En primer lugar agradecer a Editorial Comuniter, el haber permitido la publicación por entregas de mi novela para cubrir los momentos de tedio del confinamiento.
Final de la novela:
La vida es un regalo, la muerte una cruz
La vida es un regalo, un regalo que algunos se empeñan en estropear antes de devolverlo. (Jordi Martínez Brotons)
Barcelona, agosto 1971
Me llamó Ruth desde Niza, estaba eufórica. —¿Jordi?, soy muy feliz, me ha regalado un diamante de un montón de quilates y del tamaño de un dedal. —Vaya, me alegro, Ruth, eso significa… —Sí, estoy prometida, tiene muchos años y muchos millones. —Una bonita combinación. Enhorabuena. —Nos casaremos muy pronto en su castillo. Ya te invitaré. —No me lo perdería por nada del mundo. —En septiembre regresaré a Barcelona, tengo muchos regalos para ti. Seguimos hablando por espacio de media hora. Me alegré por Ruth. A los amores hay que quererles por su forma de ser, aceptando sus libertades, sin intentar cambiarles; siendo dichosos con su felicidad. Recostado en el sillón de mi despacho me sentí dispuesto a afrontar un día más de trabajo. El hotel estaba en plena efervescencia, el restaurante lleno de gente desayunando, la recepción abarrotada de clientes que pagaban su factura y los mozos de equipaje y los botones trajinando con las maletas de los clientes. Me sentí feliz, era mi mundo. Pero la llamada de Ripoll me dejó perplejo. —Se han cargado a Gabaldá… Sentí algo especial, como supongo lo había sentido Ripoll al saber la noticia. Pude gritar aquello de ¡alguien ha apretado el botón!, ¡se ha hecho justicia! Sin embargo, opté por conocer bien todos los detalles. —No me digas, Ripoll, ¿cómo ha sido? —Esta mañana en su apartamento de Pedralbes, le han encontrado clavado en una cruz de madera, muy sencilla y tosca, pintada en negro. — Pavoroso –atiné a decir. —Ahí no acaba todo –dijo Enrique-. Los calvos que atravesaban las manos y los pies de Gabaldá eran de plata y en la cabeza de cada uno de ellos figuraban grabados los nombres de Camperol, Torras y Pagés y sobre el crucifijo había escrita una leyenda con la propia sangre de Gabaldá: Exorcizamus te omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas, omnis incursio, infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et secta diabolica. Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine. De las asechanzas del diablo, líbranos, Señor. Parece parte de un exorcismo. —Me dejas impresionado, Enrique. ¿Qué vas a hacer? —Nada, no es de mi distrito –dijo con la mayor tranquilidad-, corresponde a la comisaría de Pedralbes, y ya sabes que, personalmente, no le tenía ninguna simpatía. Y tú, ¿vas a investigarlo? —No, Ripoll. Ni pasó en mi hotel, ni era mi amigo, ni tampoco mi cliente. —… y era un capullo y un cabrón –dijo Ripoll. —Un diablo –contesté. Todavía no me había repuesto de la noticia. No quería ni imaginar quién o qué había eliminado a Gabaldá, bastante complicado había sido todo como para empezar de nuevo. El teléfono repiqueteó de nuevo ansioso. —Tienes otra llamada JB, del señor Nogal… —Pásamelo. —¿Jordi? No te asustes, tengo que decirte algo muy importante, he tenido una percepción… —¿Gabaldá? —Sí… ¿Cómo lo sabes? —Tú tienes clarividencia y yo a Ripoll. —¿Ha muerto, verdad? —Del todo –dije, para contarle luego todos los detalles. —No me extraña, ni tampoco me extrañaría cualquier hipótesis sobre los autores. —¿El diablo? ¿Belcebú? ¿Un exorcista aburrido? –pregunté con socarronería. —Todo puede ser, Jordi, son muchos los candidatos… los nombres del diablo son infinitos, ya sean bíblicos como Lucifer, Satanás, Belial o Samael; literarios como Mefistófeles, Leviatán o Asmodeo; ocurrentes como el Señor del pozo, el Rey de las langostas o el Destructor; caseros como el Demonio, Astarot o Belfagor… y reales como Hitler, Stalin, Franco, Gabaldá o tantos otros a lo largo de la Historia. Infinitos nombres para un mismo ser. Un ente que habita en cada uno de nosotros, despertarle o no, depende sólo de uno mismo. —Entonces, hasta pudo el Diablo matar a otro diablo, una especie de ejecución… con la ayuda desinteresada de alguien. —Sí, no le imagino subiéndose a la cruz solo. —Y yo no le imagino clavándose de pies y manos, no tenía pinta de contorsionista… ¡Y a su edad! Escuché la risa de mi amigo al otro lado del teléfono. La telefonista nos interrumpió. —Tienes otra llamada, JB. Me despedí de Nogal y pedí que me pasaran el nuevo reclamo. Era Lilith. —Con cien cañones por banda… –dijo, por toda presentación. La imaginé sentada en la barra del Boadas, con su pelo casi rojizo, las cuatro pecas cercando a su nariz y esa sonrisa de niña mala. El icono de la belleza que surge de improviso y que se cuela por la puerta de los sentimientos. —¿A qué hora, princesa? –respondí entusiasmado. —¿A las once te parece bien? —Perfecto. Pensé que la vida es un regalo, un regalo que debemos aprovechar día tras día. En aquellas horas, Las Ramblas estaban en pleno apogeo. Los paseantes compraban flores unos metros más abajo, deambulaban bajo los centenarios plátanos y luego se paraban para ver el edificio del Manila Hotel… camino de la Plaza de Catalunya, corazón de una ciudad abierta, plural, acogedora. Feliz a pesar de todo. FIN
El Manila HotelEl diablo sabe a quién elige.El ritual de un exorcistaEl misterio y el JB prosiguen en una nueva aventura
Llamé a Enrique Ripoll un par de veces para que me pusiera al corriente de los interrogatorios al personal del hotel presente en la última cena de Camperol. Sabía, por los comentarios de los demás, que uno de los ayudantes de camarero había sido, merced a una generosa propina de Torras, el que sustituyó la servilleta del finado. No quise tomar ninguna decisión al respecto antes de hablar con Enrique. Me limité a esperar su llamada. A eso de las seis de la tarde, Esperanza, una de nuestras telefonistas, me anunció que Ripoll estaba al teléfono. —El crio ha cantado de plano –dijo, con el típico argot policial-. Proporcionó una servilleta de vuestro ajuar a Torras y este se la devolvió con la nota que escribió en ella después de pincharse en el índice con un pequeño punzón y obtener tinta de plasma. —Una estupidez para ganarse una propina… —Y se la ganó, nadie notó nada, excepto el propio Camperol. —¿Pudo él envenenar el plato? —No, quédate tranquilo, el plato salió directo de las cocinas como los otros y el camarero que se lo sirvió a Camperol fue otro. Por otro lado hemos podido comprobar que Torras no tuvo acceso ni al office ni, desde luego, a la cocina. —Entonces… –dije, cambiándome el auricular de oreja y cruzando las piernas sobre el escritorio. —Entonces… debemos volver a la teoría del infarto. Nadie tuvo acceso ni a la cocina, ni al plato. Tu muchacho sacó la servilleta que proporcionó a Torres de unos de los aparadores que habéis venido utilizando todos esos días y, que yo sepa, no han habido más muertos –dijo con sorna. —Si mis empleados no pudieron, tal vez debamos volver a la teoría del diablo. —Jorge, el demonio no tiene carnet de identidad y dudo que acuda a un requerimiento policial o a un exhorto del juzgado. —Por cierto, ¿sabes algo de nuestra lista de candidatos? —Sí, es una larga lista de más de cien catalanes que participaron en el combate, si en el inventario sólo contamos a los que cayeron prisioneros queda un listado de noventa y dos nombres, pero si la reducimos sólo a los oficiales y a los alféreces de complemento, nos quedamos con dieciocho de los que sobrevivieron al final de la guerra un total de once candidatos. — Buen trabajo, Enrique. ¿Está en la lista Joan Deulovol? —¿El cura del lío de los obispos catalanes? —El mismo. —Esa sí que es buena –dijo, y se hizo un silencio de algunos segundos, pronto oí su habitual carraspeo-. Sí, está en la lista, ¿cómo lo sabías? —Era una de las voces que detectó Nogal, por cierto ha confirmado la de Camperol; está en nuestra lista, supongo. —Sí, también está Torras, nos faltan sólo dos. El conjunto de la Catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia de Barcelona acogía entre sus muros la residencia del arzobispo y el Palacio Episcopal, cuya fachada daba a la Plaza Nueva. Pregunté a un conserje de sotana con lamparones por Deulovol, supuse piadosamente que las manchas blanquecinas serían de cera. Me dijo que mi visita estaba anunciada y que me esperaba en el Archivo Municipal, a pocos metros del Palacio. El Archivo estaba situado en otro palacete, la antigua casa de l’Ardica, el diácono de la catedral. Era un edificio ecléctico de base gótica, apoyado en la primitiva muralla romana. Además de su interés investigador y cultural como archivo, su patio central era digno de verse, una hermosa fuente y una elegante palmera datilera, le convertían en un lugar idílico y tranquilo. Deulovol me esperaba en la escalera que conducía a la terraza superior. Era grueso, casi orondo, como los cardenales del renacimiento, sus escasos cabellos se habían hecho fuertes en el cogote y sobre las orejas, grandes y carnosas, su rostro era innoble pese a su dignidad eclesiástica. La negra sotana se dibujaba en el primer descansillo, su indumentaria contrastaba con mi polo rojo, parecíamos la bandera de la CNT… o la de la Falange. Me hizo una señal y le seguí hasta la galería. Algunos turistas paseaban indiferentes por ella admirando las formas del edificio. —Aquí hablaremos tranquilos. —Verá, le he pedido esta cita porque creo que está en peligro. —Los servidores de Dios siempre estamos preparados para le peligro y las tentaciones –dijo, como si estuviese dando un sermón. —No me voy a andar con rodeos, Deulovol, sé lo de Flix y el nombre de los cinco –dije para sonsacarle-. Seguro que está al corriente de las muertes de sus camaradas, trato de evitar que a usted le pase lo mismo. —No sé de qué me habla, Brotons. —Bien, entonces esperaré a asistir a otro sepelio. Buenos días. —Espere, espere, Brotons. ¿Por qué cree que necesito ayuda? – preguntó en tono nervioso. —El mismísimo Opus me la ha pedido… están tan despistados y acojonados como usted –le respondí sosegado, pero imperativo. —Vamos a imaginar que le creo, cómo puede ayudarme. ¿Cuál es su historia? —No es la mía, es la suya. Tengo constancia del supuesto pacto con Satán y todo lo ocurrido, un oficial republicano les oyó la noche anterior a que fuesen liberados. Trato de descubrir quién desea eliminarles, porque no veo al Maligno vengándose de ustedes. Si hubo pacto, sus almas ya no les pertenecen, sus cuerpos todavía sí. —Está usted diciendo tonterías, Brotons, qué es eso del pacto con Satanás… —No me diga que la Iglesia no cree en el diablo. —Ni afirmo ni niego, aunque eso de pactar con el demonio es propio de la edad media. —Ya, como el Codex Gigas y sus conjuros. —No entiendo, ¿qué quiere decir? –dijo con disimulada sorpresa. —Torras escribió el nombre del códice con su propia sangre en una servilleta, trataba de avisar a Camperol de algún peligro que a la postre les causó la muerte a ambos. Esa era la señal que tenían ustedes cinco para comunicarse. —¿Qué es lo que quiere, Brotons? —Advertirles de que alguien va tras de ustedes y no parará hasta verles muertos, haga lo que quiera, yo he cumplido con la misión de avisarle y ahora le ruego que usted haga lo mismo con los otros o si prefiere también lo haré yo-dije apostando al todo o nada. —A Gabaldá llámele usted, hace mucho tiempo que no nos hablamos. Me pareció una suerte inesperada, Deulovol confirmaba su participación y me daba el nombre de otro de los violadores; estaba impaciente por contárselo a Ripoll y a Nogal. Salí más satisfecho de lo esperado. Pasé por delante del buzón modernista de la fachada y, como buen barcelonés, acaricié el caparazón de la tortuga para tener unos días de suerte. La necesitaba. Era un buzón tan peculiar como bello, labrado sobre piedra, de la época en que el archivo era el Colegio de Abogados a finales del siglo XIX. A la tortuga, que representa la lentitud de la justicia, la acompañan cinco golondrinas figurando con su vuelo la independencia de la propia justicia y siete hojas de hiedra que simbolizan los enredos burocráticos. Mis indagaciones eran tan lentas como la tortuga y farragosas como la hiedra, pero tenía que evitar que mis cinco golondrinos quedaran inmunes de su pecado, por eso me encomendé a la justicia humana y a la divina. Ripoll disfrutó con mis averiguaciones, Carles Gabaldá i Flores era uno de los personajes que más despreciaba. —Es nuestro cuarto jinete del Apocalipsis –dije, mientras nos sentábamos en sendos taburetes del bar del hotel. —Es un indecente, el hombre de las mil caras, un oportunista que ahora presume de catalanismo, pero que fue un perseguidor de todo lo que oliera a rojo, masón e independentista, como él siempre decía. Me avergüenzo de que estuviese en el ejército nacional. La verdad, Jordi, es que no me importaría que fuese el próximo de la lista. —¡Por Dios, Enrique, eres un poli! —Precisamente por eso, sabemos distinguir entre un chorizo y un cabrón de guante blanco y te aseguro que nos caen mejor los primeros que los segundos. Si se me pusiera a tiro de esta… –dijo– , acariciando la funda y la culata de su Astra. Tuve que apagar su indignación con un J&B doble. Ripoll carraspeó después del primer trago. —¡Es que no puedo verle! –exclamó-. Ahora únicamente nos queda averiguar el nombre del quinto. Y ya sabes, no hay quinto bueno. Sacó del bolsillo de su americana una lista con los nombres que me había adelantado por teléfono. Subrayó el nombre de Carles Gabaldá. —¡Ese cabrón! –farfulló-. Se ha cambiado el nombre de Carlos por Carles para parecer más catalán, pero con el apellido no le dejan arreglar lo del acento. Él estaba en Falange y su hermano menor en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat, era el mejor de la familia, los tuyos le pegaron cuatro tiros en uno de los ataques de la Sierra de Cavalls, en el Ebro. —Siempre mueren los mejores.
—Los otros también mueren, quizá un poco más tarde, pero también. A ver si hay suerte. Teniendo la lista casi completa y viendo el pelaje de esos tipos, me será bastante fácil localizar al último. Dame un par de días. Salió del hotel convencido de que entre los supervivientes o en su entorno teníamos al asesino. Lo que había empezado con un inesperado infarto se estaba convirtiendo en un caso con todos los ingredientes de un cóctel policíaco de primer orden y eso le encantaba a Ripoll… y también a mí.
Noche de verbena
Barcelona, 23 de junio de 1971
Mi amiga Hipathia, la bibliotecaria de Egipcíacas, me llamó por teléfono. —Mañana es la verbena de San Juan, ¿sigue en pie la cena? —Por supuesto, el cambio de solsticio siempre es un buen presagio. —También es noche de brujas –dijo, en tono jocoso. —Bueno, correré el riesgo… La verbena de San Juan era una de las fiestas más celebradas en Barcelona, desde los hogares más pudientes hasta las más humildes moradas loaban la entrada del verano con evocación pagana. Las cocas ocupaban los escaparates de todas las pastelerías de la ciudad, las ventas de champaña se disparaban y también la de los efectos pirotécnicos; era la noche del fuego. El cielo de Barcelona se llenaría de luminosos y ensordecedores fuegos de artificio y en las calles y plazas las hogueras consumirían los muebles viejos y objetos de madera que los niños de cada barrio habían podido recoger de sus vecinos durante toda la semana. Antiguas cómodas, listones carcomidos, puertas cansadas de abrir y cerrar, mesas con viejas heridas de muescas y arañazos, sillas astilladas y todo lo que pudiese arder, formaban una lúdica pila, coronada en ocasiones, por una escoba simbolizando a las brujas o por un monigote de paja que representaba al diablo o a un espíritu perverso; sabido es que el fuego purificador aleja y atemoriza a los malos espíritus que campan a su albedrío durante esta noche. Todo culminaba con el ritual de los baños de medianoche porque el agua se cargaba de fuerza sanadora. Era una noche propicia para las curaciones y los rituales mágicos. En todos los barrios y en muchas terrazas los barceloneses celebraban la llegada del nuevo solsticio con música y baile y degustando la famosa coca, rellena con frutas, chicharrones, crema o cabello de ángel; la orto- doxia exigía que la coca fuese el doble de larga que de ancha. Con todos esos componentes la noche se convertía en mágica. Cenamos entre el fantástico estallido de las pirotecnias y el conjuro de las luces surcando el espacio, dibujando las más caprichosas formas. Palmeras y cascadas de destellos multicolores acompañaban a los raudos cohetes que cruzaban el cielo antes de silbar y detonar con estrépito, rompiendo el imposible silencio de aquella noche. No nos pudo faltar el champán y por supuesto la coca de crema preparada en nuestras cocinas. Brindamos por los lejanos días en que descubrí que un libro suele contener un sueño. Hablamos precisamente de aquellos tiempos y me atreví a contarle que fue una de mis musas preferidas en mis primeros escarceos por el mundo del erotismo. Se rió de mis comentarios, sobre todo de mis espionajes infantiles cuando colocaba los libros en las estanterías. —Te aseguro de que no era consciente, para mí siempre fuiste aquel niño de pelo rizado y alborotado, con una tremenda avidez de saber y que me miraba con ojos interrogantes. —Es que tu biblioteca tenía todos los ingredientes de una aventura. Lecturas maravillosas, un hada madrina y aquel olor a libros mezclado con tu agua de colonia. Deberían homologarlo como el rincón de las palabras sabias y las sensaciones placenteras. Ella me miró como la profesora orgullosa del alumno que destaca. Dejó con parsimonia su copa sobre la mesa. —Te propongo ir a la verbena de unos amigos. No está demasiado lejos de aquí. Acepté, el hotel estaba tranquilo, pese a que más de un cliente estaría acordándose de la familia de los artificieros. En el restaurante, los pocos comensales que todavía se resistían a dar por finalizada la velada, apuraban sus últimos licores y en el bar del hotel las conversaciones y el humo subían de consistencia, los camareros no daban abasto, augurando una buena caja; todo normal en una noche de San Juan. Nos desplazamos a pie a una finca de la calle Balmes. Las calles olían a pólvora y los voladores de fuegos artificiales se cruzaban como estrellas fugaces. Grupos de verbeneros felices y chispeados desafiaban a los semáforos en ámbar. El enésimo quemado ingresaba en las urgencias de algún hospital y oleadas de gente se dirigían a la playa de la Barceloneta para bañarse en las aguas mediterráneas. Al llegar a uno de los portales, Hipathia apretó un de los timbres del portero automático. El portal se abrió sin que nadie preguntara quiénes éramos. Subimos en ascensor al último piso, en la puerta un cartel advertía de que la juerga estaba en el terrado, no hubiese hecho falta el aviso puesto que se oía perfectamente la música y la algarabía. Ascendimos a pié un piso más, la puerta abierta de la azotea mostraba una animada verbena. Farolillos de colores se alternaban con banderitas de países reales e inexistentes, el tocadiscos cantaba el Rock de la cárcel con la sensual voz de Elvis, la fiesta de la prisión de Presley se mezclaba con la de la terraza provocando el baile desenfrenado de las parejas. Sobre una mesa las copas de champán y las suculentas cocas saciaban los excesos del bailoteo y los vacíos estomacales. Algunos grupos trataban de mantener una conversación entendible entre el sonido excesivo de la orquesta de presos de la prisión roquera. En uno de esos corrillos alguien disertaba sobre un tema inentendible para un oído recién llegado. Era un tipo de unos cincuenta años, delgado y aparentemente fibroso, de estatura superior a la media, rostro alargado, de agresivos ojos pardos que protegía bajo los cristales de unas gafas de pasta cabalgando sobre una prominente nariz. Boca grande y labios gruesos que separaba con un chasquido cada vez que empezaba la frase. Destacaban sus grandes manos de luengos dedos huesudos y algo deformes, uñas excesivamente largas, aunque cuidadas, las de los meñiques superaban a sus hermanas; me recordó a las de un periodista y cliente del hotel: César González Ruano. El orador verbenero me pareció un bocazas con gestos de charlatán y con una suficiencia desmedida, el auditorio le escuchaba como quién atiende a un portador de oráculos. Hipathia y yo nos acercamos, ella esperó a que terminase uno de sus interminables monólogos y me presentó. —El profesor Albert Gassiot…, mi amigo Jordi Brotons, director del Manila Hotel –dijo, como si esto fuese alguna garantía de erudición. —Encantado –contestó él, extendiéndome aquella monumental mano, pero mirando a Hipathia de forma descarada. Estuve a punto de retirar la mía y dejar su saludo al aire; no obstante, si era amigo de mi bibliotecaria, no podía ser un mal tipo. —Es un gran experto en temas medievales. Él fue quién me amplió algunos de los datos del Codex Gigas. —Fue un placer, amiga Luisa, –dijo, descubriéndome el verdadero nombre de mi amiga, que nunca había sabido o que tal vez había olvidado-. Luisa me comentó que tenía usted mucho interés en los temas demoníacos. —Bueno, no en toda su extensión, sólo en un tema en concreto –dije, apurando mi copa de champán. —¿Puedo preguntar en cuál?
—En los pactos demoníacos y en la forma de romperlos. —Vaya, interesante tema. ¿Cree de verdad que se puede pactar con Satanás? —No, no lo creo… incluso dudo mucho de su existencia; sin embargo, hay gentes que opinan lo contrario y lo que me interesa es el curso mental y la visión de la realidad de estos individuos. — A la sazón, usted piensa que no hay poderes extrasensoriales-dijo, elevando el tono de voz por encima de los gorgoritos de los Bee Gees cantando How Can You Mend a Broken Heart, preguntándose cómo podían reparar un corazón roto. No sé el porqué, pero pensé en Camperol. —Por supuesto que sí –respondí-. El ser humano posee percepciones y clarividencias extraordinarias, un sexto sentido, aunque esté inexplorado para la mayoría de nosotros. —Entonces también creerá en los poderes ocultos-dijo, elevando la voz e intentando captar la atención de todos. —¿Se refiere a los de la banca o a los políticos? –pregunté, levantando una carcajada entre el corro de oyentes, que no gustó nada a Gassiot. — Me refiero a los de seres que habitan en el infierno… repuso, chasqueando sus labios de forma exagerada y salpicando de saliva a un par de boquiabiertos asistentes. —Seres malignos, infierno, pecadores, demonios… ¿no le parece que tenemos más que suficientes en nuestro entorno sin tener que bajar al averno? —Le voy a decir algo, Brotons, que espero entienda en toda su dimensión. Los ángeles caídos están entre nosotros. Satanás y los demonios fueron creados naturalmente buenos, su lucha para hacerse con el poder divino les hizo caer en desgracia. ¿Y sabe por qué? Porque perdieron aquella batalla. Otras leyes, otras verdades y otras razones místicas prevalecerían en caso de haber vencido y hoy serían otros los malos y los perversos. —Mire, Gassiot, a mí lo que me parece maravilloso fue lo del Apolo XI. Aquello sí fue un pacto con el progreso, permítame que ponga en duda que seres superiores o malignos influyen en nuestras vidas; la culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas sino en nosotros mismos que consentimos en ser inferiores –dije, parafraseando a Shakespeare. —¿Y en las posesiones diabólicas? —Tampoco creo en ellas, puesto que no creo en el diablo. No creo que uno se despierte un día y por las malas se encuentre poseído por el demonio. —No, no es así. Sucede si ese uno se relaciona con el mal. —En ese caso, Gassiot, serían millones los poseídos. La discusión terminó en aquel momento. Gassiot me miró desde sus gafas de pasta como si fuese un ignorante irrecuperable. Hizo un gesto de negación con su mano derecha, los dedos parecieron romperse y las uñas brillaron a la luz de los farolillos, se dio media vuelta y se dirigió hacia otro grupo cuyos componentes y conversación le fuesen más propicios. —Vaya, Jordi –dijo Hipathia-, creo que no os habéis caído demasiado bien… —La verdad es que no es mi tipo. —Hubo un tiempo en que sí fue el mío-dijo mi amiga, sorprendiéndome. —¿Uno de aquellos tipos que te hacían llegar ruborizada por las mañanas? Hipathia esbozó una enorme sonrisa. —Sí, sé que es un creído y que le gusta hablar ex cátedra, pero es un hombre con muchos conocimientos, capaz de deslumbrar a una joven con poca experiencia. Nos apartamos de las demás conversaciones hasta un rincón retirado del terrado, desde allí podía verse el principio de Las Ramblas y parte de la plaza de Catalunya. —Al cabo de poco tiempo lo dejamos, descubrí que era yo la que deslumbraba. Me di cuenta de que podía vivir, no una vida, sino varias. Cada relación me abría un abanico de posibilidades. Si en una biblioteca podemos disponer de los pensamientos de los mejores, ¿por qué debemos satisfacernos con una o dos experiencias de vida? En un mundo en que las mujeres somos seres de segunda división, nuestro intelecto y belleza puede satisfacer todas las necesidades de relación escogiendo a los mejores de cada momento, sin comprometerse atándose a un solo hombre. Pensé que no debía conformarme con alguien que podía destrozar mi existencia o convertirla en vulgar, si podía enmarañar la vida de muchos sin estropear la mía. —¿Y el amor? —El amor no llegó, o no ha llegado todavía, cuando aparezca lo sabré. —¿Debo desear que sea pronto? —Me quedan todavía muchos libros por leer –dijo sonriendo. Pasadas las tres de la madrugada la acompañé a su casa. Nos besamos frente a su portal. —Debo hacerme a la idea de que has crecido. Sigo viendo aquel niño de pelo rizado y ojos grandes-dijo, a modo de disculpa. La observé entrar en el portal, con sus andares de neoplatónica griega, girarse y enviarme un beso con la mano, tan casto como mis pensamientos las primeras veces que la vi.
Buzón de la Casa de l’Ardiaca. Antiguo Colegio de Abogados y antes, casa del Arcediano. Foto: NanaeCasa del Arcediano. Foto Nanae.Catedral de Barcelona. Foto Nanae
A principio de los años setenta las calles de Barcelona todavía estaban adoquinadas y en el Distrito Quinto, además, los adoquines tenían historia. En mi barrio sí era cierto el pensamiento parisino de Mayo del 68, de que debajo del adoquinado estaba la playa. Las losetas de las aceras, los panots, también eran peculiares y de cuatro o cinco tipos. Las más abundantes eran las que representaban una flor de cuatro pétalos, en concreto la del almendro, aunque los barceloneses la llamaban la de la rosa; era tan habitual y familiar que acabaría siendo un símbolo de la ciudad. No obstante, los adoquines del barrio llevaban una larga tradición escrita en ellos. Habían servido como parapetos ante el enemigo; para levantar trincheras contra la intolerancia; y como arma arrojadiza ante las dictaduras. No había momento de la historia de la Barcelona del siglo diecinueve y veinte, en que los adoquines barceloneses no hubiesen tomado protagonismo. Caminar sobre ellos o sobre las aceras de panots, era un privilegio; incluso para detectar cuando alguien te sigue de madrugada. Por eso agudicé el oído cuando en la vacía Vía Layetana y camino de la plaza de la Catedral, escuché unos pasos que hacían eco a los míos y que se detenían cada vez que yo paraba mi marcha. Imaginé que la Bestia, representada por Herman, andaba tras mis pisadas, luego recordé que tenía garras y que las largas uñas sonarían de forma distinta, además, andar en taparrabos de madrugada cerca de la comisaria de Layetana, sede de la Brigada Social, era un peligro por muy Pateta que seas. A los esbirros de Vicente Juan Creix les hubiese gustado echar mano a cualquier diablillo o ángel que no tuviera carnet del Movimiento. Doblé la esquina de la calle de la Tapineria, dispuesto a salir a la plaza lo antes posible. La luz amarillenta de una farola dibujó mi silueta sobre aquellos adoquines delatores. Caminé unos metros a la espera de que mi perseguidor alcanzará el haz de luz y su alargada sombra se extendiera hasta mi altura. Me paré en seco y giré sobre mis talones. Allí estaba mi husmeador, bajo el embozo protector de un sombrero de cinta negra. Vestía un traje cruzado de mil rayas, camisa oscura y clériman; sus delatores zapatos brillaron a la luz del fanal. Se detuvo y yo retrocedí a su encuentro. Al llegar a su altura descubrí al miembro del Opus con el que cambié impresiones el día del funeral de Camperol. —¡Querido amigo! –dijo, aparentando una casualidad imposible. —Caramba, ¡qué susto me ha dado usted!, creí que me perseguía el mismísimo diablo. —No, precisamente. Nosotros somos la antítesis de Belfegor –exclamó con su gutural e inconfundible voz Dudé de tal afirmación. Los componentes de cualquier grupo, corporación, hermandad, cofradía o secta, tienen entre sus filas personas con valores y otras deleznables, es la ley de las probabilidades. —Sé que me seguía, Gabriele –dije, recordando su nombre-. Le ruego que me diga el motivo de su insistencia. —¿Y si fuésemos algún sitio para poder hablar? —Me dirigía al hotel, he quedado con un amigo, si quiere podemos charlar por el camino. Y me cuenta el porqué de tanto secreto. —Los socios de la Obra, abominamos del secreto. Son palabras de Josemaría Escrivá. No respondí a su comentario. Cruzamos frente a la Catedral, camino de Las Ramblas, a la altura de las murallas romanas se detuvo, el sombrero de fieltro le ocultaba parte del rostro dándole un aspecto entre misterioso y peligroso, se llenó de aire los pulmones antes de hablar. —He de pedirle un favor, Brotons, sé que está investigando sobre el Codex Gigas, me gustaría que me informara sobre sus avances. —Y a mí me gustaría saber qué interés tiene usted con el libraco. —Ya le dije en el hotel que hay cosas que usted no entendería. —Si no soy incapaz de entender sus razones, menos capacidad tendré para descubrir lo que el códice esconde-dije, mientras iniciaba de nuevo la marcha por la calle Portaferrisa. Gabriele permaneció callado durante un rato. Se desabrochó la americana blazer. Me pareció ver que su mano izquierda buscaba la sobaquera derecha. Me puse en guardia. No sabía qué pretendía, aunque no era cuestión de morir a cinco minutos del hotel y sin saber por qué. Para mi sorpresa y alivio, Gabriele sacó de su chaqueta un billete de avión. —Me voy a Estocolmo, concretamente a la Biblioteca Nacional. Ya debe imaginar a qué-dijo casi triunfante. —Imagino que la Biblia del Diablo tiene algo que ver con su viaje. —Efectivamente, todavía no tenemos sede en Estocolmo y debo desplazarme personalmente. El año pasado no pude hacerlo porque los suecos habían prestado el libro al Metropolitan Museum de Nueva York. Por eso me sería de mucha utilidad saber sus discernimientos sobre el libro y su contenido para poder corroborarlos in situ. No quise preguntarle cómo conocía mi interés, desde la conversación del Manila intuí que estaba al tanto del escrito en la servilleta de Camperol y que yo andaba tras su oculto mensaje; sin embargo, nadie más lo sabía, salvo el comisario Ripoll, yo mismo, y el asesino. Me aventuré a sonsacarle. —Mi noticia sobre la existencia del libro es muy reciente, su nombre llegó a mí de una forma totalmente fortuita. —En la servilleta de Robert Camperol y escrita con sangre,-dijo con misterio. —Lo escribí yo mismo-concluyó, en un tono que me heló la sangre. —Me sorprende, Gabriele. Eso podría significar que… No me dejó continuar, se llevó su dedo índice larguirucho y nudoso a los labios en súplica de silencio, llegábamos a la puerta del hotel, varios clientes esperaban taxis y nuestro portero les atendía con prontitud. Entramos. —No conjeture, yo no tuve nada que ver con su muerte, era únicamente un aviso, un aviso de amigo, de camarada y sólo con sangre podía saber Camperol que era auténtico. Envuelto en el enigma de mi interlocutor llegamos al bar del hotel donde esperaba mi amigo Félix, sonaba el New York, New York, de Sinatra; Gabriele se detuvo antes de alcanzar la barra. —Tal vez mañana podamos continuar esta conversación, Brotons, no es tema para hablar en público. —Estoy de acuerdo, además, como le he dicho, me aguarda un amigo, comenté, señalando el mostrador donde Félix ya estaba esperando. Si quiere, mañana a las diez le puedo atender en mi despacho, estaremos mucho más tranquilos. —De acuerdo, seré puntual, las cosas del diablo no admiten demoras. Le vi girar sobre sus talones, ponerse de nuevo el sombrero de fieltro y salir hacia la puerta giratoria. Me quedé observando hasta que me aseguré de que no regresaba y me dirigí al encuentro de Félix.
Félix Nogal era un viejo amigo, delgado, fibroso, bastante alto, de rostro noble con un poblado mostacho que le cruzaba el labio superior casi ocultándolo. Desconocía su edad, pero por su interesante conversación y las historias que me contaba, pasaba de los cincuenta, aunque su apariencia era más jovial y conservaba todo el pelo que acostumbraba a llevar revuelto como un niño travieso; pero con estilo propio. Pinta y manos de artista bohemio y alma de mago. Porque Félix Nogal innovaba con sus intuiciones y premoniciones cualquier suposición o prejuicio. Nunca se jactaba de ello y no obstante, descubría cómo eran las personas con quien trataba al primer vistazo. Y eso era harto complicado porque Félix Nogal era ciego. Había perdido el don de la vista defendiendo a la República en los campos de batalla del Ebro. Al terminar la contienda, su ceguera le evitó dar con sus huesos en un campo de concentración o en la cárcel, pero no impidió que su condición de ex oficial republicano le cerrara todas las puertas, incluso las de la ONCE franquista, a la que no pudo acceder hasta los sesenta. Ahora ocupaba un puesto en el nuevo sistema del audio libro que había iniciado su andadura hacía apenas un año. Sin embargo, la verdadera esencia de Nogal era la precognición, su lóbulo temporal derecho se había súper desarrollado con la pérdida de la visión. Los déjà vu de mi amigo, aunque a él no le gustaba esta acepción, podían asombrar a más de uno. Como decía Nogal, quitándole importancia a su don, su cabeza era una ventana abierta al tiempo. Me acerqué a él, sabiendo que ya me había «visto». Se dirigió al camarero, antes de que yo me sentara a su lado. —Por favor, traiga un J&B para su director. —No dejarás de asombrarme –le dije al llegar a su altura. —Y más que te voy a sorprender. ¿Quién era ese tipo? —¿El que acabo de despedir? Bajó la cabeza en señal de afirmación y levantó las cejas sobre las gafas de cristal oscuro, señas de que barruntaba algo. Nos sentamos en una mesa cercana. —Dímelo tú –le reté. —Podría pasar por un cura, pero ese hombre está más cerca del diablo que de Dios. —Sí –dije sonriendo-, al parecer el Ángel del Averno es su punto flaco. —Porque está muy cerca de él. —No me digas que es un demonio. —No, no lo es, pero tampoco un santo. —Vaya veo que tus dotes no están oxidadas. —Esta vez juego con ventaja, Jordi. —¿Le conoces? —Me temo que sí. He de contarte una historia. Reconozco que este era el punto favorito de mis conversaciones con Félix, el momento en que se ponía serio e iniciaba uno de sus interesantes relatos que me fascinaban, aunque en algunas ocasiones fuesen tan prodigiosos que costaba creerlos. Y a pesar de todo, pocas veces se equivocaba. Él me predijo que acabaría siendo director del hotel, cuando era un simple ayudante de recepción. Adivinó… o vio, mi estancia en La Escuela de Hostelería de Lausana; nunca dejaba de impresionarme. Pedí otra ronda al barman y me acomodé en la butaca dispuesto a escuchar lo que Nogal iba a contarme. El camarero trajo los dos whiskys, su Macallan, sin hielos, y mi J&B con dos cubitos, ambos servidos en vasos cortos. —Durante la batalla del Ebro, mi compañía estaba acantonada cerca de Flix. Habíamos iniciado el combate por la tarde y avanzado, aprovechando el desconcierto enemigo, más de lo previsto. Con las primeras sombras nocturnas entramos con tres de nuestras compañías, incluida la mía, en uno de los pueblos de la zona y sorprendimos a toda la guarnición franquista desprevenida, el combate fue muy breve y el batallón enemigo se rindió casi sin lucha. El coronel que los mandaba, un militar profesional, lanzaba pestes sobre varios de sus oficiales de complemento que no estaban en sus puestos, facilitando con ello nuestro ataque. «¡Esos catalufos! » –gritaba con acento andaluz- «Ya me los echaré a la cara». Pero no era la única anécdota del día. Los oficiales a los que el coronel aludía habían sido capturados todos juntos a la salida de unos corrales. Luego se supo que aquellos cinco tipos habían violado a una joven del pueblo. La indignación por lo sucedido corrió entre nuestras tropas. No era la única salvajada que reprochar a los franquistas, los dirigentes municipales de la población habían sido fusilados al llegar los nacionales. Félix detuvo su relato y bebió un sorbo de su vaso. —Está bueno este whisky –dijo, levantando las cejas. —Ya puede estarlo es de 25 años –corroboré, deseando impaciente que prosiguiera. —No te impacientes, ahora sigo. Me pregunté cómo adivinaba la expresión de mi rostro, no acababa de acostumbrarme a esta extrema sensibilidad síquica de mi amigo. Él prosiguió con su narración. —A las espera de juicio, se les encerró en un calabozo a todos juntos, excepto al coronel, que andaba en otra estancia maldiciendo a sus hombres. Unos meses después, en una noche de insomnio, salí del cobertizo donde tenía extendido el jergón para fumarme un cigarrillo a la luz de la luna. Un centinela me dio el alto. Me identifiqué y continué con mi paseo nocturno. Me apuntalé en una pared para saborear el pitillo, liado con papel de fumar republicano y con tabaco capturado al enemigo. Miré las volutas de humo ascendiendo con la osada pretensión de ocultar aquella hermosa luna. El silencio era total, salvo la cantinela de algunos grillos que frotaban las patas para atraer a las hembras. Unas voces mitigadas por el grueso de la pared salían por una ventana enrejada. Me di cuenta que estaba apoyado en la casona cuyos bajos se usaban de calabozo, del cuchitril partían lloros y comentarios en catalán. Presté toda la atención para escuchar lo que decían. —Teníamos que hacerlo, teníamos que hacerlo –repetía uno de los prisioneros. —¡Fue terrible, asqueroso! Yo la quería –dijo una de las voces entre sollozos. —Ya sabes cuál era la condición. Teníamos que hacer una prueba de fe, una prueba de maldad. —Pero ¿con ella? —¿Qué más podíamos hacer?, ya nos habíamos cargado al alcalde rojo y a su cuadrilla. —Además fue idea tuya –dijo alguien a quién todavía no había escuchado. —Lo más jodido es qué nuestro intento de salvación no se va a cumplir, los rojos nos fusilan un día de estos –comentó una cuarta voz. —Eso no lo sabemos, él nos prometió sobrevivir a esta guerra y disfrutar de nuestra victoria –aseveró un quinto individuo. —¿Y quién puede confiar en el Príncipe del Averno? —Nosotros lo hemos hecho y hemos pagado por ello-repuso el llorón. —Coño, Robert, deja de gimotear –dijo otro. En aquel momento pasó frente a mí un grupo de soldados. —Salud camarada –dijeron casi en coro. —Salud –respondí. Pasaron de largo y yo me quedé a la espera de que los prisioneros reanudaran aquella extraña conversación, pero ya nada sucedió. Deduje por su silencio que sospecharon que alguien podría oírles y callaron.
Al día siguiente quise ir a la celda y ver aquellos rostros de catalanes que habían sido capaces de asesinar y pactar con el diablo. Quería contárselo a mis superiores; sin embargo, ya no tuve tiempo. Al amanecer, la artillería franquista empezó a obsequiarnos con unos regalitos del cinco y medio y era más que probable que se tratara del inicio de un contraataque. En efecto, al cesar los obuses las tropas enemigas atacaron con denuedo. Defendí con mis hombres una de las posiciones avanzadas en las afueras del pueblo, a pesar de la dureza del combate no podía quitarme de la cabeza la conversación de los prisioneros. Estaba dispuesto a contemplar aquellas caras para que nunca se me olvidasen, De repente, algo estalló frente a mi rostro, la última visión que tuve fue la de un ser maligno que reía al unísono con el estruendo del fatal estallido. Perdí el conocimiento. Cuando recobré el sentido estaba semienterrado por cadáveres y tierra, no veía nada, la sangre me resbalaba por el rostro. Oí el ruido de un grupo de soldados que se acercaban, el inconfundible clic, clic del cierre de sus armas les delataba. Traté de incorporarme. —¡Aquí hay un oficial y es de los nuestros! –gritó un voz. El resto ya lo sabes te lo he contado otras veces. Félix se reclinó en el sillón del bar y dio un largo sorbo que terminó con el resto del Macallan, dejando el vaso expedito. Le pedí al barman dos nuevos whiskys. —Un terrible historia, gracias por contármela –le dije a Félix- , ¿pero, qué tiene que ver con el cura del Opus? —Vaya, encima del Opus… Pues sí tiene que ver, Jordi, uno de aquellos hombres del calabozo era el tipo que hablaba contigo. —No jodas, Félix, ¿estás seguro? —Reconocería esa voz gutural donde fuera y pasasen los años que pasasen. —¿A pesar de la música? –dije. En el bar sonaba el aria Il dolce suono de Lucia di Lammermoor. —Sé distinguir al mismo tiempo la voz de La Callas y la de un canalla. Me quedé estupefacto. —¿Serías capaz de reconocer el resto de las voces de aquella noche? —Con toda seguridad, Jordi, aquel día nunca se me olvidará, en ninguno de sus detalles. —Veré la forma de traerlo de nuevo y que tú estés cerca para asegurarnos. —Te digo que no hace falta, era él. Además no podrás hacerlo, tu amigo del Opus ya no está entre nosotros. —Pero ¿Qué dices? —He tratado de mantener contacto síquico con él y hace ya un rato que lo he perdido. Te aseguro que este tipo no podrá ya viajar, salvo al infierno. —¿Cómo sabías lo del viaje? —No lo sabía, me lo dijo. —¿Te lo dijo? —Con sus gestos… Ya no le pregunté nada más, la respuesta sería demasiado complicada. Hay cosas que mi percepción no capta, a pesar de tener mis cinco sentidos despiertos. Recordé que, en la historia que me había contado, el prisionero gimiente se llamaba Robert, demasiadas casualidades. Aquella noche me dormí sabiendo que Gabriele no acudiría a la cita.
Agradezco a todas y todos cuantos habéis empezado a leer la novela. Ahí va la segunda parte:
En el corazón de las Ramblas
Barcelona, mayo 1971
Uno de mis sueños de niño era ser director de hotel, algunas lecturas, un par de películas y la atracción por esos lugares donde nada es lo que parece y los viajeros pretenden convertirlos por unos días en su hogar, me parecía fascinante. Tanto, que no paré hasta conseguirlo. Lo que no sabía entonces es que un hotel es algo más que un lugar de paso, es el lugar donde habita la parte aventurera de cada uno de nosotros, un lugar para los ensueños, los divertimentos, el reposo del viajero… y para algunas pesadillas.
Se cumplían nueve meses desde que tuve que hacerme cargo de la dirección del Manila de Barcelona, el hotel se levantaba entre los centenarios plátanos de sombra en pleno corazón de Las Ramblas. Nueve meses son un corto espacio de tiempo, breve, aunque importante, porque es la medida de una gestación.
Le había tomado el pulso a mis responsabilidades y, con la ayuda de todo el personal, el establecimiento marchaba viento en popa. Barcelona se abría a la algarada turística en un país que lentamente iba transformándose, a pesar del gran obstáculo que suponía el dictador y todo su entorno. El nuevo gobierno, surgido por el dedo omnipresente de Franco, estaba dominado por tecnócratas pertenecientes al Opus Dei. La Obra, como ellos mismos la llamaban en la intimidad, regía los destinos de un estado todavía anclado en el pecado original de una guerra incivil. La Caballé triunfaba en La Escala de Milán, los Beatles con Let it be, y Nixon espiaba a su oposición creyendo que jamás tendría consecuencias, decretaba la congelación de salarios y precios, y devaluaba el dólar. Pero el huracán social barcelonés lo había dado el conservador Teatro del Liceo con el estreno de Mahagonny, una ópera progresista y visionaria del compositor alemán de origen judío Kurt Weill con libreto de Bertolt Brecht, ya estrenada en el año 30 en Leipzig. La dirección del Liceo puso un aviso especial en los programas, aclarando que no se hacía responsable por la crítica acerba de la obra a los aspectos de la convivencia social tradicional. Todo cambiaba para que todo siguiera igual. En el hotel habíamos preparando una conferencia de Luis María Millet sobre el maestro y compositor Joan Massià i Prats, catedrático de violín y de música, fallecido apenas hacía un año y al que La Vanguardia de Barcelona, en uno de sus artículos, recordaba como «un fino compositor». Terminada la conferencia se daría un concierto con cinco sonatas de Massià interpretadas por Mercè Puntí, acompañada al piano por Sofía Puche de Mendlewicz. Habíamos escogido a ese conferenciante porque, además de sus conocimientos, al día siguiente en el Palau de la Música se le homenajeaba por sus veinticinco años como director del Orfeó Català. La sala se llenó de melómanos, de amigos del orador y de gentes de la alta burguesía barcelonesa, muchos de ellos clientes habituales del hotel o de La Parrilla, el restaurante del noveno piso. Fui saludándoles uno a uno. Apareció Félix Millet, sobrino del disertante, acompañado de un amigo al que me presentó como Robert Camperol. —Un gran nacionalista-dijo casi eufórico. —Un placer, señor Camperol. Supongo que fue muy duro perder aquella guerra-dije, con toda la mala intención, pues sabía que había combatido en el bando franquista, junto a Felix Millet, padre. —Está usted muy confundido, aquella guerra, como usted la llama, la ganamos. —No le haga caso, Robert -terció Millet-. Brotons, es un poco tocacojones. —Discúlpeme -dije, tratando de que no se me escapara la risa. Las primeras frases de la disertación de Luis María Millet llegaban a través de la puerta del salón que acogía el acto. Mis interlocutores no hicieron ninguna intención de querer entrar en el evento, adiviné que preferían presumir a mi costa. Camperol movió la cabeza y entornó sus rasgados y menudos ojos. Levantó el dedo índice y me advirtió. —Hay ciertas actitudes, Brotons, que algún día pueden resultarle caras. —No ha sido mi intención, supuse que siendo usted tan nacionalista… —A Catalunya se la sirve de formas muy distintas -dijo con énfasis. — En eso estoy totalmente de acuerdo -repuse con toda la intención. En aquel momento no lo sabía, pero Camperol moriría pocos días después en un salón del Manila Hotel.