Decimoséptima entrega de: Los infinitos nombres del diablo. Esta vez sobre las andanzas del diablo y de encuentros amorosos.

El quinto hombre

Barcelona, mediados de julio, 1971

Nos habíamos quedado sin pistas, salvo los cabellos que encontró
Ripoll en la torre de la basílica de los Santos Justo y Pastor, que
resultaron ser pelos de barba, y el olor a azufre, que persistía
un día después de la muerte de Pagés. Por fortuna todavía teníamos una
posible víctima.
—Esperemos que nos dure –le dije a Ripoll mientras subíamos por
Passeig de Gracià.
—Ese les será más difícil, te aseguro que es un hueso duro de roer.
Carles Gabaldá nos esperaba en una de sus oficinas. El lugar, en teoría
un bufete de abogados, era un caos de mesas de despacho, sillas y archivos.
Advertimos que allí se cocía algo importante. Se trataba del embrión
para la sede de una formación de carácter político. Gabaldá se sentía heredero
del más rancio nacionalismo catalán, incluso a la derecha de la
Lliga de Cambó. La policía sabía que sus huestes se nutrían de apellidos
muy catalanes, los mismos que antes de la guerra contrataban pistoleros y
matones para amedrentar a los sindicalistas o para reventar huelgas. Sus
héroes eran los hermanos Badia. Miguel y Josep Badia fueron dos personajes
del nacionalismo de preguerra que, iluminados por los independentistas
irlandeses, quisieron crear un ejército catalán de corte paramilitar.
Los camisas verdes se instruían militarmente en la sierra de Collserola,
en el Montseny y en el Pirineo. Ambos hermanos murieron a manos de
los anarquistas en la puerta de su casa de la calle Muntaner, apenas tres
meses antes de iniciarse el golpe de estado. Ahora Gabaldá recogía el
testigo, todos aquellos apellidos que le apoyaban -según las pesquisas
policiales- habían combatido con el ejército franquista o habían esperado
escondidos hasta lo que llamaban la «liberación», para denunciar a los
comités obreros que habían gestionado sus empresas y fábricas.
—Fueron los héroes del Estat Català –nos dijo Gabaldá, refiriéndose
a los Badia, al vernos mirar las fotografías antiguas de su entierro donde
cientos de camisas verdes acompañaban a los féretros.
No quise recordarle el uso que hicieron de la bandera de Catalunya
en aquel maldito establo del pueblo de María. Nos llamó la atención una
pizarra en la que había varios calificativos tachados y reescritos, estaba
claro que era la búsqueda de un nombre para la formación de Gabaldá.
Como si leyera nuestro pensamiento nos dio algunas explicaciones.
—Queremos huir de la acepción «democrática» para nuestra formación,
no porque no lo sea, sino porque hay otros grupos como los de Pujol
que manejan este concepto. Nosotros nos llamaremos Conveniencia Unida
para Catalunya, es decir, El CUC. Más pronto que tarde tendremos
una ley de asociaciones políticas.
—Verá señor Gabaldá –dijo Ripoll un tanto nervioso-. Nosotros estamos
aquí…
No le dejó continuar.
—Imagino que vienen a contarme lo de Pagés… un mareo cuando miraba la ciudad desde la torre de San Justo y Pastor, ya lo he leído en los periódicos.
—Usted puede ser el siguiente –dijo Ripoll con la paciencia perdida.
—No lo creo, tengo todavía muchas cosas que hacer, comisario.
—Sí, sobre todo contestarme a unas preguntas.
—Estaba aquí, si es lo que quiere saber, precisamente buscando un
nombre para mi futura asociación política, éramos unos treinta, puede
hablar con cualquiera de ellos.
—No, no voy a preguntarle dónde estaba ni a qué hora volvió a casa…
¿Conoce a Sergio Congost?
La pregunta sorprendió a Gabaldá que puso cara de asombro y negó
con la cabeza.
—No me diga que también ha muerto –dijo con desdén.
La paciencia es una virtud que se pierde en cuanto insultan a nuestra
inteligencia y Gabaldá estaba tensando demasiado la cuerda. Podía mostrarse
indiferente con todo, menos con la consecuencia viva de su canallada.
No me pude contener.
—No, no ha muerto –contesté-. Sigue vivo para poder contar al mundo
lo que hicieron cinco cobardes fascistas con su madre.
Gabaldá enrojeció de ira, él también había perdido su paciencia
porque arrasó los documentos de una de las mesas con la mano derecha,
desperdigando fotos y papeles por el suelo.
—¡A mí no me hable así, Brotons, está usted en mi casa! No sé qué
pinta este hombre, que no es policía ni agente judicial –gritó, dirigiéndose
a Ripoll.
—Es un testigo, Gabaldá, usted no es quién para decirle a la policía
quién debe acompañarle. Por otro lado, no le ha acusado de nada, se ha
limitado a exponer el estado anímico de otro investigado. ¿O es que se ha
dado usted por aludido?
—Les ruego que abandonen el local, salvo que quiera detenerme y
acusarme de algo; ahora mismo llamaré a su superior…
Ya en la calle nos partíamos de risa.
—Ha perdido la paciencia.
—Nosotros también. ¿CUC no quiere decir gusano en catalán? –preguntó
Ripoll.
—Sí, un nombre muy apropiado. Supongo que ahora te pondrá en un
brete con tus jefes.
—No importa, cada vez me parece más culpable.
—Claro, ya no nos queda nadie más –dije casi en soliloquio.
—Ahora ha perdido muchas de sus influencias –continuo Ripoll-, en
la Brigada Política no ven nada bien esos movimientos regionalistas por
muy de derechas y adictos al régimen que sean. A tus «amigos» de la
Social todo lo que huela a catalanismo no les gusta nada, venga de donde
venga. Al alcalde Porcioles ya se le ha llamado la atención más de una vez
y eso que su fidelidad está fuera de toda duda.
—No sólo son ellos Ripoll, son muchos los que luchan para acabar con
la dictadura y por Catalunya. Sindicalistas, obreros, intelectuales; desde
partidos políticos clandestinos, hasta sacerdotes de parroquias obreras.
—Con todos estos líos no me entiendo –dijo Ripoll- . En mis tiempos
era más fácil, rojos o azules. Ahora hay de todo, ¿qué diferencia hay entre
un catalanista o un nacionalista?
—Toda. Un catalanista puede considerarse a alguien que ama a Catalunya
y a sus raíces, respetando el pensamiento ajeno, la pluralidad y
las diversidades; el nacionalista es un supremacista excluyente que odia
a quién no piense como él. O se es patriota como ellos lo entienden o no
se es.
—Más o menos como pensábamos nosotros en la Cruzada…
—Sí, es el mismo talante.
—Entiendo, ¿y qué es un demócrata cristiano? –dijo para provocarme.
—Ya sabes, lo dice la palabra, cristianos de cintura para arriba y demócratas
de cintura para abajo.
Nos partimos de risa. Empezaba a llover, lo que ocurriría después del
diluvio todavía estaba lejos.
Decidimos darle un empujón a la investigación. Para ello teníamos
que conseguir acorralar a Gabaldá. Sabíamos que su tranquilidad no era
un exceso de valentía, sino del que tiene la seguridad de que no puede ser
devorado porque es él el depredador. El hecho de que fuese diestro y que
los golpes de bisturí habían sido hechos por un zurdo, no le excluía como
instigador ni como cómplice.
Mi primera visita fue para Hipathia, quería tranquilizarla. Le conté mi
coloquio con su amigo Gassiot y la plática telefónica con el Opus para
liberarla de los recelos de la Obra. Hipathia se había enterado por los
periódicos de la muerte de Pagés, pero no lo relacionaba con nuestro caso.
—Estuve con tu amigo Gassiot, buff, qué tipo.
—Sigue sin caerte bien ¿eh?
—Lo que no entiendo es cómo podía gustarte, es un pedante, un vanidoso,
con esa nariz tan larga y esa barbita… y sin la gracia de Cyrano de
Bergerac, y esas extremidades, grandes y deformes.
—Gassiot sufre una enfermedad hereditaria que afecta al tejido conectivo
y al corazón –dijo entonces Hipathia.
—No sabía… –repuse, un tanto avergonzado de mis comentarios.
—La sufrieron importantes personajes en distintas formas y complejidades,
entre ellos tu admirado Niccolò Paganini.
—No me había dado cuenta, debería haber caído en ello.
—Yo misma le encargaba un remedio homeopático en la herboristería
de la calle Elisabets, muy cerca de aquí.
—La recuerdo, de niño me pico una abeja y allí me curaron con arcilla.
—¿Qué debo saber de vuestra conversación? –preguntó Hipathia.
—Es posible que un tipo llamado Gabaldá o alguien de parte suya
vengan por aquí con la historia del conjuro del códice, envíales al Seminario
de Gassiot, así te los quitarás de encima.
—¿Sigues creyendo que quieren deshacer un pacto con Belcebú?
—Aunque te parezca ridículo estoy convencido. El tal Gabaldá cree,
a pies juntillas, que el pacto existió y que prevalece vigente. Lo que no
me explico es su aparente tranquilidad, cuando todos sus compañeros han
ido cayendo.

—¿Pensáis que tiene algo que ver con las muertes?
—Seguro, no sabemos si directa o indirectamente. Pagés vivía atemorizado
pese a la ayuda y apoyo del Opus, Gabaldá sigue con su vida y
muy tranquilo…
Nos despedimos en la puerta de la biblioteca. Cuando me había alejado
unos metros me llamó.
—¡Jordi!… ¿Sabes que has crecido mucho estos días?
Sonreí. Mi bibliotecaria favorita seguía estando igual de guapa.
En uno de los momentos de tranquilidad en el trajín constante del hotel,
aproveché para llamar a Guardans.
—Les acompaño el sentimiento por la pérdida de Pagés –dije casi sincero.
—Gracias, Brotons, sabemos que la investigación está en punto muerto,
por eso hemos decidido hacer algunas indagaciones por nuestra cuenta,
tres miembros de la Obra han perdido la vida… y el alma, no lo olvidaremos.
Encontraremos al culpable, sea demonio o humano.
—¿Han hablado con Gabaldá? –pregunté, por el morbo de escuchar
su respuesta.
—No, ahora ya no hace falta, ni puede ni queremos ayudarle –dijo
misterioso.
Comprendí que Gabaldá tenía más enemigos que Satanás y el asesino,
en caso de que fueran tres personalidades distintas. La luna, como en la
canción de Henry Mancini, dibujaba un río de luz que envolvía al edificio
del Manila con un aura argenta, tal vez con intención de protegerlo o de
protegerme.

La última vez que besé a Lilith

Barcelona, julio 1971

Eulalia Camperol, Lilí para los amigos y Lilith para sus incondicionales,
me llamó para tener una nueva cita con derecho a compartir
pecados nada inocentes.
—¿Tienes mucho trabajo para esta noche?
—El que tú me des.
—Te advierto que será considerable y no valen desmayos.
—¿Podré perseguirte por tu camarote?
—El pirata eres tú… es tú elección, las princesas sólo podemos resistirnos.
—Perfecto, si yo escojo, me pido arriba.
—No, Jordi, la cubierta está pedida a ti te toca remar abajo.
—¿Pero no me has dicho que yo decidía?
—No, tú decides si quieres raptarme, pero yo elijo si me dejo raptar.
—De acuerdo –dije conteniendo la risa-. Podíamos quedar en…
—El Boadas, me gustó el combinado –respondió tajante.
Colgué sin poder quitarme la sonrisa del rostro. Los encuentros con
Lilith debían ser así, sin subterfugios o la tomabas como era, o la dejabas.
Además, tenía ganas de estar con ella y resolver mi conflicto moral. ¿Debía
contarle la historia de Sergio Congost? No estaba seguro de poderla
ayudar y, por otro lado, tampoco podía engañarla ocultando aquel secreto
que la había hecho infeliz.
Coincidimos en la puerta de Boadas, los dos llegamos puntuales. Sonreímos,
ninguno de los dos había querido hacer esperar al otro.
—Muchas ganas tienes de raptarme…
—Muchas.
Entramos en el reino de María Dolores, la barra principal estaba llena
de parroquianos y nos acomodamos en una de las laterales.
—¿Qué vais a tomar? –preguntó la mestressa desafiante.
Inquirí a Lilith con gesto divertido.
—A mí me gustaría que me sorprendiera con uno de sus combinados.
Miré a nuestra anfitriona a los ojos, estaba preparada para criticar lo
que yo pidiera fuese lo que fuese. Pero esta vez la sorprendí.
—Dos de lo que tú nos aconsejes, pero con alcohol.
María Dolores se quedó estupefacta y sonrió emocionada.
—¿Lo que yo os aconseje?
—De eso mismo –respondí, haciéndola la más feliz de las mujeres.
Al segundo Cóctel Boadas ya estábamos con aquel puntito de dicha
que da el champán y la buena conversación. Y no sólo gracias al espumoso;
el brandy, el vodka, el azúcar, la angostura y el triple seco, los otros
componentes del combinado, iban haciendo mella en nuestras voluntades
y reforzándolas en nuestro objetivo de embarcarnos juntos aquella noche
en el bajel pirata.
—El hotel está más cerca que tu casa –dije apremiante.
—En mi cama estaremos mejor.
Fin de la discusión, agradecimos a María Dolores sus desvelos y salimos
pitando en busca del taxi más cercano. Por fortuna los taxistas de
Barcelona nunca se fijan en las parejas que aprovechan los trayectos para
besarse apasionadamente, si al final del mismo les das una buena propina.
Subimos a golpe de ascensor y de desabroche. La blusa se abrió para
mostrarme las jarcias de su sujetador y la vela mayor de su falda se elevó
como si Eolo soplara bajo ella. Puse rumbo a la isla del tesoro y el galeón
se detuvo en el sexto piso. Abrimos la puerta de su apartamento, ya
medio desnudos. Tropezando con mis pantalones bajados a la altura de
las pantorrillas y sin dejar de besarnos, tomamos rumbo a su espléndida
cama; un mar de sensaciones nos esperaba. La travesía fue infinita hasta
el encuentro con Morfeo. Nos despertamos el uno pegado al otro. No me
atrevía a preguntarle si había roncado porque sabía de sobras la respuesta.
En la penumbra de su habitación, seguro ya de que nuestras naves habían
plegado velas por aquella noche, me sinceré con Lilith.
—He de contarte algo.
—Lo que tú quieras cariño, lo que no puedo asegurarte es que te crea
–dijo, partiéndose de risa.
—No, en serio Eulalia…
—Uy, si me llamas por mi nombre de pasaporte me da mucho miedo.
—Verás, he conocido a Sergio Congost.
Ella guardó silencio, no podía apreciarlo, pero imaginé que había mudado
el rostro. Se libró de mi abrazó y quedó en decúbito supino mirando
al techo.
—¿Quieres que te lo cuente?
—No, no quiero saber nada de él –susurró-. ¿Cómo le localizaste?
—No fui yo, fue él. Vino a contarme una vieja historia…
—No quiero saberla.
—A pesar de todo, quiero contártela.
— Haz lo que quieras, pero luego, lárgate.
—No me andaré con rodeos, Sergio es hijo de María Congost, una
mujer de un pueblecito cercano a Flix.
—¿Y?
—Esa mujer fue violada durante la ocupación de los nacionales por tu
padre y cuatro fascistas más. Sergio es el fruto de aquella canallada.
Oí su silencio transformado en una respiración profunda, después de una eternidad de algunos minutos se sentó en la cama. Sus hermosos pechos
quedaron libres al caer la sábana, la luna jugaba con ellos al contraluz.
—¿Cómo supiste…?
—Sergio estaba entre la lista de los sospechosos por la muerte de tu
padre y de los otros tres.
— ¿Estaba?
—Si sus coartadas son muy sólidas.
Le conté toda la conversación con Sergio Congost, incluida la visita
y las recomendaciones de Camperol. Incluso la ayuda económica que,
durante años, recibió Sergio sin saberlo.
—Quiere hablar contigo y contarte el porqué de su abandono.
—Me temo que ya es tarde.
—Él no tuvo la culpa, dale la oportunidad de explicarse.
—¿Y eres tú quién me lo pide?
—Sí, princesa. Tienes que enfrentarte al pasado y también al futuro.
—¿No tienes miedo a perderme?
—Tengo más miedo a que pienses en otro mientras me besas.
No dijo nada más durante un largo rato.
—Dale mi teléfono –dijo al fin.
—¿No prefieres llamarle tú?
—No, todavía me debe la respuesta a mi carta.
Nos besamos en la puerta de su piso esperando la llegada del ascensor.
Fue un beso pasional, pero con un componente amargo a despedida.
Pasaron unos largos días, tuve muchas ganas de llamarla y preguntarle
cómo había ido con Sergio. Sin embargo, me contuve. Ella llamaría si
tenía que decirme algo. En algunos momentos pensé que aquel beso en la
puerta del ascensor podía haber sido el último.
Aquella mañana recibí su llamada, quería verme, pero no en Boadas ni
en otro bar. Le propuse que viniera a mi despacho. Quedamos a las nueve
de la noche. Apareció radiante, guapa de veras, con un conjunto de los
caros, probablemente de Chanel.
—¿Quieres tomar algo?, tenemos bármanes tan buenos como los de
Boadas.
—No, Jordi, no quiero nada. He venido a contarte mi encuentro con Sergio.
La miré a los ojos, no podía adivinar si estaba feliz o insatisfecha, su
cara era indescifrable como el día del entierro de su padre. Se subió un
poco la falda para sentirse más cómoda.
—Quedamos en mi casa. Dijo que compró un ramo de rosas, pero que
le pareció ridículo y las había tirado en una papelera cercana. No sabía la
forma de enfocar su explicación. Se lo puse fácil para que el instante pasará
rápido. Una vez superado el primer momento, volví a ver al hombre
del que había estado tan enamorada, los mismos gestos y el mismo miedo
a mi padre, que podía ser el suyo. Lloró, lloró más que yo y pidió perdón
un montón de veces. Traté de consolarle y… no sé cómo paso, pero me
acosté con él.
Sentí una especie de escalofrío, algo de rabia y un poco de celos. Ella
continuó.
—Después de amarnos le vino una especie de arrepentimiento. «Podríamos
ser hermanos», dijo. «Sólo hay un veinte por ciento de posibilidades
», le contesté. «Sin embargo, podría ser», insistió, como si en vez de
mi hermano fuese mi padre. «Por qué no te lo preguntaste hace una hora»,
le repuse. Él bajó la cabeza y trató de justificarse, no acepté sus excusas y
salió de mi apartamento cabizbajo y dolido.
—Le pudo la posibilidad de que fuerais hermanos.
—¿Y qué importaba a esas alturas?
—Pero ¿le quieres? –pregunté.
—Sí, pero como a otro amante casual, no puedo volver a amarle como
entonces. Soy hasta capaz de olvidar que puede, remotamente, ser mi
hermano; aunque no puedo aceptarle como el hombre de mi vida. Aquello
se acabó.
—¿Y ahora que harás?
Me miró con esa elegancia natural que poseía, ladeó su melena de
tonos rojizos y dijo:
—Llamarte cuando te eche de menos.
—Sí, pero me pido cubierta –dije más contento que unas Pascuas.
—Eso ya lo veremos…
Se marchó después de besarme con fogosidad, la abracé tratando de
no arrugarle el Chanel. Me había equivocado, aquel beso del ascensor no
había sido ni sería el último.

El diablo vigilando el Manila Hotel. Dibujo de Anii Dream
Boadas. María Dolores.
Besos con Ruth
Foto Nanane

Decimocuarta entrega: Donde se habla de la sexualidad oculta en las familias burguesas y la del propio JB con Lilith.

El cuarto elemento

Barcelona, final de junio de 1971

Una indiscreción me descubrió la personalidad real de Ramón Pagés.
A pesar de mis advertencias y de mis desvelos, el Manila,
como cualquiera de los grandes hoteles del orbe, era un nido
de espías y no lo digo por otros hechos más consistentes y de más alta
repercusión diplomática y política que algún día relataré, lo digo por las
situaciones cotidianas que suceden en el pequeño universo de un gran
hotel. El ir y venir de los clientes deja, en multitud de ellos, gratos o
controvertidos recuerdos, pero también en la memoria del personal de
un hotel queda reflejado el paso de muchos de sus parroquianos, incluso
tiempo después de estar alojados. Si todo el personal de un centro hotelero
tiene capacidades detectivescas y fantasiosas, en los años setenta el
centro de operaciones de espionaje estaba en la centralita de los hoteles,
allí se recibían los mensajes, se ponían las conferencias, se preguntaba y
se respondía a todo, mucho más que en la conserjería o en la recepción.
Con el tiempo, la eliminación de aquellas centralitas acabó con una profesión
y una forma de fisgoneo selecto.
El caso es que, gracias a esta tradición de poner oreja en las clavijas,
algunas de mis conversaciones e indagaciones eran seguidas por un público
entusiasta. Para confirmarme lo que era de dominio casi general,
apareció aquella mañana una de las camareras de piso en la puerta de mi
despacho.
—¿Puedo pasar, JB?
—Claro María, adelante.
María avanzó desde la puerta con paso indeciso hasta llegar al centro
del despacho. Se detuvo y cruzó las manos sobre el uniforme a la altura
del vientre.
—Por favor no te quedes ahí de pié, siéntate.
Retiró las manos del regazo y se sentó en una de las butacas.
—Verás, JB, he oído por ahí que estás interesado en un tal Ramón
Pagés…
—Sí, María, supongo que habrás sabido algo por radio macuto.
Ella sonrió. Me conocía desde que era un muchacho de catorce años
recorriendo los pasillos del hotel. María era de las veteranas, estaba desde
el primer día que el hotel abrió sus puertas.
—Estuve sirviendo mucho tiempo en casa de los Pagés, desde los trece
años. Tanto en su piso de la plaza Calvo Sotelo como en su masía de
Cadaqués. ¿Qué quieres saber de los Pagés?
—¿Conoces bien a Ramón?
—Sí, fue justo al terminar la guerra. El señorito Ramón-dijo, todavía
con la mente puesta en el pasado –tendría veintiuno o veintidós años.
Tenía dos hermanos y cuatro hermanas. Él era el mayor.
—¿Cómo era?
—No era mala persona a pesar de pasearse todo el día con la camisa
azul. Lo hacía porque era muy tímido. Cada vez que una de nosotras le
preguntaba algo se ruborizaba. Iba un poco salido, cuando «hacíamos» el
suelo nos miraba le trasero. En aquellos tiempos limpiábamos de rodillas.
—Perdona la pregunta… ¿llegó a propasarse alguna vez con alguna
de vosotras?
—No, que va, incluso había una cocinera extremeña que le provocaba.
Éramos crías y jugábamos a eso con los señoritos, sin que lo viese la
señora… muy de misa ella. En aquella casa no pasaba lo que en algunas
otras que el señor o los señoritos andaban tras el servicio, en la de los
Pagés todo lo vigilaba la señora.
Sonreí. Me imaginaba la férrea mano de la dama controlando a su
marido y a sus vástagos.
—Al parecer eran buena gente-aventuré.
—Bueno, ya sabes, muy suyos, muy católicos, la señora de misa diaria.
El señor con sus negocios. Eran primos hermanos, tuvieron que pedir
no sé que al Papa para casarse. En aquella casa sólo se hablaba catalán,
estaban orgullosos de que su hijo fuese falangista. «Me lo pidió Cambó»,
repetía el padre. El señorito Ramón utilizaba sus influencias con los gerifaltes
para los negocios de la familia.
—¿Y el tema del sexo?
—¿El ñaca, ñaca? Era muy familiar, en Calvo Sotelo todos guardaban
la compostura, pero al llegar a Cadaqués todo se desmadraba.
Creo que María vio en mi cara la extrañeza y las ganas locas de que
prosiguiera el relato, al fin y al cabo yo también era de la cofradía de los
chafarderos.
—Sí, JB, en la masía de Cadaqués, con el verano, el sol y la playa,
todo cambiaba. Venían a la finca las hermanas del señor y los hermanos
de la señora, todos primos, todos Pagés, todos muy catalanes. Pillamos
varias veces al señorito Ramón haciendo cosas con dos de sus primas.
—¿A la vez?
—No, no. Con una en el jardín y con la otra en su dormitorio. Las dos
eran primas hermanas, una de un lado y otra del otro, las dos Pagés. El
señorito tuvo que casarse con la primera de ellas que quedó embarazada.
No hubo escándalo; algunos de los cuñados Pagés también jugaban con
sus primitas.
—¡Caramba, María! Esta familia sabía divertirse.
—Uy, ahí no acaba todo –dijo María, misteriosa-. Cuando empezaba
el veraneo la señora se tiraba los tres meses con los pequeños en Cadaqués.
La familia tenía un capellán que residía todo el verano en la masía
y daba misa todos los días en la capilla de la finca. La familia sólo asistía
los domingos, la señora a diario.
—Vaya, muy devota.
—Sí, muy devota… devota del capellán. Malas lenguas dicen que el
más pequeño… bueno, el que ahora es sacerdote…
Estallé en una sonora carcajada.
—Sí, sí, tú ríete, pero no has tenido que verle con la sotana arremangada
empujando desde atrás y la señora apoyada en el altar de la capilla…
y luego limpiarlo todo.
No podía más, me estaba desternillando de risa. Traté de hacer un esfuerzo
y seguir indagando, no exento de morbo pregunté:
—¿Pero, vosotras, cómo lo veíais?
—A través de una cristalera o por el ojo de la cerradura… y no te rías.
—No puedo evitarlo, perdona María. Te voy a preguntar algo muy en
serio. ¿Crees capaz a Ramón Pagés de cometer un asesinato?
—¿El señorito Ramón? Qué va, es incapaz de matar una mosca.
—En la guerra mató a más de una.
—Sería a cañonazos y a distancia. Es un cobardica. Se desmayaba si
veía sangre. Un día, una de nosotras, Paulina, se cortó en un dedo y al
señorito le dio un vahído.
—Gracias, María. Me has sido de mucha utilidad.
—Ya sabes, JB, si en algo puedo ayudarte… Pero, por favor, no le
digas a nadie todo lo que te he contado.
—Yo no se lo diré a nadie, María.
—Gracias, JB.
Salió del despacho contenta de haberme podido echar un capote, ahora
veríamos cuál sería su aplomo cuando la interrogaran las telefonistas y
los mozos de equipajes, verdaderos agentes de información.

Una noche con Lilith

Barcelona, dos de julio de 1971

Lilith, según las antiguas culturas, fue la primera mujer de Adán.
Los sumerios ya contaron que su lujuria y rebeldía la llevó a abandonar
a Adán. El primer problema entre ambos surgió cuando ella
se cuestionó el porqué tenía que yacer debajo de Adán si también estaba
hecha de polvo como el primer hombre. Al parecer, no sólo era una cuestión
postural sino de igualdad. Eulalia Camperol cumplía con los cánones
de su predecesora, ella quería ser la protagonista de su vida, llevar la parte
cantante en las relaciones y elegir la postura del coito según el momento.
Yo no tenía ningún inconveniente en aceptar cualquiera de estas condiciones.
Así que esperé con paciencia a que ella iniciará un nuevo contacto.
Una mañana los dioses escucharon mis silentes ruegos y la tentadora
Lilith me llamó para proponerme una cita. Acepté encantado y quedamos
a medianoche en un bar cercano a Las Ramblas. Boadas era una coctelería
de la calle Tallers, a pocos metros de Las Ramblas y a tiro de piedra del
Manila. Era un local pequeño y entrañable, de forma triangular, en el que
José Luis y su esposa, María Dolores, hija del fundador Boadas, ejercían
de anfitriones. Nos sentamos en los dos taburetes de la barra principal que
formaban el vértice del triángulo. Nos atendió la mestressa en persona.
—Hola guapos-nos dijo. ¿Qué queréis?, aunque ya sé, Jordi, que me
vas a pedir un J&B como siempre. Espero que tu amiga tenga más sentido
del gusto y me pida un cóctel.
—Te presento a Eulalia –dije.
Eulalia le dio dos besos a María Dolores.
—Sí, yo no soy de ideas fijas, sorpréndeme con uno de tus combinados.
A María Dolores Boadas se le iluminó el rostro. ¡Por fin le traía una
persona de gustos exquisitos a la que poder maravillar con una de sus
creaciones!
— ¿Nunca le pides un cóctel para satisfacerla? –me dijo Lilith.
—Si, a veces, pero normalmente recurro al whisky.
—Vaya, veo que eres un hombre fiel… a las bebidas.
María Dolores seguía mezclando y dándole a la coctelera con agilidad
y ritmo.
—Toma cariño, mi mejor Dry, nueve partes de ginebra, una de vermut
seco, mucho hielo y mi toque mágico –le dijo a Lilith-. Y para ti, tu J&B.
Tienes suerte de que me recomiendas a los clientes del hotel, si no, no te
serviría ni una cerveza –dijo con fingido desdén y guiñándole un ojo a
Lilith.
—Bonito local, estuve una vez con mis amigos, aunque había mucha
gente y me pasó desapercibido.
—Por aquí ha transitado todo el mundo, desde Xavier Cugat a Serrat,
pasando por Joan Miró, Salvador Dalí, García Lorca, Picasso, Ernest Hemingway
saboreando sus mojitos, o Greta Garbo.
—Fíjate que sólo has mencionado a una mujer.
—No, Lilith, te he presentado a otra y excepcional. La gran dama del
Boadas.
Estuvimos dialogando por espacio de media hora larga. Hablábamos
de nosotros, protegidos por un mágico halo que nos situaba al margen de
todos, la demás gente del establecimiento andaba desaparecida entre la
niebla del humo de los cigarrillos. Con un ligero gesto apartó su melena
de tonos cobrizos y me miró a los ojos. Supe que iba a contarme la historia
de su gran amor, una historia rota por la presión paterna.
—Nunca supe, si lo que le molestaba era que me llevara cerca de diez
años de edad o, simplemente, por imponer su voluntad. El caso es que no
paró hasta conseguir que rompiéramos. Me traumatizó, pero me liberó, a
partir de entonces hice lo que me vino en gana, ligué con quien quise. El
problema es que en cada una de mis relaciones veo gestos de mi padre y
eso me impide amar a nadie.
En aquel momento María Dolores Boadas advirtió que nuestras copas
estaban vacías, con su habitual sonrisa preguntó si queríamos otra ronda.
—Sí, de lo mismo, estaba muy bueno –contestó Lilith.
La barman me observó con mirada desafiante para censurarme si le
pedía otro nuevo whisky. Esta vez la complací.
—Un Rob Roy, al fin y al cabo era un rebelde –dije.
María Dolores sonrió. La vimos coger el vaso mezclador y enfriarlo
vertiendo una cucharada de hielo picado y removerlo hasta refrigerar el
recipiente, tiró el hielo y puso casi tres cuartas partes de J&B de quince
años y el resto de vermut dulce, añadió dos gotas angostura, un chorrito
de jugo de cerezas y una cáscara de limón, lo mezcló todo con una cucharita
larga e intentó servirlo en una copa de Martini, pero la cambió por un
vaso corto sonriéndome.
—Es una concesión sólo para ti-dijo.
—Te lo agradezco.
Continuamos la conversación que María Dolores había interrumpido
para evitar que nos quedáramos secos. Nuestros taburetes estaban pegados
el uno al otro con lo que nuestras pantorrillas se rozaban en cada
cambio de posición. Tuve la tentación de subirme la pernera del pantalón
por encima del calcetín para sentir su piel. Lilith lo adivinó, me cogió la
mano y fue recorriendo con sus dedos las líneas de la palma como si fuese
una experta en quiromancia.
—¿Sabes leerlas? –pregunté.
—No, pero me gusta tocarla –dijo entrelazando sus dedos con los míos
y poniendo cara de niña mala por la ambigüedad de la respuesta.
Correspondí a sus caricias poniendo mi diestra sobre su rodilla.
—A mí también… –dije. Pero, sigue con tu historia, por favor.
—Poco más hay que contar. Soy una mujer libre, también quiso serlo
mi hermana y ante la imposibilidad de conseguirlo huyó para no enfrentarse
a mi padre.
—¿Hace mucho que está en Ibiza?
—Un par de años… y dudo mucho que vuelva. Yo me quedé aquí, en
la misma ciudad que mi padre; preferí darle disgustos en distancia corta.
Fue una forma de vengarme.
—¿Y ahora que él ha muerto?
—No siento ninguna satisfacción, ni alivio, algo se rompió hace tiempo
en mi interior y trato de arreglarlo… sin prisas.
Nuestras bebidas fueron mermando a la misma velocidad que nuestros
cuerpos se buscaban sutilmente. Nos besamos. Sin embargo, no estábamos
cómodos, el local no era demasiado grande y pese a las cortinas de
humo y el éxtasis del vapor etílico, nos poníamos en evidencia. Nos despedimos
de la mestressa, que nos regalo besos, sonrisas y consejos, salimos
a Las Ramblas y paramos un taxi. Lilith dio la dirección de su casa y
se acurrucó a mi lado como si quisiera fundirse en mí, su mirada era toda
una promesa, porque se pueden adornar las palabras hasta hacerlas convenientemente
creíbles, pero la forma de mirar no engaña. Llegamos en
apenas un cuarto de hora, abrió la puerta y nos besamos en la semioscuridad
del patio, sin dejar de besarla tanteé los botones del ascensor hasta dar
con el de llamada, en cuanto el elevador abrió sus puertas entramos sin
mirar, por fortuna estaba vacío. Lilith se arremangó la minifalda y saltó a
mi cintura atenazándola con sus piernas, yo le sujeté el trasero por debajo
de la falda sin intención de renunciar a sus glúteos, por lo que tuvo que
ser ella la que pulsara el disco de su piso. De la misma guisa y sin dejar
de besarnos, dejamos el ascensor y, como pudimos, introducimos el llavín
en la cerradura de la puerta, una premonición de lo que iba a suceder poco
después en su tresillo. Como era de esperar Lilith me cabalgó con frenesí,
y a mí no me importó yacer debajo de ella. El orden de los factores…
Un par de horas más tarde, reposábamos felices en su dormitorio.
—¿Le has vuelto a ver? –pregunté al techo de la habitación.
—¿Te refieres a mi sujetador? Cayó a las primeras de cambio.
Solté una carcajada y me giré hacia ella. No hizo falta volverle a preguntar.
—Mi padre solía ser muy convincente. No he sabido nada más de él,
aunque por amigos comunes supe que vivía en Barcelona.
—La muerte de tu padre cambia mucho las cosas. ¿Tal vez, ahora?
— No temas, no me gustan los cobardes, se rindió demasiado pronto.
Incluso le escribí un par de cartas diciéndole que estaba dispuesta a todo
por seguir con él… a todo, incluso dejar mi casa. No recibí respuesta. Mi
tercera misiva fue devuelta al remitente, no quiso ni abrirla.
— Lo siento.
—No tienes nada que sentir, es agua pasada y como te he dicho, entre
el uno y el otro me mostraron el camino de la libertad.
La abracé tiernamente y no pregunté más. Mis inquisiciones eran sinceras,
pero no quería incomodarla. Miré la hora, tenía que regresar al
hotel, a la mañana siguiente, es decir, al cabo de unas cuatro horas, empezaba
una jornada complicada, al mediodía recibíamos un par de grupos
de turistas y despedíamos a otros tantos.
—Tengo que irme princesa, ¿me llamarás?
Ella sonrió, sabía que la pregunta era sincera, pero un tanto sarcástica.
—Es posible que lo haga –dijo irónicamente.
Me metí en el baño, estaba lleno de potingues y de ungüentos, pero
muy bien ordenado. Dejé que el agua de la ducha de deslizara por mi
cabeza para terminar de despejarme. Elegí un gel de baño del surtido de
media docena que reposaban en un estante de cristal. Canté un par de
estrofas de alguna canción y eso me trajo a la memoria mis días en el
coro de Notre Dame de Lausana. «Tengo que apuntarme en algún coro
de Barcelona», pensé. Al entrar de nuevo en el dormitorio, Lilith estaba
esperándome desnuda y con un sobre en la mano.
—Es la última carta que le escribí y que me fue devuelta. En ella le
contaba todos mis sentimientos y mi rabia por no haber luchado por mí,
quiero que la leas y luego la destruyas. Con eso rompo con el pasado, ya
no actuaré ni por venganza ni por indolencia, lo haré a mi modo y cómo
decida.
—No sé si debo… es tu vida.
—Y yo quiero hacerte participe de ella, así no preguntarás nada más,
tampoco deseo que me comentes tu parecer, sería baldío; acéptalo como
un gesto de especial confianza.
Cuando terminé de vestirme cogí el sobre y lo guardé en uno de los
bolsillos de mi americana. Ella permanecía sentada en el borde de la
cama, me arrodillé para quedar a su altura.
—No te olvides de llamarme, todas las mujeres decís que lo haréis y
luego si te he visto no me acuerdo.
—Eres un payaso, Jordi, –dijo, partiéndose de risa.
Di un portazo simulando mi salida, pero me quedé en el piso, entré de
nuevo en el dormitorio y ella salió del baño algo asustada. Sonrió con su
carita de niña mala al verme allí parado.
—¿Qué te has dejado? –preguntó.
—A ti-respondí, besándola en la boca.
Fue una despedida tierna, con sabor a cóctel a besos y a confidencias.
La ducha seguía martilleando sobre la bañera vacía, como una canción
de amor.

El Club Med de Cadaqués, inaugurado
El Club Med de Cadaqués, años 70. Folo La Vanguardia
Foto Maspons. EL PAÍS
LA DAMA DEL BOADAS DE ABRCELONA
COCTELERÍA BOADAS
Imagen Publicitaria de Bocaccio. Teresa Gimpera, foto Leopoldo Pomés.

Había mujeres piratas? La historia de Anne Bonny y Mary Read - VIX

Décima entrada: Donde se habla de las noches barcelonesas del año 1971

Barcelona la nuit

Barcelona, junio 1971

Recibí una conferencia desde París, era de Ruth. Me contaba que
estaba en su salsa, conociendo gente, todavía no alternaba con los
multimillonarios, aunque todo se andaría. Apareció por el hotel
mi amigo Jaime Gil de Biedma, se marchaba el lunes siguiente a Filipinas
por cuestiones de trabajo. Era sábado por la noche y vino a buscarme para
darnos una vuelta por las nocturnidades condales. Dudé un poco porque
con Jaime y sus amigos la cosa podía acabar entre las cuatro y las seis de
la mañana o perderse misteriosamente a la media hora y dejarte tirado.
—Venga, Jordi, ¡qué la vida va en serio!
—De acuerdo, Jaime, tienes que detallarme eso de Nihilismo.
—Coño, eso es fácil. Pasa de todo.
Barcelona empezaba a recibir oleadas de turistas y digo oleadas porque
la VI Flota aportaba lo suyo, pero todavía estaban por llegar los
tsunamis masivos, en parte porque la mayoría de los japoneses no habían
descubierto las vacaciones. La ciudad ya llenaba sus terrazas y paseos
con miles de foráneos. Julio era el mes de los franceses, agosto el de
los norteamericanos de clase media y el de los italianos, septiembre el
de los ingleses y octubre el de los yankees ricos. Durante todo el día los
visitantes reclamaban su lugar en el sol barcelonés y no sólo en la playa.
Sin embargo, las noches de Barcelona eran para los barceloneses, estaba
muy lejos todavía el turismo de borrachera, si excluimos a los chicos de
la VI; el de los conciertos masivos, o el de los follaerasmus. Era difícil
ver turistas en las discotecas y boîtes de la ciudad, salvo en las cercanías
de los establecimientos hoteleros o las que comisionaban a los conserjes
de hotel y a los taxistas. Barcelona la nuit, era solamente para nosotros.
Quedamos en el Pipermint en la calle Bori i Fontestà esquina Ganduxer,
sobre la medianoche. El local, no demasiado grande y con mucho en·
canto, era uno de los preferidos de Jaime, a menos de un cuarto de hora a
pie desde su sótano-vivienda de la calle Muntaner; muchas de sus poesías
habían sido paridas en alguna de sus mesas mientras veía desfilar por la
barra del establecimiento a toda la fauna de la parte alta de la ciudad. «La
barra de un bar, Jordi, es la forma más refinada del acompañamiento»,
me decía.
Le localicé precisamente en la barra, sentado en uno de los taburetes,
con su perenne whisky en una mano y el cigarrillo en la otra, como
si fuesen apéndices de sus dedos. Sonaba Lo importante es la rosa, de
Gilbert Becaud. Sonrió al verme, no pudo llamar mi atención al entrar
porque la canción y el ruido de las conversaciones de los parroquianos
impedían la propagación de la voz, salvo que levantaras mucho el tono.
Por otra parte, el tamaño del lugar permitía localizar un rostro amigo con
un par de vistazos a través de la bruma del humo del tabaco. Me senté a
su lado en un taburete milagrosamente libre, tal vez porque el ocupante
había tenido la imperiosa necesidad de cambiar aguas, las copas del Pipermint
eran generosas.
—Echaré de menos este lugar en Manila –dijo a modo de saludo.
—¿Estarás mucho tiempo fuera?
—Un par de meses, tengo que visitar la planta y repasar las cuentas…
—Imaginó que allí habrá sitios como este.
Sonrió, dio una calada y la mente se le escapó hacia algún tugurio de
Manila.
—Los hay, tal vez con otro estilo. Tendrías que acompañarme en uno
de esos viajes, hablaré con el presidente.
El presidente de Tabacos de Filipinas y el del hotel eran la misma
persona, Luis María de Zunzunegui, por lo que la proposición no era descabellada.
—Si le convences…, no digo este año, pero dentro de uno o de dos,
me encantaría.
La fama de Jaime le precedía, era un bon vivant, pero todo un caballero.
Su homosexualidad era de todos conocida, aunque era recomendable
no dejarle a solas con tu novia. Lo que más destacaba en su modo de ser
era el extraordinario respeto para con sus amigos, su estilo de vida no
comprometía a nadie, salvo que ese alguien quisiese implicarse, por otro
lado y siguiendo sus propias enseñanzas, nunca le juzgué porque, además
de no tener derecho, me gustaba su visión de la vida y sus filosofías.
—Cómo va el trabajo, ¿y las investigaciones? –dijo, a la par que pedía
al camarero otro Chivas.
—Bien, ya te conté que ando tras la historia de las muertes de Torras
y de Camperol.
—Vaya tipos, en teoría eran unos místicos, muy sensatos y juiciosos,
pero tú y yo sabemos quiénes eran, aunque no compartieran ninguno de
nuestros ambientes Por eso sé que eran unos canallas, las gentes sin pecado,
sin debilidades aparentes, son los peores. No me extraña que fuesen
tras la Biblia del Diablo, tanto miedo por Leviatán significa que no tenían
la conciencia muy tranquila.
No quise contarle la historia de Nogal, no, hasta que pudiese verificarla.
—Entonces no crees que la hizo el diablo en una sola noche –dije con
mucho cachondeo.
—Ni loco, Jordi. No existe Dios, tampoco su ángel rebelde, porque si
existiera, seguro que nos conoceríamos… y mira que he estado en infiernos.
Reímos a gusto. Paralelamente, alrededor nuestro, se desarrollaban un
sinfín de conversaciones y alguna que otra parada nupcial. Los jóvenes
barceloneses mostraban sus plumas a las jovencitas con intención de deslumbrarlas
y ellas les manifestaban una aparente inapetencia, envueltas
en el hechizo de sus minifaldas y de sus botas altas. Conforme avanzaba
la noche la indiferencia se iba desvaneciendo y las minifaldas menguando
desinhibidas por el alcohol. Jaime sonreía malicioso, conocía aquellas
maneras de actuar como la palma de su mano, era un gran observador.
—¿Qué te parece si cambiamos de garito? A esta hora Bocaccio
debe estar ya despegando –dijo.
Estuve de acuerdo, Bocaccio era una discoteca situada en la calle
Muntaner que era el centro de la vida nocturna barcelonesa. En un sábado
de mediados de junio era obligado pasar por allí, sobre todo para
los representantes de la gauche divine. Hasta la verbena de San Juan no
comenzaba la diáspora de los fines de semana a las veleidades nocturnas
de la Costa Brava –sobre todo Platja d’Aro- y a las de Sitges, a setenta kilómetros
de la capital, que llenaban sus discotecas de capitalinos ansiosos
de aventuras que contar. En esos litorales sí se podía pescar una turista
quemada por el sol. Atravesamos Via Augusta y la calle Copérnico hasta
llegar a la ronda del General Mitre, en honor al primer presidente de la
República Argentina, y de allí a Muntaner. La discoteca era un lugar con
encanto, siempre a rebosar, decorado imitando formas modernistas, puertas
–sobre todo la principal- espejos, mostradores, mesas y sillas ondulaban
sus líneas en madera, dándole un aspecto agradable y sensual, incluso
las grandes copas balón que se soportaban sobre un largo y delgado pie.
El portero nos facilitó la entrada, Jaime era más conocido en Bocaccio
que su diseñador Xavier Regás. Dentro, el ambiente era divertido y ensordecedor,
allí estaban en animada conversación, Oriol, principal accionista
de la disco, su hermana la escritora Rosa Regás y Colita, la fotógrafa que
mejor supo retratar aquel tiempo y aquellos lugares. El grupo fue creciendo
con la llegada del escritor Juan Marsé, el fotógrafo Pomés y la de la
actriz Teresa Gimpera, también socia, y que acudía de caterva en caterva
para ejercer su labor de musa de Bocaccio. Al cabo de una hora el grupo
había crecido y se había disgregado media docena de veces, Jaime estaba
en animada conversación con un joven de pantalones ajustados e ínfulas
de actor en ciernes.
Me pareció ver en una de las mesas una cara conocida, por un momento
me costó situar aquel rostro femenino en algún cuadro de memoria
reconocible. Una luz se encendió en mi cerebro embotado por el humo de
los fumadores, la pluralidad de las conversaciones y los J&B consumidos.
Me acerqué a la joven que bebía un cuba libre con la misma fruición
que el llorado Che Guevara.
—Perdone, creo que nos conocemos –dije, en un alarde de originalidad.
Me miró de arriba abajo, era muy probable que yo fuese el quinto o el
sexto merodeador que utilizaba la taimada frase.
—No recuerdo, tal vez me confunde –respondió indiferente.
—Soy, Brotons, el director del Manila Hotel, fue en el…
No pude terminar de explicarle que había sido en el entierro de su
padre, Robert Camperol.
—Pues claro, ahora le recuerdo, me perdonará, pero había tanta gente…
La miré, estaba más guapa que en el sepelio. Un mechón de su melena
pelirroja le tapaba parte del rostro. Aunque el rímel ya estaba ausente,
sus ojos miel seguían siendo sus mejores embajadores, incluso más que
sus bien formadas pantorrillas que mostraba generosa asomando de una
minifalda encogida por la postura.
—¿Quiere sentarse? –dijo señalando una silla frente a ella en la
mesa que compartía con un grupo de gente.

Me senté. Ella estaba espléndida, sus amigos ausentes y los camareros
atentos; todo era perfecto. Pedí otro cuba libre de ron para ella y un J&B
para mí, tuve que insistir que se olvidaran de sus copas de balón habituales
y me lo sirvieran en vaso corto y con solo dos hielos. Iniciamos una
conversación pueril sobre Bocaccio, la discoteca no el escritor, pensé en
iniciar un sutil interrogatorio sobre el padre; no obstante, en aquel momento
me interesaba más la hija y desistí. Evité las estúpidas preguntas
de ¿vienes mucho por aquí?, porque era obvia, y aquella de ¿estudias o
trabajas?, porque en aquel momento no era eso lo que me importaba. Le
dije que había venido con un amigo, sin mencionar que era Gil de Biedma,
para no parecer pedante y que me sentía muy a gusto en su compañía.
—Un placer inesperado –dije.
—Ah, ¿es que te vas? –contestó, burlona.
—No sin ti –respondí desafiante.
Creí ver que se ruborizaba, a pesar de que la luz del local no era tan
esplendente como para percibirlo.
—¿Vas a raptarme?, ¿eres un pirata? –preguntó, estirando su ya
largo y sensual cuello.
—No, la que bebe ron eres tú, si acaso nos raptaremos mutuamente.
—Me parece perfecto. Marca tú el rumbo.
No me despedí de Jaime porque le vi entregado a la filosofía con el
joven de los pantalones ajustados y teníamos la norma de que dos son
compañía y tres… tener que dar explicaciones. Salimos al exterior con
los oídos taponados por la cantinela de la música y de las conversaciones,
teníamos los pulmones necesitados de aire limpio. Bajamos andando por
Muntaner, la calle descendía hacía el mar como una riera de asfalto, orillada
de plátanos, atravesando gran parte de Barcelona, aunque sin llegar
a la playa, desembocando mansamente en la Ronda de Sant Antonio.
Charlábamos sobre la vida nocturna de la ciudad. Al llegar al cruce de
Vía Augusta, se detuvo, me miró con desparpajo y me preguntó:
—¿Adónde me llevas?
—Pues no tenía pensado nada… tal vez a Tuset…
—Vaya un pirata… Vamos te invito a una copa.
Caminamos algunos minutos por Vía Augusta, se detuvo frente a un
portal que en apariencia no albergaba ningún establecimiento nocturno.
La miré interrogante.
—Es mi piso, creo que todavía me queda J&B.
A pesar de tratar de disimularlo, creo que esbocé una enorme sonrisa.
—No te alegres tanto, vamos sólo a tomar una copa… no a descubrir
el sentido de la vida.
—Esta noche, el sentido de la vida eres tú –le dije, mientras el ascensor
llegaba al séptimo piso.
Se alzó sobre las puntas de los pies y me besó en la boca. La cogí por
la cintura, justo cuando se abría la puerta automática del artefacto y me
refiero al ascensor. Repetimos el beso.
—Sabes, señorita Camperol, que desconozco tu nombre de pila.
—Me llamo Lilith –dijo, al entrar en el recibidor.
—No me extraña, me lo imaginaba, pero ¿qué pone en tu carnet de
identidad?
Sonrió al entrar en el salón y no contuvo sus siguientes besos, como
queriendo darle misterio a su respuesta. Al llegar al dormitorio me miró
fijamente a los ojos.
—Eulalia, mis amigos me llaman Lilí… y mis amantes de muchas
formas.
—¿No me habías prometido un whisky? –dije, al verla lanzarse a mis
brazos como si no hubiese un mañana.
—Después podrás beberte la botella entera, ahora tenemos que descubrir
el sentido de la vida.
Tenía toda la razón, en aquel momento descubrir era prioritario a beber
y sentir mucho más importante que hablar. Recorrimos el mar de su
dormitorio de orilla a orilla, en un carrusel de sensaciones atracando en
las ensenadas de su cuerpo, navegando entre la bahía de sus muslos y fondeando
en la gruta de la vida. Echamos anclas cuando el capitán pirata,
después de varias navegaciones, se replegó al cofre del muerto.
Apoyó su cabeza en mi vientre y me contó alguno de sus sueños.
Le acaricié la melena rojiza que, a pesar de los humos de Bocaccio, todavía
olía a colonia cara.
—Me dejaría raptar de nuevo-dijo, mientras su cabeza descendía traviesa
hacia el palo de mesana –¿Y si el sentido de la vida estuviese aquí?
—No lo sé cariño, pero puedes tratar de averiguarlo…
Estallamos los dos en una erótica carcajada, porque sus investigaciones
coincidieron con un saludo de agradecimiento del mástil pirata.
Después de dos horas de navegación, volvimos al salón, ligeros
de bagaje y vestidos de náufragos en día de colada de taparrabos. Sirvió
un par de whiskys y se acomodó a mi lado en el tresillo.
—Salud, brindemos por ti, princesa.
—Por nosotros.
Los vasos de cristal chocaron sabedores de que nos habíamos ganado
su espiritoso contenido.
—Vamos, pregúntame lo que quieras –dijo.
Pasé mi mano libre sobre su hombro, la besé en los labios y ella se
arremolinó sobre mi pecho.
—¿Por qué crees que tengo preguntas?
—Vamos, Jordi, se cargan a mi padre en tu hotel y luego a unos de sus
amigos a pocos metros del Manila, ni el más ingenuo pirata se cree que
son coincidencias.
—Quisiera saber cosas de tu padre.
—No me andaré con rodeos, mi padre era un canalla, no sólo con mi
madre a la que engañaba constantemente, también con sus enemigos y
con su amigos… sus objetivos –que solo conocía éllos– conseguía pasando
por encima de todo y de todos. Rompió la única relación de verdad que
he tenido porque a él no le gustaba. Fastidió la vida de mi hermana todo
lo que pudo porque es un ser libre y contestatario. Su lema era: yo, yo, yo
y los demás. En cuanto a su entorno y amigos ya ves de que pelaje son.
—Supongo que tenía grandes ambiciones y grandes enemigos.
—Se creía un salvador y un líder. Si lo que quieres preguntar es si
alguien tenía razones para matarle, la lista no cabría en este sofá: mujeres
engañadas, socios timados, competidores arruinados, aliados defraudados.
Sólo el Opus le tenía cogida la medida.
—Entonces, ¿era un hombre creyente?
—Mi padre era el diablo, Jordi. Y si no lo era, tenía un pacto con él.
Habíamos llegado al punto más interesante de la conversación.
—No me interpretes mal, ni creas que es una pregunta estúpida. ¿Sabías
si practicaba cierto tipo de rituales?
Ella me miró interrogante.
—Como nuestra navegación, seguro que no. Supongo que era de tiro
rápido. Y aparte de los del Opus, no sabría qué decirte.
No quise preguntarle más. Como en muchas familias, las actividades
paternas son un misterio para sus allegados.
Pasamos la noche juntos y no volvimos a hablar del tema, nos dedicamos
a descubrirnos, a contarnos lo justo para dejar de ser unos desconocidos
y a no violar el jardín privado que acotamos en nuestras mentes. Hay
respuestas que se dan sin que se pregunte y preguntas cuya respuesta no
nos aportaría nada, porque son brisas que han impulsado a otros bajeles.

Nos despedimos haciéndome prometer que no la llamaría para una nueva
cita, como buena Lilith ella decidía cuándo volver a navegar.
Cuando necesite un nuevo rapto, lo sabrás –susurró mientras el ascensor
arribaba al séptimo cielo.
En el exterior, en una casi vacía Vía Augusta, la luz del amanecer
atravesaba los jardines del Turó Park e iniciaba el milagro cósmico de un
nuevo día.

La voz del pasado

Paseo de Gracia, junio de 1971

Tenía una nariz romana, un pasado terrible, una desvergüenza desmedida
y un pacto con el diablo y además, una hija preciosa de
melena irlandesa y otra hippie, nada de eso pudo evitar que acabara
en los dominios de Pedro Botero, si es que tal lugar existe fuera de
nuestras mentes y de la parafernalia religiosa. Confirmar si también era
uno de los violadores de Flix estaba en la capacidad sensorial de Nogal.
Me puse en contacto con Salvador Escamilla, locutor de radio Barcelona
y cliente del hotel. Sin darle grandes explicaciones, le pedí si en los
archivos radiofónicos de la emisora tendrían alguna grabación de Robert
Camperol. Al cabo de pocos días me llamó para decirme que disponían de
un par de cintas con la voz del difunto. Quedé con Félix Nogal en el hotel
para ir juntos en taxi a la emisora barcelonesa. El taxista frunció el ceño
cuando, Jesús Lucea, el portero de turno, le dijo nuestro destino a pocos
minutos del Manila. Muchos taxistas esperaban horas en la puerta del
hotel con la esperanza de que les saliera una buena carrera al aeropuerto,
hasta alguna población de la periferia o a un punto distante de Las Ramblas,
para que su contador marcara un generoso guarismo y contando con
una espléndida propina, pero un trayecto de apenas setecientos metros –
kilómetro y poco en coche-, hasta la calle Casp, casi esquina con Passeig
de Gràcia, truncaba esas expectativas; corrigió su expresión al comprobar
que el servicio era para mí, convenía estar a buenas con el dire. No
obstante, dio un magnífico rodeo y tardó bastante más que si hubiésemos
ido a pie. A pesar de la pequeña triquiñuela le di una propina rumbosa.
Convenía estar a buenas con los taxistas.
Subimos al primer piso, nos recibió Salvador Escamilla, director de
Radioscope, la ventana a las ondas de la llamada Nova Canço. Su programa
había descubierto y promocionado a un buen grupo de representan·
tes de éxito de la canción catalana, entre ellos Joan Manuel Serrat, Lluís
Llach o el grupo La Trinca.
—Pasad, pasad, en los archivos han localizado cintas de actos oficiales
con la intervención de Camperol-dijo con su magnífica voz de cantante
y locutor.
Entramos en uno de los estudios que estaba vacío, un técnico puso
desde la cabina las cintas seleccionadas. Las pasó un par de veces, una de
ellas correspondía a un pequeño discurso de una inauguración y la otra
de una entrevista a Camperol, precisamente en radio Barcelona. Nogal
confirmó, sin ninguna duda, que la voz de la entrevista y la de orador eran
la del llorón de Flix.
—Era el que gimoteaba –aseveró.
Le estaba dando las gracias a Escamilla por su favor, cuando Nogal
nos sorprendió de nuevo.
—El tipo que le presenta en la inauguración, también estaba allí.
—No jodas, exclamó Escamilla, ¿sabéis quién es?
—Me temo que sí –dije.
—¡Con la iglesia habéis topado! –exclamó Salvador.
—¿Quién es? –dijo Nogal con impaciencia.
—Luego te lo cuento.
Salimos de la emisora, y en vez de regresar al hotel le propuse a Félix
tomar algo en la terraza de la Cafetería Navarra. Nos sentamos en
una de las mesas del exterior porque el ruido de la circulación del
Passeig de Gràcia disimularía parte de nuestra conversación, que no importaba
a nadie más que a nosotros. En cuanto estuvimos acomodados,
entré con la excusa de pedir nuestras consumiciones y poder así admirar
la cristalera modernista del techo. Degustando nuestros riojas le aclaré
quién era su tercer hombre.
—Joan Deulovol.
—Joder, ¿el cura?
—El capellán, uno de los hombres fuertes de Modrego, el arzobispo
anterior, y ahora, después del nombramiento hace tres años de Marcelo
González, uno de los máximos impulsores de la campaña de movilización
nacionalista que exige obispos catalanes. Deulovol tiene todos los números
para ser nombrado coadjutor, con derecho a sucesión, y paralelamente
se habla de un inminente traslado de Marcelo y en cuanto esto suceda…
—O sea que en unos meses tendremos a un violador que ha firmado un
pacto con Satanás de arzobispo de Barcelona.
—Ese es el intento, la presión de la campaña Volem bisbes catalans,
está dando sus frutos.
—Espero que haya otros candidatos.
—Los hay, se habla de Narciso Jubany, pero Deulovol tiene todas las
preferencias.
—¿Cómo sabes tanto de estos asuntos, Jordi.
—Un hotel es como un gran confesionario, Félix y además con camas
y restaurantes, por nuestro negocio conocemos a los pecadores de pereza,
gula y lujuria, pero también los de soberbia o envidia… y de avaricia e
ira, en cuanto les pasamos la factura, tanto seglares como clérigos. Félix
estalló en una gran carcajada.
—No me imagino… –dijo, y no obstante, a pesar de su negación, Félix
andaba fabulando con algún prelado pecando de gula o de lujuria.
—Ya te he dicho que es como un gran confesionario y jamás revelamos
los secretos de confesión.
Paramos otro taxi para regresar al hotel. Nogal subió el primero y lo
hizo con la soltura de un vidente.
—Al hotel Manila –dije, una vez acomodado.
El taxista, farfulló algo en voz baja que no entendimos. Imaginamos
que su enunciado no le hubiese gustado a ningún purpurado.
—Les llevo por Vía Layetana o por Arco del Triunfo – preguntó, para
calibrar sibilinamente nuestros conocimientos en rutas callejeras.
—Directos a Las Ramblas –dijo Félix-, soy ciego, pero no turista.
El conductor no contestó, puso la primera y arrancó. Miré a Nogal y
sonreímos.
Yo me bajaré en el hotel y después mi compañero continuará hasta
Sants.
El taxista sonrió al saber que, a la postre, no sería una carrera corta

Jaime Gil de Niedma