Última entrega de: Los infinitos nombres del diablo. Donde se resuelve el misterio y se demuestra que todos llevamos nuestra cruz.

En primer lugar agradecer a Editorial Comuniter, el haber permitido la publicación por entregas de mi novela para cubrir los momentos de tedio del confinamiento.

Final de la novela:

La vida es un regalo, la muerte una cruz


La vida es un regalo, un regalo que
algunos se empeñan en estropear antes de devolverlo.
(Jordi Martínez Brotons)


Barcelona, agosto 1971

Me llamó Ruth desde Niza, estaba eufórica.
—¿Jordi?, soy muy feliz, me ha regalado un diamante de un
montón de quilates y del tamaño de un dedal.
—Vaya, me alegro, Ruth, eso significa…
—Sí, estoy prometida, tiene muchos años y muchos millones.
—Una bonita combinación. Enhorabuena.
—Nos casaremos muy pronto en su castillo. Ya te invitaré.
—No me lo perdería por nada del mundo.
—En septiembre regresaré a Barcelona, tengo muchos regalos para ti.
Seguimos hablando por espacio de media hora. Me alegré por Ruth. A los amores hay que quererles por su forma de ser, aceptando sus libertades,
sin intentar cambiarles; siendo dichosos con su felicidad.
Recostado en el sillón de mi despacho me sentí dispuesto a afrontar un
día más de trabajo. El hotel estaba en plena efervescencia, el restaurante
lleno de gente desayunando, la recepción abarrotada de clientes que pagaban
su factura y los mozos de equipaje y los botones trajinando con las
maletas de los clientes. Me sentí feliz, era mi mundo.
Pero la llamada de Ripoll me dejó perplejo.
—Se han cargado a Gabaldá…
Sentí algo especial, como supongo lo había sentido Ripoll al saber la
noticia. Pude gritar aquello de ¡alguien ha apretado el botón!, ¡se ha hecho
justicia! Sin embargo, opté por conocer bien todos los detalles.
—No me digas, Ripoll, ¿cómo ha sido?
—Esta mañana en su apartamento de Pedralbes, le han encontrado
clavado en una cruz de madera, muy sencilla y tosca, pintada en negro.
— Pavoroso –atiné a decir.
—Ahí no acaba todo –dijo Enrique-. Los calvos que atravesaban las
manos y los pies de Gabaldá eran de plata y en la cabeza de cada uno de
ellos figuraban grabados los nombres de Camperol, Torras y Pagés y sobre
el crucifijo había escrita una leyenda con la propia sangre de Gabaldá:
Exorcizamus te omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas,
omnis incursio, infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et
secta diabolica. Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine. De las asechanzas
del diablo, líbranos, Señor. Parece parte de un exorcismo.
—Me dejas impresionado, Enrique. ¿Qué vas a hacer?
—Nada, no es de mi distrito –dijo con la mayor tranquilidad-, corresponde
a la comisaría de Pedralbes, y ya sabes que, personalmente, no le
tenía ninguna simpatía. Y tú, ¿vas a investigarlo?
—No, Ripoll. Ni pasó en mi hotel, ni era mi amigo, ni tampoco mi
cliente.
—… y era un capullo y un cabrón –dijo Ripoll.
—Un diablo –contesté.
Todavía no me había repuesto de la noticia. No quería ni imaginar
quién o qué había eliminado a Gabaldá, bastante complicado había sido
todo como para empezar de nuevo. El teléfono repiqueteó de nuevo ansioso.
—Tienes otra llamada JB, del señor Nogal…
—Pásamelo.
—¿Jordi? No te asustes, tengo que decirte algo muy importante, he
tenido una percepción…
—¿Gabaldá?
—Sí… ¿Cómo lo sabes?
—Tú tienes clarividencia y yo a Ripoll.
—¿Ha muerto, verdad?
—Del todo –dije, para contarle luego todos los detalles.
—No me extraña, ni tampoco me extrañaría cualquier hipótesis sobre
los autores.
—¿El diablo? ¿Belcebú? ¿Un exorcista aburrido? –pregunté con socarronería.
—Todo puede ser, Jordi, son muchos los candidatos… los nombres
del diablo son infinitos, ya sean bíblicos como Lucifer, Satanás, Belial
o Samael; literarios como Mefistófeles, Leviatán o Asmodeo; ocurrentes
como el Señor del pozo, el Rey de las langostas o el Destructor; caseros
como el Demonio, Astarot o Belfagor… y reales como Hitler, Stalin,
Franco, Gabaldá o tantos otros a lo largo de la Historia. Infinitos nombres
para un mismo ser. Un ente que habita en cada uno de nosotros, despertarle
o no, depende sólo de uno mismo.
—Entonces, hasta pudo el Diablo matar a otro diablo, una especie de
ejecución… con la ayuda desinteresada de alguien.
—Sí, no le imagino subiéndose a la cruz solo.
—Y yo no le imagino clavándose de pies y manos, no tenía pinta de
contorsionista… ¡Y a su edad!
Escuché la risa de mi amigo al otro lado del teléfono. La telefonista
nos interrumpió.
—Tienes otra llamada, JB.
Me despedí de Nogal y pedí que me pasaran el nuevo reclamo. Era
Lilith.
—Con cien cañones por banda… –dijo, por toda presentación.
La imaginé sentada en la barra del Boadas, con su pelo casi rojizo,
las cuatro pecas cercando a su nariz y esa sonrisa de niña mala. El icono
de la belleza que surge de improviso y que se cuela por la puerta de los
sentimientos.
—¿A qué hora, princesa? –respondí entusiasmado.
—¿A las once te parece bien?
—Perfecto.
Pensé que la vida es un regalo, un regalo que debemos aprovechar día
tras día. En aquellas horas, Las Ramblas estaban en pleno apogeo. Los
paseantes compraban flores unos metros más abajo, deambulaban bajo
los centenarios plátanos y luego se paraban para ver el edificio del Manila
Hotel… camino de la Plaza de Catalunya, corazón de una ciudad abierta,
plural, acogedora. Feliz a pesar de todo.
FIN

El Manila Hotel

El diablo sabe a quién elige

.
El ritual de un exorcista
El misterio y el JB prosiguen en una nueva aventura

Undécima entrega: De tortugas, sotanas y verbenas.

La tortuga y la sotana


Barrio Gótico, junio 1971

Llamé a Enrique Ripoll un par de veces para que me pusiera al corriente
de los interrogatorios al personal del hotel presente en la última
cena de Camperol. Sabía, por los comentarios de los demás,
que uno de los ayudantes de camarero había sido, merced a una generosa
propina de Torras, el que sustituyó la servilleta del finado. No quise tomar
ninguna decisión al respecto antes de hablar con Enrique. Me limité a esperar
su llamada. A eso de las seis de la tarde, Esperanza, una de nuestras
telefonistas, me anunció que Ripoll estaba al teléfono.
—El crio ha cantado de plano –dijo, con el típico argot policial-. Proporcionó
una servilleta de vuestro ajuar a Torras y este se la devolvió
con la nota que escribió en ella después de pincharse en el índice con un
pequeño punzón y obtener tinta de plasma.
—Una estupidez para ganarse una propina…
—Y se la ganó, nadie notó nada, excepto el propio Camperol.
—¿Pudo él envenenar el plato?
—No, quédate tranquilo, el plato salió directo de las cocinas como los
otros y el camarero que se lo sirvió a Camperol fue otro. Por otro lado
hemos podido comprobar que Torras no tuvo acceso ni al office ni, desde
luego, a la cocina.
—Entonces… –dije, cambiándome el auricular de oreja y cruzando las
piernas sobre el escritorio.
—Entonces… debemos volver a la teoría del infarto. Nadie tuvo acceso
ni a la cocina, ni al plato. Tu muchacho sacó la servilleta que proporcionó
a Torres de unos de los aparadores que habéis venido utilizando todos
esos días y, que yo sepa, no han habido más muertos –dijo con sorna.
—Si mis empleados no pudieron, tal vez debamos volver a la teoría
del diablo.
—Jorge, el demonio no tiene carnet de identidad y dudo que acuda a
un requerimiento policial o a un exhorto del juzgado.
—Por cierto, ¿sabes algo de nuestra lista de candidatos?
—Sí, es una larga lista de más de cien catalanes que participaron en el
combate, si en el inventario sólo contamos a los que cayeron prisioneros
queda un listado de noventa y dos nombres, pero si la reducimos sólo a los
oficiales y a los alféreces de complemento, nos quedamos con dieciocho
de los que sobrevivieron al final de la guerra un total de once candidatos.
— Buen trabajo, Enrique. ¿Está en la lista Joan Deulovol?
—¿El cura del lío de los obispos catalanes?
—El mismo.
—Esa sí que es buena –dijo, y se hizo un silencio de algunos segundos,
pronto oí su habitual carraspeo-. Sí, está en la lista, ¿cómo lo sabías?
—Era una de las voces que detectó Nogal, por cierto ha confirmado la
de Camperol; está en nuestra lista, supongo.
—Sí, también está Torras, nos faltan sólo dos.
El conjunto de la Catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia de Barcelona
acogía entre sus muros la residencia del arzobispo y el Palacio
Episcopal, cuya fachada daba a la Plaza Nueva. Pregunté a un conserje de
sotana con lamparones por Deulovol, supuse piadosamente que las manchas
blanquecinas serían de cera. Me dijo que mi visita estaba anunciada
y que me esperaba en el Archivo Municipal, a pocos metros del Palacio.
El Archivo estaba situado en otro palacete, la antigua casa de l’Ardica,
el diácono de la catedral. Era un edificio ecléctico de base gótica, apoyado
en la primitiva muralla romana. Además de su interés investigador y
cultural como archivo, su patio central era digno de verse, una hermosa
fuente y una elegante palmera datilera, le convertían en un lugar idílico y
tranquilo. Deulovol me esperaba en la escalera que conducía a la terraza
superior. Era grueso, casi orondo, como los cardenales del renacimiento,
sus escasos cabellos se habían hecho fuertes en el cogote y sobre las orejas,
grandes y carnosas, su rostro era innoble pese a su dignidad eclesiástica.
La negra sotana se dibujaba en el primer descansillo, su indumentaria
contrastaba con mi polo rojo, parecíamos la bandera de la CNT… o la de
la Falange. Me hizo una señal y le seguí hasta la galería. Algunos turistas
paseaban indiferentes por ella admirando las formas del edificio.
—Aquí hablaremos tranquilos.
—Verá, le he pedido esta cita porque creo que está en peligro.
—Los servidores de Dios siempre estamos preparados para le peligro
y las tentaciones –dijo, como si estuviese dando un sermón.
—No me voy a andar con rodeos, Deulovol, sé lo de Flix y el nombre
de los cinco –dije para sonsacarle-. Seguro que está al corriente de las
muertes de sus camaradas, trato de evitar que a usted le pase lo mismo.
—No sé de qué me habla, Brotons.
—Bien, entonces esperaré a asistir a otro sepelio. Buenos días.
—Espere, espere, Brotons. ¿Por qué cree que necesito ayuda? – preguntó
en tono nervioso.
—El mismísimo Opus me la ha pedido… están tan despistados y acojonados
como usted –le respondí sosegado, pero imperativo.
—Vamos a imaginar que le creo, cómo puede ayudarme. ¿Cuál es su
historia?
—No es la mía, es la suya. Tengo constancia del supuesto pacto con
Satán y todo lo ocurrido, un oficial republicano les oyó la noche anterior
a que fuesen liberados. Trato de descubrir quién desea eliminarles, porque
no veo al Maligno vengándose de ustedes. Si hubo pacto, sus almas ya no
les pertenecen, sus cuerpos todavía sí.
—Está usted diciendo tonterías, Brotons, qué es eso del pacto con Satanás…
—No me diga que la Iglesia no cree en el diablo.
—Ni afirmo ni niego, aunque eso de pactar con el demonio es propio
de la edad media.
—Ya, como el Codex Gigas y sus conjuros.
—No entiendo, ¿qué quiere decir? –dijo con disimulada sorpresa.
—Torras escribió el nombre del códice con su propia sangre en una
servilleta, trataba de avisar a Camperol de algún peligro que a la postre
les causó la muerte a ambos. Esa era la señal que tenían ustedes cinco
para comunicarse.
—¿Qué es lo que quiere, Brotons?
—Advertirles de que alguien va tras de ustedes y no parará hasta verles
muertos, haga lo que quiera, yo he cumplido con la misión de avisarle
y ahora le ruego que usted haga lo mismo con los otros o si prefiere también
lo haré yo-dije apostando al todo o nada.
—A Gabaldá llámele usted, hace mucho tiempo que no nos hablamos.
Me pareció una suerte inesperada, Deulovol confirmaba su participación
y me daba el nombre de otro de los violadores; estaba impaciente
por contárselo a Ripoll y a Nogal.
Salí más satisfecho de lo esperado. Pasé por delante del buzón modernista
de la fachada y, como buen barcelonés, acaricié el caparazón de la
tortuga para tener unos días de suerte. La necesitaba. Era un buzón tan
peculiar como bello, labrado sobre piedra, de la época en que el archivo
era el Colegio de Abogados a finales del siglo XIX. A la tortuga, que
representa la lentitud de la justicia, la acompañan cinco golondrinas figurando
con su vuelo la independencia de la propia justicia y siete hojas de
hiedra que simbolizan los enredos burocráticos. Mis indagaciones eran
tan lentas como la tortuga y farragosas como la hiedra, pero tenía que
evitar que mis cinco golondrinos quedaran inmunes de su pecado, por eso
me encomendé a la justicia humana y a la divina.
Ripoll disfrutó con mis averiguaciones, Carles Gabaldá i Flores era
uno de los personajes que más despreciaba.
—Es nuestro cuarto jinete del Apocalipsis –dije, mientras nos sentábamos
en sendos taburetes del bar del hotel.
—Es un indecente, el hombre de las mil caras, un oportunista que
ahora presume de catalanismo, pero que fue un perseguidor de todo lo
que oliera a rojo, masón e independentista, como él siempre decía. Me
avergüenzo de que estuviese en el ejército nacional. La verdad, Jordi, es
que no me importaría que fuese el próximo de la lista.
—¡Por Dios, Enrique, eres un poli!
—Precisamente por eso, sabemos distinguir entre un chorizo y un cabrón
de guante blanco y te aseguro que nos caen mejor los primeros que
los segundos. Si se me pusiera a tiro de esta… –dijo– , acariciando la funda
y la culata de su Astra.
Tuve que apagar su indignación con un J&B doble. Ripoll carraspeó
después del primer trago.
—¡Es que no puedo verle! –exclamó-. Ahora únicamente nos queda
averiguar el nombre del quinto. Y ya sabes, no hay quinto bueno.
Sacó del bolsillo de su americana una lista con los nombres que me
había adelantado por teléfono. Subrayó el nombre de Carles Gabaldá.
—¡Ese cabrón! –farfulló-. Se ha cambiado el nombre de Carlos por
Carles para parecer más catalán, pero con el apellido no le dejan arreglar
lo del acento. Él estaba en Falange y su hermano menor en el Tercio de
Nuestra Señora de Montserrat, era el mejor de la familia, los tuyos le
pegaron cuatro tiros en uno de los ataques de la Sierra de Cavalls, en el
Ebro.
—Siempre mueren los mejores.

—Los otros también mueren, quizá un poco más tarde, pero también.
A ver si hay suerte. Teniendo la lista casi completa y viendo el pelaje de
esos tipos, me será bastante fácil localizar al último. Dame un par de días.
Salió del hotel convencido de que entre los supervivientes o en su
entorno teníamos al asesino. Lo que había empezado con un inesperado
infarto se estaba convirtiendo en un caso con todos los ingredientes de un
cóctel policíaco de primer orden y eso le encantaba a Ripoll… y también
a mí.

Noche de verbena

Barcelona, 23 de junio de 1971

Mi amiga Hipathia, la bibliotecaria de Egipcíacas, me llamó por
teléfono.
—Mañana es la verbena de San Juan, ¿sigue en pie la cena?
—Por supuesto, el cambio de solsticio siempre es un buen presagio.
—También es noche de brujas –dijo, en tono jocoso.
—Bueno, correré el riesgo…
La verbena de San Juan era una de las fiestas más celebradas en Barcelona,
desde los hogares más pudientes hasta las más humildes moradas
loaban la entrada del verano con evocación pagana. Las cocas ocupaban
los escaparates de todas las pastelerías de la ciudad, las ventas de champaña
se disparaban y también la de los efectos pirotécnicos; era la noche del
fuego. El cielo de Barcelona se llenaría de luminosos y ensordecedores
fuegos de artificio y en las calles y plazas las hogueras consumirían los
muebles viejos y objetos de madera que los niños de cada barrio habían
podido recoger de sus vecinos durante toda la semana. Antiguas cómodas,
listones carcomidos, puertas cansadas de abrir y cerrar, mesas con viejas
heridas de muescas y arañazos, sillas astilladas y todo lo que pudiese
arder, formaban una lúdica pila, coronada en ocasiones, por una escoba
simbolizando a las brujas o por un monigote de paja que representaba al
diablo o a un espíritu perverso; sabido es que el fuego purificador aleja
y atemoriza a los malos espíritus que campan a su albedrío durante esta
noche. Todo culminaba con el ritual de los baños de medianoche porque
el agua se cargaba de fuerza sanadora. Era una noche propicia para las
curaciones y los rituales mágicos.
En todos los barrios y en muchas terrazas los barceloneses celebraban
la llegada del nuevo solsticio con música y baile y degustando la famosa
coca, rellena con frutas, chicharrones, crema o cabello de ángel; la orto-
doxia exigía que la coca fuese el doble de larga que de ancha. Con todos
esos componentes la noche se convertía en mágica.
Cenamos entre el fantástico estallido de las pirotecnias y el conjuro
de las luces surcando el espacio, dibujando las más caprichosas formas.
Palmeras y cascadas de destellos multicolores acompañaban a los raudos
cohetes que cruzaban el cielo antes de silbar y detonar con estrépito,
rompiendo el imposible silencio de aquella noche. No nos pudo faltar el
champán y por supuesto la coca de crema preparada en nuestras cocinas.
Brindamos por los lejanos días en que descubrí que un libro suele contener
un sueño. Hablamos precisamente de aquellos tiempos y me atreví a
contarle que fue una de mis musas preferidas en mis primeros escarceos
por el mundo del erotismo. Se rió de mis comentarios, sobre todo de mis
espionajes infantiles cuando colocaba los libros en las estanterías.
—Te aseguro de que no era consciente, para mí siempre fuiste aquel
niño de pelo rizado y alborotado, con una tremenda avidez de saber y que
me miraba con ojos interrogantes.
—Es que tu biblioteca tenía todos los ingredientes de una aventura.
Lecturas maravillosas, un hada madrina y aquel olor a libros mezclado
con tu agua de colonia. Deberían homologarlo como el rincón de las palabras
sabias y las sensaciones placenteras.
Ella me miró como la profesora orgullosa del alumno que destaca.
Dejó con parsimonia su copa sobre la mesa.
—Te propongo ir a la verbena de unos amigos. No está demasiado
lejos de aquí.
Acepté, el hotel estaba tranquilo, pese a que más de un cliente estaría
acordándose de la familia de los artificieros. En el restaurante, los pocos
comensales que todavía se resistían a dar por finalizada la velada, apuraban
sus últimos licores y en el bar del hotel las conversaciones y el humo
subían de consistencia, los camareros no daban abasto, augurando una
buena caja; todo normal en una noche de San Juan.
Nos desplazamos a pie a una finca de la calle Balmes. Las calles olían
a pólvora y los voladores de fuegos artificiales se cruzaban como estrellas
fugaces. Grupos de verbeneros felices y chispeados desafiaban a los
semáforos en ámbar. El enésimo quemado ingresaba en las urgencias de
algún hospital y oleadas de gente se dirigían a la playa de la Barceloneta
para bañarse en las aguas mediterráneas. Al llegar a uno de los portales,
Hipathia apretó un de los timbres del portero automático. El portal se abrió
sin que nadie preguntara quiénes éramos. Subimos en ascensor al último
piso, en la puerta un cartel advertía de que la juerga estaba en el terrado,
no hubiese hecho falta el aviso puesto que se oía perfectamente la música
y la algarabía. Ascendimos a pié un piso más, la puerta abierta de la azotea
mostraba una animada verbena. Farolillos de colores se alternaban con
banderitas de países reales e inexistentes, el tocadiscos cantaba el Rock
de la cárcel con la sensual voz de Elvis, la fiesta de la prisión de Presley
se mezclaba con la de la terraza provocando el baile desenfrenado de las
parejas. Sobre una mesa las copas de champán y las suculentas cocas saciaban
los excesos del bailoteo y los vacíos estomacales. Algunos grupos
trataban de mantener una conversación entendible entre el sonido excesivo
de la orquesta de presos de la prisión roquera. En uno de esos corrillos
alguien disertaba sobre un tema inentendible para un oído recién llegado.
Era un tipo de unos cincuenta años, delgado y aparentemente fibroso,
de estatura superior a la media, rostro alargado, de agresivos ojos pardos
que protegía bajo los cristales de unas gafas de pasta cabalgando sobre
una prominente nariz. Boca grande y labios gruesos que separaba con un
chasquido cada vez que empezaba la frase. Destacaban sus grandes manos
de luengos dedos huesudos y algo deformes, uñas excesivamente largas,
aunque cuidadas, las de los meñiques superaban a sus hermanas; me recordó
a las de un periodista y cliente del hotel: César González Ruano.
El orador verbenero me pareció un bocazas con gestos de charlatán y con
una suficiencia desmedida, el auditorio le escuchaba como quién atiende
a un portador de oráculos. Hipathia y yo nos acercamos, ella esperó a que
terminase uno de sus interminables monólogos y me presentó.
—El profesor Albert Gassiot…, mi amigo Jordi Brotons, director del
Manila Hotel –dijo, como si esto fuese alguna garantía de erudición.
—Encantado –contestó él, extendiéndome aquella monumental mano,
pero mirando a Hipathia de forma descarada.
Estuve a punto de retirar la mía y dejar su saludo al aire; no obstante,
si era amigo de mi bibliotecaria, no podía ser un mal tipo.
—Es un gran experto en temas medievales. Él fue quién me amplió
algunos de los datos del Codex Gigas.
—Fue un placer, amiga Luisa, –dijo, descubriéndome el verdadero
nombre de mi amiga, que nunca había sabido o que tal vez había olvidado-.
Luisa me comentó que tenía usted mucho interés en los temas demoníacos.
—Bueno, no en toda su extensión, sólo en un tema en concreto –dije,
apurando mi copa de champán.
—¿Puedo preguntar en cuál?

—En los pactos demoníacos y en la forma de romperlos.
—Vaya, interesante tema. ¿Cree de verdad que se puede pactar con
Satanás?
—No, no lo creo… incluso dudo mucho de su existencia; sin embargo,
hay gentes que opinan lo contrario y lo que me interesa es el curso mental
y la visión de la realidad de estos individuos.
— A la sazón, usted piensa que no hay poderes extrasensoriales-dijo,
elevando el tono de voz por encima de los gorgoritos de los Bee Gees cantando
How Can You Mend a Broken Heart, preguntándose cómo podían
reparar un corazón roto. No sé el porqué, pero pensé en Camperol.
—Por supuesto que sí –respondí-. El ser humano posee percepciones y
clarividencias extraordinarias, un sexto sentido, aunque esté inexplorado
para la mayoría de nosotros.
—Entonces también creerá en los poderes ocultos-dijo, elevando la
voz e intentando captar la atención de todos.
—¿Se refiere a los de la banca o a los políticos? –pregunté, levantando
una carcajada entre el corro de oyentes, que no gustó nada a Gassiot.
— Me refiero a los de seres que habitan en el infierno… repuso, chasqueando
sus labios de forma exagerada y salpicando de saliva a un par de
boquiabiertos asistentes.
—Seres malignos, infierno, pecadores, demonios… ¿no le parece que
tenemos más que suficientes en nuestro entorno sin tener que bajar al
averno?
—Le voy a decir algo, Brotons, que espero entienda en toda su dimensión.
Los ángeles caídos están entre nosotros. Satanás y los demonios fueron
creados naturalmente buenos, su lucha para hacerse con el poder divino
les hizo caer en desgracia. ¿Y sabe por qué? Porque perdieron aquella
batalla. Otras leyes, otras verdades y otras razones místicas prevalecerían
en caso de haber vencido y hoy serían otros los malos y los perversos.
—Mire, Gassiot, a mí lo que me parece maravilloso fue lo del Apolo
XI. Aquello sí fue un pacto con el progreso, permítame que ponga en
duda que seres superiores o malignos influyen en nuestras vidas; la culpa,
querido Bruto, no está en nuestras estrellas sino en nosotros mismos que
consentimos en ser inferiores –dije, parafraseando a Shakespeare.
—¿Y en las posesiones diabólicas?
—Tampoco creo en ellas, puesto que no creo en el diablo. No creo
que uno se despierte un día y por las malas se encuentre poseído por el
demonio.
—No, no es así. Sucede si ese uno se relaciona con el mal.
—En ese caso, Gassiot, serían millones los poseídos.
La discusión terminó en aquel momento. Gassiot me miró desde sus
gafas de pasta como si fuese un ignorante irrecuperable. Hizo un gesto de
negación con su mano derecha, los dedos parecieron romperse y las uñas
brillaron a la luz de los farolillos, se dio media vuelta y se dirigió hacia
otro grupo cuyos componentes y conversación le fuesen más propicios.
—Vaya, Jordi –dijo Hipathia-, creo que no os habéis caído demasiado
bien…
—La verdad es que no es mi tipo.
—Hubo un tiempo en que sí fue el mío-dijo mi amiga, sorprendiéndome.
—¿Uno de aquellos tipos que te hacían llegar ruborizada por las mañanas?
Hipathia esbozó una enorme sonrisa.
—Sí, sé que es un creído y que le gusta hablar ex cátedra, pero es un
hombre con muchos conocimientos, capaz de deslumbrar a una joven con
poca experiencia.
Nos apartamos de las demás conversaciones hasta un rincón retirado
del terrado, desde allí podía verse el principio de Las Ramblas y parte de
la plaza de Catalunya.
—Al cabo de poco tiempo lo dejamos, descubrí que era yo la que
deslumbraba. Me di cuenta de que podía vivir, no una vida, sino varias.
Cada relación me abría un abanico de posibilidades. Si en una biblioteca
podemos disponer de los pensamientos de los mejores, ¿por qué debemos
satisfacernos con una o dos experiencias de vida? En un mundo en que las
mujeres somos seres de segunda división, nuestro intelecto y belleza puede
satisfacer todas las necesidades de relación escogiendo a los mejores
de cada momento, sin comprometerse atándose a un solo hombre. Pensé
que no debía conformarme con alguien que podía destrozar mi existencia
o convertirla en vulgar, si podía enmarañar la vida de muchos sin estropear
la mía.
—¿Y el amor?
—El amor no llegó, o no ha llegado todavía, cuando aparezca lo sabré.
—¿Debo desear que sea pronto?
—Me quedan todavía muchos libros por leer –dijo sonriendo.
Pasadas las tres de la madrugada la acompañé a su casa. Nos besamos
frente a su portal.
—Debo hacerme a la idea de que has crecido. Sigo viendo aquel niño
de pelo rizado y ojos grandes-dijo, a modo de disculpa.
La observé entrar en el portal, con sus andares de neoplatónica griega,
girarse y enviarme un beso con la mano, tan casto como mis pensamientos
las primeras veces que la vi.

Buzón de la Casa de l’Ardiaca. Antiguo Colegio de Abogados y antes, casa del Arcediano. Foto: Nanae
Casa del Arcediano. Foto Nanae.
Catedral de Barcelona. Foto Nanae
Barcelona 60s "Nit de Sant Joan" | Fotos de barcelona, Fotos de ...
Dibujo para la novela de Anii Dream

Séptima entrega: de los adoquines de Barcelona, curas del Opus e historias de la Guerra Civil

Los adoquines de Barcelona


Las calles de Barcelona, junio 1971

A principio de los años setenta las calles de Barcelona todavía estaban
adoquinadas y en el Distrito Quinto, además, los adoquines
tenían historia. En mi barrio sí era cierto el pensamiento parisino
de Mayo del 68, de que debajo del adoquinado estaba la playa. Las losetas
de las aceras, los panots, también eran peculiares y de cuatro o cinco tipos.
Las más abundantes eran las que representaban una flor de cuatro pétalos,
en concreto la del almendro, aunque los barceloneses la llamaban la
de la rosa; era tan habitual y familiar que acabaría siendo un símbolo de la
ciudad. No obstante, los adoquines del barrio llevaban una larga tradición
escrita en ellos. Habían servido como parapetos ante el enemigo; para
levantar trincheras contra la intolerancia; y como arma arrojadiza ante las
dictaduras. No había momento de la historia de la Barcelona del siglo diecinueve
y veinte, en que los adoquines barceloneses no hubiesen tomado
protagonismo. Caminar sobre ellos o sobre las aceras de panots, era un
privilegio; incluso para detectar cuando alguien te sigue de madrugada.
Por eso agudicé el oído cuando en la vacía Vía Layetana y camino de
la plaza de la Catedral, escuché unos pasos que hacían eco a los míos y
que se detenían cada vez que yo paraba mi marcha. Imaginé que la Bestia,
representada por Herman, andaba tras mis pisadas, luego recordé que tenía
garras y que las largas uñas sonarían de forma distinta, además, andar
en taparrabos de madrugada cerca de la comisaria de Layetana, sede de la
Brigada Social, era un peligro por muy Pateta que seas. A los esbirros de
Vicente Juan Creix les hubiese gustado echar mano a cualquier diablillo o
ángel que no tuviera carnet del Movimiento. Doblé la esquina de la calle
de la Tapineria, dispuesto a salir a la plaza lo antes posible. La luz amarillenta
de una farola dibujó mi silueta sobre aquellos adoquines delatores.
Caminé unos metros a la espera de que mi perseguidor alcanzará el haz
de luz y su alargada sombra se extendiera hasta mi altura. Me paré en
seco y giré sobre mis talones. Allí estaba mi husmeador, bajo el embozo
protector de un sombrero de cinta negra. Vestía un traje cruzado de mil
rayas, camisa oscura y clériman; sus delatores zapatos brillaron a la luz
del fanal. Se detuvo y yo retrocedí a su encuentro. Al llegar a su altura
descubrí al miembro del Opus con el que cambié impresiones el día del
funeral de Camperol.
—¡Querido amigo! –dijo, aparentando una casualidad imposible.
—Caramba, ¡qué susto me ha dado usted!, creí que me perseguía el
mismísimo diablo.
—No, precisamente. Nosotros somos la antítesis de Belfegor –exclamó
con su gutural e inconfundible voz
Dudé de tal afirmación. Los componentes de cualquier grupo, corporación,
hermandad, cofradía o secta, tienen entre sus filas personas con
valores y otras deleznables, es la ley de las probabilidades.
—Sé que me seguía, Gabriele –dije, recordando su nombre-. Le ruego
que me diga el motivo de su insistencia.
—¿Y si fuésemos algún sitio para poder hablar?
—Me dirigía al hotel, he quedado con un amigo, si quiere podemos
charlar por el camino. Y me cuenta el porqué de tanto secreto.
—Los socios de la Obra, abominamos del secreto. Son palabras de
Josemaría Escrivá.
No respondí a su comentario. Cruzamos frente a la Catedral, camino
de Las Ramblas, a la altura de las murallas romanas se detuvo, el sombrero
de fieltro le ocultaba parte del rostro dándole un aspecto entre misterioso
y peligroso, se llenó de aire los pulmones antes de hablar.
—He de pedirle un favor, Brotons, sé que está investigando sobre el
Codex Gigas, me gustaría que me informara sobre sus avances.
—Y a mí me gustaría saber qué interés tiene usted con el libraco.
—Ya le dije en el hotel que hay cosas que usted no entendería.
—Si no soy incapaz de entender sus razones, menos capacidad tendré
para descubrir lo que el códice esconde-dije, mientras iniciaba de nuevo
la marcha por la calle Portaferrisa.
Gabriele permaneció callado durante un rato. Se desabrochó la americana
blazer. Me pareció ver que su mano izquierda buscaba la sobaquera
derecha. Me puse en guardia. No sabía qué pretendía, aunque no era
cuestión de morir a cinco minutos del hotel y sin saber por qué. Para mi
sorpresa y alivio, Gabriele sacó de su chaqueta un billete de avión.
—Me voy a Estocolmo, concretamente a la Biblioteca Nacional. Ya
debe imaginar a qué-dijo casi triunfante.
—Imagino que la Biblia del Diablo tiene algo que ver con su viaje.
—Efectivamente, todavía no tenemos sede en Estocolmo y debo desplazarme
personalmente. El año pasado no pude hacerlo porque los suecos
habían prestado el libro al Metropolitan Museum de Nueva York. Por
eso me sería de mucha utilidad saber sus discernimientos sobre el libro y
su contenido para poder corroborarlos in situ.
No quise preguntarle cómo conocía mi interés, desde la conversación
del Manila intuí que estaba al tanto del escrito en la servilleta de Camperol
y que yo andaba tras su oculto mensaje; sin embargo, nadie más lo
sabía, salvo el comisario Ripoll, yo mismo, y el asesino. Me aventuré a
sonsacarle.
—Mi noticia sobre la existencia del libro es muy reciente, su nombre
llegó a mí de una forma totalmente fortuita.
—En la servilleta de Robert Camperol y escrita con sangre,-dijo con
misterio.
—Lo escribí yo mismo-concluyó, en un tono que me heló la sangre.
—Me sorprende, Gabriele. Eso podría significar que…
No me dejó continuar, se llevó su dedo índice larguirucho y nudoso a los
labios en súplica de silencio, llegábamos a la puerta del hotel, varios clientes
esperaban taxis y nuestro portero les atendía con prontitud. Entramos.
—No conjeture, yo no tuve nada que ver con su muerte, era únicamente
un aviso, un aviso de amigo, de camarada y sólo con sangre podía saber
Camperol que era auténtico.
Envuelto en el enigma de mi interlocutor llegamos al bar del hotel
donde esperaba mi amigo Félix, sonaba el New York, New York, de Sinatra;
Gabriele se detuvo antes de alcanzar la barra.
—Tal vez mañana podamos continuar esta conversación, Brotons, no
es tema para hablar en público.
—Estoy de acuerdo, además, como le he dicho, me aguarda un amigo,
comenté, señalando el mostrador donde Félix ya estaba esperando.
Si quiere, mañana a las diez le puedo atender en mi despacho, estaremos
mucho más tranquilos.
—De acuerdo, seré puntual, las cosas del diablo no admiten demoras.
Le vi girar sobre sus talones, ponerse de nuevo el sombrero de fieltro y
salir hacia la puerta giratoria. Me quedé observando hasta que me aseguré
de que no regresaba y me dirigí al encuentro de Félix.

Félix Nogal era un viejo amigo, delgado, fibroso, bastante alto, de rostro
noble con un poblado mostacho que le cruzaba el labio superior casi
ocultándolo. Desconocía su edad, pero por su interesante conversación y
las historias que me contaba, pasaba de los cincuenta, aunque su apariencia
era más jovial y conservaba todo el pelo que acostumbraba a llevar
revuelto como un niño travieso; pero con estilo propio. Pinta y manos de
artista bohemio y alma de mago. Porque Félix Nogal innovaba con sus
intuiciones y premoniciones cualquier suposición o prejuicio. Nunca se
jactaba de ello y no obstante, descubría cómo eran las personas con quien
trataba al primer vistazo. Y eso era harto complicado porque Félix Nogal
era ciego.
Había perdido el don de la vista defendiendo a la República en los campos
de batalla del Ebro. Al terminar la contienda, su ceguera le evitó dar con
sus huesos en un campo de concentración o en la cárcel, pero no impidió que
su condición de ex oficial republicano le cerrara todas las puertas, incluso
las de la ONCE franquista, a la que no pudo acceder hasta los sesenta. Ahora
ocupaba un puesto en el nuevo sistema del audio libro que había iniciado su
andadura hacía apenas un año. Sin embargo, la verdadera esencia de Nogal
era la precognición, su lóbulo temporal derecho se había súper desarrollado
con la pérdida de la visión. Los déjà vu de mi amigo, aunque a él no le gustaba
esta acepción, podían asombrar a más de uno. Como decía Nogal, quitándole
importancia a su don, su cabeza era una ventana abierta al tiempo.
Me acerqué a él, sabiendo que ya me había «visto». Se dirigió al camarero,
antes de que yo me sentara a su lado.
—Por favor, traiga un J&B para su director.
—No dejarás de asombrarme –le dije al llegar a su altura.
—Y más que te voy a sorprender. ¿Quién era ese tipo?
—¿El que acabo de despedir?
Bajó la cabeza en señal de afirmación y levantó las cejas sobre las
gafas de cristal oscuro, señas de que barruntaba algo. Nos sentamos en
una mesa cercana.
—Dímelo tú –le reté.
—Podría pasar por un cura, pero ese hombre está más cerca del diablo
que de Dios.
—Sí –dije sonriendo-, al parecer el Ángel del Averno es su punto flaco.
—Porque está muy cerca de él.
—No me digas que es un demonio.
—No, no lo es, pero tampoco un santo.
—Vaya veo que tus dotes no están oxidadas.
—Esta vez juego con ventaja, Jordi.
—¿Le conoces?
—Me temo que sí. He de contarte una historia.
Reconozco que este era el punto favorito de mis conversaciones con
Félix, el momento en que se ponía serio e iniciaba uno de sus interesantes
relatos que me fascinaban, aunque en algunas ocasiones fuesen tan prodigiosos
que costaba creerlos. Y a pesar de todo, pocas veces se equivocaba.
Él me predijo que acabaría siendo director del hotel, cuando era un
simple ayudante de recepción. Adivinó… o vio, mi estancia en La Escuela
de Hostelería de Lausana; nunca dejaba de impresionarme. Pedí otra
ronda al barman y me acomodé en la butaca dispuesto a escuchar lo que
Nogal iba a contarme. El camarero trajo los dos whiskys, su Macallan, sin
hielos, y mi J&B con dos cubitos, ambos servidos en vasos cortos.
—Durante la batalla del Ebro, mi compañía estaba acantonada cerca
de Flix. Habíamos iniciado el combate por la tarde y avanzado, aprovechando
el desconcierto enemigo, más de lo previsto. Con las primeras
sombras nocturnas entramos con tres de nuestras compañías, incluida la
mía, en uno de los pueblos de la zona y sorprendimos a toda la guarnición
franquista desprevenida, el combate fue muy breve y el batallón enemigo
se rindió casi sin lucha. El coronel que los mandaba, un militar profesional,
lanzaba pestes sobre varios de sus oficiales de complemento que no
estaban en sus puestos, facilitando con ello nuestro ataque. «¡Esos catalufos!
» –gritaba con acento andaluz- «Ya me los echaré a la cara». Pero
no era la única anécdota del día. Los oficiales a los que el coronel aludía
habían sido capturados todos juntos a la salida de unos corrales. Luego se
supo que aquellos cinco tipos habían violado a una joven del pueblo. La
indignación por lo sucedido corrió entre nuestras tropas. No era la única
salvajada que reprochar a los franquistas, los dirigentes municipales de la
población habían sido fusilados al llegar los nacionales.
Félix detuvo su relato y bebió un sorbo de su vaso.
—Está bueno este whisky –dijo, levantando las cejas.
—Ya puede estarlo es de 25 años –corroboré, deseando impaciente
que prosiguiera.
—No te impacientes, ahora sigo.
Me pregunté cómo adivinaba la expresión de mi rostro, no acababa
de acostumbrarme a esta extrema sensibilidad síquica de mi amigo. Él
prosiguió con su narración.
—A las espera de juicio, se les encerró en un calabozo a todos juntos,
excepto al coronel, que andaba en otra estancia maldiciendo a sus hombres.
Unos meses después, en una noche de insomnio, salí del cobertizo
donde tenía extendido el jergón para fumarme un cigarrillo a la luz de la
luna. Un centinela me dio el alto. Me identifiqué y continué con mi paseo
nocturno. Me apuntalé en una pared para saborear el pitillo, liado con
papel de fumar republicano y con tabaco capturado al enemigo. Miré las
volutas de humo ascendiendo con la osada pretensión de ocultar aquella
hermosa luna. El silencio era total, salvo la cantinela de algunos grillos
que frotaban las patas para atraer a las hembras. Unas voces mitigadas
por el grueso de la pared salían por una ventana enrejada. Me di cuenta
que estaba apoyado en la casona cuyos bajos se usaban de calabozo, del
cuchitril partían lloros y comentarios en catalán. Presté toda la atención
para escuchar lo que decían.
—Teníamos que hacerlo, teníamos que hacerlo –repetía uno de los
prisioneros.
—¡Fue terrible, asqueroso! Yo la quería –dijo una de las voces entre
sollozos.
—Ya sabes cuál era la condición. Teníamos que hacer una prueba de
fe, una prueba de maldad.
—Pero ¿con ella?
—¿Qué más podíamos hacer?, ya nos habíamos cargado al alcalde
rojo y a su cuadrilla.
—Además fue idea tuya –dijo alguien a quién todavía no había escuchado.
—Lo más jodido es qué nuestro intento de salvación no se va a cumplir,
los rojos nos fusilan un día de estos –comentó una cuarta voz.
—Eso no lo sabemos, él nos prometió sobrevivir a esta guerra y disfrutar
de nuestra victoria –aseveró un quinto individuo.
—¿Y quién puede confiar en el Príncipe del Averno?
—Nosotros lo hemos hecho y hemos pagado por ello-repuso el llorón.
—Coño, Robert, deja de gimotear –dijo otro.
En aquel momento pasó frente a mí un grupo de soldados.
—Salud camarada –dijeron casi en coro.
—Salud –respondí.
Pasaron de largo y yo me quedé a la espera de que los prisioneros
reanudaran aquella extraña conversación, pero ya nada sucedió. Deduje
por su silencio que sospecharon que alguien podría oírles y callaron.

Al día siguiente quise ir a la celda y ver aquellos rostros de catalanes que habían sido capaces de asesinar y pactar con el diablo. Quería contárselo a mis superiores; sin embargo, ya no tuve tiempo. Al amanecer, la artillería franquista empezó a obsequiarnos con unos regalitos del cinco y medio y era más que probable que se tratara del inicio de un contraataque. En
efecto, al cesar los obuses las tropas enemigas atacaron con denuedo.
Defendí con mis hombres una de las posiciones avanzadas en las afueras
del pueblo, a pesar de la dureza del combate no podía quitarme de la
cabeza la conversación de los prisioneros. Estaba dispuesto a contemplar
aquellas caras para que nunca se me olvidasen, De repente, algo estalló
frente a mi rostro, la última visión que tuve fue la de un ser maligno que
reía al unísono con el estruendo del fatal estallido. Perdí el conocimiento.
Cuando recobré el sentido estaba semienterrado por cadáveres y tierra, no
veía nada, la sangre me resbalaba por el rostro. Oí el ruido de un grupo
de soldados que se acercaban, el inconfundible clic, clic del cierre de sus
armas les delataba. Traté de incorporarme.
—¡Aquí hay un oficial y es de los nuestros! –gritó un voz. El resto ya
lo sabes te lo he contado otras veces.
Félix se reclinó en el sillón del bar y dio un largo sorbo que terminó
con el resto del Macallan, dejando el vaso expedito. Le pedí al barman
dos nuevos whiskys.
—Un terrible historia, gracias por contármela –le dije a Félix- , ¿pero,
qué tiene que ver con el cura del Opus?
—Vaya, encima del Opus… Pues sí tiene que ver, Jordi, uno de aquellos
hombres del calabozo era el tipo que hablaba contigo.
—No jodas, Félix, ¿estás seguro?
—Reconocería esa voz gutural donde fuera y pasasen los años que
pasasen.
—¿A pesar de la música? –dije. En el bar sonaba el aria Il dolce suono
de Lucia di Lammermoor.
—Sé distinguir al mismo tiempo la voz de La Callas y la de un canalla.
Me quedé estupefacto.
—¿Serías capaz de reconocer el resto de las voces de aquella noche?
—Con toda seguridad, Jordi, aquel día nunca se me olvidará, en ninguno
de sus detalles.
—Veré la forma de traerlo de nuevo y que tú estés cerca para asegurarnos.
—Te digo que no hace falta, era él. Además no podrás hacerlo, tu amigo
del Opus ya no está entre nosotros.
—Pero ¿Qué dices?
—He tratado de mantener contacto síquico con él y hace ya un rato
que lo he perdido. Te aseguro que este tipo no podrá ya viajar, salvo al
infierno.
—¿Cómo sabías lo del viaje?
—No lo sabía, me lo dijo.
—¿Te lo dijo?
—Con sus gestos…
Ya no le pregunté nada más, la respuesta sería demasiado complicada.
Hay cosas que mi percepción no capta, a pesar de tener mis cinco sentidos
despiertos. Recordé que, en la historia que me había contado, el prisionero
gimiente se llamaba Robert, demasiadas casualidades. Aquella noche
me dormí sabiendo que Gabriele no acudiría a la cita.

Panot
Vía Layetana
Entrada del Manila Hotel


Segundo capítulo

Agradezco a todas y todos cuantos habéis empezado a leer la novela. Ahí va la segunda parte:

En el corazón de las Ramblas

Barcelona, mayo 1971

Uno de mis sueños de niño era ser director de hotel, algunas lecturas,
un par de películas y la atracción por esos lugares donde
nada es lo que parece y los viajeros pretenden convertirlos por
unos días en su hogar, me parecía fascinante. Tanto, que no paré hasta
conseguirlo. Lo que no sabía entonces es que un hotel es algo más que
un lugar de paso, es el lugar donde habita la parte aventurera de cada uno de nosotros, un lugar para los ensueños, los divertimentos, el reposo del viajero… y para algunas pesadillas.

Se cumplían nueve meses desde que tuve que hacerme cargo de la
dirección del Manila de Barcelona, el hotel se levantaba entre los centenarios plátanos de sombra en pleno corazón de Las Ramblas. Nueve meses son un corto espacio de tiempo, breve, aunque importante, porque es la medida de una gestación.

Le había tomado el pulso a mis responsabilidades
y, con la ayuda de todo el personal, el establecimiento marchaba
viento en popa.
Barcelona se abría a la algarada turística en un país que lentamente
iba transformándose, a pesar del gran obstáculo que suponía el dictador y todo su entorno. El nuevo gobierno, surgido por el dedo omnipresente de Franco, estaba dominado por tecnócratas pertenecientes al Opus Dei. La Obra, como ellos mismos la llamaban en la intimidad, regía los destinos de un estado todavía anclado en el pecado original de una guerra incivil. La Caballé triunfaba en La Escala de Milán, los Beatles con Let it be, y Nixon espiaba a su oposición creyendo que jamás tendría consecuencias, decretaba la congelación de salarios y precios, y devaluaba el dólar. Pero el huracán social barcelonés lo había dado el conservador Teatro del Liceo con el estreno de Mahagonny, una ópera progresista y visionaria del compositor alemán de origen judío Kurt Weill con libreto de Bertolt Brecht, ya estrenada en el año 30 en Leipzig. La dirección del Liceo puso un aviso especial en los programas, aclarando que no se hacía responsable por la crítica acerba de la obra a los aspectos de la convivencia social tradicional. Todo cambiaba para que todo siguiera igual.
En el hotel habíamos preparando una conferencia de Luis María Millet
sobre el maestro y compositor Joan Massià i Prats, catedrático de violín
y de música, fallecido apenas hacía un año y al que La Vanguardia de
Barcelona, en uno de sus artículos, recordaba como «un fino compositor». Terminada la conferencia se daría un concierto con cinco sonatas de Massià interpretadas por Mercè Puntí, acompañada al piano por Sofía Puche de Mendlewicz. Habíamos escogido a ese conferenciante porque, además de sus conocimientos, al día siguiente en el Palau de la Música se le homenajeaba por sus veinticinco años como director del Orfeó Català.
La sala se llenó de melómanos, de amigos del orador y de gentes de la alta burguesía barcelonesa, muchos de ellos clientes habituales del hotel o de La Parrilla, el restaurante del noveno piso. Fui saludándoles uno a uno.
Apareció Félix Millet, sobrino del disertante, acompañado de un amigo al que me presentó como Robert Camperol.
—Un gran nacionalista-dijo casi eufórico.
—Un placer, señor Camperol. Supongo que fue muy duro perder
aquella guerra-dije, con toda la mala intención, pues sabía que había
combatido en el bando franquista, junto a Felix Millet, padre.
—Está usted muy confundido, aquella guerra, como usted la llama, la
ganamos.
—No le haga caso, Robert -terció Millet-. Brotons, es un poco tocacojones.
—Discúlpeme -dije, tratando de que no se me escapara la risa.
Las primeras frases de la disertación de Luis María Millet llegaban
a través de la puerta del salón que acogía el acto. Mis interlocutores no
hicieron ninguna intención de querer entrar en el evento, adiviné que preferían presumir a mi costa.
Camperol movió la cabeza y entornó sus rasgados y menudos ojos.
Levantó el dedo índice y me advirtió.
—Hay ciertas actitudes, Brotons, que algún día pueden resultarle caras.
—No ha sido mi intención, supuse que siendo usted tan nacionalista…
—A Catalunya se la sirve de formas muy distintas -dijo con énfasis.
— En eso estoy totalmente de acuerdo -repuse con toda la intención.
En aquel momento no lo sabía, pero Camperol moriría pocos días después en un salón del Manila Hotel.

Bar del Manila Hotel en los años 60 y 70