, he tenido una percepción… —¿Gabaldá? —Sí… ¿Cómo lo sabes? —Tú tienes clarividencia y yo a Ripoll. —¿Ha muerto, verdad? —Del todo –dije, para contarle luego todos los detalles. —No me extraña, ni tampoco me extrañaría cualquier hipótesis sobre los autores. —¿El diablo? ¿Belcebú? ¿Un exorcista aburrido? –pregunté con socarronería. —Todo puede ser, Jordi, son muchos los candidatos… los nombres del diablo son infinitos, ya sean bíblicos como Lucifer, Satanás, Belial o Samael; literarios como Mefistófeles, Leviatán o Asmodeo; ocurrentes como el Señor del pozo, el Rey de las langostas o el Destructor; caseros como el Demonio, Astarot o Belfagor… y reales como Hitler, Stalin, Franco, Gabaldá o tantos otros a lo largo de la Historia. Infinitos nombres para un mismo ser. Un ente que habita en cada uno de nosotros, despertarle o no, depende sólo de uno mismo. —Entonces, hasta pudo el Diablo matar a otro diablo, una especie de ejecución… con la ayuda desinteresada de alguien. —Sí, no le imagino subiéndose a la cruz solo. —Y yo no le imagino clavándose de pies y manos, no tenía pinta de contorsionista… ¡Y a su edad! Escuché la risa de mi amigo al otro lado del teléfono. La telefonista nos interrumpió. —Tienes otra llamada, JB. Me despedí de Nogal y pedí que me pasaran el nuevo reclamo. Era Lilith. —Con cien cañones por banda… –dijo, por toda presentación. La imaginé sentada en la barra del Boadas, con su pelo casi rojizo, las cuatro pecas cercando a su nariz y esa sonrisa de niña mala. El icono de la belleza que surge de improviso y que se cuela por la puerta de los sentimientos. —¿A qué hora, princesa? –respondí entusiasmado. —¿A las once te parece bien? —Perfecto. Pensé que la vida es un regalo, un regalo que debemos aprovechar día tras día. En aquellas horas, Las Ramblas estaban en pleno apogeo. Los paseantes compraban flores unos metros más abajo, deambulaban bajo los centenarios plátanos y luego se paraban para ver el edificio del Manila Hotel… camino de la Plaza de Catalunya, corazón de una ciudad abierta, plural, acogedora. Feliz a pesar de todo. FIN
El Manila HotelEl diablo sabe a quién elige.El ritual de un exorcistaEl misterio y el JB prosiguen en una nueva aventura
A la mañana siguiente me desperté con el olor de Lilith flotando en todo mi cuerpo y con mucho sueño. Había sido un noche preciosa, llegué al hotel muy tarde y tenía que levantarme pronto para despedir a míster Backster y a su acompañante, sin haber podido adivinar si este último era mudo o muy reservado. Luego llamé a Ripoll para contarle mi impresión de la velada anterior sobre la forma en que pudo morir Camperol. —Pudieron inyectarle algo la noche de la cena. —Es muy posible, Jorge. A lo largo de la mañana tendré las pruebas de toxicología de unos inyectables que encontraron en el piso de Gassiot. —Genial, tendrías que pasarme unas fotografías del profesor, es posible que alguno de nuestros empleados pueda recordarle. Pasé el día esperando la llamada de Ripoll. A eso de las ocho de la tarde vino el comisario al Manila Hotel. Nos sentamos en una mesa del bar, un tanto apartada. Hice una seña al camarero y levanté el índice y el medio. Me confirmó el pedido bajando la barbilla en señal de afirmación. A los pocos minutos avanzó con paso elegante y con la bandeja con los dos whiskys. —Dos de los tuyos JB –dijo. —Gracias, Jesús. Ya bien provistos, llegó el momento de que Ripoll me contara sus impresiones sobre el interrogatorio de Gassiot. —Tenías razón, el resultado toxicológico de los inyectables encontrados revelan la existencia de batracotoxina. —¿Una toxina de batracio? —En concreto de un rana, la Phyllobates terribilis. Un tipo de rana del oeste de Colombia. La utilizan los indios para envenenar sus flechas y sus dardos. —¿Y cómo actúa? –pregunté asombrado. —Impide la transmisión del impulso nervioso hacia los músculos y se produce una hiperexcitabilidad de los tejidos nervioso, muscular y cardíaco… —Es decir, lo paraliza todo. —Todo, la víctima muere de parada cardiaca, sin dolor, como entrando en un sueño profundo. Sólo con dos microgramos por kilo de peso del sacrificado, basta. —Así que mi tesis tiene base, pudo haberle inyectado la toxina en el tumulto de la entrada a la cena. —Así debió ser. —El sudor de una rana puede matar a un príncipe –dije. —Es otra forma de ver los cuentos –contestó Ripoll. —¿Ha confesado? —Bueno, él sí… pero nos falta la mitad de la confesión. —¿La del diablo? –dije tratando de embromarle. —No te rías, Jorge. Este tío tiene algún tipo de enfermedad mental. El lunes haremos un nuevo interrogatorio, esta vez en presencia de un siquiatra y de un forense. —¿Ha llegado a involucrar a Gabaldá? —No, no reconoce haber hablado con él las últimas semanas. —¿Ni cuándo fue a verle el día de la detención? Ripoll movió la cabeza negando. Bebió un sorbo de whisky, cruzó las piernas y me miró fijamente. —No sé si tenemos a dos asesinos y a un solo culpable, o dos culpables y un solo asesino. En cualquier caso le tenemos. —Eres un gran policía, Enrique –dije muy sincero. —Gracias, Jorge y tú un gran director de hotel… y un aprendiz de detective. Reímos. Fuera la tormenta mojaba los plátanos de Las Ramblas y los transeúntes corrían a refugiarse en algún establecimiento. Las primeras luces eléctricas empezaban a iluminar la ciudad, el Manila volvía a cerrar completo. En una de nuestras suites dos hombres recordaban París y se prometían regresar el año próximo a Barcelona y al Manila Hotel. Aquel lunes tuvo lugar el segundo interrogatorio de Gassiot y fue una sarta de despropósitos. Por fortuna estaban presentes el juez, un siquiatra y un forense. La doble personalidad del detenido convirtió las interpela- ciones en inútiles. Al parecer, según el siquiatra, la personalidad demoníaca era la dominante y apuntaba a algún tipo esquizofrenia; el forense mantenía que era un severo trastorno mental en los que los delirios y alucinaciones sometían su personalidad. A medida que avanzaba el interrogatorio, Satán tenía más protagonismo y sus amenazas eran más extremas, reconoció que había matado a los cuatro; «su tiempo había concluido », repetía. Ambos facultativos recomendaron su ingreso en un instituto de salud, es decir, en el manicomio de San Boi de Llobregat, a pocos kilómetros de Barcelona. El juez aceptó la propuesta de los doctores y Gassiot fue trasladado, con diablo incluido, al famoso siquiátrico. Decían que el desorden de personalidad múltiple de Gassiot podía deberse a una enfermedad mental o la creencia de una posesión. Al parecer, los demonios atormentan con preferencia a las personas que tienen problemas mentales serios, no quisieron concretar si se referían a los demonios de la mente o a los bíblicos. Nos contaron que, a menudo, le veían dialogar a oscuras en su celda; nadie sabía con seguridad si consigo mismo o con otros seres demoníacos. Sin embargo, para nosotros, no había terminado el caso y no nos quedaríamos parados. Los profesionales de la siquiatría resolverían la veracidad de la distorsión de Gassiot; aunque subsistía el inductor, el que tenía algo que ganar con los asesinatos y para nosotros tenía nombre propio y carnet de identidad, por tanto dentro de la jurisdicción terrena de Ripoll. Carles Gabaldá i Flores, merced a un perturbado, había eliminado a los únicos testigos y cómplices que podrían haberle arruinado su carrera política. Ahora estaba libre; para él, el sortilegio del conjuro que rompía su pacto con Belcebú había funcionado y Gassiot, conocedor de la verdad, andaba perdido por sus laberintos mentales. —Tenemos que pillarle, Ripoll –le dije por teléfono. —Por supuesto, Jorge, ahora sólo tú y yo conocemos el alcance de sus delitos. ¡Ándate con ojo!, igual que se cargó un banco, puede cargarse a un director de hotel. —… O a un policía –dije para provocarle. —No le interesa, sería demasiado evidente, en cambio un restaurador que muere probando la comida de su restaurante… El sentido del humor de Ripoll era bastante peculiar. Seguía siendo un poli. La verdad es que sería muy difícil pillar a Gabaldá, no había estado en los lugares de los crímenes, tenía excelentes coartadas apoyadas por docenas de personas. Nadie, en su sano juicio, creería ni su pacto con el diablo ni su ruptura. El conjuro restaría escondido bajo nombre extraño entre los 350.000 volúmenes en la Librería del Seminario, sólo Gassiot si recuperaba la cordura, podría decir dónde estaba. El Maligno disfrutaba con su mejor jugada, se había cobrado cuatro almas y Gabaldá quedaba libre para llegar a ser el corruptor y el prevaricador que el infierno necesitaba, alguien capaz de jugar con lo más sagrado, sembrar la discordia, engañar a los crédulos y someterse al poder de los de siempre para gloria del infierno. No obstante, los caminos de la justicia divina suelen tener muchos recovecos. A la mañana siguiente tuve que visitar a algunos clientes del centro, concretamente en el Paseo de Gracia. Mi objetivo era ofrecerles las ventajas del Manila Hotel, ya que en la zona tenía un importante competidor y era el Hotel Avenida Palace de la Gran Vía. Pasado el mediodía me dispuse a regresar al hotel. Noté que un tipo me andaba siguiendo, me paré en un escaparate del paseo para observarle bien en el reflejo de uno de los cristales. Era un gorila de unos cuarenta años, fornido y con aspecto de aquellos asesinos que contrataba la patronal para eliminar sindicalistas y líderes obreros. Llevaba en el ojal de la solapa un escudo de la falange. Bajé por la calle Pelayo con el retrovisor virtual atento. Pasé frente a los Almacenes Capitolio, la amplitud de Pelayo permitía un disparo certero y huir hacia la plaza Castilla en dirección a Tallers o a Joaquín Costa. Llegué al cruce de Balmes con Bergara donde estaba la entrada a la Avenida de la Luz, no lo pensé dos veces y bajé a la galería comercial, olía a viejo y a cacahuetes tostados; sobre el número 25, en el mostrador de Pam-pers, el aroma cambiaba a esencia de barquillo y de vino Montroy de Pedro Masana. Como yo esperaba, en los dos mil metros de galería había abundantes peatones paseando o comprando en las todavía numerosas tiendas del recinto. El individuo no se amedrentó y me siguió hasta allí; sin embargo, yo tenía todas las ventajas, había recorrido el lugar cientos de veces, jugado en los futbolines y asistido a docenas de proyecciones en el antiguo cine. Así que pensé que sería fácil perderle entre las grandes columnas que flanqueaban la galería. Por fortuna, los grandes neones de potentes luces que en la década de los cuarenta y cincuenta asombraban a los barceloneses, andaban ahora un tanto estropeados, el que no estaba fundido estaba cubierto de polvo, la Avenida de la Luz había perdido su glamur e iniciaba su imparable decadencia. Me vinieron de perlas las zonas de poca luminosidad y las numerosas tiendas vacías, otrora ocupadas por prestigiosas joyerías y relojerías, para intentar deshacerme de mi insistente perseguidor. No tenía ni la menor duda de que era un esbirro de Gabaldá, tal y como me auguró Ripoll. Sin embargo, cuando me las prometía tan felices, comprobé que el tipo seguía pegado a mi espalda. Me paré en la cafetería semicircular de la galería, los altos taburetes estaban casi todos ocupados, pedí un café. Mi perseguidor, sin ningún tipo de prudencia,se situó al otro lado de la barra. Tenía un rostro grisáceo, con ojeras, los ojos se mostraban abollados entre unas pestañas también grises, la mirada turbia, matona. Era tan alto como yo pero más macizo, calculé que pasaría de los cien kilos. Dejó su lugar en la barra y se separó un metro de las banquetas, quedaba en diagonal a mí, sin posibilidad de tiro porque yo estaba emparedado entre dos hombres sentados cómodamente en sendos taburetes. Recordé que acarreaba el arma que me había proporcionado Ripoll, pero tenía que colocar el cargador que llevaba aparte por precaución. Él dio un primer paso hacia mí. Pagué el café, el tipo estaba por su tercer paso. Aproveché que uno de mis vecinos de taburete se levantó. Salí hacía el centro de la galería cubierto por el ciudadano. Mi perseguidor se detuvo. Yo me dirigí hacia los servicios cerca del cine Avenida, hice la intención de entrar, aunque desvié mi dirección cuando calculé que estaba fuera del campo de visión del gorila y me quedé pegado a la pared. Le vi entrar en los servicios, tenía la mano derecha escondida en la chaqueta a la altura de la axila, sus pasos eran rápidos, seguros, asesinos. Pude huir, pero no lo hice, hubiese continuado su implacable persecución. Le vi salir, las sienes le temblaban, las manos le sudaban, era su manera de incitar su deseo asesino. Le esperé aplastado a la pared y en cuanto alcanzó mi altura estiré mi pierna derecha para trastabillarle, cayó de bruces contra el suelo, desenfundé el arma y salté sobre él, había girado el cuerpo y estaba boca arriba, no estaba tan corpulento como aparentaba, más bien seboso. Le pegué la pistola a los testículos. —¡Si te mueves te capo! –grité como en las mejores películas. Algunos curiosos se habían acercado, otros permanecían a prudente distancia. —¡Llamen a la comisaría de Doctor Dou, díganle al comisario que envíe una dotación! Los curiosos miraban la escena sin intervenir, por la expresión de sus rostros adiviné que yo les parecía el bueno y el tipo del suelo el malo. Tal vez porque cumplíamos con sus estereotipos. Alguien desde el teléfono del bar llamó a la comisaría. El pájaro trató de moverse, yo tenía el ama amartillada y él podía verlo. —No me obligues –exclamé, como si lo hubiese hecho toda la vida. Aparecieron un par de grises. Pensé que demasiado pronto para ser hombres de Ripoll. Uno de ellos desenfundó su arma reglamentaria. —Trataba de matarme –dije por toda explicación. —¿Es usted del cuerpo? –preguntó el segundo agente, mientras el primero le ponía las esposas a «mi» detenido. —No, soy el director del Manila, he llamado al comisario Ripoll –dije como si esto fuese una garantía de bondad. —Ya, deme el arma. Y no se mueva –dijo el primer agente. Tomó el arma, la miró y sonrió. — ¿Sabe que está descargada? —Por supuesto –contesté-, mostrando el peine todavía en la cartuchera. En aquel momento llegaba Ripoll con otros dos agentes. —Vaya, tenías que ser tú… siempre metiéndote en líos. La pistola es mía y este señor tiene permiso de armas, me hago yo cargo del paquete –dijo Enrique a los dos policías. —A sus órdenes señor comisario –respondieron. El gorila se incorporó a duras penas. Ripoll buscó en la sobaquera del detenido y le quitó un revólver del calibre 38 Smith & Wesson. —Te hubiese matado un clásico –señaló con su humor policiaco. —No me consuela, Enrique. —Anda, tómate un coñac, te animará. Me voy a la comisaría a llevar a ese tipo, pasas luego para hacer la oportuna denuncia. Me quedo con la Browning, me olvidé decirte que necesitas balas para disparar –dijo con sorna. —Ya, no me dio tiempo a poner el peine. ¿Por qué te crees que le apunté a los testículos y no a la cabeza? Así no pudo ver que estaba descargada. —Tienes cojones, Jorge. Este tío es un profesional, un poco pasado de peso, pero un profesional. No olvides lo de la denuncia. —En media hora estoy en comisaría. Seguí el consejo de Ripoll. No obstante, en vez del coñac, pedí un J&B con dos hielos y en vaso corto, en el bar de la galería. Los clientes me miraban entre el asombro y la admiración. Me hubiese gustado saber qué contarían en casa. Llegué al Manila después de presentar la denuncia contra mi perseguidor, por supuesto no cantó el nombre del que le había encargado el trabajito, pero era muy fácil adivinarlo. Pensé en la larga mano de Gabaldá y me enfurecí. Encima de la mesa de mi despacho estaba una campánula de plata regalo de una amiga muy especial que tenía en Lausana. Aquella campanilla me había salvado la vida en una ocasión, o eso creía. Por un momento dudé si, como en la fábula del Mandarín de Rousseau, podía desear la muerte de alguien sólo con tocarla. Deduje al fin que utilizar un objeto salvador para una misión de verdugo sería miserable y aunque no se puede juzgar a nadie porque sus pecados sean distintos a los nuestros, cuando los delitos ponen en peligro la vida de uno, la cosa cambia. Por eso telefoneé a Gabaldá, para pedirle explicaciones y llamarle por su nombre; me dijeron que ya no estaba en la oficina. Precisamente, aquel viernes, los Gabaldá se habían trasladado a la Costa Brava a pasar el fin de semana. Desde los tiempos del abuelo Gabaldá la familia tenía una hermosa casa en Lloret de Mar, uno de esos pueblos asomados al Mediterráneo en que los pinos llegan hasta besar la mar. El abuelo siempre contaba entre risas que la casona, La Negra, como la había bautizado, era fruto de las correrías de su padre como tratante de esclavos en la vieja Cuba. A Carles Gabaldá le encantaba el lugar, también a sus siete hijos, a sus nietos y a su esposa, la madre superiora, como él la llamaba. Entre ambos había existido la complicidad de los intereses creados, ella sabía que era un canalla y que, gracias a eso, su prole tenía el porvenir asegurado y dada la memez que abundaba en sus retoños, era muy importante. Aquella tarde, recostado en su sillón favorito viendo jugar a sus nietos y conversar a sus hijos, Gabaldá se sintió feliz. Imaginaba que yo ya no estaba en este mundo, sonrió. No sabía el porqué pero le dio un repaso mental a su vida, todavía no lo tenía todo; no obstante, sus objetivos ya estaban trazados. Para ello había tenido que hacer muchas cosas, algunas terribles… terribles para los fusilados, los desahuciados, los desfalcados, los timados, los engañados y los asesinados. Todo por Dios y por la Patria, sólo que su dios y su patria tenían el mismo nombre: Gabaldá. Sintió que tenía algo muy fuerte dentro de él, un poder omnímodo, imparable. Soñó en prados verdes con cientos de esclavos negros recolectando algodón y en industrias textiles llenas de obreros sin convenio y con salarios bajos. El sábado por la mañana sonó el teléfono, alguien preguntaba por Carles Gabaldá. Mascullando improperios, Gabaldá atendió a la llamada. Su rostro cambió de expresión, primero fue de sorpresa, luego de indignación. —En un par de horas, estoy allí. Hablaremos –dijo al interlocutor. Colgó con el fastidio pintado en la cara. —Debo volver a Barcelona, un asunto de negocios. Regresaré por la noche. —¿Tan importante es? –preguntó su esposa, mientras terminaba sus rezos matinales. —Sí, querida, es inoportuno, pero debo ir. Sus nietos jugaban en la piscina, sus hijos hablaban de negocios que sólo podían proyectar gracias a papá, lo hacían en castellano, porque el catalán era un idioma para pobres y sirvientes, decían. Algunos hermanos todavía dormían la juerga discotequera del viernes. Una familia típica… típica de cierta alta burguesía barcelonesa de los años setenta. Gabaldá ni se despidió de ellos porque suponía que regresaría en unas horas. No lo sabía, pero aquel sería su último viaje.
Phyllobates terribiliLa Avenida de la Luz, vacíaCon públicoEl barEntrada a los Ferrocarriles CatalanesEl cine AvenidaDegustación de barquillos y Montroy Masana
Recibí la llamada de Enrique Ripoll cerca de las once de la noche. Me contó que habían arrestado a Gassiot y estaba en las dependencias policiales a la espera de ser interrogado. —Me alegra, Enrique, ¿puedo contárselo a Hipathia? —Ya lo sabe, el agente que vigilaba su edificio la ha tranquilizado. —Estupendo, ¿puedo preguntarte cómo lo habéis cazado? —Gabaldá le ha delatado. —Vaya un pájaro. Encima quedará como un santo. —Sí, ha colaborado con la justicia. A la mañana siguiente me pidieron que pasara por Vía Layetana para identificarle, mera rutina. Aunque no me hacía gracia encontrarme con los tipos de la Brigada Social. No hubo la rueda de presos de las películas de Hollywood, sólo me pidieron que identificara a Gassiot como el hombre con quien hablé sobre el códice. Me preguntaron hasta qué hora estuvo Gassiot en la verbena de la víspera del asesinato de Joan Deulovol. —Nos fuimos antes que él, sobre las tres de la madrugada –contesté. No hubo careo, al parecer Gassiot no les había dicho nada. Se había cerrado en banda y se negaba a hablar. Así me lo estaba contando Ripoll cuando entró exprofeso en la sala Vicente Juan Creix, jefe de la Brigada Social en Barcelona y viejo conocido. Creix me tenía entre ceja y ceja desde que me escapé de sus garras y dos de sus hombres se mataron en accidente persiguiéndome por las Costas de Garraf. —Hombre, el «collons» por aquí. Te tengo vigilado –dijo, llevándose el dedo índice y medio a los ojos-. Ya te pillaré. —Es un testigo en un caso de mi departamento, Vicente, déjale en paz –dijo Ripoll. —Eso es lo que quiero, dejarle en paz… en paz eterna –contestó Creix. Se alejó mirando hacia atrás con el odio reflejado en su rostro. No le hagas caso, Jorge, está picado desde que le dejaste en ridículo. —No, si yo no le hago caso, pero él parece que no olvida. De regreso al hotel me alegré de que todo estuviese tranquilo, aquella noche podría ir a la conferencia de míster Backster a instancias de la Cámara de Comercio. El parlamento lo daba en el mejor escenario posible, el Salón Dorado de la Llotja de Barcelona. El Palau de la Llotja, otrora la sede del Consulado del Mar, era la historia viva de Barcelona. Reconstruido varias veces, Joan Soler i Faneca lo transformó en 1771 en un edificio neoclásico de gran belleza. El Salón Dorado se encontraba en la planta noble del palacio. El color dorado y el pan de oro estaban presentes en todos los elementos decorativos, en los marcos y molduras de todas las aberturas, en los frontones de las puertas, en los balaustres de las balconeras y en la ménsula que sostiene un león con el escudo de la Real Junta Particular de Comercio de Barcelona. Acudí con puntualidad. El empleado que les acompañó el día de su llegada al hotel departía con el presidente de la Cámara y con míster Backster en la zona de acceso al salón; me llamaron y me uní al grupo sin necesidad de presentaciones, puesto que ya nos conocíamos todos. Hablamos sobre la magnificencia del edificio, al que el conferenciante americano no dejaba de alabar. Los asistentes ya iban tomando asiento en el amplio paraninfo, en los cuatro ángulos del salón holgaban otras tantas esculturas de mármol blanco de Damià Campeny. Himeneo, La fe conyugal, Diana cazadora y Paris, contemplaban a los asistentes desde sus pedestales cilíndricos. Entramos, el presidente de la Cámara y míster Backster subieron a la tarima donde se encontraba la mesa. Me quedé con el empleado regordete en una de las primeras filas. El guardaespaldas del orador observaba desde una posición cercana a la mesa de presidencia. Después de las presentaciones, Grover Cleveland Backster, Clever para sus amigos, empezó su conferencia. Contó que había trabajado en la Central de Inteligencia Norteamericana como especialista en interrogatorios. Había fundado la unidad de polígrafo de la CIA poco después de la Segunda Guerra Mundial y llegó a ser presidente del comité de investigación de instrumentos y ciencias para el interrogatorio. Acabada esta presentación, pasó a la parte más sustanciosa de su conferencia. El público se mantenía atento e interesado y, sin embargo, no había empezado lo mejor. Backster contó cómo había desarrollado su famosa teoría de la Percepción Primaria en la que afirmaba que las plantas «sienten dolor» y tienen percepción extrasensorial. Pensé que a Nogal le hubiese interesado esta conferencia. Los experimentos de Backster con la plantas conectándolas al polígrafo demostraban que tenían una conciencia telepática y que podía «sentir» distintas emociones, como el dolor o la ansiedad. Después de explicar varios ejemplos, contó su experimento preferido realizado en 1966. Backster era dueño de una planta ornamental que él mismo cuidaba. Ensayó conectarla al polígrafo e imaginar que la iba a quemar, las lecturas se salieron de la tabla como una respuesta de estrés a su intención de dañarla. Luego Backster decidió, mentalmente, no hacerlo y a pesar de acercarse con una cerilla a la planta, esta había detectado las verdaderas intenciones de Backster y no provocó ninguna señal. Una cerrada ovación premió las palabras del orador. Las preguntas fueron numerosas. Una señora le inquirió sobre la posibilidad de que demostraran rechazo a quién las maltrataba. Backster mantuvo que los pensamientos y reacciones humanas en un entorno determinado causaban efecto en algunas plantas y estas guardaban «memoria» de ello. Fue una interesante conferencia, el público se marchó comentando lo escuchado. Como toda teoría, tenía sus defensores y sus detractores. No pude abandonar el palacio sin admirar la escultura de Lucrecia, también obra de Damià. Era magnífica en todos sus aspectos. La representaba recostada en una silla de marfil como las de los ediles romanos. El vestido, parcialmente desgarrado, dejaba al descubierto los brazos, el cuello y el seno derecho de la patricia romana. Algo alejado está el estilete con el que se ha causado la muerte para defender su honor. La belleza en estado puro. Pensé en la burguesía capaz de edificar cosas bellas. Como aquel edificio o mi querido Teatro del Liceo. Esa burguesía trabajadora, innovadora, refinada y entregada, que ama a Catalunya y a su cultura vieja y viva como un ensueño ancestral. ¡Qué lejos de esa otra, autocrática, explotadora y clasista! La fealdad hedionda y racista de los currutacos. Ripoll me estaba esperando en el bar del hotel. Su aspecto no era el de un comisario de éxito que ha capturado a su pieza más deseada. —¿Qué pasa Enrique, no está bueno el whisky? —El J&B está genial, Jorge, pero mi situación no tanto… —¿Qué ocurre? —Gassiot se puso en contacto con el rector de su facultad y ahora tengo a los jesuitas encima. Ese tío tiene muchos enchufes. Además, en el Archivo Militar de Segovia, no figura ningún Albert Gassiot en el frente del Ebro durante el año 38. —¿Y el bisturí asesino? — No lo hemos encontrado todavía, a pesar de que le pillamos después de exhibirlo en la captura, debió deshacerse de él. Mis hombres están registrando su casa y de momento no tenemos nada. —¿Tampoco el texto para romper el pacto? —Tampoco y aunque lo encontráramos no nos serviría de nada… Si contamos nuestra fantástica verdad los jueces se reirían de nosotros. Sólo tenemos resistencia a la autoridad, un delito menor. —¿No habéis podido hacerle cantar? –dije poniendo énfasis en el argot policial. —Nosotros no somos la Brigada Social, necesitamos algún tipo de prueba consistente, Gassiot mantiene una actitud tranquila, incluso chulesca. ¡Fíjate que ha pedido someterse al polígrafo! En aquel instante se me encendió una luz en el cerebro. —¿Tenéis polígrafo? —Sí, hay uno en Vía Layetana, aunque te advierto que se le puede engañar, máxime con la actitud y conocimientos de Gassiot, parece que esté en posesión de la verdad en todo momento. —¿Podría salir de Vía Layetana? —¿El polígrafo? —Los dos. Voy a contarte la conferencia a la que he asistido esta tarde… Referí a Ripoll la conferencia de Backster con todo detalle. —¿Y eso que tiene que ver con el caso? —Recuerda el escenario del crimen de Joan Deulovol. El ficus del archivero fue «testigo» del ataque y quedó manchado con la sangre de la víctima. —Todo eso me parece una tontería, Jorge, el comisario jefe me va a matar. —Te matará mucho antes si no encuentras pruebas… —Eso es verdad, con la situación actual tendré que soltarlo… si consigo una sola prueba, ¡una sola!, le haremos cantar, te lo aseguro. No me gustó la expresión de mi amigo, conocía los métodos policiales en carne propia, pero el caso requería de trato extraordinario, como el que yo le estaba proponiendo; casi una locura. Al diablo con el diablo. Me costó muy poco convencer a míster Backster. A la mañana siguiente pusimos en marcha una extraña caravana. Con el oportuno permiso del arzobispado, trasladamos el polígrafo de la Dirección General de Vía Layetana al Archivo Arzobispal, apenas a doscientos metros. Ripoll, uno de sus hombres y dos policías de uniforme trasladaron al edificio a Gassiot acompañado de su abogado, un jesuita enjuto, de sotana grande y ojos pequeños con el párpado inferior caído y con una perilla estilo imperio, como las que aparecen en el rostro del Belcebú en ilustraciones y dibujos. Los dos policías uniformados y el agente quedaron en la antesala del archivo custodiando a Gassiot y charlando con su abogado, el jesuita bostezó dos veces, tal vez por la temprana hora o tal vez porque aquello le parecía aburrido. Ripoll entró en el recinto del archivo. Allí le esperábamos, míster Backster, su inseparable y silencioso guardaespaldas, Félix Nogal y yo. El norteamericano había ya preparado el polígrafo, hicimos un par de pruebas para comprobar que los electrodos funcionaban bien. Iniciamos las presentaciones y Backster explicó algunos pormenores a Ripoll. —Como usted ya sabe los cambios fisiológicos que puede medir el polígrafo son generados por el sistema de defensa natural. Cuando el individuo a quien se somete percibe un peligro para su integridad, el sis- tema primitivo de autodefensa se pone en marcha. Sucede en segundos, alterando el equilibrio de los órganos vitales que se convierten en alteraciones fisiológicas medibles por el aparato. Este tiene tres canales que miden, la respiración, la presión sanguínea y la sudoración. Backster nos daba explicaciones a los no iniciados y yo las traducía del inglés para la concurrencia, en esas llegó el juez instructor. Gassiot no había pasado todavía a disposición judicial; sin embargo, ya estaba designado el instructor, que no quiso perderse el interrogatorio. —El ser humano tiene cambios fisiológicos debidos a su actividad cerebral y esto es lo que mide el polígrafo –repitió Backster-. Las plantas también los tienen, evidentemente no con una actividad cerebral sino sensorial. Y yo he conseguido teorizarlo y demostrarlo. Miré al juez instructor, tenía una expresión de incredulidad en su rostro que era todo un poema. No podía leer su pensamiento, pero el nerviosismo de los nudosos dedos de sus manos denotaba una impaciencia contenida hasta que todo aquello terminara. Tampoco sabía si a Ripoll le gustaba rezar, si era así, el momento lo requería. Yo seguía traduciendo las explicaciones de Backster, mientras él conectaba los instrumentos de medición al ficus del archivo. La planta seguía en aquel rincón de la sala donde Deulovol la regaba y mimaba, sus hojas todavía estaban cubiertas con la sangre seca del que fuera su protector. El ficus había estado presente en el asesinato, la víctima lo había regado por última vez con su propia sangre. Conectó los neumógrafos a las hojas manchadas y los galvanómetros al tronco y a la raíz, para ambos casos precisó de instrumentos especiales para las conexiones. El juez trató de decir algo y Ripoll de hacer mutis por el foro, el ambiente era tenso. —Por favor –dijo Backster- salgan todos menos el comisario y el juez. Salimos Félix, yo y el guardaespaldas a la antesala. Una vez fuera, Gassiot me miró de arriba abajo, sentí su odio profundo. —Nos hemos de ver en el infierno, Brotons –dijo. No respondí, entre Creix que quería darme la paz eterna y Gassiot deseándome el infierno, la verdad es que me abrumé. Ripoll apareció en la puerta y me señaló que entrara. Backster me pidió que me acercara al ficus, quedé a menos de medio metro de la planta. Los medidores no se movieron ni un milímetro, la línea permaneció recta, sin cambios. Esperamos cinco minutos, entonces me ordenaron que cogiera una de las hojas. Así lo hice y el resultado fue el mismo. Uno a uno, fueron pasando todos, desde el abogado de Gassiot, los tres policías, el agente americano y Félix Nogal. El resultado seguía siendo el mismo, las agujas ni se inmutaron, en el caso de Nogal hubo cierto amago que Backster relacionó con la empatía o conexión del ficus por Nogal. —Bueno, basta ya –dijo el juez, suspicaz e impaciente-. ¿A dónde nos lleva todo esto? —Tenga paciencia, señoría. Estamos acabando –dijo Backster. Al fin, hicieron pasar a Gassiot. Le pidieron que se detuviera a medio metro de la planta. Pasaron dos o tres minutos interminables. De repente, las agujas del polígrafo empezaron a moverse, primero con vértices pequeños, luego más grandes. —Coja una de estas hojas –ordenó Backster a Gassiot. —Esto no es una prueba de polígrafo –gruñó el abogado-, debería anular esta payasada, señor juez. —Ustedes pidieron una prueba con polígrafo, no acordamos quién debía someterse –repuso el juez-. Dígale a su cliente que sujete una de las hojas y terminemos con esto. Gassiot fue a coger una de las hojas manchadas con sangre, rectificó y buscó una del otro lado. En apenas segundos, la maquina pareció enloquecer ante el asombro de todos.
—¡Malditos, malditos! –gritó Gassiot- Nada podéis contra el Señor de los Infiernos… Quedamos todos impresionados. El magistrado instructor se llevó aparte a Ripoll. —Ha sido impresionante; no obstante, cuando lo ponga a mi disposición, traiga pruebas más sólidas. Ripoll sonrió, había ganado el primer round. Ahora tenía la fuerza para someterlo a un interrogatorio con respuestas. Nos abrazamos. —Confieso que no las tenía todas conmigo –dijo Ripoll. Félix Nogal nos añadió sus impresiones. —No hay duda de que es culpable, pero en su fuero interno cree que él no ha sido, que sólo es un instrumento. —¿De quién? –preguntó Ripoll. —Él está convencido que todo es obra del diablo… —¿Esquizofrenia? –dije. —No lo sé, no soy médico, la parasicología estudia las aptitudes mentales paranormales, la esquizofrenia es una enfermedad que afecta a la mente, distorsionando la realidad. No es lo mismo una alucinación que una visión extrasensorial –explicó Nogal. Le di las gracias a Nogal y a Backster, que seguía tomando nota de las mediciones del polígrafo. —Es portentoso, míster Brotons, la planta ha sentido terror, ha reconocido al asesino de su dueño –dijo Backster. Me alegré de tener la oportunidad de tener a Cleve como cliente. Las complicaciones para lograr las dos habitaciones para la Cámara habían valido la pena.
Leones de la Llotja de Barcelona Escalera de accesoSalón Dorado de la LlotjaEstatua de Paris en la Llotja Himeneo Diana cazadora Grover Cleveland BacksterBackster con un polígrafo para determinas los «sentimientos»de las plantas
Sería medianoche cuando me llamó Ripoll, cogí el teléfono en La Parrilla, andaba comentando con el chef los pormenores de la cena y que siguiera las recomendaciones que habíamos acordado. —¿Jorge?… Todo está pasando en mi distrito, parece la casa de los horrores. Esperé a que el chef se alejara para preguntar a Ripoll qué ocurría; no me dio tiempo, desde el otro lado del auricular oí su carraspeo y su exclamación. —¡Se han cargado a Pagés, o se lo han cargado o se ha suicidado! —¿Estás seguro? —Hombre, muy guapo no ha quedado, pero hemos confirmado que es él. Ha caído desde la torre de la basílica de San Justo y Pastor. Treinta y cinco metros de vuelo. Murió en el acto. —¿Qué dirán esta vez los periódicos? —No lo sé. Si es un suicidio los del Opus no querrán admitirlo y si ha sido empujado, tampoco. Aunque los de la autopsia aseguran que hay ciertas marcas en el tórax que sugieren un fuerte golpe. —¿Piensas en Sergio Congost? —Hemos hecho indagaciones, es quién creemos, en cuanto a lo de hoy, Congost ha pasado todo el día en el Hospital del Mar. A la hora del deceso estaba operando. —Nos estamos quedando sin sospechosos –dije contrariado. —Como tú dices… siempre nos quedará Satán. —Habrá que tenderle una trampa. ¿Cómo se pesca al diablo? —Con un político, son los más afines –río Ripoll. —Nuestro quinto hombre lo es y de los importantes… —Y de los más cabrones –matizó el comisario. Quiero regresar esta tarde al lugar de los hechos, podría encontrar nuevas pistas ¿te apuntas? —Claro, no me iba a perder. Quedamos a la misma hora en que sucedió el accidente, valía la pena valorar el momento de luz y el último paisaje que vio Pagés, eso nos ayudaría a reconstruir la escena. La basílica de los Mártires Justo y Pastor olía a humedad y a cirio, a leyenda y a rezo. Algunos fieles permanecían sentados o arrodillados en oración. El rector de la basílica se deshacía en explicaciones. — No nos dimos cuenta de que todavía quedaba un feligrés, siempre advertimos del cierre, no sé por qué no nos oyó. —Nos gustaría subir al mirador de la torre –dijo Ripoll. —Claro, claro… síganme. Pasamos por debajo de las cintas de prohibido el paso que habían colocado los hombres de Ripoll. Subimos por la escalera de caracol, ciento setenta y cuatro escalones nos conducirían a lo alto del campanario. Oía a mi espalda los resoplidos y maldiciones de Ripoll. Llegamos a la terraza del carillón. Egidia, Pastora, Justa y Montserrada, las cuatro campanas de la iglesia, nos vieron ascender el último tramo, la puerta de acceso al mirador permanecía abierta, me pareció que olía a azufre. Salimos, la terraza ofrecía una vista espectacular a los cuatro puntos cardinales. La baranda de piedra sólo llegaba hasta la rodilla. Era fácil perder el equilibrio y caer, y mucho más fácil si recibíamos un inesperado empujón. —Hemos calculado, por la posición del cadáver y lugar en que cayó a la plaza, que fue desde este punto donde se precipito al vacío –dijo Ripoll-. No hemos encontrado huellas de zapatos ni señales que indiquen que hubiese lucha o que fuese arrastrado hasta la baranda, salvo las marcas en el pecho. —¿Eran de manos o de garras? —Si eran garras no le hirieron y si eran manos eran muy grandes, la contusión pectoral, además de fuerte, era amplia. Miramos con detalle en el quicio de la puerta de entrada, en las piezas del arco y en el suelo. Nada, aparentemente. Ripoll, pese a que la luz declinaba, descubrió unos pelos en el piso. —Pueden ser de cualquiera de los que ayer estuvimos aquí… No obstante, me los llevaré al laboratorio. —¿Sabes que he notado olor a azufre? —Yo también, pero no he querido decirte nada al respecto para que no siguieras con tus disparatadas teorías. — No son mías, Enrique-dije, mientras olisqueaba alrededor. — La verdad, es que sí, que huele raro –confirmó Ripoll. — Así que tenemos un asesino que huele fatal, pierde pelo y empuja con decisión. —No, todavía no lo tenemos. —Entonces, ¿a que esperamos?, nos queda sólo una pieza del quinteto- dije convencido. Ya en el hotel, tomándome un café con Félix Nogal, le conté la muerte de Pagés; tampoco él pudo aportarme nada al respecto. —No puedo tener percepciones si lo sucedido es dentro de un templo o en sus inmediaciones. Cualquier religión protege sus misterios con la propia consagración de sus lugares de culto, la cristiana o la judía las que más; es como si tuviesen un aura protectora. —Entonces no «viste» nada de lo acontecido. —Yo no he dicho eso, he tratado de estar conectado a esos hombres desde que me lo dijiste, Jordi. Con Pagés ha sucedido algo muy especial, no he podido presentir su muerte, en cambio sé que las manos que le empujaron no eran humanas. — No me digas, a ver cómo se lo cuento a Ripoll. Un par de días después, sobre las siete de la tarde, recibí una inesperada visita. Se trataba de Sergio Congost, quería preguntar sobre el precio de los menús para una cena de facultativos. Le recibí en La Parrilla, era el sitio más adecuado para hablar de banquetes, si tenía alguna duda podía consultar con el chef que andaba preparando la carta de la cena. Hablamos de distintos platos y acompañamientos. Sergio Congost era un tipo alto, de anchas espaldas y rostro atractivo, podía pasar por un galán de cine. No aparentaba los treinta y dos años que tenía, parecía un jovencito recién salido de la facultad. Tenía el pelo moreno, algo ondulado, con prematuras entradas. Una pequeña cicatriz en la frente y su estampa, le daban un aire de luchador o de gladiador. Sus manos de pianista, dedos largos, sin nudos, de cuidadas uñas, se movían con cierto nerviosismo al escuchar cualquiera de mis comentarios. Vestía un elegante traje a medida, por las hechuras deduje que podría ser una pieza de Cortefiel, de la nueva sastrería Aramis en Rambla Catalunya o incluso de Gilbert Batet, uno de los sastres más prestigiosos de la ciudad. Advertí que lo de los menús era lo de menos, me estaba examinando, tanto como yo a él. Su interés por el banquete de los colegas era sincero, pero vino solo y eso me demostraba su deseo de juzgarme a placer. Cerramos un menú de treinta comensales para el último viernes de julio. —Es una cena de vacaciones, si es que al final alguno de nosotros puede disfrutarlas –dijo. —¿Mucho trabajo en el hospital? —Sí, supongo que sabe lo que está ocurriendo. Lo tenemos todo controlado, hay numerosos pacientes reales y otros que tienen todos los síntomas imaginarios, pero a los que también tenemos que atender. —¿Me permite una pregunta? —Claro, Brotons, trataré de responderle. —¿Por qué el Manila? En la Barceloneta hay magníficos restaurantes, a dos pasos del Hospital del Mar, el Siete Puertas de la plaza Palacio, está a menos de diez minutos. ¿Por qué aquí? —Es un buen hotel con un celebrado restaurante. Además, quería conocerle. Guardé los presupuestos en una carpeta, me giré hacia un camarero que andaba preparando las mesas para la cena. —Por favor, José, tráenos… ¿Qué quiere tomar?-pregunté a Congost. —Lo mismo que usted, Brotons. —Dos de los míos, José –le confirmé al camarero. El camarero trajo los dos J&B con los requisitos pertinentes y una sonrisa, les gustaba servir al jefe y luego contar que yo había bebido el doble de lo que realmente había trasegado. Nunca supe si eso era así para darme una fama que no merecía, o aprovechaban también para hacerle los honores al whisky entre bambalinas. —Verá, Brotons –dijo, después del primer sorbo-. Ya sé que ando en la lista de sospechosos del comisario Ripoll. Me he dado cuenta de que me siguen y preguntan por mí al personal del hospital. Mi madre me comentó que la habían visitado y, poco después, aparecieron los hombres de la gabardina a mis espaldas. —Muy raro, ha llovido poco estos días. —Ya me entiende, eran los hombres de Ripoll. No me extrañó, doy todos los síntomas. Aunque le aseguro que no soy el hombre que buscan, pero tampoco tan inocente… Confieso que me emocioné, detrás de sus palabras había algo que no sabíamos y estaba a punto de ser revelado. Bebí un largo trago y le pedí que continuara. Los camareros habían terminado ya de montar las mesas, faltaba más de una hora para que apareciera el primer cliente. —No lo soy, pero podría haberlo sido. Le voy a contar una larga historia que seguro le sorprenderá. No sé si les consta que mi madre nunca me dio el nombre de Robert Camperol ni me contó su historia. Sin embargo, en un pueblo pequeño siempre hay alguien que está dispuesto a informarte de lo que no le afecta, sobre todo cuando eres niño. Crecí sabiendo el chisme que de mi madre narraban, pero su dignidad fue un bálsamo que me mantuvo indiferente ante los comentarios. Hace unos años, con no pocos esfuerzos, pudo enviarme a estudiar a Barcelona. Aquí hice el bachillerato y el preuniversitario, me asombraba que mi madre pudiera seguir pagando los colegios privados y mi manutención; me habló de la venta de unas tierras de sus padres, de unos ahorros… Yo, para ayudar con los gastos, trabajaba de camarero algunas horas en de los bares de moda de la ciudad. En uno de ellos, ya en último año de carrera, conocí a una joven de la que me enamoré. Ella tenía diecinueve años y yo veintiocho, la edad no fue obstáculo para que me correspondiera, tampoco la diferencia social, era una de las hijas de un rico industrial barcelonés… Me removí en mi silla, traté de dar un sorbo y uno de los hielos impactó en mi nariz, unas gotas de whisky cayeron sobre la carpeta de los presupuestos. Como un estallido en mi mente supe de pronto qué iba a decirme y él supo por mi cara que lo había adivinado. —Sí, era ella, su… nuestra amiga, Eulalia Camperol. Me quedé en silencio. Tenía un montón de preguntas que hacerle, pero él me las respondió todas con un solo comentario. —No lo sabía, tampoco lo sospeché cuando me acosté con ella. —¿Cómo supo quién era su padre? —Llevábamos más de un año saliendo, su padre se enteró de nuestra relación e investigo quién era yo. Un día vino a verme al hospital dónde realizaba las prácticas y me contó toda la historia, incluida la ayuda que le daba a mi madre para mis estudios. No supe que decirle. Él me pidió que dejara de verla, el argumento de que podía ser mi hermana cayó sobre mí como una losa. Las pruebas serológicas pueden determinar el grupo sanguíneo de una persona basado en los grupos de los padres, pero no son pruebas concluyentes, tampoco las recientes con la proteína HLA, cuyos diferentes tipos varían de persona a persona. Hoy, por hoy, no existe todavía forma de averiguar si somos hermanos. —Sería un golpe duro tener que renunciar a ella, pero dígame ¿cómo sabe de mi amistad con Eulalia? —Ripoll no es el único que tiene informantes. —Ya, no obstante, todo lo que me ha contado no explica que usted sepa la personalidad de los asaltantes de su madre. —Cierto, y eso me obliga a relatarle la otra parte de la historia. Hace unos meses volví a recibir la visita de Camperol. Me contó la identidad de los otros violadores y que alguien les había amenazado de muerte a los cinco. Dedujeron que las amenazas partían de un enemigo común y los únicos que tenían cuentas pendientes con todos ellos a la vez éramos, yo… y el diablo. Camperol les tranquilizó asegurándoles que yo desconocía sus nombres, entre los cinco imaginaron un sistema de alarma para advertirse mutuamente de algún peligro. A pesar de todo, Camperol no se quedó tranquilo y pensó que si ellos conocían mi existencia y mi nombre, alguno de ellos, podría tener tentaciones de eliminarme. Por eso me dio el nombre de los otros cuatro. —Rocambolesca historia, Congost, parece más sencillo pensar que es usted el que se los está cargando –dije, esperando su reacción. —Supongo que, a estas alturas, ya habrán comprobado mis coartadas. —En efecto, pero quién tiene informantes también puede tener cómplices…, porque motivos le sobran. —Efectivamente –dijo, depositando su vaso vacío sobre la mesa-. Pero ¿cree usted posible que elija el Manila para cenar si tuviese algo que ver con la muerte de Camperol o con la de los otros? —Por lo menos veo tres razones. La primera porque, el nuestro, es un buen restaurante; la segunda porque siempre se vuelve al lugar del crimen y la tercera porque se moría por conocerme. Aunque, para su tranquilidad, no creo que tenga usted nada que ver con esas muertes, a pesar de que sepa manejar un bisturí. —Muchas gracias, Brotons, nos veremos el día de la cena-dijo cogiendo la carpeta con los presupuestos. —Eso espero –le dije, mientras le acompañaba a la salida. A la espera del elevador nos escrutamos de nuevo, era como en esos wésterns americanos de duelo al sol, aunque estuviésemos a cubierto y atardeciendo. Oímos llegar el ascensor, antes de entrar en él me miró a los ojos: —Cuénteselo, Brotons, yo no tengo valor… no sé si querría escucharme. Entró en el ascensor, encogido como el niño que acaba de contar una travesura. Desde el campanario de la vecina iglesia del Carmen tocaban las ocho.
Restaurante La Parrilla del Manila HotelCAMPANARIO DE LA CATEDRAL CON UNA DE LAS GÁRGOLAS QUE REPRESENTA UN CARACOL – FOTO AJUNTAMENT DE BARCELONA Las terrazas de la Catedral de Barcelona. Foto: Catedral de BarcelonaLa Basílica catedral del Pí o del Pino. Foto: BCNHorasdeOficina.Campanario Basílica del Pí. Foto: BCNHorasOficinaCampanario de la Basílica de la Merçè .Foto: ViajablocCampanario del Arzobispado de Barcelona. Foto: El País. Aunque así la titula el País, en realidad la foto corresponde a Santa María del Mar Santa María del Mar Foto:MiBarcelonaDETALLE DEL CAMPANARIO. FOTO: MiBarcelonaCampanas de la parroquia de Mare de Déu del Carme del barrio del Raval. Foto:Llibert Teixidó, para La VanguardiaIglesia y campanario DE BELÉN EN LAS RAMBLAS DE BARCELONA. Foto: Pere López – Fotografia pròpia. Campanario del antiguo monasterio de Santa Ana en BarcelonaTerraza de la Basílica de los Mártires San Justo y Pastor, en los años 70 la barandilla metálica no existía. Campanario de San Justo y Pastor. Foto: Las Piedras de Barcelona
El cambio de solsticio no había acabado todavía, unos se purificaban en la mar, otros buscaban un trébol que les trajera la suerte y alguien preparaba un asesinato reclamando una cuenta pendiente. Una figura no demasiado voluminosa vestida en negro, de oscuras y perversas intenciones, se movía como una sombra entre los grupos de juerguistas que todavía pululaban por las calles de la ciudad. Atravesó la plaza de la Catedral, el edificio catedralicio pareció estremecer a la sombra que apretó el paso. Llegó frente al Archivo Diocesano en la calle del Obispo. La entrada estaba protegida por una enorme puerta de madera que, a pesar de la hora, estaba abierta. Deulovol trasteaba en su despacho de archivero, un enorme ficus aportaba calidez y ornato a la sala, lo tenía desde hacía tiempo, lo regaba con asiduidad y le dedicaba todos sus mimos; las plantas también tienen sentimientos, solía decir. La sombra, aparentemente humana, atravesó el patio y subió por la escalera principal. Se movía con comodidad como si hiciese siglos que conociera el lugar. Entró sigilosamente en el despacho del archivero, Deulovol andaba consultando unos documentos. —Ahí no lo encontrarás –dijo una cavernosa voz surgiendo de la negrura. Deulovol se giró, tenía en su mano un antiguo legado con el sello del Vaticano. —Ahí no lo encontrarás –repitió la voz. —Me importuna este juego –dijo, al fin, Deulovol. —Yo tengo algo que tú deseas y tú algo que vengo a reclamarte. —No tienes derecho… —Oh… sí lo tengo, Él me lo otorga. El pretendiente a arzobispo, antiguo falangista, nuevo nacionalista e impune violador y asesino, sintió miedo por primera vez en muchos años. Retrocedió unos metros y su coxis tropezó con su mesa de archivero. Una bandeja que soportaba un tintero, algunas plumas y media docena de lápices tembló con el golpe. —Hicimos un trato –atinó a decir Deulovol. —Un trato que habéis pretendido romper. —¿Cuántas más vidas quiere? —La tuya le bastará, de momento. Trató de lanzarse sobre la sombra, pero su complexión oronda de doctor de la Iglesia cayó contra el suelo del despacho sin hacer apenas ruido y quedó de cara al piso. La sombra saltó con agilidad sobre la espalda del capellán. Fue como si un relámpago cruzara la estancia, con la mano derecha el atacante levantó la cabeza del caído y el acero de un bisturí apareció en su mano izquierda como por encanto. Casi no hubo lucha, la garganta sebosa de Deulovol se abrió como la boca de una hucha de arcilla por donde manó la sangre en abundancia. El ficus recibió las salpicaduras del rojo elemento y se manchó con la sangre de su custodio. El homicida se aupó sobre el cuerpo de su víctima. Su mirada se dirigió hacia un escudo decorativo colgado en la pared de enfrente. Sobre el soporte de madera y piel se cruzaba una espada de doble filo que, pese al uso ornamental, estaba visiblemente afiliada; podía pasar por una de aquellas que se destinaban para decapitar a los nobles. El asesino la blandió con extraordinaria facilidad y de un solo tajo, separó la testa del tronco de Deulovol cuando el sacerdote todavía agonizaba entre desagradables estertores. La cabeza del asesinado rodó por el piso como fruta madura. La expresión de sorpresa y terror de Deulovol al ser degollado había dejado una mueca de falsa sonrisa en su rostro. El criminal levantó su trofeo y lo depositó en la bandeja de plata a la que previamente había vaciado de sus objetos, las estilográficas y el tintero se estrellaron contra el suelo con estrepito. Al igual que la de San Juan Bautista, cuyo día se estaba celebrando, la testa quedó severa y sanguinolenta sobre el plato. Era patético contemplar aquel rictus risueño mirando hacia el tronco podado de lo que había sido Joan Deulovol, casi coadjutor y que ya nunca llegaría a arzobispo. La sombra despareció del lugar del crimen con la misma facilidad con la que llegó. Fuera, los últimos petardos saludaban la salida del sol. El teléfono de mi habitación sonó con insistencia. Me desperecé y me desesperé, ¡eran las seis de la madrugada!, apenas había dormido dos horas. La telefonista de noche estaba al otro lado de auricular. Era una antigua actriz de reparto venida a menos y que ejercía de telefonista en el hotel sin perder ni un ápice de sus condiciones para el melodrama. —Le he dicho que estabas descansando JB, pero ha insistido de una forma casi violenta, repite que es algo de gran importancia. Es el señor Nogal. Imaginé los teatrales aspavientos de mi empleada y la posición de la clavija de la centralita para no perderse ni una palabra de mi conversación con Nogal. —Dime Félix… y usted, Lurdes, desconecte. Oí el clik de la clavija, señal de que ya no podía oírnos y volví a imaginar, divertido, la expresión de la telefonista al sentirse pillada. —Jordi, he tenido un visión, he percibido… –dijo poniendo mucho énfasis en el verbo-. He percibido a Salomé pidiendo la cabeza de Juan Bautista. —¿Antes o después de la danza de los velos? — No, en serio Jordi, alguno de nuestros amigos ha perdido la cabeza. —¿Qué quieres decir, Félix? —Que alguien de nuestro quinteto ha dejado este mundo y se despide de él sin su cabeza. Le han decapitado. —Me dejas de piedra. Llamaré a Ripoll para indagar. Te diré algo. Un policía respondió a mi llamada. El comisario Enrique Ripoll no estaba de guardia y tenía fiesta hasta el día siguiente. Esperé impaciente para llamarle a una hora prudente a su casa de Castelldefels, me respondió su hija Ana. —Papá está navegando, hoy tiene fiesta. —Gracias Ana, dile que en cuanto pueda me llame, es urgente. No pasó ni una hora cuando Ripoll, carraspeando más que de costumbre, me llamó al hotel. —Joder, Jorge, no puedo ni navegar tranquilo, me han llamado de comisaria y Ana me ha dicho que tú también. Y me temo, no sé por qué, que una cosa está relacionada con la otra. —Veras, comisario, Nogal a tenido una premonición… —Ya, que a tu amigo Deulovol le cortaban la cabeza después de rebanarle el cuello. —¿Cómo lo sabes? —Dímelo tú. Me llamas a las nueve a casa, media hora después de que los curas del Palacio Arzobispal descubrieran el zancocho. O estabas allí o te lo ha contado el asesino. —No sabía que se trataba de Deulovol. La historia de Nogal era sobre una cabeza cortada, no pudo «ver» al asesinado. —El juez está levantando el cadáver. De la central de Layetana me han pasado el muerto, primero porque el Archivo es de nuestro distrito y luego, porque mis distintas consultas sobre lo de Flix han convencido al comisario jefe de que este asesinato, el de Torras, y la muerte de Camperol, tienen un nexo común. Al día siguiente Ripoll me ponía al corriente de las investigaciones policiales. Carecían de pistas sólidas o de huellas. Los interrogatorios a los sacerdotes habían sido infructuosos, nadie oyó nada, el cadáver fue descubierto por uno de ellos sobre las ocho de la mañana. La policía científica apuntaba la muerte pasadas las cinco. Tenían la espada ejecutora, pero no la verdadera arma del crimen. Y luego estaba aquella enigmática sonrisa en la testa huérfana de tronco. —Puede decirse que nos la sirvieron en bandeja-dijo Ripoll para terminar su historia. —Diabólico –dije, sin tratar de hacer un chiste. —Voy a tratar de confirmar al quinto hombre y de llevar a declarar a Gabaldá, a ver si le saco algo. —Esta vez estoy libre de sospecha –bromeé. —Tampoco, a menos que me digas dónde estabas entre las cinco y las seis. Le escuche reír a través del auricular. Le encantaba hacer este tipo de preguntas, medio en broma, medio en serio… seguía siendo un poli. —Pues durmiendo en el hotel, el rato que pude. —Entre unos y otros me fastidiasteis la navegación y la fiesta de hoy, el comisario jefe quiere avances rápidos en la investigación, demasiados pájaros influyentes están cayendo en Barcelona y no es por el calor. Me quedé impresionado, aunque nada sorprendido. Nuestro quinteto se estaba ganando el infierno y, siguiendo la increíble historia de Nogal, el diablo sus almas. Giré el interruptor del hilo musical de mi habitación, la voz de Carlos Gardel cantaba Por una cabeza. «No olvides, hermano, vos sabés, no hay que jugar…» Jugar con según quién era un reto demasiado peligroso, pensé. La prensa se ocupó muy poco o nada del asesinato de Joan Deulovol. Al igual que con la muerte de Torras «alguien» había procurado que los casos pasaran casi desapercibidos por la opinión pública. En el caso de Torras había sido el Opus el que había intentado tapar su muerte, en el caso de Deulovol eran el arzobispado y el nuncio de su Santidad los que utilizaban sus influencias para que el hecho fuese poco publicitado. A todos los efectos, Joan Deulovol, había sufrido un accidente en su despacho y un objeto cortante de adorno le había causado heridas de consideración en la cabeza. Lo curioso fue que su muerte no fue demasiado lamentada por los círculos que reclamaban un arzobispo catalán, otros encabezarían estas exigencias.
Una vieja historia
Barcelona, 25 de junio, 1971
Si alguien me pregunta por un viernes especial, diré que fue aquel del 25 de junio. Tuve una llamada de Balcells, el catedrático del Opus. Ya estaban enterados del asesinato de Joan Deulovol, también de la forma en que había muerto y de datos que todavía figuraban como secreto de sumario, pensé que sus servicios de información estaban muy bien desarrollados o que debajo de las túnicas de algunos jueces, fiscales y funcionarios judiciales latía un corazón de la Obra. El caso es que tenían mucho interés en volver a hablar conmigo. Me sugirieron visitarles de nuevo en Premià de Dalt, me negué, con cortesía, pero me negué. —No puedo abandonar mi trabajo, les propongo entrevistarnos esta vez en mi despacho. Pero, es muy posible que sepan más que yo de lo sucedido a tenor de sus fuentes de información. —No se trata de esto –dijo Balcells-. Esta vez somos nosotros quienes vamos a presentarle a alguien que resolverá alguna de sus dudas. —Bien, ya saben que tengo mucho interés en el caso. Díganme una fecha. —¿Esta tarde? —Vaya, tenemos prisa… ¿Debo advertir a Ripoll? —Preferimos verle a usted a solas, aunque estamos seguros de que luego le contará todo a su amigo. —Ni lo dude, Balcells. ¿Les parece bien a las nueve? —Allí estaremos, le presentaremos a alguien que, seguro, le va a interesar. Esperé con impaciencia a que llegaran las nueve mientras resolvía una docena de problemas domésticos, el hotel era un gran hogar donde recibíamos a muchos primos lejanos que esperaban encontrarse como en su casa. Sin embargo, había dos diferencias notables, pagaban su estancia · 93· y deseábamos con sinceridad que volvieran lo antes posible, salvo unas pocas excepciones. Fueron puntuales. Acudieron Balcells y Guardans acompañados de un tercer hombre. Desde recepción me llamaron para informarme de su llegada. Quendy les hizo pasar a mi despacho. Me levanté para saludarles. Todos iban con trajes oscuros, sobrios y elegantes, camisas blancas bien planchadas con corbatas gris perla, demasiado aristocráticas para la apariencia del terno, y zapatos muy lustrados. Después de los saludos a Balcells y Guardans me presentaron a Ramón Pagés i Pagés. Les rogué que tomaran asiento, mientras me arremolinaba en mi sillón frente a ellos. Balcells y Pagés se sentaron en las butacas de los extremos, dejando a Guardans la del centro. Balcells empezó la conversación. —Sé que no le gusta andarse con rodeos, Brotons, iré a la cuestión que nos ha traído aquí de la forma más directa. Ramón Pagés estuvo allí. Creí saltar del sillón, pero me contuve. ¡Tenía la última pieza del quinteto! No quise aparentar impaciencia ni indiferencia. También fui al grano. —¿Se refiere a Flix? —Así es. Pagés le va a contar una historia sorprendente, verídica y terrible, para que valore nuestra sinceridad y nuestras ganas de colaborar. Me pareció una situación inaudita. Tres importantes miembros del Opus me pedían ayuda y uno de ellos se preparaba para contarme el relato que yo más deseaba. Ni me paré a meditar dónde me metía. Sabía que aquello no era una fineza para satisfacer mi curiosidad y que a cambio tendría que compensarles o pagarles. Por un momento pensé que el precio iba a ser mi alma, aunque ninguno de los tres tenía rabo ni depositaron sobre mi mesa un documento en latín para que lo firmara. Giré mi asiento en dirección a Pagés, crucé la pierna derecha sobre la izquierda y esperé. Ramón Pagés i Pagés se enderezó en su butacón, era un hombre de aspecto tímido, de cabeza cónica, orejas pequeñas y pegadas a la cabeza, nariz chata y labios delgados, parecía un rostro todavía sin terminar; inacabado. Echó un vistazo a sus dos compañeros como pidiendo su aprobación, luego me miró fijamente y estiró el cuello como si la camisa le molestara. —Tengo que remontarme a 1936, cuando los dirigentes de la Lliga, Cambó, Ventura y otros, hicieron un llamamiento a los jóvenes catalanes para escapar de Catalunya y huir a Burgos. Teníamos claro nuestro ideario, pero era preferible arriesgar con Franco que dejar que los sindicalistas, anarquistas, socialistas, comunistas y masones se hicieran con nuestra patria y mancillaran al catolicismo… Iba a decirle que era la patria de todos, me tragué las ganas y me contuve. Tenía que escuchar su historia y oírla desde su punto de vista si quería conocerla con un mínimo de sinceridad. —Mi padre era gran amigo de Cambó –continuó- y le escribí para que me aconsejara, su respuesta no admitía duda: Alístate en un movimiento joven e imaginativo como la Falange. Fuimos bastantes los que nos integramos en la Primera Centuria catalana de Falange Española, la bautizamos «Virgen de Montserrat», tenía que quedar muy clara nuestra catalanidad, porque yo era, y soy, un nacionalista convencido –dijo, antes de pedirme un poco de agua. —Por supuesto –dije sarcásticamente-. ¿Y ustedes que desean tomar? Vacilaron unos instantes. Imaginé que valoraban qué tipo de bebida debían pedir. —Yo voy a tomarme un J&B –dije para animarles. Se miraron interrogantes unos a otros. Al final, Balcells, en nombre de todos, aceptó el envite. Llamé a Quendy. —Por favor, que nos suban una botella de J&B con cuatro vasos cortos y una cubitera con mucho hielo. En apenas cinco minutos apareció un camarero con las bebidas, sirvió los cuatro primeros whiskys y dejó la botella y la cubitera a mi alcance. Bebimos un primer trago y dada la composición de la reunión, puedo decir que nos supo a gloria. Pagés prosiguió. —Nuestro bautismo de fuego fue en el sector de Espinosa de los Monteros. Fue un combate terrible, tuvimos que tomar Herbosa heroicamente a bayoneta calada. Al anochecer los supervivientes temblábamos de miedo ante los próximos combates. Para animarnos, el mando, hizo que las jóvenes fascistas del pueblo nos vinieran a cantar una coplilla que ya nunca olvidaré: En las cumbres de Espinosa / hay una fuente que mana / sangre de los catalanes / que murieron por España. Pero faltaba lo peor… Sonrió como un imbécil al recordar la copla de las jovencitas de Espinosa, incluso ladeó la cabeza como si quisiera cantarla, Balcells le miró con severidad. Le rogué que prosiguiera. Bebió un par de tragos. —Me incorporaron a la Segunda Centuria Catalana y me enviaron al frente de Madrid. Allí fue cuando nació nuestra amistad, me refiero a la de los cinco que usted ya conoce. En los momentos de descanso en la Ciudad Universitaria cambiábamos impresiones de cómo debería ser la nueva Catalunya. Allí nos llegaban los ejemplares del semanario Destino, la revista del bando nacional en cuya redacción abundaban los catalanes Un día integraron la centuria en la Bandera Marroquí de la Falange, una verdadera fuerza de choque. Reunidos en un cobertizo, antes de entrar en combate, compartiendo nuestros miedos, Camperol dijo aquella terrible frase: «Vendería mi alma al diablo para sobrevivir a esta guerra», los demás estuvimos de acuerdo ante la inverosímil propuesta. Mas el diablo tiene muchas formas de engaño. Alguien había oído nuestra conversación y Satanás aceptó nuestra propuesta. Se trataba, en apariencia, de un soldado de aspecto extraño de barba y bigote imperio, con insignias desconocidas en una guerrera roja con galones amarillos; utilizaba un lenguaje pedante y exaltado. Su voz sonaba desde nuestras mentes, la oíamos como la marcha de una máquina de tren en el eco de la lejanía. Nos prometió la supervivencia, el regreso a Barcelona como vencedores, y los mejores logros de vida, tanto económicos como sociales. El precio eran nuestras almas. Para demostrar la veracidad de su oferta nos advirtió de la dureza extrema de los próximos combates, la centuria sería diezmada y entre los pocos supervivientes estaríamos nosotros. Dudamos. «Nada tenéis que perder, si uno de vosotros es herido o cae en el combate confirmará la falacia o la locura de mi propuesta, si por el contrario resultáis ilesos se os pedirá una prueba de maldad que os asegure el resto de la oferta» Ante el insólito relato de Pagés la camisa no nos cabía en el cuerpo, ni a mí ni a mis invitados. Aquello parecía una broma de mal gusto o una enajenación propia de los tiempos de guerra. Habíamos consumido nuestras copas y serví una nueva ronda para los cuatro. Guardans hizo un gesto con la mano a Pagés para que prosiguiera. —Los siguientes combates fueron terroríficos. Como había anunciado el extraño soldado, la centuria fue diezmada, nosotros no tuvimos ni un solo rasguño. Además fuimos escogidos para realizar el curso de oficiales de complemento en un campamento cercano a Burgos. Semanas después, con nuestra estrella en la bocamanga, nos dieron a cada uno de nosotros el mando de una sección en el mismo batallón. El imparable avance nacionalista nos llevó a conquistar Flix y los pueblos de alrededor; el lado occidental del Ebro era nuestro. Entramos en una localidad cercana. Reunimos al alcalde, al maestro y a todos los rojos en la plaza y les fusilamos. Allí quedamos acantonados por un tiempo. Disfrutábamos de un merecido permiso. Camperol incluso tuvo tiempo de conocer a una bella muchacha, una guapa campesina de pelo lacio y castaño, nariz pequeña y enorme sonrisa. Se hicieron novios, o eso le hizo creer Camperol. Mientras nosotros ahogábamos nuestras soledades en la cantina, Camper iniciaba los primeros escarceos amorosos aprovechando los atardeceres y un establo abandonado donde el heno servía de improvisado sofá, porque la moza concedía a Robert sus primeros y más apasionados besos, sus abrazos y poco más. Se negaba a tumbarse sobre el forraje porque se sentía vulnerable en posición horizontal cuando la falda quedaba a merced del embravecido galán de estrella en bocamanga y borla en la gorra. Ella prefería quedarse sentada protegiendo con la mano el vuelo y el levantamiento de su ropa. Pero le quería, así se lo manifestaba abriendo sus bonitos ojos hasta volverse grandes y brillantes, y así nos lo contaba Camperol quien, día tras día, conquistaba un nuevo e inexplorado territorio en el cuerpo de su amada. Estando así las cosas una noche apareció el extraño soldado, habíamos comprobado que no estaba en ninguna de las compañías del batallón, por lo que propuse jalarle por la barba o pegarle un tiro por espía republicano. La voz grave del portavoz del infierno, como él mismo se proclamaba, nos intimidó. «Ahora tenéis que cumplir con vuestra palabra», dijo. Vacilamos, íbamos a arrestarle cuando oímos el motor de un avión republicano, a una señal suya el ruido cesó; quedó todo inmerso en un sepulcral silencio. «Va a lanzar una bomba que os matará a los cinco y el averno os espera-dijo con voz cavernosa -, puedo hacer que la bomba estallé fuera de aquí. Decidid». No dijimos nada, un silbido nos heló la sangre y la bomba estalló fuera del chamizo. Sin querer habíamos pedido los cinco interiormente que la bomba fallara, con lo que aceptábamos tácitamente el contrato. «Quiero la prueba de maldad, mañana violaréis a la chica entre los cinco, su sangre virgen será la firma del contrato». Nos quedamos estupefactos y expectantes escuchando la narración de Pagés, no sólo yo, también Balcells y Guardans, el uno pensando como médico los efectos de una violación brutal y Guardans imaginando las conquistas virginales con el poder y el dinero que hicieron popular su suegro Francesc Cambó. Traté de servir una nueva ronda, Balcells y Guardans la rechazaron, tampoco yo me serví. Pagés extendió su vaso, más sediento por su vehemencia que por sed. Cambié de postura esperando a que prosiguiera el relato. —El resto pueden ustedes imaginarlo, tuvimos que vencer las resistencias de Camperol. Le convencimos. Si el pacto era una quimera, la violación de una chica de un pueblo rojo tampoco era tan grave. No le dijimos que, además, sería divertido. Aparecimos cuando se estaba besando con Robert en el establo de sus encuentros…, cuando terminamos con nuestra infamia limpiamos nuestros fluidos con una bandera de Catalunya que habían escondido los lugareños a nuestra llegada, la Senyera quedó tan violada como la muchacha. Ella se levantó como pudo de aquel heno en el tantas veces había besado a Camperol, se dirigió hacia la puerta sujetándose la falda arrancada por la violencia. Nos quedamos dormidos sobre el montículo de yerba testigo de nuestra canallada. Aquella madrugada los rojos contraatacaron, cruzaron el Ebro y nos pillaron a los cinco. Creo que el resto ya lo sabe-dijo dirigiéndose a mí. —Aparte de la repugnancia que me ha producido su historia –dije sin ningún reparo-, no imagino que se crean eso del pacto con Lucifer. Tal como me dijeron en nuestra primera reunión, ustedes son médicos, profesores, abogados, financieros, teólogos… no les veo sentados frente a un macho cabrío firmando un pacto de sangre. —No es exactamente como lo expone, Brotons. Pero sí sabemos que estos acuerdos con el Maligno existen. Tres miembros de la Obra, el que hubiese sido arzobispo de Barcelona y quien será alguien muy importante en la política catalana, pecaron, no lo negamos, aunque no del asesinato de las autoridades locales de aquel pueblo, eso está dentro de las leyes de la guerra. ¿Qué cree que le hubiese pasado a Josemaría Escrivá si no hubiese huido a Francia?, tampoco lo de la joven, tenga en cuenta que no la mataron… Lo que ahora preocupa es que hay dos seres humanos que creen que tiene un pacto que pone en peligro sus almas y alguien, humano o no, que quiere eliminarlos. Por primera vez tuve la sensación de creer en el diablo porque estuve a punto de enviarlos al infierno. ¿No eran seres humanos los republicanos fusilados o la joven violada?, estuve a punto de gritarles, pero me volví a contener, quería llegar al fondo de la cuestión para poner a Ripoll en conocimiento de todo. —Y a mí ¿para qué me necesitan? —Al Codex Gigas le faltan algunas páginas, desaparecieron durante la Guerra de los Treinta Años, no sabemos si en Bohemia o ya en Estocolmo. Lo que sí sabemos es que una de las páginas arrancadas contenía un conjuro para romper un pacto demoníaco. Gabriele, nuestro Miquel Torras, estuvo buscando durante años la famosa página, incluso tenía pensado viajar a Estocolmo para indagar sobre ello, ya sabe cómo terminó el intento. Estamos al corriente de que, el conjuro en cuestión, está en Barcelona y es muy posible que en la Biblioteca de Egipcíacas. Me quedé helado. Aparentando una firmeza que no sentía, pregunté —¿En qué se basa esta suposición? —No podemos citar nuestras fuentes –dijo Balcells-. Sólo pretendemos hacernos con el conjuro para liberar a Pagés, salvar su alma inmortal y devolver luego el texto a la biblioteca. No sabía si reír o llorar. ¡Creían de veras lo del pacto con Satán! —¿Y los muertos? –pregunté. —No hemos podido evitarlo, el Lucifer se ha cobrado su precio. Miré a Pagés, estaba temblando, los ojillos se le iban cerrando por efecto de los whiskys y por esa extraña vergüenza que siente uno cuando le pillan desnudo. Sabía que había desnudado su alma y no la tenía demasiado bonita. —¿Por qué no van a la biblioteca ustedes y preguntan directamente? —Ya lo hemos hecho. Su amiga Luisa no nos tiene demasiada simpatía y ni siquiera se ha tomado la molestia de investigarlo. —Sus razones tendrá. Tal vez sepa que el tal manuscrito nunca ha estado allí. —Si no está ahora, ha estado en algún momento y ella puede saber quién se lo llevó. —¿Qué les hace pensar que quiero ayudarles? Tal vez tampoco me caigan demasiado bien. —Usted es un hombre sensato y demasiado curioso… –calló lo de fisgón-, para no sentir interés en saber cómo termina todo esto. ¿Me equivoco?- dijo Guardans, buen conocedor de las curiosidades humanas. —Supongo que les consta que toda esta conversación la pondré en conocimiento de Ripoll. —Contamos con ello. Las cosas que le hemos contado ya han prescrito o pueden considerarse acciones de guerra. En cuanto a lo del diablo… ¿Quién iba a creerle? —Me queda lo de la bandera… Enmudecieron. Sin querer habían puesto una información en mis manos que podía perjudicar las ínfulas nacionalistas de Pagés y de Gabaldá. —Les ayudaré si me dan el nombre de la chica. —María… creo que se llamaba María, nunca supe el apellido-masculló Pagés. Anoté el nombre en mi libretita verde. Nos despedimos, el hielo de la cubitera se había fundido, en cambio el mío por aquel individuo había crecido en la misma proporción que los crímenes de su historia. A la mañana siguiente llamé a Ripoll y se lo conté todo. —Gracias, Jorge, me va a ser de mucha utilidad para cuando interrogue a Gabaldá. —Imagino que no podré estar presente –dije, sin demasiadas esperanzas. —Esta vez no, Jorge, es un interrogatorio oficial y en presencia del juez. Comprobé en mi libretita todos los datos y anoté en la agenda: llamar a Hipathia. Sonó el teléfono. Marisa, la telefonista, cantó el nombre de Ruth. —Pásamela-dije, esbozando una sonrisa que nadie vio. —¿Jordi? No te lo vas a creer, he conocido a dos super millonarios, y ¡de más de sesenta años! Me lo estoy pasando en grande. ¿Y tú? —Va, rutina. Lo de siempre, clientes, reservas y algún pequeño lío. —Nada importante, espero. —No, tonterías. Disfruta mucho y coge un buen bronceado. —Para que tú lo disfrutes ¿eh, pillín? Nos enviamos montones de besos y de promesas de difícil cumplimiento. Luego, en un par de líneas más abajo escribí en la agenda: Te echo de menos. Medité sobre el relato de Ramón Pagés. La hipótesis del pacto diabólico era demasiado novelesca para tenerla en cuenta; sin embargo, todos sus detalles daban consistencia a la historia, aunque, en ocasiones, las apariencias pueden llevarnos a equívocos… Recuerdo que, cuando era un simple botones, paraba por el hotel un gran periodista. César González Ruano colaboraba con La Vanguardia de Barcelona; era de pluma fácil y mordiente. Cuando estaba por Catalunya residía en Sitges. Su lugar favorito para escribir era el chiringuito del Paseo Marítimo, con toda probabilidad el primer establecimiento playero con ese genérico, como asegura una placa en el muro trasero del local. Con bastante frecuencia, Ruano, viajaba a Barcelona y se alojaba en el Manila. Me encantaban muchos de sus artículos, hasta que le vi en persona. Estaba sentado en el salón del primer piso, tuve que avisarle de que le llamaban de Madrid. Canté su nombre y una mano huesuda apareció del fondo de un sillón, no me respondió, se limitó a levantar el brazo para indicar con un gesto del índice que me acercara. Cuando lo hice quedé estupefacto, mi mente infantil, influenciada por las lecturas de Egipcíacas, lo relacionó con el diablo. Delgado, seco-en todos los aspectos- repeinado hacia atrás, rostro demacrado, invadido por una gran nariz; el labio superior fino, cabalgado por un bigotito delgado que recordaba a los mostachos de Belcebú, el inferior caído y aborbonado; sus manos macilentas de dedos luengos y esqueléticos adornados por unas uñas de gran tamaño, en particular las de los meñiques exageradamente largas y con las que se hurgaba a menudo en los oídos en busca de cerumen. Todo esto le confería un aspecto diabólico. Alguien me dijo que la catadura no lo era todo y que nada tenía que ver el periodista madrileño con Satanás. Luego me enteré de la verdadera personalidad de Ruano, de sus andanzas por Alemania y Francia en tiempos de guerra, de sus supuestas denuncias a los nazis de judíos y de españoles exiliados, después de prometerles ayuda. Eran tantos sus trapicheos, que fue recluido en la cárcel de Cherche-Midi por la propia Gestapo por traficar con visados. Era un animal literario y por eso le cundieron creativamente los menos de tres meses pasados en prisión. Terminada la guerra fue juzgado en ausencia por el nuevo Gobierno francés y condenado en rebeldía a veinte años de prisión por «inteligencia con el enemigo». Ruano había delatado a los nazis a sus compañeros de reclusión. Sus escritos mantenían la fuerza de la adolescencia y la mala leche de los rencorosos. Un artículo de Ruano de 1949 en el periódico Arriba y La Vanguardia, privó a Margarita Xirgu de regresar a España. El incisivo escritor lo titulaba, ¡Ya se salvó el teatro! La mariposuela, nombre que daba a sus artículos, dedicada a la Xirgu, insinuaba que era una artista vulgar y llena de rencor. Por eso nunca dudé de que, el verdadero Ruano, tenía mucho que ver con su apariencia física. Su cuerpo delgado, algo encorvado, su mirada torva, el bigotito procesional, sus uñas escarbando insistentes en el oído externo y su dudoso historial, creaban en mi mente adolescente la exagerada perspectiva de contemplar a un ser infernal. Al día siguiente leí en el periódico el fallecimiento de otro gran periodista, Manuel del Arco. Este sí tenía todo mi beneplácito y su muerte fue una terrible noticia. El rey de las entrevistas, como yo le llamaba, era capaz de desnudar el alma de sus entrevistados. Tenía por costumbre enterarse por conserjes y recepcionistas-también por las inefables telefonistas- si en el hotel se alojaba algún famoso y entonces le pedía una conversación para su columna Mano a mano a la que al final añadía una caricatura muy personal del entrevistado. Algunos años atrás había podido ayudarle a conseguir citas periodísticas con Salvador Dalí y con Lola Flores, entre otros. Nunca defraudaba al lector y muy pocas veces al ego del personaje. Manolo del Arco era la antítesis de Ruano en su aspecto humano. Rostro noblote y mirada profunda, escondía su innata timidez en una aparente rudeza. Si Ruano me parecía fantasiosamente un habitante del averno, Manolo me daba la sensación de un ángel tosco pero genial, por lo menos en la forma de conducir sus diálogos. Y tal vez lo fuera.
El diablo en la Catedral de Arequipa (Perú)
González RuanoManuel del ArcoDiablo del Templo Satánico de DetroitGárgola de la Iglesia de Betheelm en NantesEl autor en la puerta del Palacio del Arcediano, bajo la sombra demoníaca una gárgola de la Catedral. Foto Nanae
Recibí una conferencia desde París, era de Ruth. Me contaba que estaba en su salsa, conociendo gente, todavía no alternaba con los multimillonarios, aunque todo se andaría. Apareció por el hotel mi amigo Jaime Gil de Biedma, se marchaba el lunes siguiente a Filipinas por cuestiones de trabajo. Era sábado por la noche y vino a buscarme para darnos una vuelta por las nocturnidades condales. Dudé un poco porque con Jaime y sus amigos la cosa podía acabar entre las cuatro y las seis de la mañana o perderse misteriosamente a la media hora y dejarte tirado. —Venga, Jordi, ¡qué la vida va en serio! —De acuerdo, Jaime, tienes que detallarme eso de Nihilismo. —Coño, eso es fácil. Pasa de todo. Barcelona empezaba a recibir oleadas de turistas y digo oleadas porque la VI Flota aportaba lo suyo, pero todavía estaban por llegar los tsunamis masivos, en parte porque la mayoría de los japoneses no habían descubierto las vacaciones. La ciudad ya llenaba sus terrazas y paseos con miles de foráneos. Julio era el mes de los franceses, agosto el de los norteamericanos de clase media y el de los italianos, septiembre el de los ingleses y octubre el de los yankees ricos. Durante todo el día los visitantes reclamaban su lugar en el sol barcelonés y no sólo en la playa. Sin embargo, las noches de Barcelona eran para los barceloneses, estaba muy lejos todavía el turismo de borrachera, si excluimos a los chicos de la VI; el de los conciertos masivos, o el de los follaerasmus. Era difícil ver turistas en las discotecas y boîtes de la ciudad, salvo en las cercanías de los establecimientos hoteleros o las que comisionaban a los conserjes de hotel y a los taxistas. Barcelona la nuit, era solamente para nosotros. Quedamos en el Pipermint en la calle Bori i Fontestà esquina Ganduxer, sobre la medianoche. El local, no demasiado grande y con mucho en· canto, era uno de los preferidos de Jaime, a menos de un cuarto de hora a pie desde su sótano-vivienda de la calle Muntaner; muchas de sus poesías habían sido paridas en alguna de sus mesas mientras veía desfilar por la barra del establecimiento a toda la fauna de la parte alta de la ciudad. «La barra de un bar, Jordi, es la forma más refinada del acompañamiento», me decía. Le localicé precisamente en la barra, sentado en uno de los taburetes, con su perenne whisky en una mano y el cigarrillo en la otra, como si fuesen apéndices de sus dedos. Sonaba Lo importante es la rosa, de Gilbert Becaud. Sonrió al verme, no pudo llamar mi atención al entrar porque la canción y el ruido de las conversaciones de los parroquianos impedían la propagación de la voz, salvo que levantaras mucho el tono. Por otra parte, el tamaño del lugar permitía localizar un rostro amigo con un par de vistazos a través de la bruma del humo del tabaco. Me senté a su lado en un taburete milagrosamente libre, tal vez porque el ocupante había tenido la imperiosa necesidad de cambiar aguas, las copas del Pipermint eran generosas. —Echaré de menos este lugar en Manila –dijo a modo de saludo. —¿Estarás mucho tiempo fuera? —Un par de meses, tengo que visitar la planta y repasar las cuentas… —Imaginó que allí habrá sitios como este. Sonrió, dio una calada y la mente se le escapó hacia algún tugurio de Manila. —Los hay, tal vez con otro estilo. Tendrías que acompañarme en uno de esos viajes, hablaré con el presidente. El presidente de Tabacos de Filipinas y el del hotel eran la misma persona, Luis María de Zunzunegui, por lo que la proposición no era descabellada. —Si le convences…, no digo este año, pero dentro de uno o de dos, me encantaría. La fama de Jaime le precedía, era un bon vivant, pero todo un caballero. Su homosexualidad era de todos conocida, aunque era recomendable no dejarle a solas con tu novia. Lo que más destacaba en su modo de ser era el extraordinario respeto para con sus amigos, su estilo de vida no comprometía a nadie, salvo que ese alguien quisiese implicarse, por otro lado y siguiendo sus propias enseñanzas, nunca le juzgué porque, además de no tener derecho, me gustaba su visión de la vida y sus filosofías. —Cómo va el trabajo, ¿y las investigaciones? –dijo, a la par que pedía al camarero otro Chivas. —Bien, ya te conté que ando tras la historia de las muertes de Torras y de Camperol. —Vaya tipos, en teoría eran unos místicos, muy sensatos y juiciosos, pero tú y yo sabemos quiénes eran, aunque no compartieran ninguno de nuestros ambientes Por eso sé que eran unos canallas, las gentes sin pecado, sin debilidades aparentes, son los peores. No me extraña que fuesen tras la Biblia del Diablo, tanto miedo por Leviatán significa que no tenían la conciencia muy tranquila. No quise contarle la historia de Nogal, no, hasta que pudiese verificarla. —Entonces no crees que la hizo el diablo en una sola noche –dije con mucho cachondeo. —Ni loco, Jordi. No existe Dios, tampoco su ángel rebelde, porque si existiera, seguro que nos conoceríamos… y mira que he estado en infiernos. Reímos a gusto. Paralelamente, alrededor nuestro, se desarrollaban un sinfín de conversaciones y alguna que otra parada nupcial. Los jóvenes barceloneses mostraban sus plumas a las jovencitas con intención de deslumbrarlas y ellas les manifestaban una aparente inapetencia, envueltas en el hechizo de sus minifaldas y de sus botas altas. Conforme avanzaba la noche la indiferencia se iba desvaneciendo y las minifaldas menguando desinhibidas por el alcohol. Jaime sonreía malicioso, conocía aquellas maneras de actuar como la palma de su mano, era un gran observador. —¿Qué te parece si cambiamos de garito? A esta hora Bocaccio debe estar ya despegando –dijo. Estuve de acuerdo, Bocaccio era una discoteca situada en la calle Muntaner que era el centro de la vida nocturna barcelonesa. En un sábado de mediados de junio era obligado pasar por allí, sobre todo para los representantes de la gauche divine. Hasta la verbena de San Juan no comenzaba la diáspora de los fines de semana a las veleidades nocturnas de la Costa Brava –sobre todo Platja d’Aro- y a las de Sitges, a setenta kilómetros de la capital, que llenaban sus discotecas de capitalinos ansiosos de aventuras que contar. En esos litorales sí se podía pescar una turista quemada por el sol. Atravesamos Via Augusta y la calle Copérnico hasta llegar a la ronda del General Mitre, en honor al primer presidente de la República Argentina, y de allí a Muntaner. La discoteca era un lugar con encanto, siempre a rebosar, decorado imitando formas modernistas, puertas –sobre todo la principal- espejos, mostradores, mesas y sillas ondulaban sus líneas en madera, dándole un aspecto agradable y sensual, incluso las grandes copas balón que se soportaban sobre un largo y delgado pie. El portero nos facilitó la entrada, Jaime era más conocido en Bocaccio que su diseñador Xavier Regás. Dentro, el ambiente era divertido y ensordecedor, allí estaban en animada conversación, Oriol, principal accionista de la disco, su hermana la escritora Rosa Regás y Colita, la fotógrafa que mejor supo retratar aquel tiempo y aquellos lugares. El grupo fue creciendo con la llegada del escritor Juan Marsé, el fotógrafo Pomés y la de la actriz Teresa Gimpera, también socia, y que acudía de caterva en caterva para ejercer su labor de musa de Bocaccio. Al cabo de una hora el grupo había crecido y se había disgregado media docena de veces, Jaime estaba en animada conversación con un joven de pantalones ajustados e ínfulas de actor en ciernes. Me pareció ver en una de las mesas una cara conocida, por un momento me costó situar aquel rostro femenino en algún cuadro de memoria reconocible. Una luz se encendió en mi cerebro embotado por el humo de los fumadores, la pluralidad de las conversaciones y los J&B consumidos. Me acerqué a la joven que bebía un cuba libre con la misma fruición que el llorado Che Guevara. —Perdone, creo que nos conocemos –dije, en un alarde de originalidad. Me miró de arriba abajo, era muy probable que yo fuese el quinto o el sexto merodeador que utilizaba la taimada frase. —No recuerdo, tal vez me confunde –respondió indiferente. —Soy, Brotons, el director del Manila Hotel, fue en el… No pude terminar de explicarle que había sido en el entierro de su padre, Robert Camperol. —Pues claro, ahora le recuerdo, me perdonará, pero había tanta gente… La miré, estaba más guapa que en el sepelio. Un mechón de su melena pelirroja le tapaba parte del rostro. Aunque el rímel ya estaba ausente, sus ojos miel seguían siendo sus mejores embajadores, incluso más que sus bien formadas pantorrillas que mostraba generosa asomando de una minifalda encogida por la postura. —¿Quiere sentarse? –dijo señalando una silla frente a ella en la mesa que compartía con un grupo de gente.
Me senté. Ella estaba espléndida, sus amigos ausentes y los camareros atentos; todo era perfecto. Pedí otro cuba libre de ron para ella y un J&B para mí, tuve que insistir que se olvidaran de sus copas de balón habituales y me lo sirvieran en vaso corto y con solo dos hielos. Iniciamos una conversación pueril sobre Bocaccio, la discoteca no el escritor, pensé en iniciar un sutil interrogatorio sobre el padre; no obstante, en aquel momento me interesaba más la hija y desistí. Evité las estúpidas preguntas de ¿vienes mucho por aquí?, porque era obvia, y aquella de ¿estudias o trabajas?, porque en aquel momento no era eso lo que me importaba. Le dije que había venido con un amigo, sin mencionar que era Gil de Biedma, para no parecer pedante y que me sentía muy a gusto en su compañía. —Un placer inesperado –dije. —Ah, ¿es que te vas? –contestó, burlona. —No sin ti –respondí desafiante. Creí ver que se ruborizaba, a pesar de que la luz del local no era tan esplendente como para percibirlo. —¿Vas a raptarme?, ¿eres un pirata? –preguntó, estirando su ya largo y sensual cuello. —No, la que bebe ron eres tú, si acaso nos raptaremos mutuamente. —Me parece perfecto. Marca tú el rumbo. No me despedí de Jaime porque le vi entregado a la filosofía con el joven de los pantalones ajustados y teníamos la norma de que dos son compañía y tres… tener que dar explicaciones. Salimos al exterior con los oídos taponados por la cantinela de la música y de las conversaciones, teníamos los pulmones necesitados de aire limpio. Bajamos andando por Muntaner, la calle descendía hacía el mar como una riera de asfalto, orillada de plátanos, atravesando gran parte de Barcelona, aunque sin llegar a la playa, desembocando mansamente en la Ronda de Sant Antonio. Charlábamos sobre la vida nocturna de la ciudad. Al llegar al cruce de Vía Augusta, se detuvo, me miró con desparpajo y me preguntó: —¿Adónde me llevas? —Pues no tenía pensado nada… tal vez a Tuset… —Vaya un pirata… Vamos te invito a una copa. Caminamos algunos minutos por Vía Augusta, se detuvo frente a un portal que en apariencia no albergaba ningún establecimiento nocturno. La miré interrogante. —Es mi piso, creo que todavía me queda J&B. A pesar de tratar de disimularlo, creo que esbocé una enorme sonrisa. —No te alegres tanto, vamos sólo a tomar una copa… no a descubrir el sentido de la vida. —Esta noche, el sentido de la vida eres tú –le dije, mientras el ascensor llegaba al séptimo piso. Se alzó sobre las puntas de los pies y me besó en la boca. La cogí por la cintura, justo cuando se abría la puerta automática del artefacto y me refiero al ascensor. Repetimos el beso. —Sabes, señorita Camperol, que desconozco tu nombre de pila. —Me llamo Lilith –dijo, al entrar en el recibidor. —No me extraña, me lo imaginaba, pero ¿qué pone en tu carnet de identidad? Sonrió al entrar en el salón y no contuvo sus siguientes besos, como queriendo darle misterio a su respuesta. Al llegar al dormitorio me miró fijamente a los ojos. —Eulalia, mis amigos me llaman Lilí… y mis amantes de muchas formas. —¿No me habías prometido un whisky? –dije, al verla lanzarse a mis brazos como si no hubiese un mañana. —Después podrás beberte la botella entera, ahora tenemos que descubrir el sentido de la vida. Tenía toda la razón, en aquel momento descubrir era prioritario a beber y sentir mucho más importante que hablar. Recorrimos el mar de su dormitorio de orilla a orilla, en un carrusel de sensaciones atracando en las ensenadas de su cuerpo, navegando entre la bahía de sus muslos y fondeando en la gruta de la vida. Echamos anclas cuando el capitán pirata, después de varias navegaciones, se replegó al cofre del muerto. Apoyó su cabeza en mi vientre y me contó alguno de sus sueños. Le acaricié la melena rojiza que, a pesar de los humos de Bocaccio, todavía olía a colonia cara. —Me dejaría raptar de nuevo-dijo, mientras su cabeza descendía traviesa hacia el palo de mesana –¿Y si el sentido de la vida estuviese aquí? —No lo sé cariño, pero puedes tratar de averiguarlo… Estallamos los dos en una erótica carcajada, porque sus investigaciones coincidieron con un saludo de agradecimiento del mástil pirata. Después de dos horas de navegación, volvimos al salón, ligeros de bagaje y vestidos de náufragos en día de colada de taparrabos. Sirvió un par de whiskys y se acomodó a mi lado en el tresillo. —Salud, brindemos por ti, princesa. —Por nosotros. Los vasos de cristal chocaron sabedores de que nos habíamos ganado su espiritoso contenido. —Vamos, pregúntame lo que quieras –dijo. Pasé mi mano libre sobre su hombro, la besé en los labios y ella se arremolinó sobre mi pecho. —¿Por qué crees que tengo preguntas? —Vamos, Jordi, se cargan a mi padre en tu hotel y luego a unos de sus amigos a pocos metros del Manila, ni el más ingenuo pirata se cree que son coincidencias. —Quisiera saber cosas de tu padre. —No me andaré con rodeos, mi padre era un canalla, no sólo con mi madre a la que engañaba constantemente, también con sus enemigos y con su amigos… sus objetivos –que solo conocía éllos– conseguía pasando por encima de todo y de todos. Rompió la única relación de verdad que he tenido porque a él no le gustaba. Fastidió la vida de mi hermana todo lo que pudo porque es un ser libre y contestatario. Su lema era: yo, yo, yo y los demás. En cuanto a su entorno y amigos ya ves de que pelaje son. —Supongo que tenía grandes ambiciones y grandes enemigos. —Se creía un salvador y un líder. Si lo que quieres preguntar es si alguien tenía razones para matarle, la lista no cabría en este sofá: mujeres engañadas, socios timados, competidores arruinados, aliados defraudados. Sólo el Opus le tenía cogida la medida. —Entonces, ¿era un hombre creyente? —Mi padre era el diablo, Jordi. Y si no lo era, tenía un pacto con él. Habíamos llegado al punto más interesante de la conversación. —No me interpretes mal, ni creas que es una pregunta estúpida. ¿Sabías si practicaba cierto tipo de rituales? Ella me miró interrogante. —Como nuestra navegación, seguro que no. Supongo que era de tiro rápido. Y aparte de los del Opus, no sabría qué decirte. No quise preguntarle más. Como en muchas familias, las actividades paternas son un misterio para sus allegados. Pasamos la noche juntos y no volvimos a hablar del tema, nos dedicamos a descubrirnos, a contarnos lo justo para dejar de ser unos desconocidos y a no violar el jardín privado que acotamos en nuestras mentes. Hay respuestas que se dan sin que se pregunte y preguntas cuya respuesta no nos aportaría nada, porque son brisas que han impulsado a otros bajeles.
Nos despedimos haciéndome prometer que no la llamaría para una nueva cita, como buena Lilith ella decidía cuándo volver a navegar. Cuando necesite un nuevo rapto, lo sabrás –susurró mientras el ascensor arribaba al séptimo cielo. En el exterior, en una casi vacía Vía Augusta, la luz del amanecer atravesaba los jardines del Turó Park e iniciaba el milagro cósmico de un nuevo día.
La voz del pasado
Paseo de Gracia, junio de 1971
Tenía una nariz romana, un pasado terrible, una desvergüenza desmedida y un pacto con el diablo y además, una hija preciosa de melena irlandesa y otra hippie, nada de eso pudo evitar que acabara en los dominios de Pedro Botero, si es que tal lugar existe fuera de nuestras mentes y de la parafernalia religiosa. Confirmar si también era uno de los violadores de Flix estaba en la capacidad sensorial de Nogal. Me puse en contacto con Salvador Escamilla, locutor de radio Barcelona y cliente del hotel. Sin darle grandes explicaciones, le pedí si en los archivos radiofónicos de la emisora tendrían alguna grabación de Robert Camperol. Al cabo de pocos días me llamó para decirme que disponían de un par de cintas con la voz del difunto. Quedé con Félix Nogal en el hotel para ir juntos en taxi a la emisora barcelonesa. El taxista frunció el ceño cuando, Jesús Lucea, el portero de turno, le dijo nuestro destino a pocos minutos del Manila. Muchos taxistas esperaban horas en la puerta del hotel con la esperanza de que les saliera una buena carrera al aeropuerto, hasta alguna población de la periferia o a un punto distante de Las Ramblas, para que su contador marcara un generoso guarismo y contando con una espléndida propina, pero un trayecto de apenas setecientos metros – kilómetro y poco en coche-, hasta la calle Casp, casi esquina con Passeig de Gràcia, truncaba esas expectativas; corrigió su expresión al comprobar que el servicio era para mí, convenía estar a buenas con el dire. No obstante, dio un magnífico rodeo y tardó bastante más que si hubiésemos ido a pie. A pesar de la pequeña triquiñuela le di una propina rumbosa. Convenía estar a buenas con los taxistas. Subimos al primer piso, nos recibió Salvador Escamilla, director de Radioscope, la ventana a las ondas de la llamada Nova Canço. Su programa había descubierto y promocionado a un buen grupo de representan· tes de éxito de la canción catalana, entre ellos Joan Manuel Serrat, Lluís Llach o el grupo La Trinca. —Pasad, pasad, en los archivos han localizado cintas de actos oficiales con la intervención de Camperol-dijo con su magnífica voz de cantante y locutor. Entramos en uno de los estudios que estaba vacío, un técnico puso desde la cabina las cintas seleccionadas. Las pasó un par de veces, una de ellas correspondía a un pequeño discurso de una inauguración y la otra de una entrevista a Camperol, precisamente en radio Barcelona. Nogal confirmó, sin ninguna duda, que la voz de la entrevista y la de orador eran la del llorón de Flix. —Era el que gimoteaba –aseveró. Le estaba dando las gracias a Escamilla por su favor, cuando Nogal nos sorprendió de nuevo. —El tipo que le presenta en la inauguración, también estaba allí. —No jodas, exclamó Escamilla, ¿sabéis quién es? —Me temo que sí –dije. —¡Con la iglesia habéis topado! –exclamó Salvador. —¿Quién es? –dijo Nogal con impaciencia. —Luego te lo cuento. Salimos de la emisora, y en vez de regresar al hotel le propuse a Félix tomar algo en la terraza de la Cafetería Navarra. Nos sentamos en una de las mesas del exterior porque el ruido de la circulación del Passeig de Gràcia disimularía parte de nuestra conversación, que no importaba a nadie más que a nosotros. En cuanto estuvimos acomodados, entré con la excusa de pedir nuestras consumiciones y poder así admirar la cristalera modernista del techo. Degustando nuestros riojas le aclaré quién era su tercer hombre. —Joan Deulovol. —Joder, ¿el cura? —El capellán, uno de los hombres fuertes de Modrego, el arzobispo anterior, y ahora, después del nombramiento hace tres años de Marcelo González, uno de los máximos impulsores de la campaña de movilización nacionalista que exige obispos catalanes. Deulovol tiene todos los números para ser nombrado coadjutor, con derecho a sucesión, y paralelamente se habla de un inminente traslado de Marcelo y en cuanto esto suceda… —O sea que en unos meses tendremos a un violador que ha firmado un pacto con Satanás de arzobispo de Barcelona. —Ese es el intento, la presión de la campaña Volem bisbes catalans, está dando sus frutos. —Espero que haya otros candidatos. —Los hay, se habla de Narciso Jubany, pero Deulovol tiene todas las preferencias. —¿Cómo sabes tanto de estos asuntos, Jordi. —Un hotel es como un gran confesionario, Félix y además con camas y restaurantes, por nuestro negocio conocemos a los pecadores de pereza, gula y lujuria, pero también los de soberbia o envidia… y de avaricia e ira, en cuanto les pasamos la factura, tanto seglares como clérigos. Félix estalló en una gran carcajada. —No me imagino… –dijo, y no obstante, a pesar de su negación, Félix andaba fabulando con algún prelado pecando de gula o de lujuria. —Ya te he dicho que es como un gran confesionario y jamás revelamos los secretos de confesión. Paramos otro taxi para regresar al hotel. Nogal subió el primero y lo hizo con la soltura de un vidente. —Al hotel Manila –dije, una vez acomodado. El taxista, farfulló algo en voz baja que no entendimos. Imaginamos que su enunciado no le hubiese gustado a ningún purpurado. —Les llevo por Vía Layetana o por Arco del Triunfo – preguntó, para calibrar sibilinamente nuestros conocimientos en rutas callejeras. —Directos a Las Ramblas –dijo Félix-, soy ciego, pero no turista. El conductor no contestó, puso la primera y arrancó. Miré a Nogal y sonreímos. Yo me bajaré en el hotel y después mi compañero continuará hasta Sants. El taxista sonrió al saber que, a la postre, no sería una carrera corta
Enrique Ripoll apareció por el hotel una mañana para contarme, según dijo, muchas cosas. Fuimos a mi despacho y le pedí a Quendy, la secretaria de dirección, que no nos molestase nadie. —Traigo noticias, Jorge –dijo Ripoll, resollando. —Siéntate, Enrique, y tómate un respiro, no será tan urgente. —Lo es, lo es. ¡Tenemos el arma del crimen!, bueno, la hoja de un bisturí apareció en la plaza del Pi en una papelera. Sin huellas, claro, es de una cuchilla de cirujano de hoja intercambiable, nada peculiar. —Esto se pone interesante-dije, con la garganta seca por la emoción. El rostro de Enrique no podía ocultar su entusiasmo, había caso ¡y de los gordos!, se desabrochó la americana, se desplomó sobre el sillón y continuó. —Y hay más novedades. El Opus quiere vernos, no sólo a mí como inspector que lleva el caso, me han pedido, expresamente, que me acompañes. —¡Qué sorpresa!, yo también tengo ganas de hablar con ellos. ¿Los has citado en la comisaría? —No, me han sugerido que vaya a Castelldaura, una residencia que tienen en Premià de Dalt… una antigua casona del siglo XIX. —Y tú has aceptado la invitación. —Claro, así en su casa se sentirán más confiados. Quiero averiguar todo lo que pueda y saber qué quieren de ti. —¿Y para cuándo dices que será? –dije, mirando la montaña de trabajo que yacía sobre mi mesa esperando turno. —Mañana… Consulté la agenda con las reservas y las salidas para el día siguiente y quedamos sobre el mediodía. No podía creerme el interés del Opus. A la mañana siguiente se presentó Ripoll con un coche policial conducido por un agente de uniforme. Sentí una rara sensación al sentarme con Enrique en la parte trasera del coche oficial: no olía a misterio, como me hubiese gustado, era un olor rancio a parque móvil y a algo que no podía distinguir, me entró una extraña claustrofobia. Era un modelo común de SEAT, concretamente un 1400 y no obstante, el hecho de que fuese un vehículo policiaco, imponía. Ripoll advirtió mi incomodidad y sonrió, se abrió la americana y mostró la sobaquera con el arma. «Huele a eso», dijo. No quise preguntarle si se refería a la piel de la funda, al arma o al sobaco. Atravesamos el río Besos, pasamos por Badalona, recorrimos la costa hasta llegar a Mongat y El Masnou, siempre paralelos al mar. Ya a la vista de Premià de Mar nos dirigimos al interior hacia Castelldaura. Nada más cruzar el puente que unía Premià de Mar con Premià de Dalt, nos dimos de frente con Castelldaura, una antigua mansión decimonona rodeada de pinos mediterráneos y por un muro con verjas. Merced a la elevación del terreno quedaba el mar a nuestra espalda y a cierta distancia, dándole un inesperado horizonte a la carretera de acceso. Nos abrieron la cancela de la gran puerta de dos hojas que daba paso a la finca, dos perros de piedra coronaban las pilastras de la entrada. «Un poco pequeños los canes», comentó Ripoll. Sonreí, efectivamente, el tamaño de los pétreos guardianes desmerecían la magnitud del portal de acceso. El automóvil policial se adentró por el pasaje que conducía a la casa y que cruzaba un gran jardín, El camino hasta el edificio estaba flanqueado por plátanos y palmeras; deduje que aquella finca había sido la casa de veraneo de algún rico «americano», como llamaban en Catalunya a los indianos regresados con fortuna. Era una magnífica construcción con un torreón a la izquierda presidido por un balcón que imitaba el gótico medieval. Los cipreses escoltaban el entorno, haciendo bueno, si es que el Todopoderoso gustaba de esos lares, el título de la novela de José María Gironella, Los cipreses creen en Dios, la primera de su trilogía sobre la Guerra Civil. Llegamos a la entrada. El policía de uniforme se quedó al lado del coche y nosotros subimos los peldaños de la escalera central que conducía a la morada, el arranque sí estaba bien guarnecido por dos bellas figuras de aguadoras, tan grandes como las columnatas donde reposaban. Frente a la puerta de acceso estaba el doctor Balcells, Ramón Guardans y un sacerdote de larga y negra sotana y de aspecto serio. A los dos primeros les conocía como clientes y, en el caso de Guardans, también como consejero de Tabacos de Filipinas. —Bienvenidos –dijo Balcells- les presento a don Álvaro del Portillo, miembro de Consejo General y secretario general de la Obra. A Guardans y a mí creo que nos conocen de sobras. Correspondimos a los saludos y nos dejamos acompañar a uno de los salones. Tomamos asiento en unos tresillos capitoné de color gris, que se me antojaron incómodos o tal vez fuese la situación la que me incomodaba. Ripoll y yo nos apropiamos de uno de ellos y frente a nosotros de cara al jardín, en otro gemelo, los tres anfitriones. Quedábamos de espaldas a la luz, pero podíamos vigilar la puerta de entrada; pronto se nos disipó todo temor. Nuestros interlocutores estaban tan ávidos de saber lo que ocurría como nosotros. Antes de iniciar la conversación observé a aquellos tres hombres. Ramón Guardans tenía la mirada penetrante y decidida, de estatura media, buen gourmet, con cierta tendencia a engordar, eran numerosos sus compromisos y responsabilidades en Banesto y en Tabacos de Filipinas que terminaban frente a una buena mesa. En sus años mozos, cuando era un brillante abogado, paseaba su palmito por la Barcelona franquista, hasta que en un viaje a Buenos Aires conoció a Helena Cambó, la hija de político Francesc Cambó, y regresó casado con ella, como administrador de sus bienes y adalid de la memoria del que hubiese sido su suegro. Sus catorce hijos con Helena, su cuantiosa fortuna y sus grandes contactos con el nuevo nacionalismo, le convertían en el supernumerario perfecto. Alfonso Balcells no le iba a la zaga, alto, elegante, peinado hacia atrás, parecía más un actor de teatro que médico. Escritor, brillante orador, catedrático, rector durante años de la Universidad de Salamanca, ahora catedrático de Patología General de la Facultad de Medicina de Barcelona. En cuanto al tercer hombre, no teníamos ni idea de quién era, la sagacidad de Ripoll descubrió que se trataba de un pilar importante de la Obra. Se había alistado voluntario en el ejército republicano, para poder pasarse al franquista en cuanto tuvo ocasión. No me dejé impresionar por tan influyente cónclave y lancé la primera pregunta. —Me gustaría saber qué pretendía de mí el difunto Gabriele. Ripoll, me cogió la muñeca en un gesto de protección paternal al niño que ha hecho una pregunta inoportuna o precipitada en una reunión de adultos. —Perdonen a Brotons, si no les importa empezaré yo con las preguntas. ¿Supongo que el fallecido era miembro de su asociación? —Sí, efectivamente, era un valioso y viejo numerario-contestó Portillo. —¿Tenía algún enemigo o estaba envuelto en algo turbio?, Brotons, me dijo… —Por eso hemos querido que le acompañara el amigo Brotons –dijo Guardans-, tenía relación con el otro asesinado y la actitud de los últimos momentos de Torras ha podido parecer… –dudó un momento antes de continuar- un poco extraña. —¿Cómo qué el otro asesinado? –dijo Ripoll- Camperol murió de un ataque al corazón. Se miraron entre ellos y luego a Ripoll. El sacerdote se removió en su asiento un tanto nervioso. —Creemos, comisario, que a Camperol le «ayudaron» a morir. No pude evitar esbozar una sonrisa de satisfacción, estuve a punto de gritar: ¡lo sabía, lo sabía…! —¿Por qué piensan que pudo ser así? –preguntó el comisario. —Camperol tenía proyectos, muchos proyectos. No le vamos a engañar, estamos dispuestos a tomar el timón de los destinos de España, pero también los de Catalunya. Intentamos, para bien del país, estar en todas las instituciones y en las entidades financieras y culturales, ya saben, Omnium, Orfeón Catalán –matizó Portillo en castellano-, el Club Catalónia, la Junta de Museos de Barcelona, el Museo de Arte de Catalunya, el Círculo Artístico San Lluc, la Editorial Católica, el Instituto Cambó, el mundo universitario y sobre todo, en la nueva política catalana y Camperol tenía que aterrizar en unos cuantos más, estaba entusiasmado con sus objetivos; apasionado, fuerte y decidido –concluyó, un tanto excitado. —El corazón es un órgano que a veces falla sin avisar, sobre todo si se quiere abarcar demasiadas cosas –dije. —Le hicimos una revisión hace tan solo un mes en una clínica privada, estaba bien, con algunos achaques, pero bien-terció de nuevo Balcells. —¿Quieren presentar una denuncia? –dijo Ripoll. —Sólo serviría para desesperar a la familia y alertar al asesino. —Y en todo esto ¿qué pinta Torras y su viaje a Estocolmo?, y ¿por qué se hacía llamar Gabriele?-pregunté. — ¿Y por qué escribió el mensaje en la servilleta?, hemos comprobado que la sangre era suya –añadió Ripoll. —Verán, la Obra está al servicio de Dios. Como ve somos científicos, filósofos, empresarios o escritores, metidos en el mundo de la fe, aunque estamos abiertos a cualquier suposición y más si procede del Maligno. –dijo Guardans. —¡Por Dios! –exclamó Ripoll elevando la voz- no creerán… —Ni creemos, ni dejamos de creer. Torras era un investigador, un médico del alma. Hizo un par de cursos en el Vaticano en la prestigiosa Universidad Pontificia de Roma para preparase como exorcista. Las clases, en este tipo de enseñanzas, van desde la antropología del satanismo y la posesión diabólica, hasta el contexto histórico y bíblico del diablo. Por eso cambió su nombre por el de Gabriele, en honor a su maestro, Gabriele Amorth. No tenemos miedo a Satán, en palabras del Padre Amorth trabajamos en nombre del Señor del Mundo y el diablo sólo es el mono de Dios-dijo Portillo. —Será un mono, pero ustedes le dan mucha importancia. ¿Qué buscaba Torras en el Codex Gigas? –pregunté. —Respuestas, buscaba respuestas. Y usted, amigo Brotons, también las busca, lo sabemos. —Se equivocan, yo busco verdades, a su numerario no lo mató el demonio, por lo menos no sería él quién empuñó el bisturí asesino. —Nada es lo que parece, amigos –dijo Balcells-. Cuando la Obra se instaló en Barcelona, yo mismo, sin ser todavía miembro, alquilé un piso para los numerarios. Incluso alojamos un par de veces en él a nuestro fundador, era un piso pequeño en la calle Balmes casi esquina con la calle Aragón, le llamábamos El Palau, como no teníamos capilla hice poner un enorme crucifico de madera, muy sencillo, tosco, desnudo, sin la figura del Señor y pintado en negro. Al poco tiempo, vecinos y curiosos aseguraban que allí crucificábamos a seres humanos… como si fuésemos una secta diabólica. Estallaron los tres en una carcajada. Sin querer me estremecí, había oído hablar de las sospechas populares y siempre pensé que eran falsas; sin embargo, no pude evitar sentir un escalofrío mientras tomaba nota en mi libretita verde. —A Josemaría Escrivá le dolió la absurda afirmación –añadió Portillo-, tanto, que hizo sustituir esa cruz por otra muy pequeña. Siempre dice bromeando: Así no podrán decir que nos crucificamos, porque no cabemos. Volvieron a reírse. Ripoll y yo esbozamos una sonrisa de compromiso. —Bien –dijo al fin Ripoll-, les informaré de los avances que tengamos, siempre que no estén bajo secreto de sumario.
—No se preocupe comisario, de la información judicial ya nos ocupamos nosotros, tenemos contactos en la judicatura. En cuanto a usted, Brotons, nos gustaría que nos tuviera al corriente de sus averiguaciones. Por favor. —Siempre y cuando, ustedes me tengan informados de las suyas. ¿Quién irá a Estocolmo? —Todavía no lo sabemos –contestaron casi al unísono-. ¿Tal vez le interese ir a usted, Brotons? —Me gustaría, no crean, pero tengo demasiado trabajo, esperaré a que retorne su enviado. Ya de regreso, salió el Ripoll de siempre. —Estos tíos están como cabras. No, no te rías que tú tampoco tocas. Seguro que hay un asesino con dos piernas y dos brazos, sin cola y si lleva cuernos no son de los que se ven… Me reí a gusto, el coche tomaba de nuevo la carretera del Maresme, rumbo a la ciudad Condal. Entendí que a Ripoll le faltaba parte de la información y le conté toda la historia y las sospechas de Nogal. —¿Por qué no les has dicho que sus numerarios no eran precisamente unos santos? —Porque ya lo saben, aunque tal vez no sepan la historia completa. —Trataré de averiguar quiénes eran los otros tres, los archivos militares tendrán constancia. Me pondré en contacto con Segovia. A lo lejos se adivinaba la Avenida de la Meridiana. Estábamos ya en Barcelona.
CastelldauraMeridiana, años 70 Fotos: Ajuntament de Barcelona
Aquella mañana, Gabriele, no asistió a la oración de los Libros de Meditaciones. Tampoco había dormido en su cama de la casa que compartía con otros numerarios. Yo no me enteré hasta que recibí la visita de mi amigo Ripoll. No me sorprendió en absoluto, la clarividencia de Nogal me lo había dejado muy claro. Los nudillos del comisario golpearon la puerta de mi despacho, no me costó adivinarlo al ver su familiar sombra a través del vidrio. Su mediana estatura se agigantó por el efecto óptico del cristal y también la de su nariz, ya prominente al natural. Escuché su característico carraspeo. —Adelante, Enrique, pasa. —Buenos días Jorge –dijo con voz seria, mientras tomaba asiento en uno de los sillones. Carraspeó de nuevo un poco y preguntó: —¿Sabes a qué he venido? — Me gustaría decir que no, pero me temo que por algo grave… —Efectivamente, todavía ni ha salido en los periódicos, el Opus tiene mucha mano. Uno de sus numerarios falleció ayer por la noche en plena calle. —¿Algún conocido? —Mío no, pero sí tuyo… de hecho fuiste la última persona con quién habló. —Vaya por Dios, ¿cómo lo sabes? —Salió de tu hotel pasada la una de la madrugada, todo el mundo os vio dialogando antes de que te sentaras en el bar. —Lo siento ¿de quién se trata? –dije, aunque conocía de sobras la respuesta. —De Miquel Torras, en la Obra le conocían como Gabriele. Traté de demostrar asombro, aunque a Ripoll no era fácil engañarle. Levanté el torso y me incliné ligeramente sobre los antebrazos, antes de lanzar la pregunta. —Puedo preguntarte de qué y cuándo murió. —Claro, y voy a añadirte dónde, en la calle Petrixol frente a la chocolatería La Pallaresa, a menos de trescientos metros de este hotel y cinco minutos después de hablar contigo. —¿Muerte natural? –pregunté, tragando saliva. —Hombre, si entiendes por natural que te claven un estilete en el hígado… podríamos considerarlo así –dijo recostándose en el sillón y estirando las piernas casi por debajo de mi mesa. —¿Nadie vio nada?, aquella hora todavía hay gente por la calle. —Al parecer no murió de inmediato, se arrastró hasta un portal vecino y allí agonizó. El sereno nos avisó a eso de las dos y media de la madrugada. Le encontró en posición fetal, desangrado. —Pues sí, le conocía del funeral de Camperol, aquella misma noche me salió al paso en Vía Layetana, quería información sobre un libro. Ripoll se removió en su sillón, encogió las piernas y agudizó el oído para escuchar mis palabras. Suspiré antes de contarle la conversación, la nota de la servilleta, la historia del Codex Gigas, y el proyectado viaje del finado a Estocolmo. —¿Conservas la servilleta? —Pues claro, y los cubiertos. Sabía que me lo pedirías… no imaginé que tan pronto. —No sé cómo te las apañas, siempre estás en mitad de estos fregados, me voy a llevar las pruebas y tú… —Sí, ya sé, no me muevo del hotel. Asintió con la cabeza antes de abandonar la comodidad del sillón, yo le imité y me incorporé al unísono. Ya de pié, Ripoll me hizo la esperada pregunta. —¿Tú te crees esa bazofia del libro del diablo? —Yo tal vez no, pero ellos sí creían que el libro contenía algo que les interesaba, Torras lo escribió a modo de aviso, de advertencia y lo hizo con su propia sangre para que Camperol no tuviese dudas. —¿Y cuándo lo hizo? Torras no estaba entre los invitados, ¿verdad? —No, no lo estaba y no entiendo de qué forma pudo hacerse con la servilleta, rotularla y dejarla en el servicio de mesa. Teníamos media docena de camareros, dos jefes de rango y un maître sirviéndoles, además de un par de ayudantes para cambiar platos y cubiertos. Me miró, se llevó la mano derecha a los labios y los presionó, en un gesto espejo, como si tratara de exprimir su cerebro y callarse algo. —Quiero hablar con todos. —¿Ahora? —No, antes he de analizar las pruebas, esperar la autopsia del muerto y hablar con los del Opus. —¿Puedo ir contigo? —Ya veremos… en cuanto a tu personal… —Sí ya sé, que no salgan de Barcelona. Ya solo, medité sobre los acontecimientos. Tenía dos fiambres que, según Nogal, y él pocas veces se equivocaba, habían coincidido en un tiempo y un lugar en el pasado y también en el presente, ambos eran depositarios de algún terrible secreto que ya nunca podrían contar y que a la vista de los hechos, les había costado la vida. Y parte del misterio estaba en el códice, en la Biblia del Diablo, Gabriele pretendió averiguarlo y alguien se tomó la molestia de impedirlo, no podía asegurar si humano o sobrenatural. Traté de olvidarlo por lo menos durante unas horas. Trabajé durante todo el día sin casi tener tiempo de pegar un bocado. Llegaba un grupo de jubilados norteamericanos ávidos de conocer mi ciudad, comprar castañuelas, probar la paella y asistir a una corrida de toros. Arribaban a uno de los hoteles más exclusivos y caros de Barcelona en bermudas y sandalias, eso sí, con calcetines. La España de los setenta les recibía con los brazos abiertos. Barcelona iba transformándose, todavía no era el enorme parque temático de un par de décadas después. En los setenta para los turistas todos éramos toreadores, bandoleros, cármenes y curas. En su memoria llevaban las imágenes del año 50 cuando Ava Garner rodó Pandora y el holandés errante en una bella, salvaje y poco conocida Costa Brava y de sus amoríos con el torero catalán Mario Cabré. O las del 54 cuando Frank Sinatra la tuvo que rescatar de los brazos de Luis Miguel Dominguín. Influenciados también por las historias de Hemingway y los Sanfermines, preguntaban en recepción a qué hora soltarían los toros, mientras cambiaban ventajosamente sus dólares por pesetas. A las nueve de la noche estaba rendido, pero no vencido. Llamé a Ruth y en menos de una hora estábamos cenando en la Parrilla. Sonaba el Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo y ella estaba bellísima. Degustábamos unos langostinos que el maître había flambeado con ron. Brindamos con un Sauternes, el aroma de las salvajes uvas Sauvignon Blanc, la dulzura del Moscadelle y la fragancia de la nectarina, formuladores de aquel vino, nos envolvieron. —Por nosotros –dije. —Y por la vida –matizó Ruth. Bebimos un par de sorbos, las últimas notas del maestro Rodrigo escapaban por el restaurante buscando el camino a los jardines del Palacio Real de Aranjuez. La velada terminó en mi habitación, repartiendo los besos con sabiduría anatómica, enredados con el deseo y con el corchete de su sujetador que no terminaba de soltarse, o eso quería yo que pareciera, para escuchar una de sus expresiones favoritas llegado este momento. —Rómpelo y también las bragas… –susurraba impaciente. Por supuesto, yo nunca le rompía aquella ropa interior tan cara y tan parisina, aunque me encantaba quitársela con fingida violencia y lanzarla fuera de la cama por encima del hombro. Caía en sitios tan insospechados que más de una vez tuvo que volver a casa sin alguna de esas prendas. Terminada la refriega permanecimos uno frente al otro con las piernas entrelazadas e intentando descubrir signos y características en la piel del otro a las que antes no habíamos prestado atención o nos habían pasado inadvertidas. Pequeñas señales cutáneas, cicatrices de caídas infantiles, pliegues escondidos… lugares recónditos, donde besar y acariciar. Estando inmersos en nuestra exploración epidérmica me miró a los ojos, los suyos parecían brillar en la semioscuridad del dormitorio violada por los faros y las luces nocturnas que se colaban intermitentes por la ventana. Entre el espejuelo de la luz verde de un semáforo y el destello caramelo del fanal de un automóvil, me lo dijo: —Me voy la semana que viene a París y luego a la Riviera francesa, unos amigos tienen un palacete en Cannes y me han invitado. —Me parece genial, cariño. ¿Muchos días? —No lo sé, Jordi. En Niza y Mónaco hay muchos millonarios… Me reí a carcajadas. Ruth estaba dispuesta a conseguir sus propósitos de ser multimillonaria y nuevamente viuda antes de los cuarenta. —Espero que fracases –le dije divertido. —Vaya amigo que tengo, debería hacerte feliz que llegara a ser una lady como las Mitford o la señora de un multimillonario naviero griego, como Jacqueline. Además yo te seguiré queriendo. —Ya, como dice el bolero: Porque te quiero tanto me voy. —Un día me lo tienes que cantar… me gustan mucho los tangos.
—Bolero, es un bolero, cariño. La acompañé al garaje del hotel donde tenía aparcado su Mini negro, regalo de su difunto marido, un color que resultó premonitorio. Me besó apasionadamente al llegar a la altura de su vehículo, se arremangó la minifalda para facilitarse el acceso al cubículo del conductor. —Presta atención, Jordi, esta vez la prenda que no he encontrado es la de abajo, ya me la devolverás cuando regrese. Valió la pena el aviso, pude ver el vértice del apetito carnal al final de aquellas largas piernas y suspiré profundamente, me iba a costar pasar el verano sin Ruth.
Se acaba un libro, muere un hombre.
Monasterio de Podlažice, seis de junio de 1230
Herman el monje, o Hermann inclusis, como le llamaba el resto del monasterio, se desplomó agotado sobre la hoja que acababa de terminar, no sabía ni qué hora era ni en qué fecha estaba. Había permanecido mucho, muchísimo tiempo encerrado en su celda escribiendo, copiando de otros libros, ilustrando y dibujando el gran libro. Un códice gigante que contenía toda la sabiduría humana y que tenía unas proporciones extraordinarias. Con tremendo esfuerzo depositó en el suelo de su celda el último cuadernillo. Lo acarició, era el postrer capítulo con el contenido de todos los libros y sabidurías que la Orden Benedictina le había proporcionado. Entre las páginas del códice estaba la regla de San Benito; las traducciones latinas de Flavio Josefo y su Historia de los Judios; el Antiguo y Nuevo Testamento; la Etimología –Etymologiae u Originum sive etymologiarum libri viginti-, los veinte libros de San Isidoro. Tres tratados médicos dedicados a la medicina práctica, escritos por Constantino el Africano, otro monje benedictino. Otros ocho libros médicos, Ars medicinae, de origen griego y bizantino, utilizados como libros de texto para la enseñanza de la medicina. La Crónica de Bohemia, escrita por Cosmas de Praga. Santorales, calendarios, listas de benefactores y miembros de la comunidad monástica; esquelas; antiguas historias; curas medicinales y encantamientos mágicos. Una confesión de los pecados y una serie de conjuros, entre otros textos y escritos. Todo profusamente iluminado y con dibujos de la mano del autor, incluido uno de Belcebú y que sólo Herman conocía el porqué de su terrorífico retrato. Hermanus Monachus Inclusus, fue la firma que estampó al llegar a la página seiscientos veinticuatro del libro dando por acabado su colosal trabajo. Todo estaba listo para la encuadernación de los cuadernillos de pergamino y la elaboración de la cubierta. Se tomó un ligero respiro. El día en que fue recluido se propuso el colosal trabajo organizándose mediante el horario del monasterio. Siete espacios temporales monacales contemplados en la Regla de San Benito, en armonía con El Libro de los Salmos en el que podía leerse: Siete veces al día te alabaré, y a medianoche me levantaré para darte gracias. En cuanto escuchaba los Maitines, rezaba o meditaba una hora y empezaba a trabajar hasta los Laudes, descansaba medía hora para ver amanecer desde el ventanuco de su celda y seguía hasta la Prima, comía algo, proseguía hasta la Tercia y la Sexta, comía de nuevo y no paraba hasta la Nona en la que descansaba durante un par de horas y luego seguía ilustrando y dibujando; en las Vísperas, desmenuzaba un trozo de pan, llevándoselo a la boca con lentitud y saboreándolo como un manjar, seguía hasta las Completas y entonces se acostaba rendido para escuchar los nuevos Maitines apenas tres horas después. Le llevaban comida y agua cada dos días y tenía que racionarse él mismo. Al principio controlaba los días, el canto en gregoriano del Agnus Dei durante los salmos del sábado le confirmaba que había pasado una semana. Pero pronto dejó de anotar y empezó una sucesión de amaneceres sin cuento, su única comunicación eran las notas que pasaba al recibir la comida solicitando pergaminos y sobre todo, tintas. Había elegido cinco colores: rojo, azul, amarillo, verde y oro. En el monasterio las fabricaban con metal o con insectos triturados, él había insistido en que fuesen de este último tipo y que no tardasen más de cuarenta y ocho horas en suministrar su pedido con objeto de que las tintas tuviesen la misma luminosidad y que secaran los escritos antes de las setenta y dos horas en que hubiesen sido fabricadas, así, el brillo, el tono y los colores serían uniformes en todo el texto y no se distinguieran los primeros escritos de los postreros. Todo esto le permitió, durante los primeros tiempos, llevar cierto control temporal, que fue perdiéndose con el paso de los días, las semanas y los meses. Recordaba haber estado enfermo en alguna ocasión y sólo entonces cambiaba su sistema de trabajo, la fiebre le postraba en su camastro durante algunas horas o días y entonces cualquier cálculo se iba al traste, por eso dejó de contar y de percibir el tiempo en toda su dimensión. Luchó por mantener un orden estricto en su trabajo. Creyó que podía escribir una línea cada veinte segundos, una columna cada treinta minutos y una página cada hora. A pesar de sus conjeturas, erró en sus cálculos porque la mano se le adormecía y los ojos se le cansaban. Además, a sus cómputos como escribano, había que añadir los tiempos de ilustrador y dibujante. Las miniaturas de las letras capitales ocupaban en ocasiones el margen izquierdo de una página completa, en otras hojas tenía que dibujar media docena y de distintos colores. También le llevaba muchas horas los preparativos, antes de escribir en cada página tenía que dibujar un sutil rayado para evitar ladearse o esquinarse y las guías para la iluminación, pensar en la combinación de las tintas, sobre todo en las letras capitales. El diseño de los dibujos precisaba también de mucha dedicación, al igual que el lavado y raspado de los errores, las correcciones y los gazapos cometidos. Mejoró su técnica al máximo. Con la ayuda del cañivete, abría la punta de las plumas de ave en dos, así la tinta, se mantenía en la abertura practicada y corría con más facilidad sobre el pergamino, y procuraba un suave deslizamiento de la pluma. La operación era muy delicada, de ella dependía el tipo de utilización que Herman quería darles, pues según el tipo de corte podía realizar diferentes trabajos sobre el códice. Con la hendidura en el medio y simétrica obtenía una escritura de trazos verticales fuertes, trazos horizontales finos y trazos oblicuos anchos. Con el corte sesgado de derecha realizaba trazos más uniformes y finos, y con el corte a la izquierda alternaba los trazos llenos y delgados. La pluma de oca era la que más le gustaba, pero la intendencia le proporcionaba también de buitre, de cuervo o de pato salvaje. La iluminación de las páginas era uno de los pocos placeres de Herman. Allí encontraba la libertad para interpretar cuanto él quería. Adornaba las páginas escritas con escenas o letras floreadas La forma rectangular de las enormes páginas le permitía hacer composiciones alargadas en las que la letra inicial adornada se situaba en la altura más adecuada. Una vez terminaba la caligrafía del texto, dibujaba la iluminación en el espacio que previamente había reservado para tal efecto. Cuando daba una página por finalizada suprimía con cuidado y delicadeza los trazos del borrador previo o las guías para el dibujo. Y así, línea a línea, columna a columna, página a página, cuadernillo a cuadernillo, pergamino a pergamino. Había sido una tarea penosa y agotadora que Herman pagaba con una importante pérdida de visión, un dolor cotidiano en la espalda y en los riñones, y un malestar permanente en las costillas que le impedía una respiración cómoda. A todo eso se añadía una fatiga crónica y un dolor agudo en las articulaciones de la mano derecha. En algunos momentos sentía que perdía las fuerzas, entonces se sentaba en el suelo de la celda y dejaba que la luz lunar iluminara las montañas de pergaminos ya secos o los que colgaban hasta el total enjugado, eso le producía cierta relajación… y terror en ocasiones, porque las figuras y las letras parecían adquirir dimensiones extraordinarias. Creía poder tocarlas desde su rincón sin apenas alargar la mano. Cuando se iniciaban los rezos y los cánticos en la capilla o las lecturas en el refectorio, imaginaba a sus hermanos embutidos en su hábito negro blasfemando, la distancia y las paredes de Podlažice le devolvían sólo ecos y era imposible entender las oraciones y los cánticos en latín. Se dio cuenta de que había perdido la paz de su alma y de que nunca conseguiría su propósito. Rezó a Dios en busca de consuelo y de apoyo, el eco de los muros le devolvía distorsionadas las oraciones de los otros monjes y el de sus propias maldiciones. Hacía ya un par años que, durante una noche de tormenta y torrencial lluvia, le pareció ver entre las sombras de su celda la figura de un extraño ser. De repente sintió miedo, a pesar de sus temores la efigie se limitó a jugar a las sombras con los destellos celestiales. Creyó que era un ángel. «Lo soy», repuso una voz en el interior de su cabeza. Sin que un solo sonido partiera de su garganta, Herman hizo una pregunta. «Luzbel o Samael como me llamó mi padre, yo fui quien te inspiré para salvarte». El monje se sintió aterrorizado, la fantasmagórica voz interior siguió hablándole. «Me lo has pedido muchas veces y hoy he venido a satisfacerte, terminarás tu obra, para gloria mía porque los monjes que te castigaron y todos los futuros poseedores del códice pecaran de vanidad y de soberbia, mataran, violaran y robaran para tener el libro o sus secretos y tú sobrevivirás… y sí, te respondo a tu silente pregunta, el precio será tu alma». En el exterior la tormenta seguía dibujando extrañas formas y delirios en las paredes del convento. Herman cayó de hinojos ante una pared vacía y desconchada, sin más vida que una miserable cucaracha. A partir de entonces una extraña fuerza le acompañó en sus trabajos. El codex avanzó como él nunca imaginó. Incluso le fueron transmitidos los nombres de las siete hermanas de Satán: Ilia, Restilia, Fogalia, Suffogalia, Affrica, Ionea e Ignea. Como agradecimiento, homenaje o sumisión al Pateta que le concediera las fuerzas para terminar el trabajo, realizó un dibujo del Tentador en la página yuxtapuesta a la de la representación del cielo. Lo representó feroz, con cuernos, doble lengua, con cuatro dedos en pies y manos terminados en garras, cubierto sólo por un taparrabos decorado con colas de armiño en señal de realeza, al fin ya al cabo era el rey de los infiernos. Lo simbolizó atrapado entre dos columnas, casi prisionero como él, emparedado en su propia condición de Princeps Tenebrarum. Lo pintó en la pagina 290 que sumada todas sus cifras da un once. Sí la plenitud es el diez, que simboliza un ciclo completo, el once es la maestría, pero también el exceso, la desmesura, la incontinencia y la violencia; como decía San Agustín: El once es el escudo de armas del pecado. Pero, ahora, concluido el libro, se daba cuenta de las futuras consecuencias de su pacto. Sin embargo, hacía meses que tenía preparada una salida a las dudas y preguntas que martilleaban su cabeza. ¿Y si fuese verdad que la figura de aquella noche era la del diablo?, ¿y si ahora tenía que pagar por su debilidad?, después de tanto y tanto esfuerzo. Cogió uno de los cuadernillos que había apartado a un rincón especial de la celda, bajo el título de Conjuros había una página cuyo texto sólo era la capitular C pintada en verde y copió un antiguo conjuro judaico que permitía romper un pacto con el mismísimo diablo. Esperó a los Maitines de aquella fecha que desconocía y cuando uno de los monjes se acercó a entregarle algo de comida, Herman le cogió por la muñeca. —Espera, dile al abad que el libro está acabado y listo para la encuadernación. No tuvo que esperar a Laudes, el abad, el prior y otros miembros de la congragación acudieron prestos a su celda. A la vista del espectáculo contuvieron la respiración, en una parte de la celda se amontonaban los cuadernos de las páginas, numerados y listos para su cosido, encordado y encuadernado. La cátedra aparecía llena de muescas y arañazos, entre sus cuatro patas podía verse la armadura de la cajonera muy canteada de tanto abrirla y cerrarla, en ella reposaban un par de pergaminos no usados y las plumas de oca y otras aves utilizadas por Herman. Sobre las patas del escritorio, delante del asiento, dos barras de madera sujetaban el tablero inclinado sobre el que el benedictino recluso apoyaba el cuaderno en el que trabajaba. A ambos lados del mueble se amontonaban los textos originales que había recopilado. Docenas de vasitos de cerámica de diferentes tintas aparecían secos en otro rincón de la celda, Herman había procurado mantener la calidad y frescura de los colores para que no desmerecieran unas páginas de otras. Los monjes comprobaron el contenido de los textos. Quedaron impresionados. El monje cautivo había superado todas las expectativas. La obra quedaba concluida a falta del encuadernado que realizarían el resto de los monjes. Había tardado dieciocho años en terminar el códice; la fecha: el seis de junio del 1230. La gloria del monasterio quedaba asegurada para la eternidad, nadie advirtió los tres seises de la data, la cifra diabólica; tampoco que dieciocho años eran tres veces seis.
Aquella noche de noviembre Herman se sintió mal, desde que terminara el libro no podía casi conciliar el sueño, su antigua suficiencia y altanería hacía tiempo que se habían esfumado al igual que su deseo de vivir. Trató de incorporarse, estaba como atado a su camastro, no podía levantarse, hizo un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie, faltaba más de una hora para los Maitines. Tambaleándose se dirigió a la biblioteca del monasterio, allí, sobre un gran atril, reposaba su códice ya encuadernado y abrigado por las tapas de madera forradas en piel y adornadas con detalles metálicos en cantoneras y en el centro. Abrió el códice por el capítulo donde se encontraban los conjuros. Buscó uno que, bajo un titulo ficticio y encabezado por una gran C de color verde, contenía la fórmula para deshacer su pacto con el diablo. Leyó el texto con solemnidad entre el silencio del recinto y la luz espectral de una vela, cada palabra parecía rebotar entre las paredes monacales. Le pareció ver sombras que bailaban abigarradas alrededor del cirio. No se detuvo, continuó desgranado las libertarias palabras en latín que le darían paz y sosiego. Sintió que algo le atenazaba la garganta, no era físico, tampoco interior, era un estrangulamiento mental; a pesar del dolor y del miedo, siguió hasta terminar el conjuro. Entonces, todo quedó en silencio, un silencio roto por un grito infrahumano. Como un alarido se escuchó una maldición del Señor de las Tinieblas. Herman volvió a sentir aquella voz que oyera en la celda. «Quiero otra alma en tu lugar, alguien más prestigioso ». El monje dio un paso atrás, comprendió que Lucifer no soltaría su presa tan fácilmente. «No preguntes quién, lo sabes», dijo la cavernosa voz que parecía brotarle de su propio cerebro. Dejó el códice abierto y con paso cansado se dirigió a la celda del prior, pero antes atravesó el refectorio, entró en la cocina y se hizo con el enorme cuchillo de cortar carne y que sólo se utilizaba en fechas muy señaladas, la dieta de Podlažice adolecía de músculo. Se acercó a la cama del prior y de un solo tajo le rebanó el pescuezo, el sacrificado quedó boca arriba con los ojos abiertos, antes de su último suspiro había despertado y sentido la agonía de morir ahogado en su propia sangre. El monje regresó a la biblioteca con las manos ensangrentadas y la vista perdida en un infinito impreciso. En otra ala del monasterio, otro monje de manos callosas y aspecto somnoliento se disponía a tocar Maitines. Herman llegó a la altura del codex, repitió la última parte del conjuro y levantó sus ensangrentadas manos. Entonces se desplomó muerto sobre las baldosas de la biblioteca. Su rostro parecía, al fin, tranquilo y feliz. Tal vez no tuvo en cuenta que los asesinos también son carne de averno.
Mi refugium peccatorum no era precisamente una iglesia del Opus, sino otro de corte mucho más mundano. Mis pasos se encaminaron a la calle Enrique Granados donde vivía mi amiga Ruth, una mujer de rompe y rasga, viuda de un anticuario barcelonés y heredera de su fortuna. Ruth tenía tres pasiones confesables, la más pueril era un desmedido entusiasmo por la ropa interior cara y bonita; la segunda era yo, mucho más ardiente y práctica, y la tercera eran los millonarios de edad avanzada que pudieran dejarle otra considerable fortuna. Mientras encontraba a su mirlo blanco, yo era su compañero ideal de instantes felices y escapadas voraces. Ambos sabíamos de nuestra incompatibilidad para formar una tradicional familia cristiano-burguesa, y no era por la pequeña diferencia de edad-era cinco años mayor-, lo era porque la intención de Ruth pasaba por llegar a ser una de las mujeres más ricas y por ende más respetadas de Barcelona y a mí todo eso me traía sin cuidado,salvo cuando se trataba de clientes del hotel. De momento nuestra simbiosis nos daba un sinfín de posibilidades, antes de que apareciera el futuro y creso pretendiente de Ruth. Llegué a su portal con un ramo de rosas rojas, el portero me miró indiferente porque ya me conocía de otras visitas anteriores. Dejó la escoba apoyada en una de las paredes de su garita e hizo un áspero sonido a modo de saludo. Era un tipo vago y despistado, extremadamente servil con los vecinos acomodados de la finca y siempre vigilante con los visitantes que no encajaran con su idea del buen burgués. Subí a bordo de aquel ascensor de verjas y decoración modernista, que renqueaba al pasar por el principal y a pesar de ello, cumplía su misión elevadora desde hacía más de setenta años. Llamé a la puerta y escondí mi rostro detrás del ramo de rosas. Ruth apartó los largos tallos de las flores y me estampó un beso en los labios. Desafiando las conjeturas de algún vecino mirón o las de los posibles viajeros del ascensor, Ruth me recibió con un conjunto parisino de ropa interior de color rojo pasión que hizo palidecer a mis rosas. —Te echaba de menos –dijo, mientras tiraba de mi corbata desfigurando mi pulcro nudo Windsor. —¡Estás preciosa! –dije con la sinceridad del creyente. Ruth me observó desde la profundidad oceánica de sus ojos. Me tumbó de un ligero empujón sobre el sofá de estampado floral del salón y montó sobre mí como la más experta de las amazonas. Apenas había tenido tiempo de quitarme la chaqueta, me la arrancó de las manos y la lanzó al vuelo. No puedo precisar en qué momento y con qué sutil maniobra consiguió desabrocharme el cinturón y bajarme la cremallera del pantalón, al tiempo que yo contemplaba el aterrizaje de la prenda. Intuí que nos íbamos a saltar los prolegómenos. Por fortuna noté que estaba ya preparado para la acción. Ella inclinó el torso y nos besamos apasionados y perentorios. —Sabes a mermelada -susurré, al sentir el sabor de sus labios. —¿De fresa? –preguntó ella sin esperar mi respuesta. Una hora después de lúdica y sensual batalla, el paisaje del salón era irreconocible. La preciosa ropa interior de Ruth aparecía colgando en la lámpara cercana al tresillo y toda mi ropa dispersa por el lugar, en las formas más caprichosas. En su tocadiscos sonaba la Fantaisie-Impromptu de Chopin. Ella se levantó del sofá, felina y triunfadora y se acercó al mueble bar, giró la cabeza, sonreía con aspecto juguetón. Sin preguntar cogió del mueble una botella de J&B de quince años, dos vasos cortos y una cubitera. —Te quiero –dijo antes de abrir la nevera y llenar el utensilio de cubitos de hielo. —Yo también, cariño –dije, imaginado el sabor del whisky en sus labios de fresa. Se sentó en el borde del sofá, su rostro estaba encendido por la pasión vivida y sus ojos mostraban una encantadora timidez que en la práctica no existía. Alargó su perfecto brazo ofreciéndome el agua de la vida escocesa. Bebí un pequeño trago, los dos cubitos de hielo bailaron dentro de su pecera. —¿Sabes qué es el Codex Gigas? –le pregunté. Ella me miró con asombro. Ruth poseía una gran cultura, sobre todo en antigüedades, no en vano había sido durante unos años la mujer de un anticuario. Entraba dentro de la eventualidad que hubiese oído hablar del libro. Cruzó sus largas y hermosas piernas. —No estoy segura, suena a marca de sujetadores para mujeres con mucho pecho –respondió, partiéndose de risa. La acompañé en su carcajada. —No, no es eso, pero podría haberlo sido. Ruth tamborileó con sus dedos el respaldo del sofá, impaciente. — ¿Y si me lo cuentas después? –dijo, desperezándose. La besé en el cuello para iniciar otro ritual amatorio que consistía en ir ocupando espacios de su rostro y cuello con ósculos cada vez más apasionados. Sin embargo, ya había capturado el interés de Ruth por el libro, o eso creí. —¿Qué es ese códice tan importante? ¿De qué trata? —Nada menos que de la llamada Biblia del Diablo. Un librote medieval de cerca un metro de alto y de medio metro de ancho. Es el más grande del mundo y también el más pesado, 75 kilogramos. Atribuido al mismísimo Lucifer. —Yo peso menos –dijo Ruth, primando a sus deseos por encima de su curiosidad. No pude seguir con mi ilustración, los labios de Ruth buscaron los míos como las abejas al polen. Libé con placer aquellas lozanas fresas que trataban de demostrar que los besos pueden cambiar al mundo.
No preguntes por el diablo, seguro que está cerca
Monasterio de Podlažice, 1212
El monasterio Benedictino de Podlažice levanta sus dos esbeltas torres gemelas en una planicie cercana a la ciudad de Chrudim, en el reino de Bohemia. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico II, ha elevado por medio de la Bulla Aurea de Sicilia a Bohemia al rango de reino y nombrado a Otakar I su primer rey. Al margen de las vicisitudes políticas, los Benedictinos del monasterio de Podlažice se preparan para realizar un juicio a uno de sus monjes, se trata del hermano Herman. El mismísimo Abad presidirá el acto. La regla de San Benito es muy clara y rigurosa. Uno de los pecados que van contra la normas establecidas es el de la vanidad y el monje Herman es un ser extremadamente vanidoso y pagado de sí mismo, tanto, que en sus manifestaciones roza la blasfemia. Pocos monjes le reconocen ahora sus grandes méritos como amanuense, copista e ilustrador, pecando también, aunque traten de ocultarlo con palabras piadosas, de envidia y de impiedad. Podlažice no es un gran monasterio, los monjes benedictinos que allí habitan no están llamados a realizar grandes obras que perduren en el tiempo, por eso son un tanto miserables y el encausamiento de su hermano les proporciona un motivo de distracción y de soterrada venganza. La exposición acusatoria del prior claustral, un anciano de rostro arrugado,unicejo, magro en carnes y de brillante verbo, le acusa de debilidades inducidas por Satanás y en las que Herman ha caído, sobre todo, en la del pecado de la vanidad; una abominación indigna de un seguidor de la orden. Nadie aboga por su hermano, algunas toses y siseos acompañan las palabras de la acusación. El segundo día el juicio se prolonga sin demasiadas variantes hasta muy pasadas las Vísperas. Hermanos y novicios sienten el gusanillo del hambre merodeando en sus entrañas y piensan más en el refectorio que en las exposiciones del padre prior. El acusado mira desafiante a sus fiscalizadores, al parecer los cargos tienen su razón de ser y el veredicto no puede ser otro que el de culpabilidad. La sentencia del Abad estremece a todos los asistentes, se declara a Herman culpable del terrible pecado de la vanidad y el de haber sucumbido a las tentaciones del Ángel Caído. La condena es brutal, a la mañana siguiente será emparedado vivo entre los muros del monasterio. Aquella noche Herman sufrió la más terrible de las esperas. Se negaba a aceptar que estaba viviendo sus últimas horas. Recluido en una de las celdas del semisótano meditaba cabizbajo con la capucha negra del hábito benedictino puesta, intentando cubrir sus miedos. Creía que no rezaba, pero se descubrió suplicando a Dios por su vida, más que por su salvación eterna. Cruzó los brazos sobre el torso en un intento íntimo de protección, su corazón se aceleró de una forma violenta batiendo en el pecho arrítmicamente. Imaginó su lenta muerte entre el espacio de dos tabiques. El hambre, la sed, la desesperación, la asfixia, tal vez la enajenación; miles de ruegos y llantos antes de fenecer. Se apoyó rendido en una de las paredes de la celda, un extraño hedor invadió el recinto, no era su propia pestilencia ni el tufo de su sotana, era algo remoto y pertinaz. Volvió a rogar a Dios y no sintió ningún alivió. En su locura dirigió sus rezos y plegarias a alguien muy distinto, al Príncipe de la Tinieblas. De repente, el fétido efluvio que llenaba la celda se tornó en un olor ácido que le atenazó la garganta. Lo vio todo claro, su salvación estaba en las debilidades de sus jueces y acusadores; en las suyas propias. A los Maitines, después del rezo de los Salmos y la proclamación de las Sagradas Escrituras, vinieron a buscarle. El sol empezaba a iluminar un nuevo día y las sombras de la noche se despintaban en torno al monasterio. Le llevaron a la sala capitular, allí esperaban hermanos y novicios a que el padre prior leyera la sentencia para luego conducir al reo al sótano del monasterio donde se cumpliría el castigo anunciado. En un gesto de indulgencia el padre prior dio la palabra al condenado. —Abad, padres, hermanos benedictinos –dijo Herman, cabizbajo y doliente-, he pecado, no sólo contra Dios y la regla de nuestro fundador, también contra vosotros, humildes y puros de corazón a quienes he atribulado y ofendido con mi extremada vanidad. Merezco el castigo que me habéis impuesto-continuó, levantando la vista hacia el padre prior -. Nada quiero decir en mi defensa, ni suplicar por mi vida, pero si haceros ver lo inútil de mi castigo, puesto que mi vanidad quedará enterrada entre estos muros y nuestra amada orden nada sacará con ello. En cambio, si vuestra justa condena se troca en un castigo de trabajo forzado y de por vida, podré ser útil a nuestra comunidad pagando con mi esfuerzo todos mis pecados, jactancias y pedanterías que me han llevado a esta situación. Orar y laborar ese será mi credo. Un murmullo de desaprobación recorrió la sala capitular, todos los presentes ya trabajaban y rezaban por San Benito y acataban su regla durante todas las horas del día, no podían borrarse los terribles pecados de Herman con la promesa de trabajar y orar toda su vida, eso ya era lo propio de los monjes, su motivo de vida. El padre prior levantó su mano derecha para pedir silencio. Antes de que pudiese iniciar su disertación, Herman continuó con su ofrecimiento. —Me propongo –dijo en tono solemne- hacer el códice más grande del mundo y con el contenido más extenso para gloria de la Orden Benedictina y de nuestro monasterio. No importan los años que me lleve, tampoco los esfuerzos que precise, no pediré ni la ayuda de otros amanuenses, copistas, ilustradores o iluminadores, yo solo, con la ayuda de Dios, me propongo eternizar a Podlažice y ponerme de nuevo a disposición de este tribunal cuando termine el códice. Se hizo el silencio, el Abad se levantó solemne y preguntó al monje: —¿Cuál sería el contenido? —Todo el conocimiento que ha llegado a nuestras manos, el Antiguo y Nuevo Testamento; nuestras sagradas reglas; la historia de Bohemia; todos los estudios de medicina, las traducciones latinas de Flavio Josefo sobre el pueblo judío y los veinte libros de San Isidoro de Sevilla y todo cuanto vuestra paternidad me aconseje. El mundo tendrá en un solo libro toda la sabiduría y sabrá que su recopilación fue hecha entre los muros de este monasterio –esta última frase la pronunció con tanta fuerza que estremeció a todos los presentes. De nuevo el silencio se adueñó de la sala capitular, era tan profundo que podía escucharse el murmullo de la fuente del claustro. El abad se inclinó para recabar el comentario y la sugerencia del padre prior, ambos entendían que podía ser muy piadoso que de Podlažice saliera un libro de tales características y bondades. Los monjes y novicios, los legos asistentes, incluso el prior claustral, imaginaron la maravilla en la que podría convertirse el códice de Podlažice, todos conocían las extraordinarias habilidades y la capacidad de trabajo de Herman. Sin sospecharlo, estaban todos cayendo en el mismo pecado de soberbia y vanidad por el que estaban acusando a Herman. Un hedor nauseabundo invadió el recinto, era como si un viento lejano, surgido de improviso, trajera la pestilencia. Algunos creyeron escuchar una tétrica carcajada, pero todo se atribuyó a las letrinas del monasterio y a la emoción por conocer el veredicto final. —Aceptamos el trueque de condena, siempre que el codex sea el más grande que haya salido de un monasterio, no sólo Benedictino sino de toda la cristiandad. Para ello Herman será recluido en una celda hasta que termine su obra, sin conocer el paso del tiempo. Comerá y trabajará en ella, sin poder asistir ni al refectorio, ni a los rezos, salvo las misas que escuchará a través de la pared, escribirá en su propio cubículo sin pisar el scriptorium. No tendrá horarios ni jornadas, solamente un largo y laborioso día de infinitas horas hasta que termine el códice. Se le suministrará el material, los textos necesarios y las pieles precisas para completar toda la tarea. Se cumplirá con él y con rigor nuestro voto de silencio y jamás se le permitirá volver a caer en el pecado de soberbia ni contravenir ninguna de las reglas de nuestra orden. Herman respiró aliviado, había conseguido su primer propósito y podía alcanzar su sueño de realizar el libro más grande y con mayor contenido de la historia. Sin embargo, no tenía claro a quién debía su salvación.
… cosas de Ruth
Monasterio de Podlažice
Benedictine monks poring over medieval manuscripts.
Antique hand-colored print.
Agradezco a todas y todos cuantos habéis empezado a leer la novela. Ahí va la segunda parte:
En el corazón de las Ramblas
Barcelona, mayo 1971
Uno de mis sueños de niño era ser director de hotel, algunas lecturas, un par de películas y la atracción por esos lugares donde nada es lo que parece y los viajeros pretenden convertirlos por unos días en su hogar, me parecía fascinante. Tanto, que no paré hasta conseguirlo. Lo que no sabía entonces es que un hotel es algo más que un lugar de paso, es el lugar donde habita la parte aventurera de cada uno de nosotros, un lugar para los ensueños, los divertimentos, el reposo del viajero… y para algunas pesadillas.
Se cumplían nueve meses desde que tuve que hacerme cargo de la dirección del Manila de Barcelona, el hotel se levantaba entre los centenarios plátanos de sombra en pleno corazón de Las Ramblas. Nueve meses son un corto espacio de tiempo, breve, aunque importante, porque es la medida de una gestación.
Le había tomado el pulso a mis responsabilidades y, con la ayuda de todo el personal, el establecimiento marchaba viento en popa. Barcelona se abría a la algarada turística en un país que lentamente iba transformándose, a pesar del gran obstáculo que suponía el dictador y todo su entorno. El nuevo gobierno, surgido por el dedo omnipresente de Franco, estaba dominado por tecnócratas pertenecientes al Opus Dei. La Obra, como ellos mismos la llamaban en la intimidad, regía los destinos de un estado todavía anclado en el pecado original de una guerra incivil. La Caballé triunfaba en La Escala de Milán, los Beatles con Let it be, y Nixon espiaba a su oposición creyendo que jamás tendría consecuencias, decretaba la congelación de salarios y precios, y devaluaba el dólar. Pero el huracán social barcelonés lo había dado el conservador Teatro del Liceo con el estreno de Mahagonny, una ópera progresista y visionaria del compositor alemán de origen judío Kurt Weill con libreto de Bertolt Brecht, ya estrenada en el año 30 en Leipzig. La dirección del Liceo puso un aviso especial en los programas, aclarando que no se hacía responsable por la crítica acerba de la obra a los aspectos de la convivencia social tradicional. Todo cambiaba para que todo siguiera igual. En el hotel habíamos preparando una conferencia de Luis María Millet sobre el maestro y compositor Joan Massià i Prats, catedrático de violín y de música, fallecido apenas hacía un año y al que La Vanguardia de Barcelona, en uno de sus artículos, recordaba como «un fino compositor». Terminada la conferencia se daría un concierto con cinco sonatas de Massià interpretadas por Mercè Puntí, acompañada al piano por Sofía Puche de Mendlewicz. Habíamos escogido a ese conferenciante porque, además de sus conocimientos, al día siguiente en el Palau de la Música se le homenajeaba por sus veinticinco años como director del Orfeó Català. La sala se llenó de melómanos, de amigos del orador y de gentes de la alta burguesía barcelonesa, muchos de ellos clientes habituales del hotel o de La Parrilla, el restaurante del noveno piso. Fui saludándoles uno a uno. Apareció Félix Millet, sobrino del disertante, acompañado de un amigo al que me presentó como Robert Camperol. —Un gran nacionalista-dijo casi eufórico. —Un placer, señor Camperol. Supongo que fue muy duro perder aquella guerra-dije, con toda la mala intención, pues sabía que había combatido en el bando franquista, junto a Felix Millet, padre. —Está usted muy confundido, aquella guerra, como usted la llama, la ganamos. —No le haga caso, Robert -terció Millet-. Brotons, es un poco tocacojones. —Discúlpeme -dije, tratando de que no se me escapara la risa. Las primeras frases de la disertación de Luis María Millet llegaban a través de la puerta del salón que acogía el acto. Mis interlocutores no hicieron ninguna intención de querer entrar en el evento, adiviné que preferían presumir a mi costa. Camperol movió la cabeza y entornó sus rasgados y menudos ojos. Levantó el dedo índice y me advirtió. —Hay ciertas actitudes, Brotons, que algún día pueden resultarle caras. —No ha sido mi intención, supuse que siendo usted tan nacionalista… —A Catalunya se la sirve de formas muy distintas -dijo con énfasis. — En eso estoy totalmente de acuerdo -repuse con toda la intención. En aquel momento no lo sabía, pero Camperol moriría pocos días después en un salón del Manila Hotel.