Undécima entrega: De tortugas, sotanas y verbenas.

La tortuga y la sotana


Barrio Gótico, junio 1971

Llamé a Enrique Ripoll un par de veces para que me pusiera al corriente
de los interrogatorios al personal del hotel presente en la última
cena de Camperol. Sabía, por los comentarios de los demás,
que uno de los ayudantes de camarero había sido, merced a una generosa
propina de Torras, el que sustituyó la servilleta del finado. No quise tomar
ninguna decisión al respecto antes de hablar con Enrique. Me limité a esperar
su llamada. A eso de las seis de la tarde, Esperanza, una de nuestras
telefonistas, me anunció que Ripoll estaba al teléfono.
—El crio ha cantado de plano –dijo, con el típico argot policial-. Proporcionó
una servilleta de vuestro ajuar a Torras y este se la devolvió
con la nota que escribió en ella después de pincharse en el índice con un
pequeño punzón y obtener tinta de plasma.
—Una estupidez para ganarse una propina…
—Y se la ganó, nadie notó nada, excepto el propio Camperol.
—¿Pudo él envenenar el plato?
—No, quédate tranquilo, el plato salió directo de las cocinas como los
otros y el camarero que se lo sirvió a Camperol fue otro. Por otro lado
hemos podido comprobar que Torras no tuvo acceso ni al office ni, desde
luego, a la cocina.
—Entonces… –dije, cambiándome el auricular de oreja y cruzando las
piernas sobre el escritorio.
—Entonces… debemos volver a la teoría del infarto. Nadie tuvo acceso
ni a la cocina, ni al plato. Tu muchacho sacó la servilleta que proporcionó
a Torres de unos de los aparadores que habéis venido utilizando todos
esos días y, que yo sepa, no han habido más muertos –dijo con sorna.
—Si mis empleados no pudieron, tal vez debamos volver a la teoría
del diablo.
—Jorge, el demonio no tiene carnet de identidad y dudo que acuda a
un requerimiento policial o a un exhorto del juzgado.
—Por cierto, ¿sabes algo de nuestra lista de candidatos?
—Sí, es una larga lista de más de cien catalanes que participaron en el
combate, si en el inventario sólo contamos a los que cayeron prisioneros
queda un listado de noventa y dos nombres, pero si la reducimos sólo a los
oficiales y a los alféreces de complemento, nos quedamos con dieciocho
de los que sobrevivieron al final de la guerra un total de once candidatos.
— Buen trabajo, Enrique. ¿Está en la lista Joan Deulovol?
—¿El cura del lío de los obispos catalanes?
—El mismo.
—Esa sí que es buena –dijo, y se hizo un silencio de algunos segundos,
pronto oí su habitual carraspeo-. Sí, está en la lista, ¿cómo lo sabías?
—Era una de las voces que detectó Nogal, por cierto ha confirmado la
de Camperol; está en nuestra lista, supongo.
—Sí, también está Torras, nos faltan sólo dos.
El conjunto de la Catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia de Barcelona
acogía entre sus muros la residencia del arzobispo y el Palacio
Episcopal, cuya fachada daba a la Plaza Nueva. Pregunté a un conserje de
sotana con lamparones por Deulovol, supuse piadosamente que las manchas
blanquecinas serían de cera. Me dijo que mi visita estaba anunciada
y que me esperaba en el Archivo Municipal, a pocos metros del Palacio.
El Archivo estaba situado en otro palacete, la antigua casa de l’Ardica,
el diácono de la catedral. Era un edificio ecléctico de base gótica, apoyado
en la primitiva muralla romana. Además de su interés investigador y
cultural como archivo, su patio central era digno de verse, una hermosa
fuente y una elegante palmera datilera, le convertían en un lugar idílico y
tranquilo. Deulovol me esperaba en la escalera que conducía a la terraza
superior. Era grueso, casi orondo, como los cardenales del renacimiento,
sus escasos cabellos se habían hecho fuertes en el cogote y sobre las orejas,
grandes y carnosas, su rostro era innoble pese a su dignidad eclesiástica.
La negra sotana se dibujaba en el primer descansillo, su indumentaria
contrastaba con mi polo rojo, parecíamos la bandera de la CNT… o la de
la Falange. Me hizo una señal y le seguí hasta la galería. Algunos turistas
paseaban indiferentes por ella admirando las formas del edificio.
—Aquí hablaremos tranquilos.
—Verá, le he pedido esta cita porque creo que está en peligro.
—Los servidores de Dios siempre estamos preparados para le peligro
y las tentaciones –dijo, como si estuviese dando un sermón.
—No me voy a andar con rodeos, Deulovol, sé lo de Flix y el nombre
de los cinco –dije para sonsacarle-. Seguro que está al corriente de las
muertes de sus camaradas, trato de evitar que a usted le pase lo mismo.
—No sé de qué me habla, Brotons.
—Bien, entonces esperaré a asistir a otro sepelio. Buenos días.
—Espere, espere, Brotons. ¿Por qué cree que necesito ayuda? – preguntó
en tono nervioso.
—El mismísimo Opus me la ha pedido… están tan despistados y acojonados
como usted –le respondí sosegado, pero imperativo.
—Vamos a imaginar que le creo, cómo puede ayudarme. ¿Cuál es su
historia?
—No es la mía, es la suya. Tengo constancia del supuesto pacto con
Satán y todo lo ocurrido, un oficial republicano les oyó la noche anterior
a que fuesen liberados. Trato de descubrir quién desea eliminarles, porque
no veo al Maligno vengándose de ustedes. Si hubo pacto, sus almas ya no
les pertenecen, sus cuerpos todavía sí.
—Está usted diciendo tonterías, Brotons, qué es eso del pacto con Satanás…
—No me diga que la Iglesia no cree en el diablo.
—Ni afirmo ni niego, aunque eso de pactar con el demonio es propio
de la edad media.
—Ya, como el Codex Gigas y sus conjuros.
—No entiendo, ¿qué quiere decir? –dijo con disimulada sorpresa.
—Torras escribió el nombre del códice con su propia sangre en una
servilleta, trataba de avisar a Camperol de algún peligro que a la postre
les causó la muerte a ambos. Esa era la señal que tenían ustedes cinco
para comunicarse.
—¿Qué es lo que quiere, Brotons?
—Advertirles de que alguien va tras de ustedes y no parará hasta verles
muertos, haga lo que quiera, yo he cumplido con la misión de avisarle
y ahora le ruego que usted haga lo mismo con los otros o si prefiere también
lo haré yo-dije apostando al todo o nada.
—A Gabaldá llámele usted, hace mucho tiempo que no nos hablamos.
Me pareció una suerte inesperada, Deulovol confirmaba su participación
y me daba el nombre de otro de los violadores; estaba impaciente
por contárselo a Ripoll y a Nogal.
Salí más satisfecho de lo esperado. Pasé por delante del buzón modernista
de la fachada y, como buen barcelonés, acaricié el caparazón de la
tortuga para tener unos días de suerte. La necesitaba. Era un buzón tan
peculiar como bello, labrado sobre piedra, de la época en que el archivo
era el Colegio de Abogados a finales del siglo XIX. A la tortuga, que
representa la lentitud de la justicia, la acompañan cinco golondrinas figurando
con su vuelo la independencia de la propia justicia y siete hojas de
hiedra que simbolizan los enredos burocráticos. Mis indagaciones eran
tan lentas como la tortuga y farragosas como la hiedra, pero tenía que
evitar que mis cinco golondrinos quedaran inmunes de su pecado, por eso
me encomendé a la justicia humana y a la divina.
Ripoll disfrutó con mis averiguaciones, Carles Gabaldá i Flores era
uno de los personajes que más despreciaba.
—Es nuestro cuarto jinete del Apocalipsis –dije, mientras nos sentábamos
en sendos taburetes del bar del hotel.
—Es un indecente, el hombre de las mil caras, un oportunista que
ahora presume de catalanismo, pero que fue un perseguidor de todo lo
que oliera a rojo, masón e independentista, como él siempre decía. Me
avergüenzo de que estuviese en el ejército nacional. La verdad, Jordi, es
que no me importaría que fuese el próximo de la lista.
—¡Por Dios, Enrique, eres un poli!
—Precisamente por eso, sabemos distinguir entre un chorizo y un cabrón
de guante blanco y te aseguro que nos caen mejor los primeros que
los segundos. Si se me pusiera a tiro de esta… –dijo– , acariciando la funda
y la culata de su Astra.
Tuve que apagar su indignación con un J&B doble. Ripoll carraspeó
después del primer trago.
—¡Es que no puedo verle! –exclamó-. Ahora únicamente nos queda
averiguar el nombre del quinto. Y ya sabes, no hay quinto bueno.
Sacó del bolsillo de su americana una lista con los nombres que me
había adelantado por teléfono. Subrayó el nombre de Carles Gabaldá.
—¡Ese cabrón! –farfulló-. Se ha cambiado el nombre de Carlos por
Carles para parecer más catalán, pero con el apellido no le dejan arreglar
lo del acento. Él estaba en Falange y su hermano menor en el Tercio de
Nuestra Señora de Montserrat, era el mejor de la familia, los tuyos le
pegaron cuatro tiros en uno de los ataques de la Sierra de Cavalls, en el
Ebro.
—Siempre mueren los mejores.

—Los otros también mueren, quizá un poco más tarde, pero también.
A ver si hay suerte. Teniendo la lista casi completa y viendo el pelaje de
esos tipos, me será bastante fácil localizar al último. Dame un par de días.
Salió del hotel convencido de que entre los supervivientes o en su
entorno teníamos al asesino. Lo que había empezado con un inesperado
infarto se estaba convirtiendo en un caso con todos los ingredientes de un
cóctel policíaco de primer orden y eso le encantaba a Ripoll… y también
a mí.

Noche de verbena

Barcelona, 23 de junio de 1971

Mi amiga Hipathia, la bibliotecaria de Egipcíacas, me llamó por
teléfono.
—Mañana es la verbena de San Juan, ¿sigue en pie la cena?
—Por supuesto, el cambio de solsticio siempre es un buen presagio.
—También es noche de brujas –dijo, en tono jocoso.
—Bueno, correré el riesgo…
La verbena de San Juan era una de las fiestas más celebradas en Barcelona,
desde los hogares más pudientes hasta las más humildes moradas
loaban la entrada del verano con evocación pagana. Las cocas ocupaban
los escaparates de todas las pastelerías de la ciudad, las ventas de champaña
se disparaban y también la de los efectos pirotécnicos; era la noche del
fuego. El cielo de Barcelona se llenaría de luminosos y ensordecedores
fuegos de artificio y en las calles y plazas las hogueras consumirían los
muebles viejos y objetos de madera que los niños de cada barrio habían
podido recoger de sus vecinos durante toda la semana. Antiguas cómodas,
listones carcomidos, puertas cansadas de abrir y cerrar, mesas con viejas
heridas de muescas y arañazos, sillas astilladas y todo lo que pudiese
arder, formaban una lúdica pila, coronada en ocasiones, por una escoba
simbolizando a las brujas o por un monigote de paja que representaba al
diablo o a un espíritu perverso; sabido es que el fuego purificador aleja
y atemoriza a los malos espíritus que campan a su albedrío durante esta
noche. Todo culminaba con el ritual de los baños de medianoche porque
el agua se cargaba de fuerza sanadora. Era una noche propicia para las
curaciones y los rituales mágicos.
En todos los barrios y en muchas terrazas los barceloneses celebraban
la llegada del nuevo solsticio con música y baile y degustando la famosa
coca, rellena con frutas, chicharrones, crema o cabello de ángel; la orto-
doxia exigía que la coca fuese el doble de larga que de ancha. Con todos
esos componentes la noche se convertía en mágica.
Cenamos entre el fantástico estallido de las pirotecnias y el conjuro
de las luces surcando el espacio, dibujando las más caprichosas formas.
Palmeras y cascadas de destellos multicolores acompañaban a los raudos
cohetes que cruzaban el cielo antes de silbar y detonar con estrépito,
rompiendo el imposible silencio de aquella noche. No nos pudo faltar el
champán y por supuesto la coca de crema preparada en nuestras cocinas.
Brindamos por los lejanos días en que descubrí que un libro suele contener
un sueño. Hablamos precisamente de aquellos tiempos y me atreví a
contarle que fue una de mis musas preferidas en mis primeros escarceos
por el mundo del erotismo. Se rió de mis comentarios, sobre todo de mis
espionajes infantiles cuando colocaba los libros en las estanterías.
—Te aseguro de que no era consciente, para mí siempre fuiste aquel
niño de pelo rizado y alborotado, con una tremenda avidez de saber y que
me miraba con ojos interrogantes.
—Es que tu biblioteca tenía todos los ingredientes de una aventura.
Lecturas maravillosas, un hada madrina y aquel olor a libros mezclado
con tu agua de colonia. Deberían homologarlo como el rincón de las palabras
sabias y las sensaciones placenteras.
Ella me miró como la profesora orgullosa del alumno que destaca.
Dejó con parsimonia su copa sobre la mesa.
—Te propongo ir a la verbena de unos amigos. No está demasiado
lejos de aquí.
Acepté, el hotel estaba tranquilo, pese a que más de un cliente estaría
acordándose de la familia de los artificieros. En el restaurante, los pocos
comensales que todavía se resistían a dar por finalizada la velada, apuraban
sus últimos licores y en el bar del hotel las conversaciones y el humo
subían de consistencia, los camareros no daban abasto, augurando una
buena caja; todo normal en una noche de San Juan.
Nos desplazamos a pie a una finca de la calle Balmes. Las calles olían
a pólvora y los voladores de fuegos artificiales se cruzaban como estrellas
fugaces. Grupos de verbeneros felices y chispeados desafiaban a los
semáforos en ámbar. El enésimo quemado ingresaba en las urgencias de
algún hospital y oleadas de gente se dirigían a la playa de la Barceloneta
para bañarse en las aguas mediterráneas. Al llegar a uno de los portales,
Hipathia apretó un de los timbres del portero automático. El portal se abrió
sin que nadie preguntara quiénes éramos. Subimos en ascensor al último
piso, en la puerta un cartel advertía de que la juerga estaba en el terrado,
no hubiese hecho falta el aviso puesto que se oía perfectamente la música
y la algarabía. Ascendimos a pié un piso más, la puerta abierta de la azotea
mostraba una animada verbena. Farolillos de colores se alternaban con
banderitas de países reales e inexistentes, el tocadiscos cantaba el Rock
de la cárcel con la sensual voz de Elvis, la fiesta de la prisión de Presley
se mezclaba con la de la terraza provocando el baile desenfrenado de las
parejas. Sobre una mesa las copas de champán y las suculentas cocas saciaban
los excesos del bailoteo y los vacíos estomacales. Algunos grupos
trataban de mantener una conversación entendible entre el sonido excesivo
de la orquesta de presos de la prisión roquera. En uno de esos corrillos
alguien disertaba sobre un tema inentendible para un oído recién llegado.
Era un tipo de unos cincuenta años, delgado y aparentemente fibroso,
de estatura superior a la media, rostro alargado, de agresivos ojos pardos
que protegía bajo los cristales de unas gafas de pasta cabalgando sobre
una prominente nariz. Boca grande y labios gruesos que separaba con un
chasquido cada vez que empezaba la frase. Destacaban sus grandes manos
de luengos dedos huesudos y algo deformes, uñas excesivamente largas,
aunque cuidadas, las de los meñiques superaban a sus hermanas; me recordó
a las de un periodista y cliente del hotel: César González Ruano.
El orador verbenero me pareció un bocazas con gestos de charlatán y con
una suficiencia desmedida, el auditorio le escuchaba como quién atiende
a un portador de oráculos. Hipathia y yo nos acercamos, ella esperó a que
terminase uno de sus interminables monólogos y me presentó.
—El profesor Albert Gassiot…, mi amigo Jordi Brotons, director del
Manila Hotel –dijo, como si esto fuese alguna garantía de erudición.
—Encantado –contestó él, extendiéndome aquella monumental mano,
pero mirando a Hipathia de forma descarada.
Estuve a punto de retirar la mía y dejar su saludo al aire; no obstante,
si era amigo de mi bibliotecaria, no podía ser un mal tipo.
—Es un gran experto en temas medievales. Él fue quién me amplió
algunos de los datos del Codex Gigas.
—Fue un placer, amiga Luisa, –dijo, descubriéndome el verdadero
nombre de mi amiga, que nunca había sabido o que tal vez había olvidado-.
Luisa me comentó que tenía usted mucho interés en los temas demoníacos.
—Bueno, no en toda su extensión, sólo en un tema en concreto –dije,
apurando mi copa de champán.
—¿Puedo preguntar en cuál?

—En los pactos demoníacos y en la forma de romperlos.
—Vaya, interesante tema. ¿Cree de verdad que se puede pactar con
Satanás?
—No, no lo creo… incluso dudo mucho de su existencia; sin embargo,
hay gentes que opinan lo contrario y lo que me interesa es el curso mental
y la visión de la realidad de estos individuos.
— A la sazón, usted piensa que no hay poderes extrasensoriales-dijo,
elevando el tono de voz por encima de los gorgoritos de los Bee Gees cantando
How Can You Mend a Broken Heart, preguntándose cómo podían
reparar un corazón roto. No sé el porqué, pero pensé en Camperol.
—Por supuesto que sí –respondí-. El ser humano posee percepciones y
clarividencias extraordinarias, un sexto sentido, aunque esté inexplorado
para la mayoría de nosotros.
—Entonces también creerá en los poderes ocultos-dijo, elevando la
voz e intentando captar la atención de todos.
—¿Se refiere a los de la banca o a los políticos? –pregunté, levantando
una carcajada entre el corro de oyentes, que no gustó nada a Gassiot.
— Me refiero a los de seres que habitan en el infierno… repuso, chasqueando
sus labios de forma exagerada y salpicando de saliva a un par de
boquiabiertos asistentes.
—Seres malignos, infierno, pecadores, demonios… ¿no le parece que
tenemos más que suficientes en nuestro entorno sin tener que bajar al
averno?
—Le voy a decir algo, Brotons, que espero entienda en toda su dimensión.
Los ángeles caídos están entre nosotros. Satanás y los demonios fueron
creados naturalmente buenos, su lucha para hacerse con el poder divino
les hizo caer en desgracia. ¿Y sabe por qué? Porque perdieron aquella
batalla. Otras leyes, otras verdades y otras razones místicas prevalecerían
en caso de haber vencido y hoy serían otros los malos y los perversos.
—Mire, Gassiot, a mí lo que me parece maravilloso fue lo del Apolo
XI. Aquello sí fue un pacto con el progreso, permítame que ponga en
duda que seres superiores o malignos influyen en nuestras vidas; la culpa,
querido Bruto, no está en nuestras estrellas sino en nosotros mismos que
consentimos en ser inferiores –dije, parafraseando a Shakespeare.
—¿Y en las posesiones diabólicas?
—Tampoco creo en ellas, puesto que no creo en el diablo. No creo
que uno se despierte un día y por las malas se encuentre poseído por el
demonio.
—No, no es así. Sucede si ese uno se relaciona con el mal.
—En ese caso, Gassiot, serían millones los poseídos.
La discusión terminó en aquel momento. Gassiot me miró desde sus
gafas de pasta como si fuese un ignorante irrecuperable. Hizo un gesto de
negación con su mano derecha, los dedos parecieron romperse y las uñas
brillaron a la luz de los farolillos, se dio media vuelta y se dirigió hacia
otro grupo cuyos componentes y conversación le fuesen más propicios.
—Vaya, Jordi –dijo Hipathia-, creo que no os habéis caído demasiado
bien…
—La verdad es que no es mi tipo.
—Hubo un tiempo en que sí fue el mío-dijo mi amiga, sorprendiéndome.
—¿Uno de aquellos tipos que te hacían llegar ruborizada por las mañanas?
Hipathia esbozó una enorme sonrisa.
—Sí, sé que es un creído y que le gusta hablar ex cátedra, pero es un
hombre con muchos conocimientos, capaz de deslumbrar a una joven con
poca experiencia.
Nos apartamos de las demás conversaciones hasta un rincón retirado
del terrado, desde allí podía verse el principio de Las Ramblas y parte de
la plaza de Catalunya.
—Al cabo de poco tiempo lo dejamos, descubrí que era yo la que
deslumbraba. Me di cuenta de que podía vivir, no una vida, sino varias.
Cada relación me abría un abanico de posibilidades. Si en una biblioteca
podemos disponer de los pensamientos de los mejores, ¿por qué debemos
satisfacernos con una o dos experiencias de vida? En un mundo en que las
mujeres somos seres de segunda división, nuestro intelecto y belleza puede
satisfacer todas las necesidades de relación escogiendo a los mejores
de cada momento, sin comprometerse atándose a un solo hombre. Pensé
que no debía conformarme con alguien que podía destrozar mi existencia
o convertirla en vulgar, si podía enmarañar la vida de muchos sin estropear
la mía.
—¿Y el amor?
—El amor no llegó, o no ha llegado todavía, cuando aparezca lo sabré.
—¿Debo desear que sea pronto?
—Me quedan todavía muchos libros por leer –dijo sonriendo.
Pasadas las tres de la madrugada la acompañé a su casa. Nos besamos
frente a su portal.
—Debo hacerme a la idea de que has crecido. Sigo viendo aquel niño
de pelo rizado y ojos grandes-dijo, a modo de disculpa.
La observé entrar en el portal, con sus andares de neoplatónica griega,
girarse y enviarme un beso con la mano, tan casto como mis pensamientos
las primeras veces que la vi.

Buzón de la Casa de l’Ardiaca. Antiguo Colegio de Abogados y antes, casa del Arcediano. Foto: Nanae
Casa del Arcediano. Foto Nanae.
Catedral de Barcelona. Foto Nanae
Barcelona 60s "Nit de Sant Joan" | Fotos de barcelona, Fotos de ...
Dibujo para la novela de Anii Dream

Décima entrada: Donde se habla de las noches barcelonesas del año 1971

Barcelona la nuit

Barcelona, junio 1971

Recibí una conferencia desde París, era de Ruth. Me contaba que
estaba en su salsa, conociendo gente, todavía no alternaba con los
multimillonarios, aunque todo se andaría. Apareció por el hotel
mi amigo Jaime Gil de Biedma, se marchaba el lunes siguiente a Filipinas
por cuestiones de trabajo. Era sábado por la noche y vino a buscarme para
darnos una vuelta por las nocturnidades condales. Dudé un poco porque
con Jaime y sus amigos la cosa podía acabar entre las cuatro y las seis de
la mañana o perderse misteriosamente a la media hora y dejarte tirado.
—Venga, Jordi, ¡qué la vida va en serio!
—De acuerdo, Jaime, tienes que detallarme eso de Nihilismo.
—Coño, eso es fácil. Pasa de todo.
Barcelona empezaba a recibir oleadas de turistas y digo oleadas porque
la VI Flota aportaba lo suyo, pero todavía estaban por llegar los
tsunamis masivos, en parte porque la mayoría de los japoneses no habían
descubierto las vacaciones. La ciudad ya llenaba sus terrazas y paseos
con miles de foráneos. Julio era el mes de los franceses, agosto el de
los norteamericanos de clase media y el de los italianos, septiembre el
de los ingleses y octubre el de los yankees ricos. Durante todo el día los
visitantes reclamaban su lugar en el sol barcelonés y no sólo en la playa.
Sin embargo, las noches de Barcelona eran para los barceloneses, estaba
muy lejos todavía el turismo de borrachera, si excluimos a los chicos de
la VI; el de los conciertos masivos, o el de los follaerasmus. Era difícil
ver turistas en las discotecas y boîtes de la ciudad, salvo en las cercanías
de los establecimientos hoteleros o las que comisionaban a los conserjes
de hotel y a los taxistas. Barcelona la nuit, era solamente para nosotros.
Quedamos en el Pipermint en la calle Bori i Fontestà esquina Ganduxer,
sobre la medianoche. El local, no demasiado grande y con mucho en·
canto, era uno de los preferidos de Jaime, a menos de un cuarto de hora a
pie desde su sótano-vivienda de la calle Muntaner; muchas de sus poesías
habían sido paridas en alguna de sus mesas mientras veía desfilar por la
barra del establecimiento a toda la fauna de la parte alta de la ciudad. «La
barra de un bar, Jordi, es la forma más refinada del acompañamiento»,
me decía.
Le localicé precisamente en la barra, sentado en uno de los taburetes,
con su perenne whisky en una mano y el cigarrillo en la otra, como
si fuesen apéndices de sus dedos. Sonaba Lo importante es la rosa, de
Gilbert Becaud. Sonrió al verme, no pudo llamar mi atención al entrar
porque la canción y el ruido de las conversaciones de los parroquianos
impedían la propagación de la voz, salvo que levantaras mucho el tono.
Por otra parte, el tamaño del lugar permitía localizar un rostro amigo con
un par de vistazos a través de la bruma del humo del tabaco. Me senté a
su lado en un taburete milagrosamente libre, tal vez porque el ocupante
había tenido la imperiosa necesidad de cambiar aguas, las copas del Pipermint
eran generosas.
—Echaré de menos este lugar en Manila –dijo a modo de saludo.
—¿Estarás mucho tiempo fuera?
—Un par de meses, tengo que visitar la planta y repasar las cuentas…
—Imaginó que allí habrá sitios como este.
Sonrió, dio una calada y la mente se le escapó hacia algún tugurio de
Manila.
—Los hay, tal vez con otro estilo. Tendrías que acompañarme en uno
de esos viajes, hablaré con el presidente.
El presidente de Tabacos de Filipinas y el del hotel eran la misma
persona, Luis María de Zunzunegui, por lo que la proposición no era descabellada.
—Si le convences…, no digo este año, pero dentro de uno o de dos,
me encantaría.
La fama de Jaime le precedía, era un bon vivant, pero todo un caballero.
Su homosexualidad era de todos conocida, aunque era recomendable
no dejarle a solas con tu novia. Lo que más destacaba en su modo de ser
era el extraordinario respeto para con sus amigos, su estilo de vida no
comprometía a nadie, salvo que ese alguien quisiese implicarse, por otro
lado y siguiendo sus propias enseñanzas, nunca le juzgué porque, además
de no tener derecho, me gustaba su visión de la vida y sus filosofías.
—Cómo va el trabajo, ¿y las investigaciones? –dijo, a la par que pedía
al camarero otro Chivas.
—Bien, ya te conté que ando tras la historia de las muertes de Torras
y de Camperol.
—Vaya tipos, en teoría eran unos místicos, muy sensatos y juiciosos,
pero tú y yo sabemos quiénes eran, aunque no compartieran ninguno de
nuestros ambientes Por eso sé que eran unos canallas, las gentes sin pecado,
sin debilidades aparentes, son los peores. No me extraña que fuesen
tras la Biblia del Diablo, tanto miedo por Leviatán significa que no tenían
la conciencia muy tranquila.
No quise contarle la historia de Nogal, no, hasta que pudiese verificarla.
—Entonces no crees que la hizo el diablo en una sola noche –dije con
mucho cachondeo.
—Ni loco, Jordi. No existe Dios, tampoco su ángel rebelde, porque si
existiera, seguro que nos conoceríamos… y mira que he estado en infiernos.
Reímos a gusto. Paralelamente, alrededor nuestro, se desarrollaban un
sinfín de conversaciones y alguna que otra parada nupcial. Los jóvenes
barceloneses mostraban sus plumas a las jovencitas con intención de deslumbrarlas
y ellas les manifestaban una aparente inapetencia, envueltas
en el hechizo de sus minifaldas y de sus botas altas. Conforme avanzaba
la noche la indiferencia se iba desvaneciendo y las minifaldas menguando
desinhibidas por el alcohol. Jaime sonreía malicioso, conocía aquellas
maneras de actuar como la palma de su mano, era un gran observador.
—¿Qué te parece si cambiamos de garito? A esta hora Bocaccio
debe estar ya despegando –dijo.
Estuve de acuerdo, Bocaccio era una discoteca situada en la calle
Muntaner que era el centro de la vida nocturna barcelonesa. En un sábado
de mediados de junio era obligado pasar por allí, sobre todo para
los representantes de la gauche divine. Hasta la verbena de San Juan no
comenzaba la diáspora de los fines de semana a las veleidades nocturnas
de la Costa Brava –sobre todo Platja d’Aro- y a las de Sitges, a setenta kilómetros
de la capital, que llenaban sus discotecas de capitalinos ansiosos
de aventuras que contar. En esos litorales sí se podía pescar una turista
quemada por el sol. Atravesamos Via Augusta y la calle Copérnico hasta
llegar a la ronda del General Mitre, en honor al primer presidente de la
República Argentina, y de allí a Muntaner. La discoteca era un lugar con
encanto, siempre a rebosar, decorado imitando formas modernistas, puertas
–sobre todo la principal- espejos, mostradores, mesas y sillas ondulaban
sus líneas en madera, dándole un aspecto agradable y sensual, incluso
las grandes copas balón que se soportaban sobre un largo y delgado pie.
El portero nos facilitó la entrada, Jaime era más conocido en Bocaccio
que su diseñador Xavier Regás. Dentro, el ambiente era divertido y ensordecedor,
allí estaban en animada conversación, Oriol, principal accionista
de la disco, su hermana la escritora Rosa Regás y Colita, la fotógrafa que
mejor supo retratar aquel tiempo y aquellos lugares. El grupo fue creciendo
con la llegada del escritor Juan Marsé, el fotógrafo Pomés y la de la
actriz Teresa Gimpera, también socia, y que acudía de caterva en caterva
para ejercer su labor de musa de Bocaccio. Al cabo de una hora el grupo
había crecido y se había disgregado media docena de veces, Jaime estaba
en animada conversación con un joven de pantalones ajustados e ínfulas
de actor en ciernes.
Me pareció ver en una de las mesas una cara conocida, por un momento
me costó situar aquel rostro femenino en algún cuadro de memoria
reconocible. Una luz se encendió en mi cerebro embotado por el humo de
los fumadores, la pluralidad de las conversaciones y los J&B consumidos.
Me acerqué a la joven que bebía un cuba libre con la misma fruición
que el llorado Che Guevara.
—Perdone, creo que nos conocemos –dije, en un alarde de originalidad.
Me miró de arriba abajo, era muy probable que yo fuese el quinto o el
sexto merodeador que utilizaba la taimada frase.
—No recuerdo, tal vez me confunde –respondió indiferente.
—Soy, Brotons, el director del Manila Hotel, fue en el…
No pude terminar de explicarle que había sido en el entierro de su
padre, Robert Camperol.
—Pues claro, ahora le recuerdo, me perdonará, pero había tanta gente…
La miré, estaba más guapa que en el sepelio. Un mechón de su melena
pelirroja le tapaba parte del rostro. Aunque el rímel ya estaba ausente,
sus ojos miel seguían siendo sus mejores embajadores, incluso más que
sus bien formadas pantorrillas que mostraba generosa asomando de una
minifalda encogida por la postura.
—¿Quiere sentarse? –dijo señalando una silla frente a ella en la
mesa que compartía con un grupo de gente.

Me senté. Ella estaba espléndida, sus amigos ausentes y los camareros
atentos; todo era perfecto. Pedí otro cuba libre de ron para ella y un J&B
para mí, tuve que insistir que se olvidaran de sus copas de balón habituales
y me lo sirvieran en vaso corto y con solo dos hielos. Iniciamos una
conversación pueril sobre Bocaccio, la discoteca no el escritor, pensé en
iniciar un sutil interrogatorio sobre el padre; no obstante, en aquel momento
me interesaba más la hija y desistí. Evité las estúpidas preguntas
de ¿vienes mucho por aquí?, porque era obvia, y aquella de ¿estudias o
trabajas?, porque en aquel momento no era eso lo que me importaba. Le
dije que había venido con un amigo, sin mencionar que era Gil de Biedma,
para no parecer pedante y que me sentía muy a gusto en su compañía.
—Un placer inesperado –dije.
—Ah, ¿es que te vas? –contestó, burlona.
—No sin ti –respondí desafiante.
Creí ver que se ruborizaba, a pesar de que la luz del local no era tan
esplendente como para percibirlo.
—¿Vas a raptarme?, ¿eres un pirata? –preguntó, estirando su ya
largo y sensual cuello.
—No, la que bebe ron eres tú, si acaso nos raptaremos mutuamente.
—Me parece perfecto. Marca tú el rumbo.
No me despedí de Jaime porque le vi entregado a la filosofía con el
joven de los pantalones ajustados y teníamos la norma de que dos son
compañía y tres… tener que dar explicaciones. Salimos al exterior con
los oídos taponados por la cantinela de la música y de las conversaciones,
teníamos los pulmones necesitados de aire limpio. Bajamos andando por
Muntaner, la calle descendía hacía el mar como una riera de asfalto, orillada
de plátanos, atravesando gran parte de Barcelona, aunque sin llegar
a la playa, desembocando mansamente en la Ronda de Sant Antonio.
Charlábamos sobre la vida nocturna de la ciudad. Al llegar al cruce de
Vía Augusta, se detuvo, me miró con desparpajo y me preguntó:
—¿Adónde me llevas?
—Pues no tenía pensado nada… tal vez a Tuset…
—Vaya un pirata… Vamos te invito a una copa.
Caminamos algunos minutos por Vía Augusta, se detuvo frente a un
portal que en apariencia no albergaba ningún establecimiento nocturno.
La miré interrogante.
—Es mi piso, creo que todavía me queda J&B.
A pesar de tratar de disimularlo, creo que esbocé una enorme sonrisa.
—No te alegres tanto, vamos sólo a tomar una copa… no a descubrir
el sentido de la vida.
—Esta noche, el sentido de la vida eres tú –le dije, mientras el ascensor
llegaba al séptimo piso.
Se alzó sobre las puntas de los pies y me besó en la boca. La cogí por
la cintura, justo cuando se abría la puerta automática del artefacto y me
refiero al ascensor. Repetimos el beso.
—Sabes, señorita Camperol, que desconozco tu nombre de pila.
—Me llamo Lilith –dijo, al entrar en el recibidor.
—No me extraña, me lo imaginaba, pero ¿qué pone en tu carnet de
identidad?
Sonrió al entrar en el salón y no contuvo sus siguientes besos, como
queriendo darle misterio a su respuesta. Al llegar al dormitorio me miró
fijamente a los ojos.
—Eulalia, mis amigos me llaman Lilí… y mis amantes de muchas
formas.
—¿No me habías prometido un whisky? –dije, al verla lanzarse a mis
brazos como si no hubiese un mañana.
—Después podrás beberte la botella entera, ahora tenemos que descubrir
el sentido de la vida.
Tenía toda la razón, en aquel momento descubrir era prioritario a beber
y sentir mucho más importante que hablar. Recorrimos el mar de su
dormitorio de orilla a orilla, en un carrusel de sensaciones atracando en
las ensenadas de su cuerpo, navegando entre la bahía de sus muslos y fondeando
en la gruta de la vida. Echamos anclas cuando el capitán pirata,
después de varias navegaciones, se replegó al cofre del muerto.
Apoyó su cabeza en mi vientre y me contó alguno de sus sueños.
Le acaricié la melena rojiza que, a pesar de los humos de Bocaccio, todavía
olía a colonia cara.
—Me dejaría raptar de nuevo-dijo, mientras su cabeza descendía traviesa
hacia el palo de mesana –¿Y si el sentido de la vida estuviese aquí?
—No lo sé cariño, pero puedes tratar de averiguarlo…
Estallamos los dos en una erótica carcajada, porque sus investigaciones
coincidieron con un saludo de agradecimiento del mástil pirata.
Después de dos horas de navegación, volvimos al salón, ligeros
de bagaje y vestidos de náufragos en día de colada de taparrabos. Sirvió
un par de whiskys y se acomodó a mi lado en el tresillo.
—Salud, brindemos por ti, princesa.
—Por nosotros.
Los vasos de cristal chocaron sabedores de que nos habíamos ganado
su espiritoso contenido.
—Vamos, pregúntame lo que quieras –dijo.
Pasé mi mano libre sobre su hombro, la besé en los labios y ella se
arremolinó sobre mi pecho.
—¿Por qué crees que tengo preguntas?
—Vamos, Jordi, se cargan a mi padre en tu hotel y luego a unos de sus
amigos a pocos metros del Manila, ni el más ingenuo pirata se cree que
son coincidencias.
—Quisiera saber cosas de tu padre.
—No me andaré con rodeos, mi padre era un canalla, no sólo con mi
madre a la que engañaba constantemente, también con sus enemigos y
con su amigos… sus objetivos –que solo conocía éllos– conseguía pasando
por encima de todo y de todos. Rompió la única relación de verdad que
he tenido porque a él no le gustaba. Fastidió la vida de mi hermana todo
lo que pudo porque es un ser libre y contestatario. Su lema era: yo, yo, yo
y los demás. En cuanto a su entorno y amigos ya ves de que pelaje son.
—Supongo que tenía grandes ambiciones y grandes enemigos.
—Se creía un salvador y un líder. Si lo que quieres preguntar es si
alguien tenía razones para matarle, la lista no cabría en este sofá: mujeres
engañadas, socios timados, competidores arruinados, aliados defraudados.
Sólo el Opus le tenía cogida la medida.
—Entonces, ¿era un hombre creyente?
—Mi padre era el diablo, Jordi. Y si no lo era, tenía un pacto con él.
Habíamos llegado al punto más interesante de la conversación.
—No me interpretes mal, ni creas que es una pregunta estúpida. ¿Sabías
si practicaba cierto tipo de rituales?
Ella me miró interrogante.
—Como nuestra navegación, seguro que no. Supongo que era de tiro
rápido. Y aparte de los del Opus, no sabría qué decirte.
No quise preguntarle más. Como en muchas familias, las actividades
paternas son un misterio para sus allegados.
Pasamos la noche juntos y no volvimos a hablar del tema, nos dedicamos
a descubrirnos, a contarnos lo justo para dejar de ser unos desconocidos
y a no violar el jardín privado que acotamos en nuestras mentes. Hay
respuestas que se dan sin que se pregunte y preguntas cuya respuesta no
nos aportaría nada, porque son brisas que han impulsado a otros bajeles.

Nos despedimos haciéndome prometer que no la llamaría para una nueva
cita, como buena Lilith ella decidía cuándo volver a navegar.
Cuando necesite un nuevo rapto, lo sabrás –susurró mientras el ascensor
arribaba al séptimo cielo.
En el exterior, en una casi vacía Vía Augusta, la luz del amanecer
atravesaba los jardines del Turó Park e iniciaba el milagro cósmico de un
nuevo día.

La voz del pasado

Paseo de Gracia, junio de 1971

Tenía una nariz romana, un pasado terrible, una desvergüenza desmedida
y un pacto con el diablo y además, una hija preciosa de
melena irlandesa y otra hippie, nada de eso pudo evitar que acabara
en los dominios de Pedro Botero, si es que tal lugar existe fuera de
nuestras mentes y de la parafernalia religiosa. Confirmar si también era
uno de los violadores de Flix estaba en la capacidad sensorial de Nogal.
Me puse en contacto con Salvador Escamilla, locutor de radio Barcelona
y cliente del hotel. Sin darle grandes explicaciones, le pedí si en los
archivos radiofónicos de la emisora tendrían alguna grabación de Robert
Camperol. Al cabo de pocos días me llamó para decirme que disponían de
un par de cintas con la voz del difunto. Quedé con Félix Nogal en el hotel
para ir juntos en taxi a la emisora barcelonesa. El taxista frunció el ceño
cuando, Jesús Lucea, el portero de turno, le dijo nuestro destino a pocos
minutos del Manila. Muchos taxistas esperaban horas en la puerta del
hotel con la esperanza de que les saliera una buena carrera al aeropuerto,
hasta alguna población de la periferia o a un punto distante de Las Ramblas,
para que su contador marcara un generoso guarismo y contando con
una espléndida propina, pero un trayecto de apenas setecientos metros –
kilómetro y poco en coche-, hasta la calle Casp, casi esquina con Passeig
de Gràcia, truncaba esas expectativas; corrigió su expresión al comprobar
que el servicio era para mí, convenía estar a buenas con el dire. No
obstante, dio un magnífico rodeo y tardó bastante más que si hubiésemos
ido a pie. A pesar de la pequeña triquiñuela le di una propina rumbosa.
Convenía estar a buenas con los taxistas.
Subimos al primer piso, nos recibió Salvador Escamilla, director de
Radioscope, la ventana a las ondas de la llamada Nova Canço. Su programa
había descubierto y promocionado a un buen grupo de representan·
tes de éxito de la canción catalana, entre ellos Joan Manuel Serrat, Lluís
Llach o el grupo La Trinca.
—Pasad, pasad, en los archivos han localizado cintas de actos oficiales
con la intervención de Camperol-dijo con su magnífica voz de cantante
y locutor.
Entramos en uno de los estudios que estaba vacío, un técnico puso
desde la cabina las cintas seleccionadas. Las pasó un par de veces, una de
ellas correspondía a un pequeño discurso de una inauguración y la otra
de una entrevista a Camperol, precisamente en radio Barcelona. Nogal
confirmó, sin ninguna duda, que la voz de la entrevista y la de orador eran
la del llorón de Flix.
—Era el que gimoteaba –aseveró.
Le estaba dando las gracias a Escamilla por su favor, cuando Nogal
nos sorprendió de nuevo.
—El tipo que le presenta en la inauguración, también estaba allí.
—No jodas, exclamó Escamilla, ¿sabéis quién es?
—Me temo que sí –dije.
—¡Con la iglesia habéis topado! –exclamó Salvador.
—¿Quién es? –dijo Nogal con impaciencia.
—Luego te lo cuento.
Salimos de la emisora, y en vez de regresar al hotel le propuse a Félix
tomar algo en la terraza de la Cafetería Navarra. Nos sentamos en
una de las mesas del exterior porque el ruido de la circulación del
Passeig de Gràcia disimularía parte de nuestra conversación, que no importaba
a nadie más que a nosotros. En cuanto estuvimos acomodados,
entré con la excusa de pedir nuestras consumiciones y poder así admirar
la cristalera modernista del techo. Degustando nuestros riojas le aclaré
quién era su tercer hombre.
—Joan Deulovol.
—Joder, ¿el cura?
—El capellán, uno de los hombres fuertes de Modrego, el arzobispo
anterior, y ahora, después del nombramiento hace tres años de Marcelo
González, uno de los máximos impulsores de la campaña de movilización
nacionalista que exige obispos catalanes. Deulovol tiene todos los números
para ser nombrado coadjutor, con derecho a sucesión, y paralelamente
se habla de un inminente traslado de Marcelo y en cuanto esto suceda…
—O sea que en unos meses tendremos a un violador que ha firmado un
pacto con Satanás de arzobispo de Barcelona.
—Ese es el intento, la presión de la campaña Volem bisbes catalans,
está dando sus frutos.
—Espero que haya otros candidatos.
—Los hay, se habla de Narciso Jubany, pero Deulovol tiene todas las
preferencias.
—¿Cómo sabes tanto de estos asuntos, Jordi.
—Un hotel es como un gran confesionario, Félix y además con camas
y restaurantes, por nuestro negocio conocemos a los pecadores de pereza,
gula y lujuria, pero también los de soberbia o envidia… y de avaricia e
ira, en cuanto les pasamos la factura, tanto seglares como clérigos. Félix
estalló en una gran carcajada.
—No me imagino… –dijo, y no obstante, a pesar de su negación, Félix
andaba fabulando con algún prelado pecando de gula o de lujuria.
—Ya te he dicho que es como un gran confesionario y jamás revelamos
los secretos de confesión.
Paramos otro taxi para regresar al hotel. Nogal subió el primero y lo
hizo con la soltura de un vidente.
—Al hotel Manila –dije, una vez acomodado.
El taxista, farfulló algo en voz baja que no entendimos. Imaginamos
que su enunciado no le hubiese gustado a ningún purpurado.
—Les llevo por Vía Layetana o por Arco del Triunfo – preguntó, para
calibrar sibilinamente nuestros conocimientos en rutas callejeras.
—Directos a Las Ramblas –dijo Félix-, soy ciego, pero no turista.
El conductor no contestó, puso la primera y arrancó. Miré a Nogal y
sonreímos.
Yo me bajaré en el hotel y después mi compañero continuará hasta
Sants.
El taxista sonrió al saber que, a la postre, no sería una carrera corta

Jaime Gil de Niedma

Novena entrega: Panorama desde la casa del Opus…

Conversaciones al otro lado del puente


Premià de Dalt, junio de 1971

Enrique Ripoll apareció por el hotel una mañana para contarme, según
dijo, muchas cosas. Fuimos a mi despacho y le pedí a Quendy,
la secretaria de dirección, que no nos molestase nadie.
—Traigo noticias, Jorge –dijo Ripoll, resollando.
—Siéntate, Enrique, y tómate un respiro, no será tan urgente.
—Lo es, lo es. ¡Tenemos el arma del crimen!, bueno, la hoja de un
bisturí apareció en la plaza del Pi en una papelera. Sin huellas, claro, es
de una cuchilla de cirujano de hoja intercambiable, nada peculiar.
—Esto se pone interesante-dije, con la garganta seca por la emoción.
El rostro de Enrique no podía ocultar su entusiasmo, había caso ¡y de
los gordos!, se desabrochó la americana, se desplomó sobre el sillón y
continuó.
—Y hay más novedades. El Opus quiere vernos, no sólo a mí como
inspector que lleva el caso, me han pedido, expresamente, que me acompañes.
—¡Qué sorpresa!, yo también tengo ganas de hablar con ellos. ¿Los
has citado en la comisaría?
—No, me han sugerido que vaya a Castelldaura, una residencia que
tienen en Premià de Dalt… una antigua casona del siglo XIX.
—Y tú has aceptado la invitación.
—Claro, así en su casa se sentirán más confiados. Quiero averiguar
todo lo que pueda y saber qué quieren de ti.
—¿Y para cuándo dices que será? –dije, mirando la montaña de trabajo
que yacía sobre mi mesa esperando turno.
—Mañana…
Consulté la agenda con las reservas y las salidas para el día siguiente y
quedamos sobre el mediodía. No podía creerme el interés del Opus.
A la mañana siguiente se presentó Ripoll con un coche policial conducido
por un agente de uniforme. Sentí una rara sensación al sentarme con
Enrique en la parte trasera del coche oficial: no olía a misterio, como me
hubiese gustado, era un olor rancio a parque móvil y a algo que no podía
distinguir, me entró una extraña claustrofobia. Era un modelo común de
SEAT, concretamente un 1400 y no obstante, el hecho de que fuese un
vehículo policiaco, imponía. Ripoll advirtió mi incomodidad y sonrió,
se abrió la americana y mostró la sobaquera con el arma. «Huele a eso»,
dijo. No quise preguntarle si se refería a la piel de la funda, al arma o al
sobaco. Atravesamos el río Besos, pasamos por Badalona, recorrimos la
costa hasta llegar a Mongat y El Masnou, siempre paralelos al mar. Ya a
la vista de Premià de Mar nos dirigimos al interior hacia Castelldaura.
Nada más cruzar el puente que unía Premià de Mar con Premià de
Dalt, nos dimos de frente con Castelldaura, una antigua mansión decimonona
rodeada de pinos mediterráneos y por un muro con verjas. Merced
a la elevación del terreno quedaba el mar a nuestra espalda y a cierta
distancia, dándole un inesperado horizonte a la carretera de acceso. Nos
abrieron la cancela de la gran puerta de dos hojas que daba paso a la finca,
dos perros de piedra coronaban las pilastras de la entrada. «Un poco
pequeños los canes», comentó Ripoll. Sonreí, efectivamente, el tamaño
de los pétreos guardianes desmerecían la magnitud del portal de acceso.
El automóvil policial se adentró por el pasaje que conducía a la casa y
que cruzaba un gran jardín, El camino hasta el edificio estaba flanqueado
por plátanos y palmeras; deduje que aquella finca había sido la casa de
veraneo de algún rico «americano», como llamaban en Catalunya a los
indianos regresados con fortuna. Era una magnífica construcción con un
torreón a la izquierda presidido por un balcón que imitaba el gótico medieval.
Los cipreses escoltaban el entorno, haciendo bueno, si es que el
Todopoderoso gustaba de esos lares, el título de la novela de José María
Gironella, Los cipreses creen en Dios, la primera de su trilogía sobre la
Guerra Civil.
Llegamos a la entrada. El policía de uniforme se quedó al lado del coche
y nosotros subimos los peldaños de la escalera central que conducía
a la morada, el arranque sí estaba bien guarnecido por dos bellas figuras
de aguadoras, tan grandes como las columnatas donde reposaban. Frente
a la puerta de acceso estaba el doctor Balcells, Ramón Guardans y un sacerdote
de larga y negra sotana y de aspecto serio. A los dos primeros les
conocía como clientes y, en el caso de Guardans, también como consejero
de Tabacos de Filipinas.
—Bienvenidos –dijo Balcells- les presento a don Álvaro del Portillo,
miembro de Consejo General y secretario general de la Obra. A Guardans
y a mí creo que nos conocen de sobras.
Correspondimos a los saludos y nos dejamos acompañar a uno de los
salones. Tomamos asiento en unos tresillos capitoné de color gris, que se
me antojaron incómodos o tal vez fuese la situación la que me incomodaba.
Ripoll y yo nos apropiamos de uno de ellos y frente a nosotros de cara
al jardín, en otro gemelo, los tres anfitriones. Quedábamos de espaldas a
la luz, pero podíamos vigilar la puerta de entrada; pronto se nos disipó
todo temor. Nuestros interlocutores estaban tan ávidos de saber lo que
ocurría como nosotros. Antes de iniciar la conversación observé a aquellos
tres hombres.
Ramón Guardans tenía la mirada penetrante y decidida, de estatura
media, buen gourmet, con cierta tendencia a engordar, eran numerosos
sus compromisos y responsabilidades en Banesto y en Tabacos de Filipinas
que terminaban frente a una buena mesa. En sus años mozos, cuando
era un brillante abogado, paseaba su palmito por la Barcelona franquista,
hasta que en un viaje a Buenos Aires conoció a Helena Cambó, la hija de
político Francesc Cambó, y regresó casado con ella, como administrador
de sus bienes y adalid de la memoria del que hubiese sido su suegro. Sus
catorce hijos con Helena, su cuantiosa fortuna y sus grandes contactos
con el nuevo nacionalismo, le convertían en el supernumerario perfecto.
Alfonso Balcells no le iba a la zaga, alto, elegante, peinado hacia atrás,
parecía más un actor de teatro que médico. Escritor, brillante orador, catedrático,
rector durante años de la Universidad de Salamanca, ahora catedrático
de Patología General de la Facultad de Medicina de Barcelona.
En cuanto al tercer hombre, no teníamos ni idea de quién era, la sagacidad
de Ripoll descubrió que se trataba de un pilar importante de la Obra. Se
había alistado voluntario en el ejército republicano, para poder pasarse al
franquista en cuanto tuvo ocasión. No me dejé impresionar por tan influyente
cónclave y lancé la primera pregunta.
—Me gustaría saber qué pretendía de mí el difunto Gabriele.
Ripoll, me cogió la muñeca en un gesto de protección paternal al niño
que ha hecho una pregunta inoportuna o precipitada en una reunión de
adultos.
—Perdonen a Brotons, si no les importa empezaré yo con las preguntas.
¿Supongo que el fallecido era miembro de su asociación?
—Sí, efectivamente, era un valioso y viejo numerario-contestó Portillo.
—¿Tenía algún enemigo o estaba envuelto en algo turbio?, Brotons,
me dijo…
—Por eso hemos querido que le acompañara el amigo Brotons –dijo
Guardans-, tenía relación con el otro asesinado y la actitud de los últimos
momentos de Torras ha podido parecer… –dudó un momento antes de
continuar- un poco extraña.
—¿Cómo qué el otro asesinado? –dijo Ripoll- Camperol murió de un
ataque al corazón.
Se miraron entre ellos y luego a Ripoll. El sacerdote se removió en su
asiento un tanto nervioso.
—Creemos, comisario, que a Camperol le «ayudaron» a morir.
No pude evitar esbozar una sonrisa de satisfacción, estuve a punto de
gritar: ¡lo sabía, lo sabía…!
—¿Por qué piensan que pudo ser así? –preguntó el comisario.
—Camperol tenía proyectos, muchos proyectos. No le vamos a engañar,
estamos dispuestos a tomar el timón de los destinos de España, pero
también los de Catalunya. Intentamos, para bien del país, estar en todas
las instituciones y en las entidades financieras y culturales, ya saben, Omnium,
Orfeón Catalán –matizó Portillo en castellano-, el Club Catalónia,
la Junta de Museos de Barcelona, el Museo de Arte de Catalunya, el
Círculo Artístico San Lluc, la Editorial Católica, el Instituto Cambó, el
mundo universitario y sobre todo, en la nueva política catalana y Camperol
tenía que aterrizar en unos cuantos más, estaba entusiasmado con sus
objetivos; apasionado, fuerte y decidido –concluyó, un tanto excitado.
—El corazón es un órgano que a veces falla sin avisar, sobre todo si se
quiere abarcar demasiadas cosas –dije.
—Le hicimos una revisión hace tan solo un mes en una clínica privada,
estaba bien, con algunos achaques, pero bien-terció de nuevo Balcells.
—¿Quieren presentar una denuncia? –dijo Ripoll.
—Sólo serviría para desesperar a la familia y alertar al asesino.
—Y en todo esto ¿qué pinta Torras y su viaje a Estocolmo?, y ¿por qué
se hacía llamar Gabriele?-pregunté.
— ¿Y por qué escribió el mensaje en la servilleta?, hemos comprobado
que la sangre era suya –añadió Ripoll.
—Verán, la Obra está al servicio de Dios. Como ve somos científicos,
filósofos, empresarios o escritores, metidos en el mundo de la fe, aunque
estamos abiertos a cualquier suposición y más si procede del Maligno.
–dijo Guardans.
—¡Por Dios! –exclamó Ripoll elevando la voz- no creerán…
—Ni creemos, ni dejamos de creer. Torras era un investigador, un médico
del alma. Hizo un par de cursos en el Vaticano en la prestigiosa Universidad
Pontificia de Roma para preparase como exorcista. Las clases,
en este tipo de enseñanzas, van desde la antropología del satanismo y la
posesión diabólica, hasta el contexto histórico y bíblico del diablo. Por
eso cambió su nombre por el de Gabriele, en honor a su maestro, Gabriele
Amorth. No tenemos miedo a Satán, en palabras del Padre Amorth
trabajamos en nombre del Señor del Mundo y el diablo sólo es el mono
de Dios-dijo Portillo.
—Será un mono, pero ustedes le dan mucha importancia. ¿Qué buscaba
Torras en el Codex Gigas? –pregunté.
—Respuestas, buscaba respuestas. Y usted, amigo Brotons, también
las busca, lo sabemos.
—Se equivocan, yo busco verdades, a su numerario no lo mató el demonio,
por lo menos no sería él quién empuñó el bisturí asesino.
—Nada es lo que parece, amigos –dijo Balcells-. Cuando la Obra se
instaló en Barcelona, yo mismo, sin ser todavía miembro, alquilé un piso
para los numerarios. Incluso alojamos un par de veces en él a nuestro
fundador, era un piso pequeño en la calle Balmes casi esquina con la calle
Aragón, le llamábamos El Palau, como no teníamos capilla hice poner un
enorme crucifico de madera, muy sencillo, tosco, desnudo, sin la figura
del Señor y pintado en negro. Al poco tiempo, vecinos y curiosos aseguraban
que allí crucificábamos a seres humanos… como si fuésemos una
secta diabólica.
Estallaron los tres en una carcajada. Sin querer me estremecí, había
oído hablar de las sospechas populares y siempre pensé que eran falsas;
sin embargo, no pude evitar sentir un escalofrío mientras tomaba nota en
mi libretita verde.
—A Josemaría Escrivá le dolió la absurda afirmación –añadió Portillo-,
tanto, que hizo sustituir esa cruz por otra muy pequeña. Siempre
dice bromeando: Así no podrán decir que nos crucificamos, porque no
cabemos.
Volvieron a reírse. Ripoll y yo esbozamos una sonrisa de compromiso.
—Bien –dijo al fin Ripoll-, les informaré de los avances que tengamos,
siempre que no estén bajo secreto de sumario.

—No se preocupe comisario, de la información judicial ya nos ocupamos
nosotros, tenemos contactos en la judicatura. En cuanto a usted,
Brotons, nos gustaría que nos tuviera al corriente de sus averiguaciones.
Por favor.
—Siempre y cuando, ustedes me tengan informados de las suyas.
¿Quién irá a Estocolmo?
—Todavía no lo sabemos –contestaron casi al unísono-. ¿Tal vez le
interese ir a usted, Brotons?
—Me gustaría, no crean, pero tengo demasiado trabajo, esperaré a que
retorne su enviado.
Ya de regreso, salió el Ripoll de siempre.
—Estos tíos están como cabras. No, no te rías que tú tampoco tocas.
Seguro que hay un asesino con dos piernas y dos brazos, sin cola y si lleva
cuernos no son de los que se ven…
Me reí a gusto, el coche tomaba de nuevo la carretera del Maresme,
rumbo a la ciudad Condal. Entendí que a Ripoll le faltaba parte de la información
y le conté toda la historia y las sospechas de Nogal.
—¿Por qué no les has dicho que sus numerarios no eran precisamente
unos santos?
—Porque ya lo saben, aunque tal vez no sepan la historia completa.
—Trataré de averiguar quiénes eran los otros tres, los archivos militares
tendrán constancia. Me pondré en contacto con Segovia.
A lo lejos se adivinaba la Avenida de la Meridiana. Estábamos ya en
Barcelona.

Castelldaura
Meridiana, años 70 Fotos: Ajuntament de Barcelona

Octava entrega: En la que se habla de lugares en que puede aguardar la muerte y de pactos de Herman, el monje, con el diablo.

La muerte espera en las esquinas


Barcelona, junio de 1971

Aquella mañana, Gabriele, no asistió a la oración de los Libros de
Meditaciones. Tampoco había dormido en su cama de la casa
que compartía con otros numerarios. Yo no me enteré hasta que
recibí la visita de mi amigo Ripoll. No me sorprendió en absoluto, la
clarividencia de Nogal me lo había dejado muy claro. Los nudillos del
comisario golpearon la puerta de mi despacho, no me costó adivinarlo al
ver su familiar sombra a través del vidrio. Su mediana estatura se agigantó
por el efecto óptico del cristal y también la de su nariz, ya prominente
al natural. Escuché su característico carraspeo.
—Adelante, Enrique, pasa.
—Buenos días Jorge –dijo con voz seria, mientras tomaba asiento en
uno de los sillones.
Carraspeó de nuevo un poco y preguntó:
—¿Sabes a qué he venido?
— Me gustaría decir que no, pero me temo que por algo grave…
—Efectivamente, todavía ni ha salido en los periódicos, el Opus tiene
mucha mano. Uno de sus numerarios falleció ayer por la noche en plena
calle.
—¿Algún conocido?
—Mío no, pero sí tuyo… de hecho fuiste la última persona con quién
habló.
—Vaya por Dios, ¿cómo lo sabes?
—Salió de tu hotel pasada la una de la madrugada, todo el mundo os
vio dialogando antes de que te sentaras en el bar.
—Lo siento ¿de quién se trata? –dije, aunque conocía de sobras la
respuesta.
—De Miquel Torras, en la Obra le conocían como Gabriele.
Traté de demostrar asombro, aunque a Ripoll no era fácil engañarle.
Levanté el torso y me incliné ligeramente sobre los antebrazos, antes de
lanzar la pregunta.
—Puedo preguntarte de qué y cuándo murió.
—Claro, y voy a añadirte dónde, en la calle Petrixol frente a la chocolatería
La Pallaresa, a menos de trescientos metros de este hotel y cinco
minutos después de hablar contigo.
—¿Muerte natural? –pregunté, tragando saliva.
—Hombre, si entiendes por natural que te claven un estilete en el hígado…
podríamos considerarlo así –dijo recostándose en el sillón y estirando
las piernas casi por debajo de mi mesa.
—¿Nadie vio nada?, aquella hora todavía hay gente por la calle.
—Al parecer no murió de inmediato, se arrastró hasta un portal vecino
y allí agonizó. El sereno nos avisó a eso de las dos y media de la madrugada.
Le encontró en posición fetal, desangrado.
—Pues sí, le conocía del funeral de Camperol, aquella misma noche
me salió al paso en Vía Layetana, quería información sobre un libro.
Ripoll se removió en su sillón, encogió las piernas y agudizó el oído
para escuchar mis palabras. Suspiré antes de contarle la conversación, la
nota de la servilleta, la historia del Codex Gigas, y el proyectado viaje del
finado a Estocolmo.
—¿Conservas la servilleta?
—Pues claro, y los cubiertos. Sabía que me lo pedirías… no imaginé
que tan pronto.
—No sé cómo te las apañas, siempre estás en mitad de estos fregados,
me voy a llevar las pruebas y tú…
—Sí, ya sé, no me muevo del hotel.
Asintió con la cabeza antes de abandonar la comodidad del sillón, yo
le imité y me incorporé al unísono. Ya de pié, Ripoll me hizo la esperada
pregunta.
—¿Tú te crees esa bazofia del libro del diablo?
—Yo tal vez no, pero ellos sí creían que el libro contenía algo que les
interesaba, Torras lo escribió a modo de aviso, de advertencia y lo hizo
con su propia sangre para que Camperol no tuviese dudas.
—¿Y cuándo lo hizo? Torras no estaba entre los invitados, ¿verdad?
—No, no lo estaba y no entiendo de qué forma pudo hacerse con la
servilleta, rotularla y dejarla en el servicio de mesa. Teníamos media docena
de camareros, dos jefes de rango y un maître sirviéndoles, además
de un par de ayudantes para cambiar platos y cubiertos.
Me miró, se llevó la mano derecha a los labios y los presionó, en un
gesto espejo, como si tratara de exprimir su cerebro y callarse algo.
—Quiero hablar con todos.
—¿Ahora?
—No, antes he de analizar las pruebas, esperar la autopsia del muerto
y hablar con los del Opus.
—¿Puedo ir contigo?
—Ya veremos… en cuanto a tu personal…
—Sí ya sé, que no salgan de Barcelona.
Ya solo, medité sobre los acontecimientos. Tenía dos fiambres que,
según Nogal, y él pocas veces se equivocaba, habían coincidido en un
tiempo y un lugar en el pasado y también en el presente, ambos eran depositarios
de algún terrible secreto que ya nunca podrían contar y que a la
vista de los hechos, les había costado la vida. Y parte del misterio estaba
en el códice, en la Biblia del Diablo, Gabriele pretendió averiguarlo y
alguien se tomó la molestia de impedirlo, no podía asegurar si humano o
sobrenatural.
Traté de olvidarlo por lo menos durante unas horas. Trabajé durante
todo el día sin casi tener tiempo de pegar un bocado. Llegaba un grupo de
jubilados norteamericanos ávidos de conocer mi ciudad, comprar castañuelas,
probar la paella y asistir a una corrida de toros. Arribaban a uno de
los hoteles más exclusivos y caros de Barcelona en bermudas y sandalias,
eso sí, con calcetines. La España de los setenta les recibía con los brazos
abiertos. Barcelona iba transformándose, todavía no era el enorme parque
temático de un par de décadas después. En los setenta para los turistas
todos éramos toreadores, bandoleros, cármenes y curas. En su memoria
llevaban las imágenes del año 50 cuando Ava Garner rodó Pandora y el
holandés errante en una bella, salvaje y poco conocida Costa Brava y de
sus amoríos con el torero catalán Mario Cabré. O las del 54 cuando Frank
Sinatra la tuvo que rescatar de los brazos de Luis Miguel Dominguín.
Influenciados también por las historias de Hemingway y los Sanfermines,
preguntaban en recepción a qué hora soltarían los toros, mientras cambiaban
ventajosamente sus dólares por pesetas.
A las nueve de la noche estaba rendido, pero no vencido. Llamé a
Ruth y en menos de una hora estábamos cenando en la Parrilla. Sonaba
el Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo y ella estaba bellísima.
Degustábamos unos langostinos que el maître había flambeado con ron.
Brindamos con un Sauternes, el aroma de las salvajes uvas Sauvignon
Blanc, la dulzura del Moscadelle y la fragancia de la nectarina, formuladores
de aquel vino, nos envolvieron.
—Por nosotros –dije.
—Y por la vida –matizó Ruth.
Bebimos un par de sorbos, las últimas notas del maestro Rodrigo escapaban
por el restaurante buscando el camino a los jardines del Palacio
Real de Aranjuez. La velada terminó en mi habitación, repartiendo los
besos con sabiduría anatómica, enredados con el deseo y con el corchete
de su sujetador que no terminaba de soltarse, o eso quería yo que pareciera,
para escuchar una de sus expresiones favoritas llegado este momento.
—Rómpelo y también las bragas… –susurraba impaciente.
Por supuesto, yo nunca le rompía aquella ropa interior tan cara y tan
parisina, aunque me encantaba quitársela con fingida violencia y lanzarla
fuera de la cama por encima del hombro. Caía en sitios tan insospechados
que más de una vez tuvo que volver a casa sin alguna de esas prendas.
Terminada la refriega permanecimos uno frente al otro con las piernas
entrelazadas e intentando descubrir signos y características en la piel del
otro a las que antes no habíamos prestado atención o nos habían pasado
inadvertidas. Pequeñas señales cutáneas, cicatrices de caídas infantiles,
pliegues escondidos… lugares recónditos, donde besar y acariciar. Estando
inmersos en nuestra exploración epidérmica me miró a los ojos, los
suyos parecían brillar en la semioscuridad del dormitorio violada por los
faros y las luces nocturnas que se colaban intermitentes por la ventana.
Entre el espejuelo de la luz verde de un semáforo y el destello caramelo
del fanal de un automóvil, me lo dijo:
—Me voy la semana que viene a París y luego a la Riviera francesa,
unos amigos tienen un palacete en Cannes y me han invitado.
—Me parece genial, cariño. ¿Muchos días?
—No lo sé, Jordi. En Niza y Mónaco hay muchos millonarios…
Me reí a carcajadas. Ruth estaba dispuesta a conseguir sus propósitos
de ser multimillonaria y nuevamente viuda antes de los cuarenta.
—Espero que fracases –le dije divertido.
—Vaya amigo que tengo, debería hacerte feliz que llegara a ser una
lady como las Mitford o la señora de un multimillonario naviero griego,
como Jacqueline. Además yo te seguiré queriendo.
—Ya, como dice el bolero: Porque te quiero tanto me voy.
—Un día me lo tienes que cantar… me gustan mucho los tangos.

—Bolero, es un bolero, cariño.
La acompañé al garaje del hotel donde tenía aparcado su Mini negro,
regalo de su difunto marido, un color que resultó premonitorio. Me besó
apasionadamente al llegar a la altura de su vehículo, se arremangó la minifalda
para facilitarse el acceso al cubículo del conductor.
—Presta atención, Jordi, esta vez la prenda que no he encontrado es la
de abajo, ya me la devolverás cuando regrese.
Valió la pena el aviso, pude ver el vértice del apetito carnal al final de
aquellas largas piernas y suspiré profundamente, me iba a costar pasar el
verano sin Ruth.

Se acaba un libro, muere un hombre.

Monasterio de Podlažice, seis de junio de 1230

Herman el monje, o Hermann inclusis, como le llamaba el resto
del monasterio, se desplomó agotado sobre la hoja que acababa
de terminar, no sabía ni qué hora era ni en qué fecha estaba. Había
permanecido mucho, muchísimo tiempo encerrado en su celda escribiendo,
copiando de otros libros, ilustrando y dibujando el gran libro. Un
códice gigante que contenía toda la sabiduría humana y que tenía unas
proporciones extraordinarias. Con tremendo esfuerzo depositó en el suelo
de su celda el último cuadernillo. Lo acarició, era el postrer capítulo con
el contenido de todos los libros y sabidurías que la Orden Benedictina
le había proporcionado. Entre las páginas del códice estaba la regla de
San Benito; las traducciones latinas de Flavio Josefo y su Historia de los
Judios; el Antiguo y Nuevo Testamento; la Etimología –Etymologiae u
Originum sive etymologiarum libri viginti-, los veinte libros de San Isidoro.
Tres tratados médicos dedicados a la medicina práctica, escritos por
Constantino el Africano, otro monje benedictino. Otros ocho libros médicos,
Ars medicinae, de origen griego y bizantino, utilizados como libros
de texto para la enseñanza de la medicina. La Crónica de Bohemia, escrita
por Cosmas de Praga. Santorales, calendarios, listas de benefactores y
miembros de la comunidad monástica; esquelas; antiguas historias; curas
medicinales y encantamientos mágicos. Una confesión de los pecados y
una serie de conjuros, entre otros textos y escritos. Todo profusamente
iluminado y con dibujos de la mano del autor, incluido uno de Belcebú y
que sólo Herman conocía el porqué de su terrorífico retrato.
Hermanus Monachus Inclusus, fue la firma que estampó al llegar a
la página seiscientos veinticuatro del libro dando por acabado su colosal
trabajo. Todo estaba listo para la encuadernación de los cuadernillos de
pergamino y la elaboración de la cubierta. Se tomó un ligero respiro. El
día en que fue recluido se propuso el colosal trabajo organizándose mediante
el horario del monasterio. Siete espacios temporales monacales
contemplados en la Regla de San Benito, en armonía con El Libro de los
Salmos en el que podía leerse: Siete veces al día te alabaré, y a medianoche
me levantaré para darte gracias.
En cuanto escuchaba los Maitines, rezaba o meditaba una hora y empezaba
a trabajar hasta los Laudes, descansaba medía hora para ver amanecer
desde el ventanuco de su celda y seguía hasta la Prima, comía algo,
proseguía hasta la Tercia y la Sexta, comía de nuevo y no paraba hasta
la Nona en la que descansaba durante un par de horas y luego seguía
ilustrando y dibujando; en las Vísperas, desmenuzaba un trozo de pan,
llevándoselo a la boca con lentitud y saboreándolo como un manjar, seguía
hasta las Completas y entonces se acostaba rendido para escuchar los
nuevos Maitines apenas tres horas después. Le llevaban comida y agua
cada dos días y tenía que racionarse él mismo. Al principio controlaba los
días, el canto en gregoriano del Agnus Dei durante los salmos del sábado
le confirmaba que había pasado una semana. Pero pronto dejó de anotar
y empezó una sucesión de amaneceres sin cuento, su única comunicación
eran las notas que pasaba al recibir la comida solicitando pergaminos y
sobre todo, tintas. Había elegido cinco colores: rojo, azul, amarillo, verde
y oro. En el monasterio las fabricaban con metal o con insectos triturados,
él había insistido en que fuesen de este último tipo y que no tardasen más
de cuarenta y ocho horas en suministrar su pedido con objeto de que las
tintas tuviesen la misma luminosidad y que secaran los escritos antes de
las setenta y dos horas en que hubiesen sido fabricadas, así, el brillo, el
tono y los colores serían uniformes en todo el texto y no se distinguieran
los primeros escritos de los postreros.
Todo esto le permitió, durante los primeros tiempos, llevar cierto control
temporal, que fue perdiéndose con el paso de los días, las semanas
y los meses. Recordaba haber estado enfermo en alguna ocasión y sólo
entonces cambiaba su sistema de trabajo, la fiebre le postraba en su camastro
durante algunas horas o días y entonces cualquier cálculo se iba al
traste, por eso dejó de contar y de percibir el tiempo en toda su dimensión.
Luchó por mantener un orden estricto en su trabajo. Creyó que podía escribir
una línea cada veinte segundos, una columna cada treinta minutos
y una página cada hora. A pesar de sus conjeturas, erró en sus cálculos
porque la mano se le adormecía y los ojos se le cansaban. Además, a sus
cómputos como escribano, había que añadir los tiempos de ilustrador y
dibujante. Las miniaturas de las letras capitales ocupaban en ocasiones
el margen izquierdo de una página completa, en otras hojas tenía que
dibujar media docena y de distintos colores. También le llevaba muchas
horas los preparativos, antes de escribir en cada página tenía que dibujar
un sutil rayado para evitar ladearse o esquinarse y las guías para la iluminación,
pensar en la combinación de las tintas, sobre todo en las letras
capitales. El diseño de los dibujos precisaba también de mucha dedicación,
al igual que el lavado y raspado de los errores, las correcciones y los
gazapos cometidos.
Mejoró su técnica al máximo. Con la ayuda del cañivete, abría la
punta de las plumas de ave en dos, así la tinta, se mantenía en la abertura
practicada y corría con más facilidad sobre el pergamino, y procuraba
un suave deslizamiento de la pluma. La operación era muy delicada, de
ella dependía el tipo de utilización que Herman quería darles, pues según
el tipo de corte podía realizar diferentes trabajos sobre el códice. Con la
hendidura en el medio y simétrica obtenía una escritura de trazos verticales
fuertes, trazos horizontales finos y trazos oblicuos anchos. Con el
corte sesgado de derecha realizaba trazos más uniformes y finos, y con el
corte a la izquierda alternaba los trazos llenos y delgados. La pluma de
oca era la que más le gustaba, pero la intendencia le proporcionaba también
de buitre, de cuervo o de pato salvaje. La iluminación de las páginas
era uno de los pocos placeres de Herman. Allí encontraba la libertad para
interpretar cuanto él quería. Adornaba las páginas escritas con escenas o
letras floreadas La forma rectangular de las enormes páginas le permitía
hacer composiciones alargadas en las que la letra inicial adornada se situaba
en la altura más adecuada. Una vez terminaba la caligrafía del texto,
dibujaba la iluminación en el espacio que previamente había reservado
para tal efecto. Cuando daba una página por finalizada suprimía con cuidado
y delicadeza los trazos del borrador previo o las guías para el dibujo.
Y así, línea a línea, columna a columna, página a página, cuadernillo a
cuadernillo, pergamino a pergamino.
Había sido una tarea penosa y agotadora que Herman pagaba con una
importante pérdida de visión, un dolor cotidiano en la espalda y en los
riñones, y un malestar permanente en las costillas que le impedía una
respiración cómoda. A todo eso se añadía una fatiga crónica y un dolor
agudo en las articulaciones de la mano derecha. En algunos momentos
sentía que perdía las fuerzas, entonces se sentaba en el suelo de la celda
y dejaba que la luz lunar iluminara las montañas de pergaminos ya secos
o los que colgaban hasta el total enjugado, eso le producía cierta relajación…
y terror en ocasiones, porque las figuras y las letras parecían adquirir
dimensiones extraordinarias. Creía poder tocarlas desde su rincón
sin apenas alargar la mano. Cuando se iniciaban los rezos y los cánticos
en la capilla o las lecturas en el refectorio, imaginaba a sus hermanos
embutidos en su hábito negro blasfemando, la distancia y las paredes de
Podlažice le devolvían sólo ecos y era imposible entender las oraciones
y los cánticos en latín. Se dio cuenta de que había perdido la paz de su
alma y de que nunca conseguiría su propósito. Rezó a Dios en busca de
consuelo y de apoyo, el eco de los muros le devolvía distorsionadas las
oraciones de los otros monjes y el de sus propias maldiciones.
Hacía ya un par años que, durante una noche de tormenta y torrencial
lluvia, le pareció ver entre las sombras de su celda la figura de un extraño
ser. De repente sintió miedo, a pesar de sus temores la efigie se limitó a
jugar a las sombras con los destellos celestiales. Creyó que era un ángel.
«Lo soy», repuso una voz en el interior de su cabeza. Sin que un solo
sonido partiera de su garganta, Herman hizo una pregunta. «Luzbel o
Samael como me llamó mi padre, yo fui quien te inspiré para salvarte».
El monje se sintió aterrorizado, la fantasmagórica voz interior siguió hablándole.
«Me lo has pedido muchas veces y hoy he venido a satisfacerte,
terminarás tu obra, para gloria mía porque los monjes que te castigaron y
todos los futuros poseedores del códice pecaran de vanidad y de soberbia,
mataran, violaran y robaran para tener el libro o sus secretos y tú sobrevivirás…
y sí, te respondo a tu silente pregunta, el precio será tu alma».
En el exterior la tormenta seguía dibujando extrañas formas y delirios en
las paredes del convento. Herman cayó de hinojos ante una pared vacía y
desconchada, sin más vida que una miserable cucaracha.
A partir de entonces una extraña fuerza le acompañó en sus trabajos.
El codex avanzó como él nunca imaginó. Incluso le fueron transmitidos
los nombres de las siete hermanas de Satán: Ilia, Restilia, Fogalia, Suffogalia,
Affrica, Ionea e Ignea. Como agradecimiento, homenaje o sumisión
al Pateta que le concediera las fuerzas para terminar el trabajo, realizó un
dibujo del Tentador en la página yuxtapuesta a la de la representación del
cielo. Lo representó feroz, con cuernos, doble lengua, con cuatro dedos
en pies y manos terminados en garras, cubierto sólo por un taparrabos decorado
con colas de armiño en señal de realeza, al fin ya al cabo era el rey
de los infiernos. Lo simbolizó atrapado entre dos columnas, casi prisionero
como él, emparedado en su propia condición de Princeps Tenebrarum.
Lo pintó en la pagina 290 que sumada todas sus cifras da un once. Sí la
plenitud es el diez, que simboliza un ciclo completo, el once es la maestría,
pero también el exceso, la desmesura, la incontinencia y la violencia;
como decía San Agustín: El once es el escudo de armas del pecado.
Pero, ahora, concluido el libro, se daba cuenta de las futuras consecuencias
de su pacto. Sin embargo, hacía meses que tenía preparada una
salida a las dudas y preguntas que martilleaban su cabeza. ¿Y si fuese verdad
que la figura de aquella noche era la del diablo?, ¿y si ahora tenía que
pagar por su debilidad?, después de tanto y tanto esfuerzo. Cogió uno de
los cuadernillos que había apartado a un rincón especial de la celda, bajo
el título de Conjuros había una página cuyo texto sólo era la capitular C
pintada en verde y copió un antiguo conjuro judaico que permitía romper
un pacto con el mismísimo diablo. Esperó a los Maitines de aquella fecha
que desconocía y cuando uno de los monjes se acercó a entregarle algo de
comida, Herman le cogió por la muñeca.
—Espera, dile al abad que el libro está acabado y listo para la encuadernación.
No tuvo que esperar a Laudes, el abad, el prior y otros miembros de la
congragación acudieron prestos a su celda. A la vista del espectáculo contuvieron
la respiración, en una parte de la celda se amontonaban los cuadernos
de las páginas, numerados y listos para su cosido, encordado y encuadernado.
La cátedra aparecía llena de muescas y arañazos, entre sus cuatro
patas podía verse la armadura de la cajonera muy canteada de tanto abrirla
y cerrarla, en ella reposaban un par de pergaminos no usados y las plumas
de oca y otras aves utilizadas por Herman. Sobre las patas del escritorio,
delante del asiento, dos barras de madera sujetaban el tablero inclinado sobre
el que el benedictino recluso apoyaba el cuaderno en el que trabajaba. A
ambos lados del mueble se amontonaban los textos originales que había recopilado.
Docenas de vasitos de cerámica de diferentes tintas aparecían secos
en otro rincón de la celda, Herman había procurado mantener la calidad
y frescura de los colores para que no desmerecieran unas páginas de otras.
Los monjes comprobaron el contenido de los textos. Quedaron impresionados.
El monje cautivo había superado todas las expectativas. La obra
quedaba concluida a falta del encuadernado que realizarían el resto de los
monjes. Había tardado dieciocho años en terminar el códice; la fecha: el
seis de junio del 1230. La gloria del monasterio quedaba asegurada para
la eternidad, nadie advirtió los tres seises de la data, la cifra diabólica;
tampoco que dieciocho años eran tres veces seis.

Aquella noche de noviembre Herman se sintió mal, desde que terminara
el libro no podía casi conciliar el sueño, su antigua suficiencia y altanería
hacía tiempo que se habían esfumado al igual que su deseo de vivir. Trató
de incorporarse, estaba como atado a su camastro, no podía levantarse, hizo
un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie, faltaba más de una hora para
los Maitines. Tambaleándose se dirigió a la biblioteca del monasterio, allí,
sobre un gran atril, reposaba su códice ya encuadernado y abrigado por las
tapas de madera forradas en piel y adornadas con detalles metálicos en cantoneras
y en el centro. Abrió el códice por el capítulo donde se encontraban
los conjuros. Buscó uno que, bajo un titulo ficticio y encabezado por una
gran C de color verde, contenía la fórmula para deshacer su pacto con el
diablo. Leyó el texto con solemnidad entre el silencio del recinto y la luz
espectral de una vela, cada palabra parecía rebotar entre las paredes monacales.
Le pareció ver sombras que bailaban abigarradas alrededor del cirio.
No se detuvo, continuó desgranado las libertarias palabras en latín que le
darían paz y sosiego. Sintió que algo le atenazaba la garganta, no era físico,
tampoco interior, era un estrangulamiento mental; a pesar del dolor y del
miedo, siguió hasta terminar el conjuro. Entonces, todo quedó en silencio,
un silencio roto por un grito infrahumano. Como un alarido se escuchó una
maldición del Señor de las Tinieblas. Herman volvió a sentir aquella voz
que oyera en la celda. «Quiero otra alma en tu lugar, alguien más prestigioso
». El monje dio un paso atrás, comprendió que Lucifer no soltaría su
presa tan fácilmente. «No preguntes quién, lo sabes», dijo la cavernosa voz
que parecía brotarle de su propio cerebro.
Dejó el códice abierto y con paso cansado se dirigió a la celda del
prior, pero antes atravesó el refectorio, entró en la cocina y se hizo con
el enorme cuchillo de cortar carne y que sólo se utilizaba en fechas muy
señaladas, la dieta de Podlažice adolecía de músculo. Se acercó a la cama
del prior y de un solo tajo le rebanó el pescuezo, el sacrificado quedó boca
arriba con los ojos abiertos, antes de su último suspiro había despertado
y sentido la agonía de morir ahogado en su propia sangre. El monje regresó
a la biblioteca con las manos ensangrentadas y la vista perdida en
un infinito impreciso. En otra ala del monasterio, otro monje de manos
callosas y aspecto somnoliento se disponía a tocar Maitines. Herman llegó
a la altura del codex, repitió la última parte del conjuro y levantó sus
ensangrentadas manos. Entonces se desplomó muerto sobre las baldosas
de la biblioteca. Su rostro parecía, al fin, tranquilo y feliz. Tal vez no tuvo
en cuenta que los asesinos también son carne de averno.

El GIGAS CODEX
EL DIABLO DEL GIGAS CODEX
PAG 290
la habitación cerrada: LOS MONASTERIOS MEDIEVALES Y LA ...
Los secretos de la biblia del diablo
Foto de:
Eco Misterio, año Cero

Facsímil para la Feria del Libro de Zaragoza. Obra de Nanae.
El facsímil en la presentación de la novela en la Diputación Provincial de Zaragoza

Séptima entrega: de los adoquines de Barcelona, curas del Opus e historias de la Guerra Civil

Los adoquines de Barcelona


Las calles de Barcelona, junio 1971

A principio de los años setenta las calles de Barcelona todavía estaban
adoquinadas y en el Distrito Quinto, además, los adoquines
tenían historia. En mi barrio sí era cierto el pensamiento parisino
de Mayo del 68, de que debajo del adoquinado estaba la playa. Las losetas
de las aceras, los panots, también eran peculiares y de cuatro o cinco tipos.
Las más abundantes eran las que representaban una flor de cuatro pétalos,
en concreto la del almendro, aunque los barceloneses la llamaban la
de la rosa; era tan habitual y familiar que acabaría siendo un símbolo de la
ciudad. No obstante, los adoquines del barrio llevaban una larga tradición
escrita en ellos. Habían servido como parapetos ante el enemigo; para
levantar trincheras contra la intolerancia; y como arma arrojadiza ante las
dictaduras. No había momento de la historia de la Barcelona del siglo diecinueve
y veinte, en que los adoquines barceloneses no hubiesen tomado
protagonismo. Caminar sobre ellos o sobre las aceras de panots, era un
privilegio; incluso para detectar cuando alguien te sigue de madrugada.
Por eso agudicé el oído cuando en la vacía Vía Layetana y camino de
la plaza de la Catedral, escuché unos pasos que hacían eco a los míos y
que se detenían cada vez que yo paraba mi marcha. Imaginé que la Bestia,
representada por Herman, andaba tras mis pisadas, luego recordé que tenía
garras y que las largas uñas sonarían de forma distinta, además, andar
en taparrabos de madrugada cerca de la comisaria de Layetana, sede de la
Brigada Social, era un peligro por muy Pateta que seas. A los esbirros de
Vicente Juan Creix les hubiese gustado echar mano a cualquier diablillo o
ángel que no tuviera carnet del Movimiento. Doblé la esquina de la calle
de la Tapineria, dispuesto a salir a la plaza lo antes posible. La luz amarillenta
de una farola dibujó mi silueta sobre aquellos adoquines delatores.
Caminé unos metros a la espera de que mi perseguidor alcanzará el haz
de luz y su alargada sombra se extendiera hasta mi altura. Me paré en
seco y giré sobre mis talones. Allí estaba mi husmeador, bajo el embozo
protector de un sombrero de cinta negra. Vestía un traje cruzado de mil
rayas, camisa oscura y clériman; sus delatores zapatos brillaron a la luz
del fanal. Se detuvo y yo retrocedí a su encuentro. Al llegar a su altura
descubrí al miembro del Opus con el que cambié impresiones el día del
funeral de Camperol.
—¡Querido amigo! –dijo, aparentando una casualidad imposible.
—Caramba, ¡qué susto me ha dado usted!, creí que me perseguía el
mismísimo diablo.
—No, precisamente. Nosotros somos la antítesis de Belfegor –exclamó
con su gutural e inconfundible voz
Dudé de tal afirmación. Los componentes de cualquier grupo, corporación,
hermandad, cofradía o secta, tienen entre sus filas personas con
valores y otras deleznables, es la ley de las probabilidades.
—Sé que me seguía, Gabriele –dije, recordando su nombre-. Le ruego
que me diga el motivo de su insistencia.
—¿Y si fuésemos algún sitio para poder hablar?
—Me dirigía al hotel, he quedado con un amigo, si quiere podemos
charlar por el camino. Y me cuenta el porqué de tanto secreto.
—Los socios de la Obra, abominamos del secreto. Son palabras de
Josemaría Escrivá.
No respondí a su comentario. Cruzamos frente a la Catedral, camino
de Las Ramblas, a la altura de las murallas romanas se detuvo, el sombrero
de fieltro le ocultaba parte del rostro dándole un aspecto entre misterioso
y peligroso, se llenó de aire los pulmones antes de hablar.
—He de pedirle un favor, Brotons, sé que está investigando sobre el
Codex Gigas, me gustaría que me informara sobre sus avances.
—Y a mí me gustaría saber qué interés tiene usted con el libraco.
—Ya le dije en el hotel que hay cosas que usted no entendería.
—Si no soy incapaz de entender sus razones, menos capacidad tendré
para descubrir lo que el códice esconde-dije, mientras iniciaba de nuevo
la marcha por la calle Portaferrisa.
Gabriele permaneció callado durante un rato. Se desabrochó la americana
blazer. Me pareció ver que su mano izquierda buscaba la sobaquera
derecha. Me puse en guardia. No sabía qué pretendía, aunque no era
cuestión de morir a cinco minutos del hotel y sin saber por qué. Para mi
sorpresa y alivio, Gabriele sacó de su chaqueta un billete de avión.
—Me voy a Estocolmo, concretamente a la Biblioteca Nacional. Ya
debe imaginar a qué-dijo casi triunfante.
—Imagino que la Biblia del Diablo tiene algo que ver con su viaje.
—Efectivamente, todavía no tenemos sede en Estocolmo y debo desplazarme
personalmente. El año pasado no pude hacerlo porque los suecos
habían prestado el libro al Metropolitan Museum de Nueva York. Por
eso me sería de mucha utilidad saber sus discernimientos sobre el libro y
su contenido para poder corroborarlos in situ.
No quise preguntarle cómo conocía mi interés, desde la conversación
del Manila intuí que estaba al tanto del escrito en la servilleta de Camperol
y que yo andaba tras su oculto mensaje; sin embargo, nadie más lo
sabía, salvo el comisario Ripoll, yo mismo, y el asesino. Me aventuré a
sonsacarle.
—Mi noticia sobre la existencia del libro es muy reciente, su nombre
llegó a mí de una forma totalmente fortuita.
—En la servilleta de Robert Camperol y escrita con sangre,-dijo con
misterio.
—Lo escribí yo mismo-concluyó, en un tono que me heló la sangre.
—Me sorprende, Gabriele. Eso podría significar que…
No me dejó continuar, se llevó su dedo índice larguirucho y nudoso a los
labios en súplica de silencio, llegábamos a la puerta del hotel, varios clientes
esperaban taxis y nuestro portero les atendía con prontitud. Entramos.
—No conjeture, yo no tuve nada que ver con su muerte, era únicamente
un aviso, un aviso de amigo, de camarada y sólo con sangre podía saber
Camperol que era auténtico.
Envuelto en el enigma de mi interlocutor llegamos al bar del hotel
donde esperaba mi amigo Félix, sonaba el New York, New York, de Sinatra;
Gabriele se detuvo antes de alcanzar la barra.
—Tal vez mañana podamos continuar esta conversación, Brotons, no
es tema para hablar en público.
—Estoy de acuerdo, además, como le he dicho, me aguarda un amigo,
comenté, señalando el mostrador donde Félix ya estaba esperando.
Si quiere, mañana a las diez le puedo atender en mi despacho, estaremos
mucho más tranquilos.
—De acuerdo, seré puntual, las cosas del diablo no admiten demoras.
Le vi girar sobre sus talones, ponerse de nuevo el sombrero de fieltro y
salir hacia la puerta giratoria. Me quedé observando hasta que me aseguré
de que no regresaba y me dirigí al encuentro de Félix.

Félix Nogal era un viejo amigo, delgado, fibroso, bastante alto, de rostro
noble con un poblado mostacho que le cruzaba el labio superior casi
ocultándolo. Desconocía su edad, pero por su interesante conversación y
las historias que me contaba, pasaba de los cincuenta, aunque su apariencia
era más jovial y conservaba todo el pelo que acostumbraba a llevar
revuelto como un niño travieso; pero con estilo propio. Pinta y manos de
artista bohemio y alma de mago. Porque Félix Nogal innovaba con sus
intuiciones y premoniciones cualquier suposición o prejuicio. Nunca se
jactaba de ello y no obstante, descubría cómo eran las personas con quien
trataba al primer vistazo. Y eso era harto complicado porque Félix Nogal
era ciego.
Había perdido el don de la vista defendiendo a la República en los campos
de batalla del Ebro. Al terminar la contienda, su ceguera le evitó dar con
sus huesos en un campo de concentración o en la cárcel, pero no impidió que
su condición de ex oficial republicano le cerrara todas las puertas, incluso
las de la ONCE franquista, a la que no pudo acceder hasta los sesenta. Ahora
ocupaba un puesto en el nuevo sistema del audio libro que había iniciado su
andadura hacía apenas un año. Sin embargo, la verdadera esencia de Nogal
era la precognición, su lóbulo temporal derecho se había súper desarrollado
con la pérdida de la visión. Los déjà vu de mi amigo, aunque a él no le gustaba
esta acepción, podían asombrar a más de uno. Como decía Nogal, quitándole
importancia a su don, su cabeza era una ventana abierta al tiempo.
Me acerqué a él, sabiendo que ya me había «visto». Se dirigió al camarero,
antes de que yo me sentara a su lado.
—Por favor, traiga un J&B para su director.
—No dejarás de asombrarme –le dije al llegar a su altura.
—Y más que te voy a sorprender. ¿Quién era ese tipo?
—¿El que acabo de despedir?
Bajó la cabeza en señal de afirmación y levantó las cejas sobre las
gafas de cristal oscuro, señas de que barruntaba algo. Nos sentamos en
una mesa cercana.
—Dímelo tú –le reté.
—Podría pasar por un cura, pero ese hombre está más cerca del diablo
que de Dios.
—Sí –dije sonriendo-, al parecer el Ángel del Averno es su punto flaco.
—Porque está muy cerca de él.
—No me digas que es un demonio.
—No, no lo es, pero tampoco un santo.
—Vaya veo que tus dotes no están oxidadas.
—Esta vez juego con ventaja, Jordi.
—¿Le conoces?
—Me temo que sí. He de contarte una historia.
Reconozco que este era el punto favorito de mis conversaciones con
Félix, el momento en que se ponía serio e iniciaba uno de sus interesantes
relatos que me fascinaban, aunque en algunas ocasiones fuesen tan prodigiosos
que costaba creerlos. Y a pesar de todo, pocas veces se equivocaba.
Él me predijo que acabaría siendo director del hotel, cuando era un
simple ayudante de recepción. Adivinó… o vio, mi estancia en La Escuela
de Hostelería de Lausana; nunca dejaba de impresionarme. Pedí otra
ronda al barman y me acomodé en la butaca dispuesto a escuchar lo que
Nogal iba a contarme. El camarero trajo los dos whiskys, su Macallan, sin
hielos, y mi J&B con dos cubitos, ambos servidos en vasos cortos.
—Durante la batalla del Ebro, mi compañía estaba acantonada cerca
de Flix. Habíamos iniciado el combate por la tarde y avanzado, aprovechando
el desconcierto enemigo, más de lo previsto. Con las primeras
sombras nocturnas entramos con tres de nuestras compañías, incluida la
mía, en uno de los pueblos de la zona y sorprendimos a toda la guarnición
franquista desprevenida, el combate fue muy breve y el batallón enemigo
se rindió casi sin lucha. El coronel que los mandaba, un militar profesional,
lanzaba pestes sobre varios de sus oficiales de complemento que no
estaban en sus puestos, facilitando con ello nuestro ataque. «¡Esos catalufos!
» –gritaba con acento andaluz- «Ya me los echaré a la cara». Pero
no era la única anécdota del día. Los oficiales a los que el coronel aludía
habían sido capturados todos juntos a la salida de unos corrales. Luego se
supo que aquellos cinco tipos habían violado a una joven del pueblo. La
indignación por lo sucedido corrió entre nuestras tropas. No era la única
salvajada que reprochar a los franquistas, los dirigentes municipales de la
población habían sido fusilados al llegar los nacionales.
Félix detuvo su relato y bebió un sorbo de su vaso.
—Está bueno este whisky –dijo, levantando las cejas.
—Ya puede estarlo es de 25 años –corroboré, deseando impaciente
que prosiguiera.
—No te impacientes, ahora sigo.
Me pregunté cómo adivinaba la expresión de mi rostro, no acababa
de acostumbrarme a esta extrema sensibilidad síquica de mi amigo. Él
prosiguió con su narración.
—A las espera de juicio, se les encerró en un calabozo a todos juntos,
excepto al coronel, que andaba en otra estancia maldiciendo a sus hombres.
Unos meses después, en una noche de insomnio, salí del cobertizo
donde tenía extendido el jergón para fumarme un cigarrillo a la luz de la
luna. Un centinela me dio el alto. Me identifiqué y continué con mi paseo
nocturno. Me apuntalé en una pared para saborear el pitillo, liado con
papel de fumar republicano y con tabaco capturado al enemigo. Miré las
volutas de humo ascendiendo con la osada pretensión de ocultar aquella
hermosa luna. El silencio era total, salvo la cantinela de algunos grillos
que frotaban las patas para atraer a las hembras. Unas voces mitigadas
por el grueso de la pared salían por una ventana enrejada. Me di cuenta
que estaba apoyado en la casona cuyos bajos se usaban de calabozo, del
cuchitril partían lloros y comentarios en catalán. Presté toda la atención
para escuchar lo que decían.
—Teníamos que hacerlo, teníamos que hacerlo –repetía uno de los
prisioneros.
—¡Fue terrible, asqueroso! Yo la quería –dijo una de las voces entre
sollozos.
—Ya sabes cuál era la condición. Teníamos que hacer una prueba de
fe, una prueba de maldad.
—Pero ¿con ella?
—¿Qué más podíamos hacer?, ya nos habíamos cargado al alcalde
rojo y a su cuadrilla.
—Además fue idea tuya –dijo alguien a quién todavía no había escuchado.
—Lo más jodido es qué nuestro intento de salvación no se va a cumplir,
los rojos nos fusilan un día de estos –comentó una cuarta voz.
—Eso no lo sabemos, él nos prometió sobrevivir a esta guerra y disfrutar
de nuestra victoria –aseveró un quinto individuo.
—¿Y quién puede confiar en el Príncipe del Averno?
—Nosotros lo hemos hecho y hemos pagado por ello-repuso el llorón.
—Coño, Robert, deja de gimotear –dijo otro.
En aquel momento pasó frente a mí un grupo de soldados.
—Salud camarada –dijeron casi en coro.
—Salud –respondí.
Pasaron de largo y yo me quedé a la espera de que los prisioneros
reanudaran aquella extraña conversación, pero ya nada sucedió. Deduje
por su silencio que sospecharon que alguien podría oírles y callaron.

Al día siguiente quise ir a la celda y ver aquellos rostros de catalanes que habían sido capaces de asesinar y pactar con el diablo. Quería contárselo a mis superiores; sin embargo, ya no tuve tiempo. Al amanecer, la artillería franquista empezó a obsequiarnos con unos regalitos del cinco y medio y era más que probable que se tratara del inicio de un contraataque. En
efecto, al cesar los obuses las tropas enemigas atacaron con denuedo.
Defendí con mis hombres una de las posiciones avanzadas en las afueras
del pueblo, a pesar de la dureza del combate no podía quitarme de la
cabeza la conversación de los prisioneros. Estaba dispuesto a contemplar
aquellas caras para que nunca se me olvidasen, De repente, algo estalló
frente a mi rostro, la última visión que tuve fue la de un ser maligno que
reía al unísono con el estruendo del fatal estallido. Perdí el conocimiento.
Cuando recobré el sentido estaba semienterrado por cadáveres y tierra, no
veía nada, la sangre me resbalaba por el rostro. Oí el ruido de un grupo
de soldados que se acercaban, el inconfundible clic, clic del cierre de sus
armas les delataba. Traté de incorporarme.
—¡Aquí hay un oficial y es de los nuestros! –gritó un voz. El resto ya
lo sabes te lo he contado otras veces.
Félix se reclinó en el sillón del bar y dio un largo sorbo que terminó
con el resto del Macallan, dejando el vaso expedito. Le pedí al barman
dos nuevos whiskys.
—Un terrible historia, gracias por contármela –le dije a Félix- , ¿pero,
qué tiene que ver con el cura del Opus?
—Vaya, encima del Opus… Pues sí tiene que ver, Jordi, uno de aquellos
hombres del calabozo era el tipo que hablaba contigo.
—No jodas, Félix, ¿estás seguro?
—Reconocería esa voz gutural donde fuera y pasasen los años que
pasasen.
—¿A pesar de la música? –dije. En el bar sonaba el aria Il dolce suono
de Lucia di Lammermoor.
—Sé distinguir al mismo tiempo la voz de La Callas y la de un canalla.
Me quedé estupefacto.
—¿Serías capaz de reconocer el resto de las voces de aquella noche?
—Con toda seguridad, Jordi, aquel día nunca se me olvidará, en ninguno
de sus detalles.
—Veré la forma de traerlo de nuevo y que tú estés cerca para asegurarnos.
—Te digo que no hace falta, era él. Además no podrás hacerlo, tu amigo
del Opus ya no está entre nosotros.
—Pero ¿Qué dices?
—He tratado de mantener contacto síquico con él y hace ya un rato
que lo he perdido. Te aseguro que este tipo no podrá ya viajar, salvo al
infierno.
—¿Cómo sabías lo del viaje?
—No lo sabía, me lo dijo.
—¿Te lo dijo?
—Con sus gestos…
Ya no le pregunté nada más, la respuesta sería demasiado complicada.
Hay cosas que mi percepción no capta, a pesar de tener mis cinco sentidos
despiertos. Recordé que, en la historia que me había contado, el prisionero
gimiente se llamaba Robert, demasiadas casualidades. Aquella noche
me dormí sabiendo que Gabriele no acudiría a la cita.

Panot
Vía Layetana
Entrada del Manila Hotel


Quinta entrega. De ministros y mujeres guapas

Los ministros las prefieren guapas


Manila Hotel, mayo 1971

Ya en mi despacho, sentado frente a una montaña de papeles, todos
importantes, pensé en la feliz tarde que había disfrutado con
Ruth, era bastante más agradable que recordar la historia del
monje Herman y el Codex Gigas. Subió a verme una de las telefonistas
con un disgusto tremendo. Entró gimoteando y se apoyó en uno de los
sillones sin atreverse a sentarse.
—Por Dios, Celia, ¿qué es lo qué te ocurre?
—Ay ¡qué disgusto JB! –dijo entre sollozos- ¡He metido la pata!
Celia era una de las telefonistas más veteranas, no por edad, sino porque estaba en la centralita del hotel desde la inauguración. Era una chica con carácter, siempre muy bien maquillada, sobre todo con el rímel con que embellecía sus largas pestañas; dicharachera, locuaz y lengüilarga, lo que en ocasiones le había dado algún disgusto con la clientela.
—Por favor, cálmate, siéntate y cuéntame –le dije.
Se acomodó en uno de los sillones, cruzó los pies y los brazos en un
gesto de protección. Cerró los ojos, las pestañas cubrieron sus párpados
con un manto espeso; tragó saliva, abrió los ojos de nuevo y mojándose el labio inferior empezó a contarme.
—Ya sabes que nos diste la orden de no molestar a los dos ministros
que tenemos alojados, si no fuese por una necesidad acuciante o porque les llamaran de Madrid. Pues bien, apenas habían vuelto del funeral de don Robert, el más alto de ellos y el más repeinado, ya sabes quién te digo,… recibió la visita de una señorita, muy guapa por cierto, que se registró en recepción como su esposa. Al cabo de un par de horas de descanso, de siesta o de lo que hiciesen en la habitación, salieron del hotel muy acaramelados…
Confieso que el tema iba interesándome, me arrebullé cuanto pude en
la comodidad de mi sillón para seguir con todo el interés la historia de
Celia, ya que el ministro en cuestión era del Opus y me constaba, por la
información que había recibido de recepción, que la señorita no era quien decía ser.
—Sigue, Celia, sigue. ¿Quieres un vaso de agua?
Ella hizo un gesto con la mano declinando el ofrecimiento. Descruzó
los brazos y empezó a gesticular mientras me contaba los detalles. Volvía a ser ella.
—Bien, pues nada más que le vi salir por la puerta giratoria –prosiguió-, recibí una llamada preguntando por el ministro; era una voz femenina que me pedía que le pasara con don…
Le hice un gesto con la mano y entorné los ojos para que no dijera el
nombre del ministro, las paredes oyen y si habitualmente éramos muy
diplomáticos y prudentes con toda nuestra clientela, en estos casos delicados extremábamos la prudencia. Celia, calló el conocido apellido y continuó.
—Le dije que le había visto salir hacía un rato y ella insistió. Le aseguro, señorita, que ha salido y muy bien agarrado del brazo de su esposa,le comenté con firmeza. Pues cuando vuelva haga el favor de darle un recado: que me llame sin dilación, me repuso. Me pareció una insolente, la verdad JB, es que estuve a punto de decirle algo, pero me contuve y le respondí desafiante: ¿De parte de quién? De su esposa, ¡la auténtica!, respondió ella, dejándome de piedra…
Si no hubiese sido el director del Manila Hotel, me hubiese echado a
reír; no obstante, el incidente era de los complicados. Un todopoderoso
ministro de Opus, auténtico defensor de los derechos de la familia y de la exclusividad del sexo en el matrimonio, de funeral por Barcelona, dejando huella, escándalo y fluidos pecadores, en una suite de mi hotel. A pesar del papelón no pude más que sonreír.
—Anda, Celia, pídeme una conferencia con el número de la esposa del
ministro y pásame la llamada. Veremos cómo salimos de esta.
—Cuánto lo siento, JB –dijo Celia, levantándose y dirigiéndose compungida hacia la puerta.
—Toma nota, Celia. Las mujeres de los miembros del Opus nunca
viajan solas.
Ella giró la cabeza y bajo un par de veces el mentón en señal de afirmación.
Al cabo de veinte minutos volví a escuchar su voz.
—Tu conferencia, JB –dijo.
—Nuestra conferencia, el lío es mutuo –le respondí.
Prensé el auricular contra mi oreja para percibir con claridad todos los
matices de mi interlocutora, así sabría el grado de enojo y su sensibilidad para aceptar mis excusas.
—¡Querida señora! –dije, después de presentarme y dándome cuenta
de inmediato que no había escogido el tratamiento -por lo de querida- más adecuado, pero sin arrepentirme-. Es un placer saludarla –proseguí-, me temo que tengo que disculparme porque ha habido un mal entendido.
—Umm, creo que sí –respondió ella en un tono que evidenciaba su
disgusto, pero también la esperanza de una salida conveniente.
—Una de nuestras telefonistas ha cometido un error imperdonable,
ha confundido a su esposo con otro cliente del hotel… precisamente y en aquel momento, su marido estaba en un funeral al que yo también asistí.
—Bien, le creo; no obstante, y como le he dicho a la señorita, póngame
con mi esposo.
—Ahora mismo, señora. Yo mismo bajaré al salón, donde está reunido
con directivos del Opus y a pesar de que me han dicho que no les moleste les interrumpiré para pasarle su llamada.
Se hizo un impenetrable silencio, si es que la callada puede endurecerse más que las palabras. Escuché un suspiro al otro lado del auricular y una maldición que no le hubiese gustado oír a Escrivá de Balaguer.
—No es necesario importunarle, serán asuntos importantes. Cuando
termine la reunión dígale que me llame.
—Le agradecería, señora, que no le comentara nada a su esposo de lo
sucedido, ya he reñido a la telefonista por su error.
—De acuerdo, Brotons, olvidaremos ambas conversaciones, pero
quiero que me dé su palabra de que si esta zorra vuelve por el hotel no la dejarán gatear por la habitación de mi marido.
—Nadie tiene porque subir a la habitación de su esposo, tenemos orden
de no molestarle, yo mismo me ocuparé de que así sea. Sepa, estimada
amiga, que su esposo dormirá esta noche en nuestro hotel, solo, y sin
que nadie le importune.
—¿Tengo su palabra?
—La tiene.
Bajé al bar del hotel a esperar el regreso del ministro, dispuesto a contarle todo el enredo y mi promesa.
—¿Un J&B, Jordi? –preguntó el camarero.

—Sí, pero doble y dile al conserje que cuando llegue el ministro me
avise.
El glub, glub del escocés al chocar contra los dos cubitos de hielo me
recordó a la orquesta del Titanic, en el Manila Hotel las meteduras de pata se solucionaban con ingenio y los naufragios con whisky.
Mis explicaciones al señor ministro fueron del todo convincentes.
Papi, nuestro portero, buscó un taxi para la señorita cuya carrera pagó
con gusto el hotel. Aquella noche me tomé dos whiskys más con el ministro, hablamos del funeral, de las mujeres bonitas y de la salvación eterna, también del Opus. Después de su cuarto J&B, me cogió por el hombro y me dijo:
—Amigo, Brotons, usted sería un excelente numerario para la Obra…
Luego hipeó un par de veces y se le escapó un ruidoso viento por sus
cuartos traseros al levantarse de la banqueta, buscó apoyo en el mostrador y se irguió con forzada dignidad.
—Hasta podría llegar a supernumerario –dijo levantando su dedo índice,camino del ascensor.
Aquella noche el superministro durmió solo. Me contaron que a su
regreso a casa, la esposa le saludó con dos besos y le trajo sus zapatillas favoritas. Sus ocho hijos, cuatro varones y cuatro féminas, festejaron el regreso del padre. En su siguiente visita a Barcelona, el ministro viajó con su esposa y se alojaron en el Manila Hotel. La obsequié con un ramo de rosas blancas, símbolo de pureza. Celia, la telefonista, les puso una conferencia para poder hablar con su numerosa prole y decirles que habían llegado bien.

Bar Manila

Cuarta entrada: Donde hablo de Ruth y de la Biblia del diablo

Ruth o la pasión en ropa interior


Eixample de Barcelona, mayo 1971

Mi refugium peccatorum no era precisamente una iglesia del
Opus, sino otro de corte mucho más mundano. Mis pasos se
encaminaron a la calle Enrique Granados donde vivía mi amiga
Ruth, una mujer de rompe y rasga, viuda de un anticuario barcelonés y
heredera de su fortuna. Ruth tenía tres pasiones confesables, la más pueril era un desmedido entusiasmo por la ropa interior cara y bonita; la segunda era yo, mucho más ardiente y práctica, y la tercera eran los millonarios de edad avanzada que pudieran dejarle otra considerable fortuna. Mientras encontraba a su mirlo blanco, yo era su compañero ideal de instantes felices y escapadas voraces. Ambos sabíamos de nuestra incompatibilidad para formar una tradicional familia cristiano-burguesa, y no era por la pequeña diferencia de edad-era cinco años mayor-, lo era porque la intención de Ruth pasaba por llegar a ser una de las mujeres más ricas y por ende más respetadas de Barcelona y a mí todo eso me traía sin cuidado,salvo cuando se trataba de clientes del hotel. De momento nuestra simbiosis nos daba un sinfín de posibilidades, antes de que apareciera el futuro y creso pretendiente de Ruth.
Llegué a su portal con un ramo de rosas rojas, el portero me miró indiferente porque ya me conocía de otras visitas anteriores. Dejó la escoba apoyada en una de las paredes de su garita e hizo un áspero sonido a modo de saludo. Era un tipo vago y despistado, extremadamente servil con los vecinos acomodados de la finca y siempre vigilante con los visitantes que no encajaran con su idea del buen burgués.
Subí a bordo de aquel ascensor de verjas y decoración modernista, que
renqueaba al pasar por el principal y a pesar de ello, cumplía su misión elevadora desde hacía más de setenta años. Llamé a la puerta y escondí mi rostro detrás del ramo de rosas. Ruth apartó los largos tallos de las flores y me estampó un beso en los labios. Desafiando las conjeturas de algún vecino mirón o las de los posibles viajeros del ascensor, Ruth me recibió con un conjunto parisino de ropa interior de color rojo pasión que hizo palidecer a mis rosas.
—Te echaba de menos –dijo, mientras tiraba de mi corbata desfigurando mi pulcro nudo Windsor.
—¡Estás preciosa! –dije con la sinceridad del creyente.
Ruth me observó desde la profundidad oceánica de sus ojos. Me tumbó
de un ligero empujón sobre el sofá de estampado floral del salón y
montó sobre mí como la más experta de las amazonas. Apenas había tenido tiempo de quitarme la chaqueta, me la arrancó de las manos y la lanzó al vuelo. No puedo precisar en qué momento y con qué sutil maniobra consiguió desabrocharme el cinturón y bajarme la cremallera del pantalón, al tiempo que yo contemplaba el aterrizaje de la prenda. Intuí que nos íbamos a saltar los prolegómenos. Por fortuna noté que estaba ya preparado para la acción. Ella inclinó el torso y nos besamos apasionados y perentorios.
—Sabes a mermelada -susurré, al sentir el sabor de sus labios.
—¿De fresa? –preguntó ella sin esperar mi respuesta.
Una hora después de lúdica y sensual batalla, el paisaje del salón era
irreconocible. La preciosa ropa interior de Ruth aparecía colgando en la lámpara cercana al tresillo y toda mi ropa dispersa por el lugar, en las formas más caprichosas. En su tocadiscos sonaba la Fantaisie-Impromptu de Chopin.
Ella se levantó del sofá, felina y triunfadora y se acercó al mueble
bar, giró la cabeza, sonreía con aspecto juguetón. Sin preguntar cogió
del mueble una botella de J&B de quince años, dos vasos cortos y una
cubitera.
—Te quiero –dijo antes de abrir la nevera y llenar el utensilio de cubitos de hielo.
—Yo también, cariño –dije, imaginado el sabor del whisky en sus labios de fresa.
Se sentó en el borde del sofá, su rostro estaba encendido por la pasión
vivida y sus ojos mostraban una encantadora timidez que en la práctica no existía. Alargó su perfecto brazo ofreciéndome el agua de la vida escocesa.
Bebí un pequeño trago, los dos cubitos de hielo bailaron dentro
de su pecera.
—¿Sabes qué es el Codex Gigas? –le pregunté.
Ella me miró con asombro. Ruth poseía una gran cultura, sobre todo
en antigüedades, no en vano había sido durante unos años la mujer de un anticuario. Entraba dentro de la eventualidad que hubiese oído hablar del libro. Cruzó sus largas y hermosas piernas.
—No estoy segura, suena a marca de sujetadores para mujeres con
mucho pecho –respondió, partiéndose de risa.
La acompañé en su carcajada.
—No, no es eso, pero podría haberlo sido.
Ruth tamborileó con sus dedos el respaldo del sofá, impaciente.
— ¿Y si me lo cuentas después? –dijo, desperezándose.
La besé en el cuello para iniciar otro ritual amatorio que consistía
en ir ocupando espacios de su rostro y cuello con ósculos cada vez más
apasionados. Sin embargo, ya había capturado el interés de Ruth por el
libro, o eso creí.
—¿Qué es ese códice tan importante? ¿De qué trata?
—Nada menos que de la llamada Biblia del Diablo. Un librote medieval de cerca un metro de alto y de medio metro de ancho. Es el más grande del mundo y también el más pesado, 75 kilogramos. Atribuido al mismísimo Lucifer.
—Yo peso menos –dijo Ruth, primando a sus deseos por encima de
su curiosidad.
No pude seguir con mi ilustración, los labios de Ruth buscaron los
míos como las abejas al polen. Libé con placer aquellas lozanas fresas
que trataban de demostrar que los besos pueden cambiar al mundo.



No preguntes por el diablo, seguro que está cerca


Monasterio de Podlažice, 1212

El monasterio Benedictino de Podlažice levanta sus dos esbeltas
torres gemelas en una planicie cercana a la ciudad de Chrudim,
en el reino de Bohemia. El emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico, Federico II, ha elevado por medio de la Bulla Aurea de Sicilia a Bohemia al rango de reino y nombrado a Otakar I su primer rey.
Al margen de las vicisitudes políticas, los Benedictinos del monasterio
de Podlažice se preparan para realizar un juicio a uno de sus monjes,
se trata del hermano Herman. El mismísimo Abad presidirá el acto. La
regla de San Benito es muy clara y rigurosa. Uno de los pecados que van contra la normas establecidas es el de la vanidad y el monje Herman es un ser extremadamente vanidoso y pagado de sí mismo, tanto, que en sus manifestaciones roza la blasfemia. Pocos monjes le reconocen ahora sus grandes méritos como amanuense, copista e ilustrador, pecando también, aunque traten de ocultarlo con palabras piadosas, de envidia y de impiedad.
Podlažice no es un gran monasterio, los monjes benedictinos que
allí habitan no están llamados a realizar grandes obras que perduren en el tiempo, por eso son un tanto miserables y el encausamiento de su hermano les proporciona un motivo de distracción y de soterrada venganza.
La exposición acusatoria del prior claustral, un anciano de rostro arrugado,unicejo, magro en carnes y de brillante verbo, le acusa de debilidades inducidas por Satanás y en las que Herman ha caído, sobre todo, en la del pecado de la vanidad; una abominación indigna de un seguidor de la orden. Nadie aboga por su hermano, algunas toses y siseos acompañan las palabras de la acusación. El segundo día el juicio se prolonga sin demasiadas variantes hasta muy pasadas las Vísperas. Hermanos y novicios sienten el gusanillo del hambre merodeando en sus entrañas y piensan más en el refectorio que en las exposiciones del padre prior. El acusado mira desafiante a sus fiscalizadores, al parecer los cargos tienen su razón de ser y el veredicto no puede ser otro que el de culpabilidad. La sentencia del Abad estremece a todos los asistentes, se declara a Herman culpable del terrible pecado de la vanidad y el de haber sucumbido a las tentaciones del Ángel Caído. La condena es brutal, a la mañana siguiente será emparedado vivo entre los muros del monasterio.
Aquella noche Herman sufrió la más terrible de las esperas. Se negaba
a aceptar que estaba viviendo sus últimas horas. Recluido en una de
las celdas del semisótano meditaba cabizbajo con la capucha negra del
hábito benedictino puesta, intentando cubrir sus miedos. Creía que no
rezaba, pero se descubrió suplicando a Dios por su vida, más que por su salvación eterna. Cruzó los brazos sobre el torso en un intento íntimo de protección, su corazón se aceleró de una forma violenta batiendo en el pecho arrítmicamente. Imaginó su lenta muerte entre el espacio de dos tabiques. El hambre, la sed, la desesperación, la asfixia, tal vez la enajenación; miles de ruegos y llantos antes de fenecer. Se apoyó rendido en una de las paredes de la celda, un extraño hedor invadió el recinto, no era su propia pestilencia ni el tufo de su sotana, era algo remoto y pertinaz.
Volvió a rogar a Dios y no sintió ningún alivió. En su locura dirigió sus
rezos y plegarias a alguien muy distinto, al Príncipe de la Tinieblas. De
repente, el fétido efluvio que llenaba la celda se tornó en un olor ácido
que le atenazó la garganta. Lo vio todo claro, su salvación estaba en las
debilidades de sus jueces y acusadores; en las suyas propias.
A los Maitines, después del rezo de los Salmos y la proclamación de
las Sagradas Escrituras, vinieron a buscarle. El sol empezaba a iluminar un nuevo día y las sombras de la noche se despintaban en torno al monasterio.
Le llevaron a la sala capitular, allí esperaban hermanos y novicios a
que el padre prior leyera la sentencia para luego conducir al reo al sótano del monasterio donde se cumpliría el castigo anunciado. En un gesto de indulgencia el padre prior dio la palabra al condenado.
—Abad, padres, hermanos benedictinos –dijo Herman, cabizbajo y
doliente-, he pecado, no sólo contra Dios y la regla de nuestro fundador,
también contra vosotros, humildes y puros de corazón a quienes he atribulado y ofendido con mi extremada vanidad. Merezco el castigo que me habéis impuesto-continuó, levantando la vista hacia el padre prior -. Nada quiero decir en mi defensa, ni suplicar por mi vida, pero si haceros ver lo inútil de mi castigo, puesto que mi vanidad quedará enterrada entre estos muros y nuestra amada orden nada sacará con ello. En cambio, si vuestra justa condena se troca en un castigo de trabajo forzado y de por vida, podré ser útil a nuestra comunidad pagando con mi esfuerzo todos mis pecados, jactancias y pedanterías que me han llevado a esta situación.
Orar y laborar ese será mi credo. Un murmullo de desaprobación recorrió la sala capitular, todos los presentes ya trabajaban y rezaban por San Benito y acataban su regla durante todas las horas del día, no podían borrarse los terribles pecados de Herman con la promesa de trabajar y orar toda su vida, eso ya era lo propio de los monjes, su motivo de vida. El padre prior levantó su mano derecha para pedir silencio. Antes de que pudiese iniciar su disertación, Herman continuó con su ofrecimiento.
—Me propongo –dijo en tono solemne- hacer el códice más grande
del mundo y con el contenido más extenso para gloria de la Orden Benedictina y de nuestro monasterio. No importan los años que me lleve, tampoco los esfuerzos que precise, no pediré ni la ayuda de otros amanuenses, copistas, ilustradores o iluminadores, yo solo, con la ayuda de Dios, me propongo eternizar a Podlažice y ponerme de nuevo a disposición de este tribunal cuando termine el códice.
Se hizo el silencio, el Abad se levantó solemne y preguntó al monje:
—¿Cuál sería el contenido?
—Todo el conocimiento que ha llegado a nuestras manos, el Antiguo
y Nuevo Testamento; nuestras sagradas reglas; la historia de Bohemia;
todos los estudios de medicina, las traducciones latinas de Flavio Josefo sobre el pueblo judío y los veinte libros de San Isidoro de Sevilla y todo cuanto vuestra paternidad me aconseje. El mundo tendrá en un solo libro toda la sabiduría y sabrá que su recopilación fue hecha entre los muros de este monasterio –esta última frase la pronunció con tanta fuerza que estremeció a todos los presentes.
De nuevo el silencio se adueñó de la sala capitular, era tan profundo
que podía escucharse el murmullo de la fuente del claustro. El abad se
inclinó para recabar el comentario y la sugerencia del padre prior, ambos entendían que podía ser muy piadoso que de Podlažice saliera un libro de tales características y bondades. Los monjes y novicios, los legos asistentes, incluso el prior claustral, imaginaron la maravilla en la que podría convertirse el códice de Podlažice, todos conocían las extraordinarias habilidades y la capacidad de trabajo de Herman. Sin sospecharlo, estaban todos cayendo en el mismo pecado de soberbia y vanidad por el que estaban acusando a Herman. Un hedor nauseabundo invadió el recinto, era como si un viento lejano, surgido de improviso, trajera la pestilencia.
Algunos creyeron escuchar una tétrica carcajada, pero todo se atribuyó a las letrinas del monasterio y a la emoción por conocer el veredicto final.
—Aceptamos el trueque de condena, siempre que el codex sea el más
grande que haya salido de un monasterio, no sólo Benedictino sino de
toda la cristiandad. Para ello Herman será recluido en una celda hasta que termine su obra, sin conocer el paso del tiempo. Comerá y trabajará en ella, sin poder asistir ni al refectorio, ni a los rezos, salvo las misas que escuchará a través de la pared, escribirá en su propio cubículo sin pisar el scriptorium. No tendrá horarios ni jornadas, solamente un largo y laborioso día de infinitas horas hasta que termine el códice. Se le suministrará el material, los textos necesarios y las pieles precisas para completar toda la tarea. Se cumplirá con él y con rigor nuestro voto de silencio y jamás se le permitirá volver a caer en el pecado de soberbia ni contravenir ninguna de las reglas de nuestra orden.
Herman respiró aliviado, había conseguido su primer propósito y podía alcanzar su sueño de realizar el libro más grande y con mayor contenido de la historia. Sin embargo, no tenía claro a quién debía su salvación.

… cosas de Ruth


Monasterio de Podlažice

Benedictine monks poring over medieval manuscripts. Antique hand-colored print.

Segundo capítulo

Agradezco a todas y todos cuantos habéis empezado a leer la novela. Ahí va la segunda parte:

En el corazón de las Ramblas

Barcelona, mayo 1971

Uno de mis sueños de niño era ser director de hotel, algunas lecturas,
un par de películas y la atracción por esos lugares donde
nada es lo que parece y los viajeros pretenden convertirlos por
unos días en su hogar, me parecía fascinante. Tanto, que no paré hasta
conseguirlo. Lo que no sabía entonces es que un hotel es algo más que
un lugar de paso, es el lugar donde habita la parte aventurera de cada uno de nosotros, un lugar para los ensueños, los divertimentos, el reposo del viajero… y para algunas pesadillas.

Se cumplían nueve meses desde que tuve que hacerme cargo de la
dirección del Manila de Barcelona, el hotel se levantaba entre los centenarios plátanos de sombra en pleno corazón de Las Ramblas. Nueve meses son un corto espacio de tiempo, breve, aunque importante, porque es la medida de una gestación.

Le había tomado el pulso a mis responsabilidades
y, con la ayuda de todo el personal, el establecimiento marchaba
viento en popa.
Barcelona se abría a la algarada turística en un país que lentamente
iba transformándose, a pesar del gran obstáculo que suponía el dictador y todo su entorno. El nuevo gobierno, surgido por el dedo omnipresente de Franco, estaba dominado por tecnócratas pertenecientes al Opus Dei. La Obra, como ellos mismos la llamaban en la intimidad, regía los destinos de un estado todavía anclado en el pecado original de una guerra incivil. La Caballé triunfaba en La Escala de Milán, los Beatles con Let it be, y Nixon espiaba a su oposición creyendo que jamás tendría consecuencias, decretaba la congelación de salarios y precios, y devaluaba el dólar. Pero el huracán social barcelonés lo había dado el conservador Teatro del Liceo con el estreno de Mahagonny, una ópera progresista y visionaria del compositor alemán de origen judío Kurt Weill con libreto de Bertolt Brecht, ya estrenada en el año 30 en Leipzig. La dirección del Liceo puso un aviso especial en los programas, aclarando que no se hacía responsable por la crítica acerba de la obra a los aspectos de la convivencia social tradicional. Todo cambiaba para que todo siguiera igual.
En el hotel habíamos preparando una conferencia de Luis María Millet
sobre el maestro y compositor Joan Massià i Prats, catedrático de violín
y de música, fallecido apenas hacía un año y al que La Vanguardia de
Barcelona, en uno de sus artículos, recordaba como «un fino compositor». Terminada la conferencia se daría un concierto con cinco sonatas de Massià interpretadas por Mercè Puntí, acompañada al piano por Sofía Puche de Mendlewicz. Habíamos escogido a ese conferenciante porque, además de sus conocimientos, al día siguiente en el Palau de la Música se le homenajeaba por sus veinticinco años como director del Orfeó Català.
La sala se llenó de melómanos, de amigos del orador y de gentes de la alta burguesía barcelonesa, muchos de ellos clientes habituales del hotel o de La Parrilla, el restaurante del noveno piso. Fui saludándoles uno a uno.
Apareció Félix Millet, sobrino del disertante, acompañado de un amigo al que me presentó como Robert Camperol.
—Un gran nacionalista-dijo casi eufórico.
—Un placer, señor Camperol. Supongo que fue muy duro perder
aquella guerra-dije, con toda la mala intención, pues sabía que había
combatido en el bando franquista, junto a Felix Millet, padre.
—Está usted muy confundido, aquella guerra, como usted la llama, la
ganamos.
—No le haga caso, Robert -terció Millet-. Brotons, es un poco tocacojones.
—Discúlpeme -dije, tratando de que no se me escapara la risa.
Las primeras frases de la disertación de Luis María Millet llegaban
a través de la puerta del salón que acogía el acto. Mis interlocutores no
hicieron ninguna intención de querer entrar en el evento, adiviné que preferían presumir a mi costa.
Camperol movió la cabeza y entornó sus rasgados y menudos ojos.
Levantó el dedo índice y me advirtió.
—Hay ciertas actitudes, Brotons, que algún día pueden resultarle caras.
—No ha sido mi intención, supuse que siendo usted tan nacionalista…
—A Catalunya se la sirve de formas muy distintas -dijo con énfasis.
— En eso estoy totalmente de acuerdo -repuse con toda la intención.
En aquel momento no lo sabía, pero Camperol moriría pocos días después en un salón del Manila Hotel.

Bar del Manila Hotel en los años 60 y 70

La Llotja en Los infinitos nombres del diablo

La Llotja de Barcelona, el emblemático edificio de la Plaza Palacio, aparece en la novela.

La Llotja de Barcelona. Foto Barcelona Fillm Commission


Desde 1352 en el lugar donde hoy se levanta la Llotja se construyó un porche y tres años después, una capilla. Por aquel entonces el solar era la misma playa, el mar llegaba hasta allí y hasta la iglesia de Santa María del Mar.

Diferentes transformaciones, las principales impulsadas por
Pedro IV de Aragón y el Consejo de Ciento, convirtieron a mediados del siglo XV los nuevos edificios en la sede del Consulado del Mar , verdadera institución que trataba de los asuntos mercantiles de la ciudad favorecida e impulsada por la tradicional expansión y comercio marítimo del Mediterráneo.

La actual Llotja de Mar, casi como hoy la conocemos, fue inaugurada en 1802, con ocasión de la celebración en Barcelona de la boda de dos de los hijos del rey Carlos IV, Fernando y María Isabel.
A partir del año 1869 la Diputación de Barcelona fue la administradora el edificio. Allí se ubicaron el Colegio de Corredores Reales de Comercio, la Asociación de Navieros y Consignatarios, el Consejo Provincial de Agricultura, Industria y Comercio, la Junta de Obras del Puerto, la Junta Provincial de Beneficencia y Sanidad, la Escuela de Náutica, la Escuela y la Academia de Bellas Artes, el Mercado de Cereales y la Bolsa.

Desde 1886 es la sede de la Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Barcelona.

En el singular edificio tiene lugar un situación determinante de la novela.

Escalinata principal de La Llotja. Foto Barcelona Fillm Commision

El Palau de la Llotja, otrora la sede del Consulado del Mar, era la historia
viva de Barcelona. Reconstruido varias veces, Joan Soler i Faneca
lo transformó en 1771 en un edificio neoclásico de gran belleza. El Salón
Dorado se encontraba en la planta noble del palacio. El color dorado y el
pan de oro estaban presentes en todos los elementos decorativos, en los
marcos y molduras de todas las aberturas, en los frontones de las puertas,
en los balaustres de las balconeras y en la ménsula que sostiene un león
con el escudo de la Real Junta Particular de Comercio de Barcelona.

Textos de la novela: Los infinitos nombres del diablo.

Salón Dorado. Foto: Baldiri

Acudí con puntualidad. El empleado que les acompañó el día de su
llegada al hotel departía con el presidente de la Cámara y con míster
Backster en la zona de acceso al salón; me llamaron y me uní al grupo
sin necesidad de presentaciones, puesto que ya nos conocíamos todos.
Hablamos sobre la magnificencia del edificio, al que el conferenciante
americano no dejaba de alabar. Los asistentes ya iban tomando asiento
en el amplio paraninfo, en los cuatro ángulos del salón holgaban otras
tantas esculturas de mármol blanco de Damià Campeny. Himeneo, La fe
conyugal, Diana cazadora y Paris, contemplaban a los asistentes desde
sus pedestales cilíndricos. Entramos, el presidente de la Cámara y míster
Backster subieron a la tarima donde se encontraba la mesa. Me quedé con
el empleado regordete en una de las primeras filas. El guardaespaldas del
orador observaba desde una posición cercana a la mesa de presidencia.

Textos de la novela: Los infinitos nombres del diablo.

Paris de Damià Campeny
La fidelidad conyugal o El amor. Damià Campeny

Himeneo. DamiàCampeny

Diana cazadora. Damià Campeny

Las fotos de las esculturas de Damià Campeny son de la página web de la Llotja.


Fue una interesante conferencia, el público se marchó comentando lo
escuchado. Como toda teoría, tenía sus defensores y sus detractores. No

pude abandonar el palacio sin admirar la escultura de Lucrecia, también
obra de Damià. Era magnífica en todos sus aspectos. La representaba recostada

en una silla de marfil como las de los ediles romanos. El vestido,
parcialmente desgarrado, dejaba al descubierto los brazos, el cuello y el
seno derecho de la patricia romana.
Algo alejado está el estilete con el
que se ha causado la muerte para defender su honor
.

Textos de la novela: Los infinitos nombres del diablo.

Lucrecia