Decimocuarta entrega: Donde se habla de la sexualidad oculta en las familias burguesas y la del propio JB con Lilith.

El cuarto elemento

Barcelona, final de junio de 1971

Una indiscreción me descubrió la personalidad real de Ramón Pagés.
A pesar de mis advertencias y de mis desvelos, el Manila,
como cualquiera de los grandes hoteles del orbe, era un nido
de espías y no lo digo por otros hechos más consistentes y de más alta
repercusión diplomática y política que algún día relataré, lo digo por las
situaciones cotidianas que suceden en el pequeño universo de un gran
hotel. El ir y venir de los clientes deja, en multitud de ellos, gratos o
controvertidos recuerdos, pero también en la memoria del personal de
un hotel queda reflejado el paso de muchos de sus parroquianos, incluso
tiempo después de estar alojados. Si todo el personal de un centro hotelero
tiene capacidades detectivescas y fantasiosas, en los años setenta el
centro de operaciones de espionaje estaba en la centralita de los hoteles,
allí se recibían los mensajes, se ponían las conferencias, se preguntaba y
se respondía a todo, mucho más que en la conserjería o en la recepción.
Con el tiempo, la eliminación de aquellas centralitas acabó con una profesión
y una forma de fisgoneo selecto.
El caso es que, gracias a esta tradición de poner oreja en las clavijas,
algunas de mis conversaciones e indagaciones eran seguidas por un público
entusiasta. Para confirmarme lo que era de dominio casi general,
apareció aquella mañana una de las camareras de piso en la puerta de mi
despacho.
—¿Puedo pasar, JB?
—Claro María, adelante.
María avanzó desde la puerta con paso indeciso hasta llegar al centro
del despacho. Se detuvo y cruzó las manos sobre el uniforme a la altura
del vientre.
—Por favor no te quedes ahí de pié, siéntate.
Retiró las manos del regazo y se sentó en una de las butacas.
—Verás, JB, he oído por ahí que estás interesado en un tal Ramón
Pagés…
—Sí, María, supongo que habrás sabido algo por radio macuto.
Ella sonrió. Me conocía desde que era un muchacho de catorce años
recorriendo los pasillos del hotel. María era de las veteranas, estaba desde
el primer día que el hotel abrió sus puertas.
—Estuve sirviendo mucho tiempo en casa de los Pagés, desde los trece
años. Tanto en su piso de la plaza Calvo Sotelo como en su masía de
Cadaqués. ¿Qué quieres saber de los Pagés?
—¿Conoces bien a Ramón?
—Sí, fue justo al terminar la guerra. El señorito Ramón-dijo, todavía
con la mente puesta en el pasado –tendría veintiuno o veintidós años.
Tenía dos hermanos y cuatro hermanas. Él era el mayor.
—¿Cómo era?
—No era mala persona a pesar de pasearse todo el día con la camisa
azul. Lo hacía porque era muy tímido. Cada vez que una de nosotras le
preguntaba algo se ruborizaba. Iba un poco salido, cuando «hacíamos» el
suelo nos miraba le trasero. En aquellos tiempos limpiábamos de rodillas.
—Perdona la pregunta… ¿llegó a propasarse alguna vez con alguna
de vosotras?
—No, que va, incluso había una cocinera extremeña que le provocaba.
Éramos crías y jugábamos a eso con los señoritos, sin que lo viese la
señora… muy de misa ella. En aquella casa no pasaba lo que en algunas
otras que el señor o los señoritos andaban tras el servicio, en la de los
Pagés todo lo vigilaba la señora.
Sonreí. Me imaginaba la férrea mano de la dama controlando a su
marido y a sus vástagos.
—Al parecer eran buena gente-aventuré.
—Bueno, ya sabes, muy suyos, muy católicos, la señora de misa diaria.
El señor con sus negocios. Eran primos hermanos, tuvieron que pedir
no sé que al Papa para casarse. En aquella casa sólo se hablaba catalán,
estaban orgullosos de que su hijo fuese falangista. «Me lo pidió Cambó»,
repetía el padre. El señorito Ramón utilizaba sus influencias con los gerifaltes
para los negocios de la familia.
—¿Y el tema del sexo?
—¿El ñaca, ñaca? Era muy familiar, en Calvo Sotelo todos guardaban
la compostura, pero al llegar a Cadaqués todo se desmadraba.
Creo que María vio en mi cara la extrañeza y las ganas locas de que
prosiguiera el relato, al fin y al cabo yo también era de la cofradía de los
chafarderos.
—Sí, JB, en la masía de Cadaqués, con el verano, el sol y la playa,
todo cambiaba. Venían a la finca las hermanas del señor y los hermanos
de la señora, todos primos, todos Pagés, todos muy catalanes. Pillamos
varias veces al señorito Ramón haciendo cosas con dos de sus primas.
—¿A la vez?
—No, no. Con una en el jardín y con la otra en su dormitorio. Las dos
eran primas hermanas, una de un lado y otra del otro, las dos Pagés. El
señorito tuvo que casarse con la primera de ellas que quedó embarazada.
No hubo escándalo; algunos de los cuñados Pagés también jugaban con
sus primitas.
—¡Caramba, María! Esta familia sabía divertirse.
—Uy, ahí no acaba todo –dijo María, misteriosa-. Cuando empezaba
el veraneo la señora se tiraba los tres meses con los pequeños en Cadaqués.
La familia tenía un capellán que residía todo el verano en la masía
y daba misa todos los días en la capilla de la finca. La familia sólo asistía
los domingos, la señora a diario.
—Vaya, muy devota.
—Sí, muy devota… devota del capellán. Malas lenguas dicen que el
más pequeño… bueno, el que ahora es sacerdote…
Estallé en una sonora carcajada.
—Sí, sí, tú ríete, pero no has tenido que verle con la sotana arremangada
empujando desde atrás y la señora apoyada en el altar de la capilla…
y luego limpiarlo todo.
No podía más, me estaba desternillando de risa. Traté de hacer un esfuerzo
y seguir indagando, no exento de morbo pregunté:
—¿Pero, vosotras, cómo lo veíais?
—A través de una cristalera o por el ojo de la cerradura… y no te rías.
—No puedo evitarlo, perdona María. Te voy a preguntar algo muy en
serio. ¿Crees capaz a Ramón Pagés de cometer un asesinato?
—¿El señorito Ramón? Qué va, es incapaz de matar una mosca.
—En la guerra mató a más de una.
—Sería a cañonazos y a distancia. Es un cobardica. Se desmayaba si
veía sangre. Un día, una de nosotras, Paulina, se cortó en un dedo y al
señorito le dio un vahído.
—Gracias, María. Me has sido de mucha utilidad.
—Ya sabes, JB, si en algo puedo ayudarte… Pero, por favor, no le
digas a nadie todo lo que te he contado.
—Yo no se lo diré a nadie, María.
—Gracias, JB.
Salió del despacho contenta de haberme podido echar un capote, ahora
veríamos cuál sería su aplomo cuando la interrogaran las telefonistas y
los mozos de equipajes, verdaderos agentes de información.

Una noche con Lilith

Barcelona, dos de julio de 1971

Lilith, según las antiguas culturas, fue la primera mujer de Adán.
Los sumerios ya contaron que su lujuria y rebeldía la llevó a abandonar
a Adán. El primer problema entre ambos surgió cuando ella
se cuestionó el porqué tenía que yacer debajo de Adán si también estaba
hecha de polvo como el primer hombre. Al parecer, no sólo era una cuestión
postural sino de igualdad. Eulalia Camperol cumplía con los cánones
de su predecesora, ella quería ser la protagonista de su vida, llevar la parte
cantante en las relaciones y elegir la postura del coito según el momento.
Yo no tenía ningún inconveniente en aceptar cualquiera de estas condiciones.
Así que esperé con paciencia a que ella iniciará un nuevo contacto.
Una mañana los dioses escucharon mis silentes ruegos y la tentadora
Lilith me llamó para proponerme una cita. Acepté encantado y quedamos
a medianoche en un bar cercano a Las Ramblas. Boadas era una coctelería
de la calle Tallers, a pocos metros de Las Ramblas y a tiro de piedra del
Manila. Era un local pequeño y entrañable, de forma triangular, en el que
José Luis y su esposa, María Dolores, hija del fundador Boadas, ejercían
de anfitriones. Nos sentamos en los dos taburetes de la barra principal que
formaban el vértice del triángulo. Nos atendió la mestressa en persona.
—Hola guapos-nos dijo. ¿Qué queréis?, aunque ya sé, Jordi, que me
vas a pedir un J&B como siempre. Espero que tu amiga tenga más sentido
del gusto y me pida un cóctel.
—Te presento a Eulalia –dije.
Eulalia le dio dos besos a María Dolores.
—Sí, yo no soy de ideas fijas, sorpréndeme con uno de tus combinados.
A María Dolores Boadas se le iluminó el rostro. ¡Por fin le traía una
persona de gustos exquisitos a la que poder maravillar con una de sus
creaciones!
— ¿Nunca le pides un cóctel para satisfacerla? –me dijo Lilith.
—Si, a veces, pero normalmente recurro al whisky.
—Vaya, veo que eres un hombre fiel… a las bebidas.
María Dolores seguía mezclando y dándole a la coctelera con agilidad
y ritmo.
—Toma cariño, mi mejor Dry, nueve partes de ginebra, una de vermut
seco, mucho hielo y mi toque mágico –le dijo a Lilith-. Y para ti, tu J&B.
Tienes suerte de que me recomiendas a los clientes del hotel, si no, no te
serviría ni una cerveza –dijo con fingido desdén y guiñándole un ojo a
Lilith.
—Bonito local, estuve una vez con mis amigos, aunque había mucha
gente y me pasó desapercibido.
—Por aquí ha transitado todo el mundo, desde Xavier Cugat a Serrat,
pasando por Joan Miró, Salvador Dalí, García Lorca, Picasso, Ernest Hemingway
saboreando sus mojitos, o Greta Garbo.
—Fíjate que sólo has mencionado a una mujer.
—No, Lilith, te he presentado a otra y excepcional. La gran dama del
Boadas.
Estuvimos dialogando por espacio de media hora larga. Hablábamos
de nosotros, protegidos por un mágico halo que nos situaba al margen de
todos, la demás gente del establecimiento andaba desaparecida entre la
niebla del humo de los cigarrillos. Con un ligero gesto apartó su melena
de tonos cobrizos y me miró a los ojos. Supe que iba a contarme la historia
de su gran amor, una historia rota por la presión paterna.
—Nunca supe, si lo que le molestaba era que me llevara cerca de diez
años de edad o, simplemente, por imponer su voluntad. El caso es que no
paró hasta conseguir que rompiéramos. Me traumatizó, pero me liberó, a
partir de entonces hice lo que me vino en gana, ligué con quien quise. El
problema es que en cada una de mis relaciones veo gestos de mi padre y
eso me impide amar a nadie.
En aquel momento María Dolores Boadas advirtió que nuestras copas
estaban vacías, con su habitual sonrisa preguntó si queríamos otra ronda.
—Sí, de lo mismo, estaba muy bueno –contestó Lilith.
La barman me observó con mirada desafiante para censurarme si le
pedía otro nuevo whisky. Esta vez la complací.
—Un Rob Roy, al fin y al cabo era un rebelde –dije.
María Dolores sonrió. La vimos coger el vaso mezclador y enfriarlo
vertiendo una cucharada de hielo picado y removerlo hasta refrigerar el
recipiente, tiró el hielo y puso casi tres cuartas partes de J&B de quince
años y el resto de vermut dulce, añadió dos gotas angostura, un chorrito
de jugo de cerezas y una cáscara de limón, lo mezcló todo con una cucharita
larga e intentó servirlo en una copa de Martini, pero la cambió por un
vaso corto sonriéndome.
—Es una concesión sólo para ti-dijo.
—Te lo agradezco.
Continuamos la conversación que María Dolores había interrumpido
para evitar que nos quedáramos secos. Nuestros taburetes estaban pegados
el uno al otro con lo que nuestras pantorrillas se rozaban en cada
cambio de posición. Tuve la tentación de subirme la pernera del pantalón
por encima del calcetín para sentir su piel. Lilith lo adivinó, me cogió la
mano y fue recorriendo con sus dedos las líneas de la palma como si fuese
una experta en quiromancia.
—¿Sabes leerlas? –pregunté.
—No, pero me gusta tocarla –dijo entrelazando sus dedos con los míos
y poniendo cara de niña mala por la ambigüedad de la respuesta.
Correspondí a sus caricias poniendo mi diestra sobre su rodilla.
—A mí también… –dije. Pero, sigue con tu historia, por favor.
—Poco más hay que contar. Soy una mujer libre, también quiso serlo
mi hermana y ante la imposibilidad de conseguirlo huyó para no enfrentarse
a mi padre.
—¿Hace mucho que está en Ibiza?
—Un par de años… y dudo mucho que vuelva. Yo me quedé aquí, en
la misma ciudad que mi padre; preferí darle disgustos en distancia corta.
Fue una forma de vengarme.
—¿Y ahora que él ha muerto?
—No siento ninguna satisfacción, ni alivio, algo se rompió hace tiempo
en mi interior y trato de arreglarlo… sin prisas.
Nuestras bebidas fueron mermando a la misma velocidad que nuestros
cuerpos se buscaban sutilmente. Nos besamos. Sin embargo, no estábamos
cómodos, el local no era demasiado grande y pese a las cortinas de
humo y el éxtasis del vapor etílico, nos poníamos en evidencia. Nos despedimos
de la mestressa, que nos regalo besos, sonrisas y consejos, salimos
a Las Ramblas y paramos un taxi. Lilith dio la dirección de su casa y
se acurrucó a mi lado como si quisiera fundirse en mí, su mirada era toda
una promesa, porque se pueden adornar las palabras hasta hacerlas convenientemente
creíbles, pero la forma de mirar no engaña. Llegamos en
apenas un cuarto de hora, abrió la puerta y nos besamos en la semioscuridad
del patio, sin dejar de besarla tanteé los botones del ascensor hasta dar
con el de llamada, en cuanto el elevador abrió sus puertas entramos sin
mirar, por fortuna estaba vacío. Lilith se arremangó la minifalda y saltó a
mi cintura atenazándola con sus piernas, yo le sujeté el trasero por debajo
de la falda sin intención de renunciar a sus glúteos, por lo que tuvo que
ser ella la que pulsara el disco de su piso. De la misma guisa y sin dejar
de besarnos, dejamos el ascensor y, como pudimos, introducimos el llavín
en la cerradura de la puerta, una premonición de lo que iba a suceder poco
después en su tresillo. Como era de esperar Lilith me cabalgó con frenesí,
y a mí no me importó yacer debajo de ella. El orden de los factores…
Un par de horas más tarde, reposábamos felices en su dormitorio.
—¿Le has vuelto a ver? –pregunté al techo de la habitación.
—¿Te refieres a mi sujetador? Cayó a las primeras de cambio.
Solté una carcajada y me giré hacia ella. No hizo falta volverle a preguntar.
—Mi padre solía ser muy convincente. No he sabido nada más de él,
aunque por amigos comunes supe que vivía en Barcelona.
—La muerte de tu padre cambia mucho las cosas. ¿Tal vez, ahora?
— No temas, no me gustan los cobardes, se rindió demasiado pronto.
Incluso le escribí un par de cartas diciéndole que estaba dispuesta a todo
por seguir con él… a todo, incluso dejar mi casa. No recibí respuesta. Mi
tercera misiva fue devuelta al remitente, no quiso ni abrirla.
— Lo siento.
—No tienes nada que sentir, es agua pasada y como te he dicho, entre
el uno y el otro me mostraron el camino de la libertad.
La abracé tiernamente y no pregunté más. Mis inquisiciones eran sinceras,
pero no quería incomodarla. Miré la hora, tenía que regresar al
hotel, a la mañana siguiente, es decir, al cabo de unas cuatro horas, empezaba
una jornada complicada, al mediodía recibíamos un par de grupos
de turistas y despedíamos a otros tantos.
—Tengo que irme princesa, ¿me llamarás?
Ella sonrió, sabía que la pregunta era sincera, pero un tanto sarcástica.
—Es posible que lo haga –dijo irónicamente.
Me metí en el baño, estaba lleno de potingues y de ungüentos, pero
muy bien ordenado. Dejé que el agua de la ducha de deslizara por mi
cabeza para terminar de despejarme. Elegí un gel de baño del surtido de
media docena que reposaban en un estante de cristal. Canté un par de
estrofas de alguna canción y eso me trajo a la memoria mis días en el
coro de Notre Dame de Lausana. «Tengo que apuntarme en algún coro
de Barcelona», pensé. Al entrar de nuevo en el dormitorio, Lilith estaba
esperándome desnuda y con un sobre en la mano.
—Es la última carta que le escribí y que me fue devuelta. En ella le
contaba todos mis sentimientos y mi rabia por no haber luchado por mí,
quiero que la leas y luego la destruyas. Con eso rompo con el pasado, ya
no actuaré ni por venganza ni por indolencia, lo haré a mi modo y cómo
decida.
—No sé si debo… es tu vida.
—Y yo quiero hacerte participe de ella, así no preguntarás nada más,
tampoco deseo que me comentes tu parecer, sería baldío; acéptalo como
un gesto de especial confianza.
Cuando terminé de vestirme cogí el sobre y lo guardé en uno de los
bolsillos de mi americana. Ella permanecía sentada en el borde de la
cama, me arrodillé para quedar a su altura.
—No te olvides de llamarme, todas las mujeres decís que lo haréis y
luego si te he visto no me acuerdo.
—Eres un payaso, Jordi, –dijo, partiéndose de risa.
Di un portazo simulando mi salida, pero me quedé en el piso, entré de
nuevo en el dormitorio y ella salió del baño algo asustada. Sonrió con su
carita de niña mala al verme allí parado.
—¿Qué te has dejado? –preguntó.
—A ti-respondí, besándola en la boca.
Fue una despedida tierna, con sabor a cóctel a besos y a confidencias.
La ducha seguía martilleando sobre la bañera vacía, como una canción
de amor.

El Club Med de Cadaqués, inaugurado
El Club Med de Cadaqués, años 70. Folo La Vanguardia
Foto Maspons. EL PAÍS
LA DAMA DEL BOADAS DE ABRCELONA
COCTELERÍA BOADAS
Imagen Publicitaria de Bocaccio. Teresa Gimpera, foto Leopoldo Pomés.

Había mujeres piratas? La historia de Anne Bonny y Mary Read - VIX

Decimotercera entrega: De viajes, filosofías y teologías

En un pequeño pueblo cercano a Flix

Ribera del Ebro, 28 de junio 1971

El pueblo se acunaba en el meandro, el Ebro le rodeaba como si quisiera
protegerlo de todo mal. Como muchos pueblos de la Ribera
estaba rodeado de campos de cultivo, tenía una ermita cercana,
una plaza con su ayuntamiento y una escuela municipal. Como tantos
otros pueblos de la Ribera tenía grandes proyectos de futuro sin olvidar el
pasado. Sus mujeres seguían haciendo encaje de bolillos y sus hombres
trabajando en el campo, como antes de que España se desangrara en una
guerra incivil.
Mi Kadett dejaba Flix a la espalda a menos de siete kilómetros de
nuestro destino. Ripoll me iba contando, con las oportunas reservas, el
interrogatorio a Gabaldá.
—Me has contado tú más cosas que Gabaldá al juez. Ni demonios,
ni violaciones, ni nada que ver con los asesinatos. Es más, dice no haber
tenido demasiados contactos con sus antiguos camaradas. Ese cabrón asegura
que es un santo.
—Mientras le crean…
—Yo no, te podría contar cosas de él que te sorprenderían. Ahora saca
la Senyera por todas partes, antes se descojonaba de todos los símbolos
catalanes. Era un camisa azul convencido.
—Bueno, también toma riesgos con su postura actual-dije, ya a la vista
del pueblo de María.
—Es una pose, le gustaría que le metiéramos en la cárcel por nacionalista,
así se pintaba la aureola de mártir. Los cambios están cercanos,
Jorge, el gobierno, pese a todo, está abriendo la mano. Un tal Jordi Pujol
le ha tomado ventaja y Gabaldá quiere recuperar terreno.
Llegamos al pueblo de María. Nos dirigimos a la comandancia de la
Guardia Civil y preguntamos por el comandante de puesto. Un cabo con
aspecto aburrido nos recibió en un despacho presidido por un crucifico y
una litografía del jefe del Estado. Ripoll le enseñó sus credenciales y el
cabo se cuadró.
— Siéntanse por favor –dijo, señalando un par de sillas de madera-.
¡Qué no nos molesten! –gritó al número de guardia.
Ripoll le contó de una forma muy somera lo que nos había traído al
pueblo.
—Sólo pretendemos averiguar el domicilio de una vecina llamada
María y si consta alguna denuncia durante o después de los días de la
liberación del pueblo.
El cabo de la Benemérita puso cara de póquer ante la escasez de información,
Ripoll tuvo entonces que ampliar la exposición contando alguno
de los pormenores del caso en la confianza de que, en un pueblo tan pequeño,
todo el mundo estaría enterado de lo sucedido. El cabo se levantó
con parsimonia y se dirigió a un archivo metálico de color verde botella.
Lo abrió y el mueble mostró una serie de carpetas de color gris con anotaciones
en lápiz y bolígrafo.
—Denuncia no hubo ninguna, pero es natural dadas las circunstancias
y quienes eran los agresores. Estoy seguro de que en el ayuntamiento, si
la chica era de aquí, alguien sabrá alguna cosa sobre ello; voy a llamarles.
El cabo descolgó el teléfono de bakelita negra, giró el disco varias veces
y esperó. Alguien respondió al otro lado del auricular. Sin necesidad
de identificarse el comandante de puesto preguntó por María y el hecho
ocurrido en el 38. El interlocutor sabía sobre quién le preguntaban porque
el cabo iba asintiendo con la cabeza y cada vez que pedía una aclaración
nos miraba previamente y respondía al informante con monosílabos: ya,
ya… sí… esa… Cogió un bolígrafo Bic de la mesa de madera que le servía
de escritorio. Garabateó un nombre y algunos datos en una cuartilla y
preguntó al interlocutor: «¿Sabéis su domicilio?». Quedó a la espera un
par de minutos, golpeaba rítmicamente la mesa con el bolígrafo, hasta
que le dieron una dirección que escribió en el papel. «Gracias, luego nos
vemos en el bar», dijo para finalizar la conversación.
—Efectivamente, todos en el pueblo conocen la historia de María…
María Congost. Vive en Flix, me han dado la dirección –dijo, entregando
la hoja manuscrita a Ripoll.
—Muchas gracias por su ayuda –dijo Enrique.
Quedé gratamente sorprendido de la memoria de los vecinos de María
y de la eficacia de la Guardia Civil.
Desandamos los siete kilómetros que nos separaban de Flix. Al llegar
al pueblo preguntamos por la calle que teníamos anotada. No fue difícil
dar con la casa de María Congost. Era una de esas viviendas de dos pisos
con portalón de madera y balcón cargado de flores en la fachada, el aire se
colaba por una de las ventanas y movía los visillos mostrando impudente
parte del interior de la vivienda. Llamamos con la aldaba del portón un
par de veces sin recibir respuesta. Frente a la casa de María había una
taberna de aspecto tranquilo. Algunos clientes se apoyaban en la barra y
otra media docena permanecían sentados y divertidos alrededor de una
mesa de mármol donde jugaban al dominó o miraban el devenir de la
partida. Preguntamos por María y nos respondieron que la habían visto
salir pero que, a buen seguro, no tardaría en regresar. Pedimos un par de
cervezas y esperamos. A la media hora apareció al fondo de la calle. Su
aspecto era jovial a pesar de que pasaría de los cincuenta, cara redonda y
atractiva, de grandes ojos y amplia sonrisa. Adivinamos que era ella por
los detalles que nos había proporcionado el tabernero. Pagamos las consumiciones
y salimos a su encuentro.
—¿María Congost? –preguntó Ripoll.
—Sí, soy yo. ¿Puedo ayudarles? –dijo boquiabierta.
—Me gustaría hacerle unas preguntas –dijo Ripoll, con el más puro
lenguaje policial y mostrando su placa.
—¿Ocurre algo?
—¿Podemos pasar dentro?
María nos abrió su domicilio, y sus recuerdos. Nos contó aquel terrible
momento, su desengaño respecto a Camperol y la humillación sufrida.
Mi amigo Ripoll le informó de la muerte de Camperol y de dos de sus
violadores, ella escuchaba cariacontecida el relato, se percibía que la evocación
de aquellos canallas la alteraba. A pesar de ello, Ripoll no pudo
dejar de pensar como un policía y le preguntó de súbito:
—¿Dónde estaba usted la madrugada de San Juan entre las cinco y las
seis?
Ella se mostró sorprendida por la pregunta, vaciló un poco…
—Era la verbena, la celebré con unos vecinos, fue aquí enfrente en la
taberna. Estuve hasta pasadas las siete, ya sabe, era verbena.
Ripoll no se dio por vencido y volvió a preguntar.
—¿Y el día veinte entre las dos y las tres de la mañana?
—Pues durmiendo… todos los días no hay fiestas.
Estaba claro que, a pesar de tener poderosas razones, María no estaba
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cargándose a los del quinteto. Entre otras cosas porque nos dijo que desconocía
la personalidad de sus violadores, salvo la de Robert Camperol.
No obstante, Ripoll no las tenía todas consigo, se levantó de su asiento
y quedó de pie frente a María con la chaqueta abierta, procurando que
asomara la funda de su Astra. Sonreí para mis adentros, esa técnica intimidatoria
daba ciertos resultados cuando los interrogados ocultaban algo,
pero María permanecía tranquila observando, desde la comodidad de su
asiento, los movimientos de Ripoll que daba una ojeada a las fotos que
María tenía sobre un platero. El poli detuvo su deambular, tomó una de
las fotos de marco bruñido que representaba a la propia María con un niño
de pocos años y preguntó:
—¿Es alguien de la familia?
—Es mi hijo, la foto es antigua.
Extendió la mano en dirección al policía y le pidió la foto. La observó
con cariño.
—Tiene muchos años, si no me equivoco es del 43, mi hijo tendría
unos cuatro años.
El comisario y yo nos miramos interrogantes. Me incliné hacia María
y la miré a los ojos. Ella bajó su mirada.
—Si a lo que han venido es para averiguar si he sido capaz de matar
alguno de esos canallas, les adelanto que les perdoné hace mucho tiempo.
Uno de ellos es o fue el padre de mi hijo. No he olvidado, aquel terrible
día tuve el mayor de mis desengaños, pero el mejor de mis regalos.
—¿Nunca se preguntó quién podría ser el padre? –dije, tratando más
de consolarla que de hacer averiguaciones.
—¿Para qué? No conocía a los otros cuatro. Era una pérdida de tiempo
presentar una denuncia contra cinco oficiales franquistas. Algunas jóvenes
del pueblo también fueron violadas por soldados moros del mismo
regimiento. No tuvieron tanta suerte, al final de los ataques fueron vilmente
asesinadas. Hubiese sido inútil denunciarles. Robert conocía mi
domicilio, nunca se presentó ni para preguntarme cómo estaba. Cuando
los republicanos volvieron a reconquistar el pueblo supe que estaba prisionero,
dudé entre denunciarles o no, pero alguien me dijo que pronto
les fusilarían como ellos habían hecho con el alcalde, el médico y otros
vecinos. Luego supe que pasados unos meses fueron liberados por el contraataque
nacional. El resto pueden imaginarlo –dijo, esgrimiendo la foto.
—¿Nunca supo nada más de Camperol?
—Sí, una vez vino a verme, fue en el cincuenta y cinco. Me pidió per-
dón. Quiso compensarme con dinero, lo rechacé. En aquel momento llegó
mi hijo de la escuela. Robert adivinó en mis ojos la parte de la historia que
nunca le había contado. «¿Es mío?», preguntó. Me encogí de hombros, le
miré a la cara y le respondí: «No, es mío». Él insistió, como si esperará
una salida para justificar su propia conciencia. «¿Puedo ser el padre»? No
puedo saberlo, ni fuiste el primero ni el último, sólo uno de los cinco. Lo
que sí es seguro es que es hijo de una jugada del diablo. Él retrocedió, mi
respuesta le impresionó más de lo que yo esperaba. Gimoteó durante un
rato. «Si algún día necesitas mi ayuda…», dijo con poco convencimiento.
Salió de mi casa, cabizbajo y atemorizado. Yo le quise, le quise mucho,
nunca deseé su muerte y su visita me liberó, fue como una ola que borra
las huellas de un dibujo en la arena y sólo queda el canal por donde discurrió
el trazo.
Quedamos los tres en silencio, Ripoll tomó de nuevo la foto y la depositó
con delicadeza en el platero.
—Muchas gracias señora Congost, nos ha sido de gran ayuda. Le daré
mi tarjeta por si quiere contarme alguna cosa más.
Nos despedimos en el portón de madera de su casa, frente a la taberna
donde docenas de parroquianos habían compartido con ella la verbena de
San Juan. Me alegré de la imposibilidad de que tuviese algo que ver con
el caso. Puse en marcha el Kadett, Ripoll se ajustó la americana.
—Eran una panda de cabrones –dijo.
—Hay un par que todavía lo son –contesté mientras aceleraba.

Entre filosofías y teologías

Finales de junio, 1971

Tuvimos unos días de mucho trabajo en el hotel. Ripoll seguía con
sus averiguaciones sin demasiados avances, había localizado al
hijo de María Congost que vivía y trabajaba en Barcelona. Sutilmente,
sin entrar en contacto con él, controlaba los lugares por donde Sergio
Congost se movía y las amistades que compartía. Ripoll, como buen
policía, tenía siempre un hueco para su lista de sospechosos y la profesión
de Congost, que ejercía de cirujano en el Hospital del Mar , le suponía
hábil con el bisturí y por tanto capaz de ejecutar a las víctimas; sin embargo,
no era el único componente del listado policial, Balcells era médico,
Pagés un arrepentido de dudosa personalidad y Gabaldá un canalla capaz
de contratar a alguien para hacer un trabajo sucio, de hecho Ripoll pensaba
que no sería la primera vez que utilizara medios tan drásticos. Pero, de
todos, el único que podría tener interés de venganza era Sergio Congost;
no obstante, el hijo de María no conocía la personalidad de los componentes
del quinteto, salvo la de Robert Camperol. En la lista de Ripoll ya
no figuraban las dos hijas de Camperol puesto que había comprobado las
cuartadas de ambas y de la viuda, principales beneficiaras del testamento.
«También te he borrado a ti», me decía entre risas. Yo le sugerí que faltaba
alguien en su registro: el Diablo.
A falta de más candidatos me autorizó para que siguiera la pista del
famoso conjuro perdido y que el Opus aseguraba estaba en la biblioteca
de Egipcíacas. Tal vez por ese lado del ovillo pudiéramos encontrar un
nuevo indicio. En cuanto tuve un rato libre me planté en la biblioteca. Fui
a la hora de cerrar para no interrumpir a Hipathia en su labor de descubridora
de libros dormidos y de sueños despiertos. La ayudé a cerrar las
puertas y nos dirigimos sin prisas a la cervecería Baviera en Las Ramblas,
frente a la fuente de Canaletas. Anduvimos por la calle dels Àngeles y
por la de d’Elisabets hasta salir a Las Ramblas. Subimos al primer piso
del establecimiento para tener más intimidad, los escalones de madera
todavía conservaban los ecos de las tertulias de los jugadores del Barça
de los años treinta al final de sus partidos de liga, y se enorgullecían de
ser el primer local de la ciudad en el que se servía caviar. Pedimos un par
de jarras de cerveza. Hipathia se extrañó.
— ¿No quieres un J&B en vaso corto y con dos hielos?
—Nunca antes de las diez de la noche… –me excusé bromeando
Hablamos de nuevo de aquellos años de mi infancia en que su biblioteca
y su personalidad eran punto de parada y disfrute. Al cabo de media
hora de reminiscencias y risas le conté las sospechas del Opus, mi interés
por todo lo que concernía al Codex Gigas lo conocía de sobras.
—Sí, recuerdo que vinieron a preguntarme por un conjuro de una de
las páginas del códice. Te aseguro que no tengo constancia de que este
documento esté en la biblioteca. Pero si la hubiera tenido, tampoco les
hubiese dicho nada.
—No entiendo por qué insisten, Hipathia. Les dije que era una estupidez
suponer que guardáis el conjuro y ellos mantienen que lo saben por
una confidencia. Tampoco quisieron decirme de quién.
—Como puedes suponer tengo todos los libros y documentos perfectamente
catalogados. Allí no aparece nada, salvo que esté encriptado o
bajo un nombre ficticio. ¿Sabes cuántos documentos tenemos?
—Imagino que muchos, aunque sí sabrás qué lectores te solicitan libros
sobre conjuros, pactos diabólicos, biblias demoníacas y todo eso.
—Sí, hay un lector que da este perfil. Y tú le conoces.
Puse cara de interrogación. Hipathia sonrió con malicia.
—No os caísteis demasiado bien –dijo misteriosa.
—¡El tipo de la verbena!
—El mismo, el profesor Gassiot.
—Vaya por Dios, no me digas que tengo que hablar con ese pedante.
Hipathia lanzó una discreta carcajada.
—¿No tendrás celos? –dijo bromeando, pero abriendo una inesperada
perspectiva.
—Tal vez –le contesté.
Mi amiga me dio el teléfono del departamento donde Albert Gassiot
ejercía de omnipotente profesor universitario. Escribí el número en mi
libretita verde, el suyo sería mi próximo contacto.
El despacho de Gassiot no estaba en los servicios centrales de la plaza
de la Universidad, ni en la zona alta de la ciudad en la llamada Zona
Universitaria. La Facultad de Teología estaba ubicada desde hacía un par
de años en la calle Diputación, a tenor de una propuesta conjunta del
arzobispo de Barcelona y del Padre superior de la Compañía de Jesús.
Se eligió el edificio del Seminario Conciliar de Barcelona construido en
1879 por el arquitecto Elies Rogent. Acogía a las Facultades de Teología,
Filosofía y Humanidades y entre sus paredes estaba la Biblioteca Pública
del Seminario, la más antigua de la ciudad, creí recordar que se remontaba
a 1755. Ese si sería un buen lugar para esconder la página perdida del
códice.
El profesor Gassiot me recibió con aspecto triunfante, no entramos
en su despacho, me acompañó directamente a la biblioteca. El lugar
representaba todo lo que esperamos de un centro del saber. La sala de
lectura era enorme, casi doscientos cincuenta metros cuadrados acogían a
cuarenta y siete puntos de lectura. Como si leyera mi pensamiento y ante
mi admiración, amplió los datos sobre el lugar.
—Tenemos un almacén de más de mil metros cuadrados y nuestro
fondo bibliográfico está formado por cerca de 350.000 volúmenes, especializados
en Ciencias Eclesiásticas, Filosofía y Humanidades.
—Es impresionante, ¿supongo que saben todo lo que tienen?
—No al completo, vamos codificando y comprobando cada uno de
los volúmenes y documentos. Yo, por ejemplo, alterno mis clases con la
investigación y la organización bibliográfica.
Supe que estaba en el lugar adecuado, no quise descubrir, todavía, el
verdadero objeto de mi visita.
—Imagino que Joan Deulovol, desde su puesto de archivero y candidato
fallido a arzobispo, tendría una fluida relación con la Institución.
—Por supuesto, colaborábamos en muchas averiguaciones y cambiábamos
impresiones a menudo.
—¿También con el Opus? –pregunté de sopetón.
—Con ellos no demasiado, están a otro nivel en sabiduría eclesiástica.
—El día de la verbena dejamos una conversación pendiente – dije.
—No, usted se cerró en banda y no quiso ser instruido.
Su actitud era petulante, me tenía allí para pedirle un favor y eso le
satisfacía sobremanera. Levantó las cejas y frunció el ceño esperando mi
preguntó.
—Imaginemos que alguien firma un pacto con el diablo. ¿Hay forma
de romperlo?
—Vaya, el incrédulo Brotons, empieza a cuestionar sus convicciones.
—No, no es eso Gassiot. Sigo siendo agnóstico en todo esto.
—La respuesta a su pregunta es no. Los humanos creen que pueden
engañar a Belcebú, con conjuros, tretas y rezos. De nada valen los últimos
porque al firmar con el diablo dejaron de ser hijos de Dios. Tampoco
con ardides o artimañas, Satanás es el rey de las astucias. En cuanto a los
conjuros…
Estábamos llegando al punto que yo quería.
—Los conjuros pueden, aparentemente, romper el pacto. Sin embargo,
la mayoría de las veces, el diablo exige otra alma en pago de la liberación
de la del contratante. En cuanto realiza el sacrificio se condena de
nuevo, con lo que su alma vuelve a quedar en poder del averno.
—Entonces, es posible que existan conjuros de este tipo.
—Es posible.
—¿En el Codex Gigas?
Gassiot me miró de forma enigmática, chasqueó los labios y sonrió.
—Es posible, es un códice muy completo.
—Sigamos imaginando, Gassiot. Si en una de las páginas arrancadas
del Gigas, contuviera uno de esos conjuros podría ahora estar en estar en
cualquier biblioteca. Incluso en esta.
—Sí, podría ser, aunque no me consta.
—Supongo que no se ha tomado la molestia de comprobarlo…
—No se lo diría amigo Brotons, las cosas de la Iglesia y las del diablo
no son para los agnósticos.
—Touché… pero sí para los curiosos y yo lo soy desde la cuna.
Gassiot se río divertido, él era tan seglar como yo, pero estaba acostumbrado
a navegar por los procelosos mares de las sotanas y se desenvolvía
muy bien entre legajos y biblias apócrifas; cabalgar entre jesuitas y
clérigos del arzobispado le concedía un plus de ocultismo religioso, algo
así como un agente secreto del cristianismo, sin hábito, pero totalmente
entregado a la causa.
—Si, como usted dice, esos conjuros son inútiles, ¿por qué tanto misterio?
—Yo no le he dicho que sean inútiles le he dicho que son ineficaces,
que no es lo mismo. Al diablo no se le engaña fácilmente.
—… No obstante, es posible burlarle –dije, dispuesto a llegar al fondo
de la cuestión.
—Entra dentro de una remota posibilidad.
—Entonces –exclamé tirando a matar- ¿Por qué no ayudaron a Joan
Deulovol?
Me di cuenta de que había dado en el blanco, porque el rostro de Gassiot
se contrajo mostrando todos los surcos de sus líneas de expresión.
Sentí chispas de su saliva estrellarse contra mi rostro al chasquear su labios
antes de responderme.
—Tal vez no lo mereciera –dijo prepotente.
—¿Significa que hubiesen podido ayudarle?
—No ponga en mi boca palabras que yo no he dicho, estamos hablando
de teorías.
La conversación terminó entonces, salvo algunas frases de cortesía.
Nos despedimos en la puerta del emblemático edificio neorromántico,
hogar y cátedra de filosofías y teologías, magisterio de humanidades y
custodio de secretos insondables de la Iglesia… y de sus enemigos. La
conversación con Gassiot me había aportado datos muy interesantes, sin
querer me había descubierto que el conjuro del códice estaba o en su
poder o a su alcance y que no había querido ayudar a Deulovol, tal vez
porque él tampoco creía en la fuerza del conjuro. Por otro lado, se ponían
en evidencia las verdaderas intenciones del Opus, ellos sabían que en
Egipcíacas no estaba la página del conjuro, pero que mi amistad con Hipathia
me obligaría a seguir investigando para librarla de toda sospecha
y conducirles a quién pudiese tenerla. Me permití liar un poco la cosa,
entre sotanas andaba el juego y la situación empezaba a divertirme. Así
que llamé desde una cabina al despacho de Ramón Guardans. El yerno
de Francesc Cambó me atendió de inmediato.
—Es sólo una sospecha, Guardans, pero creo que en la biblioteca del
Seminario Conciliar tienen el conjuro y Gassiot es su cancerbero.
—Buen trabajo, Brotons. Le debemos un favor. Si algún día quiere
ingresar en la Obra…
—Gracias Guardans, pero eso ya me lo propuso un ministro hace menos
de un mes.
En realidad no les había descubierto nada, Gassiot estaba ya dentro de
sus sospechosos y mi supuesta confidencia liberaba a Hipathia de su campo
de acción y eso me tranquilizaba. Demasiados muertos, demasiados
diablos y demasiadas sotanas como para dejar ningún cabo suelto.
Regresé andando al hotel para despejarme. Atravesé la Plaza Urquinaona,
bajé por la calle Balmes y llegué a La Rambla de los Estudios en
apenas diez minutos. El hotel estaba completo y eso siempre satisface a
un director. Me senté en mi despacho y Quendy me informó de las últimas
novedades, media docena de llamadas y un pequeño lío con el chef
que quería hacer uno de sus postres preferidos, sorbete Gala Placidia, y
que no tenía las copas adecuadas. Telefoneé a Grifé & Escoda y encargué
dos docenas de copas talladas a mano con una preciosa ornamentación
floral y de cisnes de esbelto cuello, eran unos excelentes trabajos sobrevivientes
de la Cristalerías Planell, que habían cerrado en el 57. El chef se
emocionó, su postre tendría el mejor de los servicios.

Casas en Flix - yaencontre

Un pueblo cercano a Flix…

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Opel Kadett – año 71-

Antiguo Seminario Conciliar de Barcelona.

Biblioteca Pública Episcopal del Seminario de Barcelona ...
Facultad de Teología

Seminari Conciliar Barcelona | Història del Seminari

Al Codex Gigas le faltan algunas páginas

09/01/2017 Centre Civic Cristalerías Planell en 2020 | Objetos de ...

Duodécima entrega: De cómo perder la cabeza y viejas historias.

Si pierdes la cabeza, no sonrías

Madrugada de San Juan, 1971

El cambio de solsticio no había acabado todavía, unos se purificaban
en la mar, otros buscaban un trébol que les trajera la suerte y
alguien preparaba un asesinato reclamando una cuenta pendiente.
Una figura no demasiado voluminosa vestida en negro, de oscuras
y perversas intenciones, se movía como una sombra entre los grupos de
juerguistas que todavía pululaban por las calles de la ciudad. Atravesó la
plaza de la Catedral, el edificio catedralicio pareció estremecer a la sombra
que apretó el paso. Llegó frente al Archivo Diocesano en la calle del
Obispo. La entrada estaba protegida por una enorme puerta de madera
que, a pesar de la hora, estaba abierta. Deulovol trasteaba en su despacho
de archivero, un enorme ficus aportaba calidez y ornato a la sala, lo tenía
desde hacía tiempo, lo regaba con asiduidad y le dedicaba todos sus mimos;
las plantas también tienen sentimientos, solía decir.
La sombra, aparentemente humana, atravesó el patio y subió por la
escalera principal. Se movía con comodidad como si hiciese siglos que
conociera el lugar. Entró sigilosamente en el despacho del archivero,
Deulovol andaba consultando unos documentos.
—Ahí no lo encontrarás –dijo una cavernosa voz surgiendo de la negrura.
Deulovol se giró, tenía en su mano un antiguo legado con el sello del
Vaticano.
—Ahí no lo encontrarás –repitió la voz.
—Me importuna este juego –dijo, al fin, Deulovol.
—Yo tengo algo que tú deseas y tú algo que vengo a reclamarte.
—No tienes derecho…
—Oh… sí lo tengo, Él me lo otorga.
El pretendiente a arzobispo, antiguo falangista, nuevo nacionalista e
impune violador y asesino, sintió miedo por primera vez en muchos años.
Retrocedió unos metros y su coxis tropezó con su mesa de archivero.
Una bandeja que soportaba un tintero, algunas plumas y media docena de
lápices tembló con el golpe.
—Hicimos un trato –atinó a decir Deulovol.
—Un trato que habéis pretendido romper.
—¿Cuántas más vidas quiere?
—La tuya le bastará, de momento.
Trató de lanzarse sobre la sombra, pero su complexión oronda de doctor
de la Iglesia cayó contra el suelo del despacho sin hacer apenas ruido
y quedó de cara al piso. La sombra saltó con agilidad sobre la espalda
del capellán. Fue como si un relámpago cruzara la estancia, con la mano
derecha el atacante levantó la cabeza del caído y el acero de un bisturí
apareció en su mano izquierda como por encanto. Casi no hubo lucha,
la garganta sebosa de Deulovol se abrió como la boca de una hucha de
arcilla por donde manó la sangre en abundancia. El ficus recibió las salpicaduras
del rojo elemento y se manchó con la sangre de su custodio. El
homicida se aupó sobre el cuerpo de su víctima. Su mirada se dirigió hacia
un escudo decorativo colgado en la pared de enfrente. Sobre el soporte
de madera y piel se cruzaba una espada de doble filo que, pese al uso
ornamental, estaba visiblemente afiliada; podía pasar por una de aquellas
que se destinaban para decapitar a los nobles. El asesino la blandió con
extraordinaria facilidad y de un solo tajo, separó la testa del tronco de
Deulovol cuando el sacerdote todavía agonizaba entre desagradables estertores.
La cabeza del asesinado rodó por el piso como fruta madura. La
expresión de sorpresa y terror de Deulovol al ser degollado había dejado
una mueca de falsa sonrisa en su rostro. El criminal levantó su trofeo y
lo depositó en la bandeja de plata a la que previamente había vaciado de
sus objetos, las estilográficas y el tintero se estrellaron contra el suelo con
estrepito. Al igual que la de San Juan Bautista, cuyo día se estaba celebrando,
la testa quedó severa y sanguinolenta sobre el plato. Era patético
contemplar aquel rictus risueño mirando hacia el tronco podado de lo que
había sido Joan Deulovol, casi coadjutor y que ya nunca llegaría a arzobispo.
La sombra despareció del lugar del crimen con la misma facilidad
con la que llegó. Fuera, los últimos petardos saludaban la salida del sol.
El teléfono de mi habitación sonó con insistencia. Me desperecé y
me desesperé, ¡eran las seis de la madrugada!, apenas había dormido dos
horas. La telefonista de noche estaba al otro lado de auricular. Era una
antigua actriz de reparto venida a menos y que ejercía de telefonista en el
hotel sin perder ni un ápice de sus condiciones para el melodrama.
—Le he dicho que estabas descansando JB, pero ha insistido de una
forma casi violenta, repite que es algo de gran importancia. Es el señor
Nogal.
Imaginé los teatrales aspavientos de mi empleada y la posición de la
clavija de la centralita para no perderse ni una palabra de mi conversación
con Nogal.
—Dime Félix… y usted, Lurdes, desconecte.
Oí el clik de la clavija, señal de que ya no podía oírnos y volví a imaginar,
divertido, la expresión de la telefonista al sentirse pillada.
—Jordi, he tenido un visión, he percibido… –dijo poniendo mucho
énfasis en el verbo-. He percibido a Salomé pidiendo la cabeza de Juan
Bautista.
—¿Antes o después de la danza de los velos?
— No, en serio Jordi, alguno de nuestros amigos ha perdido la cabeza.
—¿Qué quieres decir, Félix?
—Que alguien de nuestro quinteto ha dejado este mundo y se despide
de él sin su cabeza. Le han decapitado.
—Me dejas de piedra. Llamaré a Ripoll para indagar. Te diré algo.
Un policía respondió a mi llamada. El comisario Enrique Ripoll no
estaba de guardia y tenía fiesta hasta el día siguiente. Esperé impaciente
para llamarle a una hora prudente a su casa de Castelldefels, me respondió
su hija Ana.
—Papá está navegando, hoy tiene fiesta.
—Gracias Ana, dile que en cuanto pueda me llame, es urgente.
No pasó ni una hora cuando Ripoll, carraspeando más que de costumbre,
me llamó al hotel.
—Joder, Jorge, no puedo ni navegar tranquilo, me han llamado de
comisaria y Ana me ha dicho que tú también. Y me temo, no sé por qué,
que una cosa está relacionada con la otra.
—Veras, comisario, Nogal a tenido una premonición…
—Ya, que a tu amigo Deulovol le cortaban la cabeza después de rebanarle
el cuello.
—¿Cómo lo sabes?
—Dímelo tú. Me llamas a las nueve a casa, media hora después de que
los curas del Palacio Arzobispal descubrieran el zancocho. O estabas allí
o te lo ha contado el asesino.
—No sabía que se trataba de Deulovol. La historia de Nogal era sobre
una cabeza cortada, no pudo «ver» al asesinado.
—El juez está levantando el cadáver. De la central de Layetana me
han pasado el muerto, primero porque el Archivo es de nuestro distrito y
luego, porque mis distintas consultas sobre lo de Flix han convencido al
comisario jefe de que este asesinato, el de Torras, y la muerte de Camperol,
tienen un nexo común.
Al día siguiente Ripoll me ponía al corriente de las investigaciones
policiales. Carecían de pistas sólidas o de huellas. Los interrogatorios a
los sacerdotes habían sido infructuosos, nadie oyó nada, el cadáver fue
descubierto por uno de ellos sobre las ocho de la mañana. La policía científica
apuntaba la muerte pasadas las cinco. Tenían la espada ejecutora,
pero no la verdadera arma del crimen. Y luego estaba aquella enigmática
sonrisa en la testa huérfana de tronco.
—Puede decirse que nos la sirvieron en bandeja-dijo Ripoll para terminar
su historia.
—Diabólico –dije, sin tratar de hacer un chiste.
—Voy a tratar de confirmar al quinto hombre y de llevar a declarar a
Gabaldá, a ver si le saco algo.
—Esta vez estoy libre de sospecha –bromeé.
—Tampoco, a menos que me digas dónde estabas entre las cinco y las
seis.
Le escuche reír a través del auricular. Le encantaba hacer este tipo de
preguntas, medio en broma, medio en serio… seguía siendo un poli.
—Pues durmiendo en el hotel, el rato que pude.
—Entre unos y otros me fastidiasteis la navegación y la fiesta de hoy,
el comisario jefe quiere avances rápidos en la investigación, demasiados
pájaros influyentes están cayendo en Barcelona y no es por el calor.
Me quedé impresionado, aunque nada sorprendido. Nuestro quinteto
se estaba ganando el infierno y, siguiendo la increíble historia de Nogal, el
diablo sus almas. Giré el interruptor del hilo musical de mi habitación, la
voz de Carlos Gardel cantaba Por una cabeza. «No olvides, hermano, vos
sabés, no hay que jugar…» Jugar con según quién era un reto demasiado
peligroso, pensé.
La prensa se ocupó muy poco o nada del asesinato de Joan Deulovol.
Al igual que con la muerte de Torras «alguien» había procurado que los
casos pasaran casi desapercibidos por la opinión pública. En el caso de
Torras había sido el Opus el que había intentado tapar su muerte, en el
caso de Deulovol eran el arzobispado y el nuncio de su Santidad los que
utilizaban sus influencias para que el hecho fuese poco publicitado. A todos
los efectos, Joan Deulovol, había sufrido un accidente en su despacho
y un objeto cortante de adorno le había causado heridas de consideración
en la cabeza. Lo curioso fue que su muerte no fue demasiado lamentada
por los círculos que reclamaban un arzobispo catalán, otros encabezarían
estas exigencias.

Una vieja historia

Barcelona, 25 de junio, 1971

Si alguien me pregunta por un viernes especial, diré que fue aquel del
25 de junio. Tuve una llamada de Balcells, el catedrático del Opus.
Ya estaban enterados del asesinato de Joan Deulovol, también de la
forma en que había muerto y de datos que todavía figuraban como secreto
de sumario, pensé que sus servicios de información estaban muy bien
desarrollados o que debajo de las túnicas de algunos jueces, fiscales y
funcionarios judiciales latía un corazón de la Obra. El caso es que tenían
mucho interés en volver a hablar conmigo. Me sugirieron visitarles de
nuevo en Premià de Dalt, me negué, con cortesía, pero me negué.
—No puedo abandonar mi trabajo, les propongo entrevistarnos esta
vez en mi despacho. Pero, es muy posible que sepan más que yo de lo
sucedido a tenor de sus fuentes de información.
—No se trata de esto –dijo Balcells-. Esta vez somos nosotros quienes
vamos a presentarle a alguien que resolverá alguna de sus dudas.
—Bien, ya saben que tengo mucho interés en el caso. Díganme una
fecha.
—¿Esta tarde?
—Vaya, tenemos prisa… ¿Debo advertir a Ripoll?
—Preferimos verle a usted a solas, aunque estamos seguros de que
luego le contará todo a su amigo.
—Ni lo dude, Balcells. ¿Les parece bien a las nueve?
—Allí estaremos, le presentaremos a alguien que, seguro, le va a interesar.
Esperé con impaciencia a que llegaran las nueve mientras resolvía una
docena de problemas domésticos, el hotel era un gran hogar donde recibíamos
a muchos primos lejanos que esperaban encontrarse como en su
casa. Sin embargo, había dos diferencias notables, pagaban su estancia
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y deseábamos con sinceridad que volvieran lo antes posible, salvo unas
pocas excepciones.
Fueron puntuales. Acudieron Balcells y Guardans acompañados de
un tercer hombre. Desde recepción me llamaron para informarme de su
llegada. Quendy les hizo pasar a mi despacho. Me levanté para saludarles.
Todos iban con trajes oscuros, sobrios y elegantes, camisas blancas
bien planchadas con corbatas gris perla, demasiado aristocráticas para la
apariencia del terno, y zapatos muy lustrados. Después de los saludos a
Balcells y Guardans me presentaron a Ramón Pagés i Pagés. Les rogué
que tomaran asiento, mientras me arremolinaba en mi sillón frente a ellos.
Balcells y Pagés se sentaron en las butacas de los extremos, dejando a
Guardans la del centro. Balcells empezó la conversación.
—Sé que no le gusta andarse con rodeos, Brotons, iré a la cuestión
que nos ha traído aquí de la forma más directa. Ramón Pagés estuvo allí.
Creí saltar del sillón, pero me contuve. ¡Tenía la última pieza del quinteto!
No quise aparentar impaciencia ni indiferencia. También fui al grano.
—¿Se refiere a Flix?
—Así es. Pagés le va a contar una historia sorprendente, verídica y
terrible, para que valore nuestra sinceridad y nuestras ganas de colaborar.
Me pareció una situación inaudita. Tres importantes miembros del
Opus me pedían ayuda y uno de ellos se preparaba para contarme el relato
que yo más deseaba. Ni me paré a meditar dónde me metía. Sabía que
aquello no era una fineza para satisfacer mi curiosidad y que a cambio
tendría que compensarles o pagarles. Por un momento pensé que el precio
iba a ser mi alma, aunque ninguno de los tres tenía rabo ni depositaron
sobre mi mesa un documento en latín para que lo firmara. Giré mi asiento
en dirección a Pagés, crucé la pierna derecha sobre la izquierda y esperé.
Ramón Pagés i Pagés se enderezó en su butacón, era un hombre de aspecto
tímido, de cabeza cónica, orejas pequeñas y pegadas a la cabeza, nariz
chata y labios delgados, parecía un rostro todavía sin terminar; inacabado.
Echó un vistazo a sus dos compañeros como pidiendo su aprobación,
luego me miró fijamente y estiró el cuello como si la camisa le molestara.
—Tengo que remontarme a 1936, cuando los dirigentes de la Lliga,
Cambó, Ventura y otros, hicieron un llamamiento a los jóvenes catalanes
para escapar de Catalunya y huir a Burgos. Teníamos claro nuestro ideario,
pero era preferible arriesgar con Franco que dejar que los sindicalistas,
anarquistas, socialistas, comunistas y masones se hicieran con nuestra
patria y mancillaran al catolicismo…
Iba a decirle que era la patria de todos, me tragué las ganas y me
contuve. Tenía que escuchar su historia y oírla desde su punto de vista si
quería conocerla con un mínimo de sinceridad.
—Mi padre era gran amigo de Cambó –continuó- y le escribí para
que me aconsejara, su respuesta no admitía duda: Alístate en un movimiento
joven e imaginativo como la Falange. Fuimos bastantes los que
nos integramos en la Primera Centuria catalana de Falange Española, la
bautizamos «Virgen de Montserrat», tenía que quedar muy clara nuestra
catalanidad, porque yo era, y soy, un nacionalista convencido –dijo, antes
de pedirme un poco de agua.
—Por supuesto –dije sarcásticamente-. ¿Y ustedes que desean tomar?
Vacilaron unos instantes. Imaginé que valoraban qué tipo de bebida
debían pedir.
—Yo voy a tomarme un J&B –dije para animarles.
Se miraron interrogantes unos a otros. Al final, Balcells, en nombre de
todos, aceptó el envite. Llamé a Quendy.
—Por favor, que nos suban una botella de J&B con cuatro vasos cortos
y una cubitera con mucho hielo.
En apenas cinco minutos apareció un camarero con las bebidas, sirvió
los cuatro primeros whiskys y dejó la botella y la cubitera a mi alcance.
Bebimos un primer trago y dada la composición de la reunión, puedo
decir que nos supo a gloria. Pagés prosiguió.
—Nuestro bautismo de fuego fue en el sector de Espinosa de los Monteros.
Fue un combate terrible, tuvimos que tomar Herbosa heroicamente
a bayoneta calada. Al anochecer los supervivientes temblábamos de miedo
ante los próximos combates. Para animarnos, el mando, hizo que las
jóvenes fascistas del pueblo nos vinieran a cantar una coplilla que ya nunca
olvidaré: En las cumbres de Espinosa / hay una fuente que mana / sangre
de los catalanes / que murieron por España. Pero faltaba lo peor…
Sonrió como un imbécil al recordar la copla de las jovencitas de Espinosa,
incluso ladeó la cabeza como si quisiera cantarla, Balcells le miró
con severidad. Le rogué que prosiguiera. Bebió un par de tragos.
—Me incorporaron a la Segunda Centuria Catalana y me enviaron
al frente de Madrid. Allí fue cuando nació nuestra amistad, me refiero a
la de los cinco que usted ya conoce. En los momentos de descanso en la
Ciudad Universitaria cambiábamos impresiones de cómo debería ser la
nueva Catalunya. Allí nos llegaban los ejemplares del semanario Destino,
la revista del bando nacional en cuya redacción abundaban los catalanes
Un día integraron la centuria en la Bandera Marroquí de la Falange, una
verdadera fuerza de choque. Reunidos en un cobertizo, antes de entrar en
combate, compartiendo nuestros miedos, Camperol dijo aquella terrible
frase: «Vendería mi alma al diablo para sobrevivir a esta guerra», los
demás estuvimos de acuerdo ante la inverosímil propuesta. Mas el diablo
tiene muchas formas de engaño. Alguien había oído nuestra conversación
y Satanás aceptó nuestra propuesta. Se trataba, en apariencia, de un soldado
de aspecto extraño de barba y bigote imperio, con insignias desconocidas
en una guerrera roja con galones amarillos; utilizaba un lenguaje
pedante y exaltado. Su voz sonaba desde nuestras mentes, la oíamos como
la marcha de una máquina de tren en el eco de la lejanía. Nos prometió
la supervivencia, el regreso a Barcelona como vencedores, y los mejores
logros de vida, tanto económicos como sociales. El precio eran nuestras
almas. Para demostrar la veracidad de su oferta nos advirtió de la dureza
extrema de los próximos combates, la centuria sería diezmada y entre los
pocos supervivientes estaríamos nosotros. Dudamos. «Nada tenéis que
perder, si uno de vosotros es herido o cae en el combate confirmará la
falacia o la locura de mi propuesta, si por el contrario resultáis ilesos se os
pedirá una prueba de maldad que os asegure el resto de la oferta»
Ante el insólito relato de Pagés la camisa no nos cabía en el cuerpo,
ni a mí ni a mis invitados. Aquello parecía una broma de mal gusto o
una enajenación propia de los tiempos de guerra. Habíamos consumido
nuestras copas y serví una nueva ronda para los cuatro. Guardans hizo un
gesto con la mano a Pagés para que prosiguiera.
—Los siguientes combates fueron terroríficos. Como había anunciado
el extraño soldado, la centuria fue diezmada, nosotros no tuvimos ni un
solo rasguño. Además fuimos escogidos para realizar el curso de oficiales
de complemento en un campamento cercano a Burgos. Semanas después,
con nuestra estrella en la bocamanga, nos dieron a cada uno de nosotros
el mando de una sección en el mismo batallón. El imparable avance
nacionalista nos llevó a conquistar Flix y los pueblos de alrededor; el
lado occidental del Ebro era nuestro. Entramos en una localidad cercana.
Reunimos al alcalde, al maestro y a todos los rojos en la plaza y les fusilamos.
Allí quedamos acantonados por un tiempo. Disfrutábamos de un
merecido permiso. Camperol incluso tuvo tiempo de conocer a una bella
muchacha, una guapa campesina de pelo lacio y castaño, nariz pequeña y
enorme sonrisa. Se hicieron novios, o eso le hizo creer Camperol. Mientras
nosotros ahogábamos nuestras soledades en la cantina, Camper
iniciaba los primeros escarceos amorosos aprovechando los atardeceres
y un establo abandonado donde el heno servía de improvisado sofá, porque
la moza concedía a Robert sus primeros y más apasionados besos,
sus abrazos y poco más. Se negaba a tumbarse sobre el forraje porque
se sentía vulnerable en posición horizontal cuando la falda quedaba a
merced del embravecido galán de estrella en bocamanga y borla en la
gorra. Ella prefería quedarse sentada protegiendo con la mano el vuelo y
el levantamiento de su ropa. Pero le quería, así se lo manifestaba abriendo
sus bonitos ojos hasta volverse grandes y brillantes, y así nos lo contaba
Camperol quien, día tras día, conquistaba un nuevo e inexplorado territorio
en el cuerpo de su amada. Estando así las cosas una noche apareció el
extraño soldado, habíamos comprobado que no estaba en ninguna de las
compañías del batallón, por lo que propuse jalarle por la barba o pegarle
un tiro por espía republicano. La voz grave del portavoz del infierno,
como él mismo se proclamaba, nos intimidó. «Ahora tenéis que cumplir
con vuestra palabra», dijo. Vacilamos, íbamos a arrestarle cuando oímos
el motor de un avión republicano, a una señal suya el ruido cesó; quedó
todo inmerso en un sepulcral silencio. «Va a lanzar una bomba que os
matará a los cinco y el averno os espera-dijo con voz cavernosa -, puedo
hacer que la bomba estallé fuera de aquí. Decidid». No dijimos nada, un
silbido nos heló la sangre y la bomba estalló fuera del chamizo. Sin querer
habíamos pedido los cinco interiormente que la bomba fallara, con lo
que aceptábamos tácitamente el contrato. «Quiero la prueba de maldad,
mañana violaréis a la chica entre los cinco, su sangre virgen será la firma
del contrato».
Nos quedamos estupefactos y expectantes escuchando la narración de
Pagés, no sólo yo, también Balcells y Guardans, el uno pensando como
médico los efectos de una violación brutal y Guardans imaginando las
conquistas virginales con el poder y el dinero que hicieron popular su suegro
Francesc Cambó. Traté de servir una nueva ronda, Balcells y Guardans
la rechazaron, tampoco yo me serví. Pagés extendió su vaso, más
sediento por su vehemencia que por sed. Cambié de postura esperando a
que prosiguiera el relato.
—El resto pueden ustedes imaginarlo, tuvimos que vencer las resistencias
de Camperol. Le convencimos. Si el pacto era una quimera, la
violación de una chica de un pueblo rojo tampoco era tan grave. No le
dijimos que, además, sería divertido. Aparecimos cuando se estaba besando
con Robert en el establo de sus encuentros…, cuando terminamos con
nuestra infamia limpiamos nuestros fluidos con una bandera de Catalunya
que habían escondido los lugareños a nuestra llegada, la Senyera quedó
tan violada como la muchacha. Ella se levantó como pudo de aquel heno
en el tantas veces había besado a Camperol, se dirigió hacia la puerta
sujetándose la falda arrancada por la violencia. Nos quedamos dormidos
sobre el montículo de yerba testigo de nuestra canallada. Aquella madrugada
los rojos contraatacaron, cruzaron el Ebro y nos pillaron a los cinco.
Creo que el resto ya lo sabe-dijo dirigiéndose a mí.
—Aparte de la repugnancia que me ha producido su historia –dije sin
ningún reparo-, no imagino que se crean eso del pacto con Lucifer. Tal
como me dijeron en nuestra primera reunión, ustedes son médicos, profesores,
abogados, financieros, teólogos… no les veo sentados frente a un
macho cabrío firmando un pacto de sangre.
—No es exactamente como lo expone, Brotons. Pero sí sabemos que
estos acuerdos con el Maligno existen. Tres miembros de la Obra, el que
hubiese sido arzobispo de Barcelona y quien será alguien muy importante
en la política catalana, pecaron, no lo negamos, aunque no del asesinato
de las autoridades locales de aquel pueblo, eso está dentro de las leyes
de la guerra. ¿Qué cree que le hubiese pasado a Josemaría Escrivá si no
hubiese huido a Francia?, tampoco lo de la joven, tenga en cuenta que no
la mataron… Lo que ahora preocupa es que hay dos seres humanos que
creen que tiene un pacto que pone en peligro sus almas y alguien, humano
o no, que quiere eliminarlos.
Por primera vez tuve la sensación de creer en el diablo porque estuve
a punto de enviarlos al infierno. ¿No eran seres humanos los republicanos
fusilados o la joven violada?, estuve a punto de gritarles, pero me volví
a contener, quería llegar al fondo de la cuestión para poner a Ripoll en
conocimiento de todo.
—Y a mí ¿para qué me necesitan?
—Al Codex Gigas le faltan algunas páginas, desaparecieron durante
la Guerra de los Treinta Años, no sabemos si en Bohemia o ya en Estocolmo.
Lo que sí sabemos es que una de las páginas arrancadas contenía
un conjuro para romper un pacto demoníaco. Gabriele, nuestro Miquel
Torras, estuvo buscando durante años la famosa página, incluso tenía
pensado viajar a Estocolmo para indagar sobre ello, ya sabe cómo terminó
el intento. Estamos al corriente de que, el conjuro en cuestión, está en
Barcelona y es muy posible que en la Biblioteca de Egipcíacas.
Me quedé helado. Aparentando una firmeza que no sentía, pregunté
—¿En qué se basa esta suposición?
—No podemos citar nuestras fuentes –dijo Balcells-. Sólo pretendemos
hacernos con el conjuro para liberar a Pagés, salvar su alma inmortal
y devolver luego el texto a la biblioteca.
No sabía si reír o llorar. ¡Creían de veras lo del pacto con Satán!
—¿Y los muertos? –pregunté.
—No hemos podido evitarlo, el Lucifer se ha cobrado su precio.
Miré a Pagés, estaba temblando, los ojillos se le iban cerrando por
efecto de los whiskys y por esa extraña vergüenza que siente uno cuando
le pillan desnudo. Sabía que había desnudado su alma y no la tenía demasiado
bonita.
—¿Por qué no van a la biblioteca ustedes y preguntan directamente?
—Ya lo hemos hecho. Su amiga Luisa no nos tiene demasiada simpatía
y ni siquiera se ha tomado la molestia de investigarlo.
—Sus razones tendrá. Tal vez sepa que el tal manuscrito nunca ha
estado allí.
—Si no está ahora, ha estado en algún momento y ella puede saber
quién se lo llevó.
—¿Qué les hace pensar que quiero ayudarles? Tal vez tampoco me
caigan demasiado bien.
—Usted es un hombre sensato y demasiado curioso… –calló lo de
fisgón-, para no sentir interés en saber cómo termina todo esto. ¿Me equivoco?-
dijo Guardans, buen conocedor de las curiosidades humanas.
—Supongo que les consta que toda esta conversación la pondré en
conocimiento de Ripoll.
—Contamos con ello. Las cosas que le hemos contado ya han prescrito
o pueden considerarse acciones de guerra. En cuanto a lo del diablo…
¿Quién iba a creerle?
—Me queda lo de la bandera…
Enmudecieron. Sin querer habían puesto una información en mis manos
que podía perjudicar las ínfulas nacionalistas de Pagés y de Gabaldá.
—Les ayudaré si me dan el nombre de la chica.
—María… creo que se llamaba María, nunca supe el apellido-masculló
Pagés.
Anoté el nombre en mi libretita verde. Nos despedimos, el hielo de
la cubitera se había fundido, en cambio el mío por aquel individuo había
crecido en la misma proporción que los crímenes de su historia. A la mañana
siguiente llamé a Ripoll y se lo conté todo.
—Gracias, Jorge, me va a ser de mucha utilidad para cuando interrogue
a Gabaldá.
—Imagino que no podré estar presente –dije, sin demasiadas esperanzas.
—Esta vez no, Jorge, es un interrogatorio oficial y en presencia del
juez.
Comprobé en mi libretita todos los datos y anoté en la agenda: llamar
a Hipathia. Sonó el teléfono. Marisa, la telefonista, cantó el nombre de
Ruth.
—Pásamela-dije, esbozando una sonrisa que nadie vio.
—¿Jordi? No te lo vas a creer, he conocido a dos super millonarios, y
¡de más de sesenta años! Me lo estoy pasando en grande. ¿Y tú?
—Va, rutina. Lo de siempre, clientes, reservas y algún pequeño lío.
—Nada importante, espero.
—No, tonterías. Disfruta mucho y coge un buen bronceado.
—Para que tú lo disfrutes ¿eh, pillín?
Nos enviamos montones de besos y de promesas de difícil cumplimiento.
Luego, en un par de líneas más abajo escribí en la agenda: Te
echo de menos.
Medité sobre el relato de Ramón Pagés. La hipótesis del pacto diabólico
era demasiado novelesca para tenerla en cuenta; sin embargo, todos
sus detalles daban consistencia a la historia, aunque, en ocasiones, las
apariencias pueden llevarnos a equívocos…
Recuerdo que, cuando era un simple botones, paraba por el hotel un
gran periodista. César González Ruano colaboraba con La Vanguardia
de Barcelona; era de pluma fácil y mordiente. Cuando estaba por Catalunya
residía en Sitges. Su lugar favorito para escribir era el chiringuito
del Paseo Marítimo, con toda probabilidad el primer establecimiento
playero con ese genérico, como asegura una placa en el muro trasero del
local. Con bastante frecuencia, Ruano, viajaba a Barcelona y se alojaba
en el Manila. Me encantaban muchos de sus artículos, hasta que le vi en
persona. Estaba sentado en el salón del primer piso, tuve que avisarle
de que le llamaban de Madrid. Canté su nombre y una mano huesuda
apareció del fondo de un sillón, no me respondió, se limitó a levantar el
brazo para indicar con un gesto del índice que me acercara. Cuando lo
hice quedé estupefacto, mi mente infantil, influenciada por las lecturas de
Egipcíacas, lo relacionó con el diablo. Delgado, seco-en todos los aspectos-
repeinado hacia atrás, rostro demacrado, invadido por una gran nariz;
el labio superior fino, cabalgado por un bigotito delgado que recordaba
a los mostachos de Belcebú, el inferior caído y aborbonado; sus manos
macilentas de dedos luengos y esqueléticos adornados por unas uñas de
gran tamaño, en particular las de los meñiques exageradamente largas y
con las que se hurgaba a menudo en los oídos en busca de cerumen. Todo
esto le confería un aspecto diabólico. Alguien me dijo que la catadura no
lo era todo y que nada tenía que ver el periodista madrileño con Satanás.
Luego me enteré de la verdadera personalidad de Ruano, de sus andanzas
por Alemania y Francia en tiempos de guerra, de sus supuestas
denuncias a los nazis de judíos y de españoles exiliados, después de prometerles
ayuda. Eran tantos sus trapicheos, que fue recluido en la cárcel
de Cherche-Midi por la propia Gestapo por traficar con visados. Era un
animal literario y por eso le cundieron creativamente los menos de tres
meses pasados en prisión. Terminada la guerra fue juzgado en ausencia
por el nuevo Gobierno francés y condenado en rebeldía a veinte años de
prisión por «inteligencia con el enemigo». Ruano había delatado a los
nazis a sus compañeros de reclusión. Sus escritos mantenían la fuerza de
la adolescencia y la mala leche de los rencorosos. Un artículo de Ruano
de 1949 en el periódico Arriba y La Vanguardia, privó a Margarita Xirgu
de regresar a España. El incisivo escritor lo titulaba, ¡Ya se salvó el teatro!
La mariposuela, nombre que daba a sus artículos, dedicada a la Xirgu, insinuaba
que era una artista vulgar y llena de rencor. Por eso nunca dudé de
que, el verdadero Ruano, tenía mucho que ver con su apariencia física. Su
cuerpo delgado, algo encorvado, su mirada torva, el bigotito procesional,
sus uñas escarbando insistentes en el oído externo y su dudoso historial,
creaban en mi mente adolescente la exagerada perspectiva de contemplar
a un ser infernal.
Al día siguiente leí en el periódico el fallecimiento de otro gran periodista,
Manuel del Arco. Este sí tenía todo mi beneplácito y su muerte
fue una terrible noticia. El rey de las entrevistas, como yo le llamaba,
era capaz de desnudar el alma de sus entrevistados. Tenía por costumbre
enterarse por conserjes y recepcionistas-también por las inefables telefonistas-
si en el hotel se alojaba algún famoso y entonces le pedía una
conversación para su columna Mano a mano a la que al final añadía una
caricatura muy personal del entrevistado. Algunos años atrás había podido
ayudarle a conseguir citas periodísticas con Salvador Dalí y con Lola
Flores, entre otros. Nunca defraudaba al lector y muy pocas veces al ego
del personaje. Manolo del Arco era la antítesis de Ruano en su aspecto
humano. Rostro noblote y mirada profunda, escondía su innata timidez
en una aparente rudeza. Si Ruano me parecía fantasiosamente un habitante
del averno, Manolo me daba la sensación de un ángel tosco pero genial,
por lo menos en la forma de conducir sus diálogos. Y tal vez lo fuera.

El diablo en la Catedral de Arequipa (Perú)




González Ruano
Manuel del Arco
Diablo del Templo Satánico de Detroit
Gárgola de la Iglesia de Betheelm en Nantes
El autor en la puerta del Palacio del Arcediano, bajo la sombra demoníaca una gárgola de la Catedral. Foto Nanae

Undécima entrega: De tortugas, sotanas y verbenas.

La tortuga y la sotana


Barrio Gótico, junio 1971

Llamé a Enrique Ripoll un par de veces para que me pusiera al corriente
de los interrogatorios al personal del hotel presente en la última
cena de Camperol. Sabía, por los comentarios de los demás,
que uno de los ayudantes de camarero había sido, merced a una generosa
propina de Torras, el que sustituyó la servilleta del finado. No quise tomar
ninguna decisión al respecto antes de hablar con Enrique. Me limité a esperar
su llamada. A eso de las seis de la tarde, Esperanza, una de nuestras
telefonistas, me anunció que Ripoll estaba al teléfono.
—El crio ha cantado de plano –dijo, con el típico argot policial-. Proporcionó
una servilleta de vuestro ajuar a Torras y este se la devolvió
con la nota que escribió en ella después de pincharse en el índice con un
pequeño punzón y obtener tinta de plasma.
—Una estupidez para ganarse una propina…
—Y se la ganó, nadie notó nada, excepto el propio Camperol.
—¿Pudo él envenenar el plato?
—No, quédate tranquilo, el plato salió directo de las cocinas como los
otros y el camarero que se lo sirvió a Camperol fue otro. Por otro lado
hemos podido comprobar que Torras no tuvo acceso ni al office ni, desde
luego, a la cocina.
—Entonces… –dije, cambiándome el auricular de oreja y cruzando las
piernas sobre el escritorio.
—Entonces… debemos volver a la teoría del infarto. Nadie tuvo acceso
ni a la cocina, ni al plato. Tu muchacho sacó la servilleta que proporcionó
a Torres de unos de los aparadores que habéis venido utilizando todos
esos días y, que yo sepa, no han habido más muertos –dijo con sorna.
—Si mis empleados no pudieron, tal vez debamos volver a la teoría
del diablo.
—Jorge, el demonio no tiene carnet de identidad y dudo que acuda a
un requerimiento policial o a un exhorto del juzgado.
—Por cierto, ¿sabes algo de nuestra lista de candidatos?
—Sí, es una larga lista de más de cien catalanes que participaron en el
combate, si en el inventario sólo contamos a los que cayeron prisioneros
queda un listado de noventa y dos nombres, pero si la reducimos sólo a los
oficiales y a los alféreces de complemento, nos quedamos con dieciocho
de los que sobrevivieron al final de la guerra un total de once candidatos.
— Buen trabajo, Enrique. ¿Está en la lista Joan Deulovol?
—¿El cura del lío de los obispos catalanes?
—El mismo.
—Esa sí que es buena –dijo, y se hizo un silencio de algunos segundos,
pronto oí su habitual carraspeo-. Sí, está en la lista, ¿cómo lo sabías?
—Era una de las voces que detectó Nogal, por cierto ha confirmado la
de Camperol; está en nuestra lista, supongo.
—Sí, también está Torras, nos faltan sólo dos.
El conjunto de la Catedral de la Santa Cruz y Santa Eulalia de Barcelona
acogía entre sus muros la residencia del arzobispo y el Palacio
Episcopal, cuya fachada daba a la Plaza Nueva. Pregunté a un conserje de
sotana con lamparones por Deulovol, supuse piadosamente que las manchas
blanquecinas serían de cera. Me dijo que mi visita estaba anunciada
y que me esperaba en el Archivo Municipal, a pocos metros del Palacio.
El Archivo estaba situado en otro palacete, la antigua casa de l’Ardica,
el diácono de la catedral. Era un edificio ecléctico de base gótica, apoyado
en la primitiva muralla romana. Además de su interés investigador y
cultural como archivo, su patio central era digno de verse, una hermosa
fuente y una elegante palmera datilera, le convertían en un lugar idílico y
tranquilo. Deulovol me esperaba en la escalera que conducía a la terraza
superior. Era grueso, casi orondo, como los cardenales del renacimiento,
sus escasos cabellos se habían hecho fuertes en el cogote y sobre las orejas,
grandes y carnosas, su rostro era innoble pese a su dignidad eclesiástica.
La negra sotana se dibujaba en el primer descansillo, su indumentaria
contrastaba con mi polo rojo, parecíamos la bandera de la CNT… o la de
la Falange. Me hizo una señal y le seguí hasta la galería. Algunos turistas
paseaban indiferentes por ella admirando las formas del edificio.
—Aquí hablaremos tranquilos.
—Verá, le he pedido esta cita porque creo que está en peligro.
—Los servidores de Dios siempre estamos preparados para le peligro
y las tentaciones –dijo, como si estuviese dando un sermón.
—No me voy a andar con rodeos, Deulovol, sé lo de Flix y el nombre
de los cinco –dije para sonsacarle-. Seguro que está al corriente de las
muertes de sus camaradas, trato de evitar que a usted le pase lo mismo.
—No sé de qué me habla, Brotons.
—Bien, entonces esperaré a asistir a otro sepelio. Buenos días.
—Espere, espere, Brotons. ¿Por qué cree que necesito ayuda? – preguntó
en tono nervioso.
—El mismísimo Opus me la ha pedido… están tan despistados y acojonados
como usted –le respondí sosegado, pero imperativo.
—Vamos a imaginar que le creo, cómo puede ayudarme. ¿Cuál es su
historia?
—No es la mía, es la suya. Tengo constancia del supuesto pacto con
Satán y todo lo ocurrido, un oficial republicano les oyó la noche anterior
a que fuesen liberados. Trato de descubrir quién desea eliminarles, porque
no veo al Maligno vengándose de ustedes. Si hubo pacto, sus almas ya no
les pertenecen, sus cuerpos todavía sí.
—Está usted diciendo tonterías, Brotons, qué es eso del pacto con Satanás…
—No me diga que la Iglesia no cree en el diablo.
—Ni afirmo ni niego, aunque eso de pactar con el demonio es propio
de la edad media.
—Ya, como el Codex Gigas y sus conjuros.
—No entiendo, ¿qué quiere decir? –dijo con disimulada sorpresa.
—Torras escribió el nombre del códice con su propia sangre en una
servilleta, trataba de avisar a Camperol de algún peligro que a la postre
les causó la muerte a ambos. Esa era la señal que tenían ustedes cinco
para comunicarse.
—¿Qué es lo que quiere, Brotons?
—Advertirles de que alguien va tras de ustedes y no parará hasta verles
muertos, haga lo que quiera, yo he cumplido con la misión de avisarle
y ahora le ruego que usted haga lo mismo con los otros o si prefiere también
lo haré yo-dije apostando al todo o nada.
—A Gabaldá llámele usted, hace mucho tiempo que no nos hablamos.
Me pareció una suerte inesperada, Deulovol confirmaba su participación
y me daba el nombre de otro de los violadores; estaba impaciente
por contárselo a Ripoll y a Nogal.
Salí más satisfecho de lo esperado. Pasé por delante del buzón modernista
de la fachada y, como buen barcelonés, acaricié el caparazón de la
tortuga para tener unos días de suerte. La necesitaba. Era un buzón tan
peculiar como bello, labrado sobre piedra, de la época en que el archivo
era el Colegio de Abogados a finales del siglo XIX. A la tortuga, que
representa la lentitud de la justicia, la acompañan cinco golondrinas figurando
con su vuelo la independencia de la propia justicia y siete hojas de
hiedra que simbolizan los enredos burocráticos. Mis indagaciones eran
tan lentas como la tortuga y farragosas como la hiedra, pero tenía que
evitar que mis cinco golondrinos quedaran inmunes de su pecado, por eso
me encomendé a la justicia humana y a la divina.
Ripoll disfrutó con mis averiguaciones, Carles Gabaldá i Flores era
uno de los personajes que más despreciaba.
—Es nuestro cuarto jinete del Apocalipsis –dije, mientras nos sentábamos
en sendos taburetes del bar del hotel.
—Es un indecente, el hombre de las mil caras, un oportunista que
ahora presume de catalanismo, pero que fue un perseguidor de todo lo
que oliera a rojo, masón e independentista, como él siempre decía. Me
avergüenzo de que estuviese en el ejército nacional. La verdad, Jordi, es
que no me importaría que fuese el próximo de la lista.
—¡Por Dios, Enrique, eres un poli!
—Precisamente por eso, sabemos distinguir entre un chorizo y un cabrón
de guante blanco y te aseguro que nos caen mejor los primeros que
los segundos. Si se me pusiera a tiro de esta… –dijo– , acariciando la funda
y la culata de su Astra.
Tuve que apagar su indignación con un J&B doble. Ripoll carraspeó
después del primer trago.
—¡Es que no puedo verle! –exclamó-. Ahora únicamente nos queda
averiguar el nombre del quinto. Y ya sabes, no hay quinto bueno.
Sacó del bolsillo de su americana una lista con los nombres que me
había adelantado por teléfono. Subrayó el nombre de Carles Gabaldá.
—¡Ese cabrón! –farfulló-. Se ha cambiado el nombre de Carlos por
Carles para parecer más catalán, pero con el apellido no le dejan arreglar
lo del acento. Él estaba en Falange y su hermano menor en el Tercio de
Nuestra Señora de Montserrat, era el mejor de la familia, los tuyos le
pegaron cuatro tiros en uno de los ataques de la Sierra de Cavalls, en el
Ebro.
—Siempre mueren los mejores.

—Los otros también mueren, quizá un poco más tarde, pero también.
A ver si hay suerte. Teniendo la lista casi completa y viendo el pelaje de
esos tipos, me será bastante fácil localizar al último. Dame un par de días.
Salió del hotel convencido de que entre los supervivientes o en su
entorno teníamos al asesino. Lo que había empezado con un inesperado
infarto se estaba convirtiendo en un caso con todos los ingredientes de un
cóctel policíaco de primer orden y eso le encantaba a Ripoll… y también
a mí.

Noche de verbena

Barcelona, 23 de junio de 1971

Mi amiga Hipathia, la bibliotecaria de Egipcíacas, me llamó por
teléfono.
—Mañana es la verbena de San Juan, ¿sigue en pie la cena?
—Por supuesto, el cambio de solsticio siempre es un buen presagio.
—También es noche de brujas –dijo, en tono jocoso.
—Bueno, correré el riesgo…
La verbena de San Juan era una de las fiestas más celebradas en Barcelona,
desde los hogares más pudientes hasta las más humildes moradas
loaban la entrada del verano con evocación pagana. Las cocas ocupaban
los escaparates de todas las pastelerías de la ciudad, las ventas de champaña
se disparaban y también la de los efectos pirotécnicos; era la noche del
fuego. El cielo de Barcelona se llenaría de luminosos y ensordecedores
fuegos de artificio y en las calles y plazas las hogueras consumirían los
muebles viejos y objetos de madera que los niños de cada barrio habían
podido recoger de sus vecinos durante toda la semana. Antiguas cómodas,
listones carcomidos, puertas cansadas de abrir y cerrar, mesas con viejas
heridas de muescas y arañazos, sillas astilladas y todo lo que pudiese
arder, formaban una lúdica pila, coronada en ocasiones, por una escoba
simbolizando a las brujas o por un monigote de paja que representaba al
diablo o a un espíritu perverso; sabido es que el fuego purificador aleja
y atemoriza a los malos espíritus que campan a su albedrío durante esta
noche. Todo culminaba con el ritual de los baños de medianoche porque
el agua se cargaba de fuerza sanadora. Era una noche propicia para las
curaciones y los rituales mágicos.
En todos los barrios y en muchas terrazas los barceloneses celebraban
la llegada del nuevo solsticio con música y baile y degustando la famosa
coca, rellena con frutas, chicharrones, crema o cabello de ángel; la orto-
doxia exigía que la coca fuese el doble de larga que de ancha. Con todos
esos componentes la noche se convertía en mágica.
Cenamos entre el fantástico estallido de las pirotecnias y el conjuro
de las luces surcando el espacio, dibujando las más caprichosas formas.
Palmeras y cascadas de destellos multicolores acompañaban a los raudos
cohetes que cruzaban el cielo antes de silbar y detonar con estrépito,
rompiendo el imposible silencio de aquella noche. No nos pudo faltar el
champán y por supuesto la coca de crema preparada en nuestras cocinas.
Brindamos por los lejanos días en que descubrí que un libro suele contener
un sueño. Hablamos precisamente de aquellos tiempos y me atreví a
contarle que fue una de mis musas preferidas en mis primeros escarceos
por el mundo del erotismo. Se rió de mis comentarios, sobre todo de mis
espionajes infantiles cuando colocaba los libros en las estanterías.
—Te aseguro de que no era consciente, para mí siempre fuiste aquel
niño de pelo rizado y alborotado, con una tremenda avidez de saber y que
me miraba con ojos interrogantes.
—Es que tu biblioteca tenía todos los ingredientes de una aventura.
Lecturas maravillosas, un hada madrina y aquel olor a libros mezclado
con tu agua de colonia. Deberían homologarlo como el rincón de las palabras
sabias y las sensaciones placenteras.
Ella me miró como la profesora orgullosa del alumno que destaca.
Dejó con parsimonia su copa sobre la mesa.
—Te propongo ir a la verbena de unos amigos. No está demasiado
lejos de aquí.
Acepté, el hotel estaba tranquilo, pese a que más de un cliente estaría
acordándose de la familia de los artificieros. En el restaurante, los pocos
comensales que todavía se resistían a dar por finalizada la velada, apuraban
sus últimos licores y en el bar del hotel las conversaciones y el humo
subían de consistencia, los camareros no daban abasto, augurando una
buena caja; todo normal en una noche de San Juan.
Nos desplazamos a pie a una finca de la calle Balmes. Las calles olían
a pólvora y los voladores de fuegos artificiales se cruzaban como estrellas
fugaces. Grupos de verbeneros felices y chispeados desafiaban a los
semáforos en ámbar. El enésimo quemado ingresaba en las urgencias de
algún hospital y oleadas de gente se dirigían a la playa de la Barceloneta
para bañarse en las aguas mediterráneas. Al llegar a uno de los portales,
Hipathia apretó un de los timbres del portero automático. El portal se abrió
sin que nadie preguntara quiénes éramos. Subimos en ascensor al último
piso, en la puerta un cartel advertía de que la juerga estaba en el terrado,
no hubiese hecho falta el aviso puesto que se oía perfectamente la música
y la algarabía. Ascendimos a pié un piso más, la puerta abierta de la azotea
mostraba una animada verbena. Farolillos de colores se alternaban con
banderitas de países reales e inexistentes, el tocadiscos cantaba el Rock
de la cárcel con la sensual voz de Elvis, la fiesta de la prisión de Presley
se mezclaba con la de la terraza provocando el baile desenfrenado de las
parejas. Sobre una mesa las copas de champán y las suculentas cocas saciaban
los excesos del bailoteo y los vacíos estomacales. Algunos grupos
trataban de mantener una conversación entendible entre el sonido excesivo
de la orquesta de presos de la prisión roquera. En uno de esos corrillos
alguien disertaba sobre un tema inentendible para un oído recién llegado.
Era un tipo de unos cincuenta años, delgado y aparentemente fibroso,
de estatura superior a la media, rostro alargado, de agresivos ojos pardos
que protegía bajo los cristales de unas gafas de pasta cabalgando sobre
una prominente nariz. Boca grande y labios gruesos que separaba con un
chasquido cada vez que empezaba la frase. Destacaban sus grandes manos
de luengos dedos huesudos y algo deformes, uñas excesivamente largas,
aunque cuidadas, las de los meñiques superaban a sus hermanas; me recordó
a las de un periodista y cliente del hotel: César González Ruano.
El orador verbenero me pareció un bocazas con gestos de charlatán y con
una suficiencia desmedida, el auditorio le escuchaba como quién atiende
a un portador de oráculos. Hipathia y yo nos acercamos, ella esperó a que
terminase uno de sus interminables monólogos y me presentó.
—El profesor Albert Gassiot…, mi amigo Jordi Brotons, director del
Manila Hotel –dijo, como si esto fuese alguna garantía de erudición.
—Encantado –contestó él, extendiéndome aquella monumental mano,
pero mirando a Hipathia de forma descarada.
Estuve a punto de retirar la mía y dejar su saludo al aire; no obstante,
si era amigo de mi bibliotecaria, no podía ser un mal tipo.
—Es un gran experto en temas medievales. Él fue quién me amplió
algunos de los datos del Codex Gigas.
—Fue un placer, amiga Luisa, –dijo, descubriéndome el verdadero
nombre de mi amiga, que nunca había sabido o que tal vez había olvidado-.
Luisa me comentó que tenía usted mucho interés en los temas demoníacos.
—Bueno, no en toda su extensión, sólo en un tema en concreto –dije,
apurando mi copa de champán.
—¿Puedo preguntar en cuál?

—En los pactos demoníacos y en la forma de romperlos.
—Vaya, interesante tema. ¿Cree de verdad que se puede pactar con
Satanás?
—No, no lo creo… incluso dudo mucho de su existencia; sin embargo,
hay gentes que opinan lo contrario y lo que me interesa es el curso mental
y la visión de la realidad de estos individuos.
— A la sazón, usted piensa que no hay poderes extrasensoriales-dijo,
elevando el tono de voz por encima de los gorgoritos de los Bee Gees cantando
How Can You Mend a Broken Heart, preguntándose cómo podían
reparar un corazón roto. No sé el porqué, pero pensé en Camperol.
—Por supuesto que sí –respondí-. El ser humano posee percepciones y
clarividencias extraordinarias, un sexto sentido, aunque esté inexplorado
para la mayoría de nosotros.
—Entonces también creerá en los poderes ocultos-dijo, elevando la
voz e intentando captar la atención de todos.
—¿Se refiere a los de la banca o a los políticos? –pregunté, levantando
una carcajada entre el corro de oyentes, que no gustó nada a Gassiot.
— Me refiero a los de seres que habitan en el infierno… repuso, chasqueando
sus labios de forma exagerada y salpicando de saliva a un par de
boquiabiertos asistentes.
—Seres malignos, infierno, pecadores, demonios… ¿no le parece que
tenemos más que suficientes en nuestro entorno sin tener que bajar al
averno?
—Le voy a decir algo, Brotons, que espero entienda en toda su dimensión.
Los ángeles caídos están entre nosotros. Satanás y los demonios fueron
creados naturalmente buenos, su lucha para hacerse con el poder divino
les hizo caer en desgracia. ¿Y sabe por qué? Porque perdieron aquella
batalla. Otras leyes, otras verdades y otras razones místicas prevalecerían
en caso de haber vencido y hoy serían otros los malos y los perversos.
—Mire, Gassiot, a mí lo que me parece maravilloso fue lo del Apolo
XI. Aquello sí fue un pacto con el progreso, permítame que ponga en
duda que seres superiores o malignos influyen en nuestras vidas; la culpa,
querido Bruto, no está en nuestras estrellas sino en nosotros mismos que
consentimos en ser inferiores –dije, parafraseando a Shakespeare.
—¿Y en las posesiones diabólicas?
—Tampoco creo en ellas, puesto que no creo en el diablo. No creo
que uno se despierte un día y por las malas se encuentre poseído por el
demonio.
—No, no es así. Sucede si ese uno se relaciona con el mal.
—En ese caso, Gassiot, serían millones los poseídos.
La discusión terminó en aquel momento. Gassiot me miró desde sus
gafas de pasta como si fuese un ignorante irrecuperable. Hizo un gesto de
negación con su mano derecha, los dedos parecieron romperse y las uñas
brillaron a la luz de los farolillos, se dio media vuelta y se dirigió hacia
otro grupo cuyos componentes y conversación le fuesen más propicios.
—Vaya, Jordi –dijo Hipathia-, creo que no os habéis caído demasiado
bien…
—La verdad es que no es mi tipo.
—Hubo un tiempo en que sí fue el mío-dijo mi amiga, sorprendiéndome.
—¿Uno de aquellos tipos que te hacían llegar ruborizada por las mañanas?
Hipathia esbozó una enorme sonrisa.
—Sí, sé que es un creído y que le gusta hablar ex cátedra, pero es un
hombre con muchos conocimientos, capaz de deslumbrar a una joven con
poca experiencia.
Nos apartamos de las demás conversaciones hasta un rincón retirado
del terrado, desde allí podía verse el principio de Las Ramblas y parte de
la plaza de Catalunya.
—Al cabo de poco tiempo lo dejamos, descubrí que era yo la que
deslumbraba. Me di cuenta de que podía vivir, no una vida, sino varias.
Cada relación me abría un abanico de posibilidades. Si en una biblioteca
podemos disponer de los pensamientos de los mejores, ¿por qué debemos
satisfacernos con una o dos experiencias de vida? En un mundo en que las
mujeres somos seres de segunda división, nuestro intelecto y belleza puede
satisfacer todas las necesidades de relación escogiendo a los mejores
de cada momento, sin comprometerse atándose a un solo hombre. Pensé
que no debía conformarme con alguien que podía destrozar mi existencia
o convertirla en vulgar, si podía enmarañar la vida de muchos sin estropear
la mía.
—¿Y el amor?
—El amor no llegó, o no ha llegado todavía, cuando aparezca lo sabré.
—¿Debo desear que sea pronto?
—Me quedan todavía muchos libros por leer –dijo sonriendo.
Pasadas las tres de la madrugada la acompañé a su casa. Nos besamos
frente a su portal.
—Debo hacerme a la idea de que has crecido. Sigo viendo aquel niño
de pelo rizado y ojos grandes-dijo, a modo de disculpa.
La observé entrar en el portal, con sus andares de neoplatónica griega,
girarse y enviarme un beso con la mano, tan casto como mis pensamientos
las primeras veces que la vi.

Buzón de la Casa de l’Ardiaca. Antiguo Colegio de Abogados y antes, casa del Arcediano. Foto: Nanae
Casa del Arcediano. Foto Nanae.
Catedral de Barcelona. Foto Nanae
Barcelona 60s "Nit de Sant Joan" | Fotos de barcelona, Fotos de ...
Dibujo para la novela de Anii Dream

Décima entrada: Donde se habla de las noches barcelonesas del año 1971

Barcelona la nuit

Barcelona, junio 1971

Recibí una conferencia desde París, era de Ruth. Me contaba que
estaba en su salsa, conociendo gente, todavía no alternaba con los
multimillonarios, aunque todo se andaría. Apareció por el hotel
mi amigo Jaime Gil de Biedma, se marchaba el lunes siguiente a Filipinas
por cuestiones de trabajo. Era sábado por la noche y vino a buscarme para
darnos una vuelta por las nocturnidades condales. Dudé un poco porque
con Jaime y sus amigos la cosa podía acabar entre las cuatro y las seis de
la mañana o perderse misteriosamente a la media hora y dejarte tirado.
—Venga, Jordi, ¡qué la vida va en serio!
—De acuerdo, Jaime, tienes que detallarme eso de Nihilismo.
—Coño, eso es fácil. Pasa de todo.
Barcelona empezaba a recibir oleadas de turistas y digo oleadas porque
la VI Flota aportaba lo suyo, pero todavía estaban por llegar los
tsunamis masivos, en parte porque la mayoría de los japoneses no habían
descubierto las vacaciones. La ciudad ya llenaba sus terrazas y paseos
con miles de foráneos. Julio era el mes de los franceses, agosto el de
los norteamericanos de clase media y el de los italianos, septiembre el
de los ingleses y octubre el de los yankees ricos. Durante todo el día los
visitantes reclamaban su lugar en el sol barcelonés y no sólo en la playa.
Sin embargo, las noches de Barcelona eran para los barceloneses, estaba
muy lejos todavía el turismo de borrachera, si excluimos a los chicos de
la VI; el de los conciertos masivos, o el de los follaerasmus. Era difícil
ver turistas en las discotecas y boîtes de la ciudad, salvo en las cercanías
de los establecimientos hoteleros o las que comisionaban a los conserjes
de hotel y a los taxistas. Barcelona la nuit, era solamente para nosotros.
Quedamos en el Pipermint en la calle Bori i Fontestà esquina Ganduxer,
sobre la medianoche. El local, no demasiado grande y con mucho en·
canto, era uno de los preferidos de Jaime, a menos de un cuarto de hora a
pie desde su sótano-vivienda de la calle Muntaner; muchas de sus poesías
habían sido paridas en alguna de sus mesas mientras veía desfilar por la
barra del establecimiento a toda la fauna de la parte alta de la ciudad. «La
barra de un bar, Jordi, es la forma más refinada del acompañamiento»,
me decía.
Le localicé precisamente en la barra, sentado en uno de los taburetes,
con su perenne whisky en una mano y el cigarrillo en la otra, como
si fuesen apéndices de sus dedos. Sonaba Lo importante es la rosa, de
Gilbert Becaud. Sonrió al verme, no pudo llamar mi atención al entrar
porque la canción y el ruido de las conversaciones de los parroquianos
impedían la propagación de la voz, salvo que levantaras mucho el tono.
Por otra parte, el tamaño del lugar permitía localizar un rostro amigo con
un par de vistazos a través de la bruma del humo del tabaco. Me senté a
su lado en un taburete milagrosamente libre, tal vez porque el ocupante
había tenido la imperiosa necesidad de cambiar aguas, las copas del Pipermint
eran generosas.
—Echaré de menos este lugar en Manila –dijo a modo de saludo.
—¿Estarás mucho tiempo fuera?
—Un par de meses, tengo que visitar la planta y repasar las cuentas…
—Imaginó que allí habrá sitios como este.
Sonrió, dio una calada y la mente se le escapó hacia algún tugurio de
Manila.
—Los hay, tal vez con otro estilo. Tendrías que acompañarme en uno
de esos viajes, hablaré con el presidente.
El presidente de Tabacos de Filipinas y el del hotel eran la misma
persona, Luis María de Zunzunegui, por lo que la proposición no era descabellada.
—Si le convences…, no digo este año, pero dentro de uno o de dos,
me encantaría.
La fama de Jaime le precedía, era un bon vivant, pero todo un caballero.
Su homosexualidad era de todos conocida, aunque era recomendable
no dejarle a solas con tu novia. Lo que más destacaba en su modo de ser
era el extraordinario respeto para con sus amigos, su estilo de vida no
comprometía a nadie, salvo que ese alguien quisiese implicarse, por otro
lado y siguiendo sus propias enseñanzas, nunca le juzgué porque, además
de no tener derecho, me gustaba su visión de la vida y sus filosofías.
—Cómo va el trabajo, ¿y las investigaciones? –dijo, a la par que pedía
al camarero otro Chivas.
—Bien, ya te conté que ando tras la historia de las muertes de Torras
y de Camperol.
—Vaya tipos, en teoría eran unos místicos, muy sensatos y juiciosos,
pero tú y yo sabemos quiénes eran, aunque no compartieran ninguno de
nuestros ambientes Por eso sé que eran unos canallas, las gentes sin pecado,
sin debilidades aparentes, son los peores. No me extraña que fuesen
tras la Biblia del Diablo, tanto miedo por Leviatán significa que no tenían
la conciencia muy tranquila.
No quise contarle la historia de Nogal, no, hasta que pudiese verificarla.
—Entonces no crees que la hizo el diablo en una sola noche –dije con
mucho cachondeo.
—Ni loco, Jordi. No existe Dios, tampoco su ángel rebelde, porque si
existiera, seguro que nos conoceríamos… y mira que he estado en infiernos.
Reímos a gusto. Paralelamente, alrededor nuestro, se desarrollaban un
sinfín de conversaciones y alguna que otra parada nupcial. Los jóvenes
barceloneses mostraban sus plumas a las jovencitas con intención de deslumbrarlas
y ellas les manifestaban una aparente inapetencia, envueltas
en el hechizo de sus minifaldas y de sus botas altas. Conforme avanzaba
la noche la indiferencia se iba desvaneciendo y las minifaldas menguando
desinhibidas por el alcohol. Jaime sonreía malicioso, conocía aquellas
maneras de actuar como la palma de su mano, era un gran observador.
—¿Qué te parece si cambiamos de garito? A esta hora Bocaccio
debe estar ya despegando –dijo.
Estuve de acuerdo, Bocaccio era una discoteca situada en la calle
Muntaner que era el centro de la vida nocturna barcelonesa. En un sábado
de mediados de junio era obligado pasar por allí, sobre todo para
los representantes de la gauche divine. Hasta la verbena de San Juan no
comenzaba la diáspora de los fines de semana a las veleidades nocturnas
de la Costa Brava –sobre todo Platja d’Aro- y a las de Sitges, a setenta kilómetros
de la capital, que llenaban sus discotecas de capitalinos ansiosos
de aventuras que contar. En esos litorales sí se podía pescar una turista
quemada por el sol. Atravesamos Via Augusta y la calle Copérnico hasta
llegar a la ronda del General Mitre, en honor al primer presidente de la
República Argentina, y de allí a Muntaner. La discoteca era un lugar con
encanto, siempre a rebosar, decorado imitando formas modernistas, puertas
–sobre todo la principal- espejos, mostradores, mesas y sillas ondulaban
sus líneas en madera, dándole un aspecto agradable y sensual, incluso
las grandes copas balón que se soportaban sobre un largo y delgado pie.
El portero nos facilitó la entrada, Jaime era más conocido en Bocaccio
que su diseñador Xavier Regás. Dentro, el ambiente era divertido y ensordecedor,
allí estaban en animada conversación, Oriol, principal accionista
de la disco, su hermana la escritora Rosa Regás y Colita, la fotógrafa que
mejor supo retratar aquel tiempo y aquellos lugares. El grupo fue creciendo
con la llegada del escritor Juan Marsé, el fotógrafo Pomés y la de la
actriz Teresa Gimpera, también socia, y que acudía de caterva en caterva
para ejercer su labor de musa de Bocaccio. Al cabo de una hora el grupo
había crecido y se había disgregado media docena de veces, Jaime estaba
en animada conversación con un joven de pantalones ajustados e ínfulas
de actor en ciernes.
Me pareció ver en una de las mesas una cara conocida, por un momento
me costó situar aquel rostro femenino en algún cuadro de memoria
reconocible. Una luz se encendió en mi cerebro embotado por el humo de
los fumadores, la pluralidad de las conversaciones y los J&B consumidos.
Me acerqué a la joven que bebía un cuba libre con la misma fruición
que el llorado Che Guevara.
—Perdone, creo que nos conocemos –dije, en un alarde de originalidad.
Me miró de arriba abajo, era muy probable que yo fuese el quinto o el
sexto merodeador que utilizaba la taimada frase.
—No recuerdo, tal vez me confunde –respondió indiferente.
—Soy, Brotons, el director del Manila Hotel, fue en el…
No pude terminar de explicarle que había sido en el entierro de su
padre, Robert Camperol.
—Pues claro, ahora le recuerdo, me perdonará, pero había tanta gente…
La miré, estaba más guapa que en el sepelio. Un mechón de su melena
pelirroja le tapaba parte del rostro. Aunque el rímel ya estaba ausente,
sus ojos miel seguían siendo sus mejores embajadores, incluso más que
sus bien formadas pantorrillas que mostraba generosa asomando de una
minifalda encogida por la postura.
—¿Quiere sentarse? –dijo señalando una silla frente a ella en la
mesa que compartía con un grupo de gente.

Me senté. Ella estaba espléndida, sus amigos ausentes y los camareros
atentos; todo era perfecto. Pedí otro cuba libre de ron para ella y un J&B
para mí, tuve que insistir que se olvidaran de sus copas de balón habituales
y me lo sirvieran en vaso corto y con solo dos hielos. Iniciamos una
conversación pueril sobre Bocaccio, la discoteca no el escritor, pensé en
iniciar un sutil interrogatorio sobre el padre; no obstante, en aquel momento
me interesaba más la hija y desistí. Evité las estúpidas preguntas
de ¿vienes mucho por aquí?, porque era obvia, y aquella de ¿estudias o
trabajas?, porque en aquel momento no era eso lo que me importaba. Le
dije que había venido con un amigo, sin mencionar que era Gil de Biedma,
para no parecer pedante y que me sentía muy a gusto en su compañía.
—Un placer inesperado –dije.
—Ah, ¿es que te vas? –contestó, burlona.
—No sin ti –respondí desafiante.
Creí ver que se ruborizaba, a pesar de que la luz del local no era tan
esplendente como para percibirlo.
—¿Vas a raptarme?, ¿eres un pirata? –preguntó, estirando su ya
largo y sensual cuello.
—No, la que bebe ron eres tú, si acaso nos raptaremos mutuamente.
—Me parece perfecto. Marca tú el rumbo.
No me despedí de Jaime porque le vi entregado a la filosofía con el
joven de los pantalones ajustados y teníamos la norma de que dos son
compañía y tres… tener que dar explicaciones. Salimos al exterior con
los oídos taponados por la cantinela de la música y de las conversaciones,
teníamos los pulmones necesitados de aire limpio. Bajamos andando por
Muntaner, la calle descendía hacía el mar como una riera de asfalto, orillada
de plátanos, atravesando gran parte de Barcelona, aunque sin llegar
a la playa, desembocando mansamente en la Ronda de Sant Antonio.
Charlábamos sobre la vida nocturna de la ciudad. Al llegar al cruce de
Vía Augusta, se detuvo, me miró con desparpajo y me preguntó:
—¿Adónde me llevas?
—Pues no tenía pensado nada… tal vez a Tuset…
—Vaya un pirata… Vamos te invito a una copa.
Caminamos algunos minutos por Vía Augusta, se detuvo frente a un
portal que en apariencia no albergaba ningún establecimiento nocturno.
La miré interrogante.
—Es mi piso, creo que todavía me queda J&B.
A pesar de tratar de disimularlo, creo que esbocé una enorme sonrisa.
—No te alegres tanto, vamos sólo a tomar una copa… no a descubrir
el sentido de la vida.
—Esta noche, el sentido de la vida eres tú –le dije, mientras el ascensor
llegaba al séptimo piso.
Se alzó sobre las puntas de los pies y me besó en la boca. La cogí por
la cintura, justo cuando se abría la puerta automática del artefacto y me
refiero al ascensor. Repetimos el beso.
—Sabes, señorita Camperol, que desconozco tu nombre de pila.
—Me llamo Lilith –dijo, al entrar en el recibidor.
—No me extraña, me lo imaginaba, pero ¿qué pone en tu carnet de
identidad?
Sonrió al entrar en el salón y no contuvo sus siguientes besos, como
queriendo darle misterio a su respuesta. Al llegar al dormitorio me miró
fijamente a los ojos.
—Eulalia, mis amigos me llaman Lilí… y mis amantes de muchas
formas.
—¿No me habías prometido un whisky? –dije, al verla lanzarse a mis
brazos como si no hubiese un mañana.
—Después podrás beberte la botella entera, ahora tenemos que descubrir
el sentido de la vida.
Tenía toda la razón, en aquel momento descubrir era prioritario a beber
y sentir mucho más importante que hablar. Recorrimos el mar de su
dormitorio de orilla a orilla, en un carrusel de sensaciones atracando en
las ensenadas de su cuerpo, navegando entre la bahía de sus muslos y fondeando
en la gruta de la vida. Echamos anclas cuando el capitán pirata,
después de varias navegaciones, se replegó al cofre del muerto.
Apoyó su cabeza en mi vientre y me contó alguno de sus sueños.
Le acaricié la melena rojiza que, a pesar de los humos de Bocaccio, todavía
olía a colonia cara.
—Me dejaría raptar de nuevo-dijo, mientras su cabeza descendía traviesa
hacia el palo de mesana –¿Y si el sentido de la vida estuviese aquí?
—No lo sé cariño, pero puedes tratar de averiguarlo…
Estallamos los dos en una erótica carcajada, porque sus investigaciones
coincidieron con un saludo de agradecimiento del mástil pirata.
Después de dos horas de navegación, volvimos al salón, ligeros
de bagaje y vestidos de náufragos en día de colada de taparrabos. Sirvió
un par de whiskys y se acomodó a mi lado en el tresillo.
—Salud, brindemos por ti, princesa.
—Por nosotros.
Los vasos de cristal chocaron sabedores de que nos habíamos ganado
su espiritoso contenido.
—Vamos, pregúntame lo que quieras –dijo.
Pasé mi mano libre sobre su hombro, la besé en los labios y ella se
arremolinó sobre mi pecho.
—¿Por qué crees que tengo preguntas?
—Vamos, Jordi, se cargan a mi padre en tu hotel y luego a unos de sus
amigos a pocos metros del Manila, ni el más ingenuo pirata se cree que
son coincidencias.
—Quisiera saber cosas de tu padre.
—No me andaré con rodeos, mi padre era un canalla, no sólo con mi
madre a la que engañaba constantemente, también con sus enemigos y
con su amigos… sus objetivos –que solo conocía éllos– conseguía pasando
por encima de todo y de todos. Rompió la única relación de verdad que
he tenido porque a él no le gustaba. Fastidió la vida de mi hermana todo
lo que pudo porque es un ser libre y contestatario. Su lema era: yo, yo, yo
y los demás. En cuanto a su entorno y amigos ya ves de que pelaje son.
—Supongo que tenía grandes ambiciones y grandes enemigos.
—Se creía un salvador y un líder. Si lo que quieres preguntar es si
alguien tenía razones para matarle, la lista no cabría en este sofá: mujeres
engañadas, socios timados, competidores arruinados, aliados defraudados.
Sólo el Opus le tenía cogida la medida.
—Entonces, ¿era un hombre creyente?
—Mi padre era el diablo, Jordi. Y si no lo era, tenía un pacto con él.
Habíamos llegado al punto más interesante de la conversación.
—No me interpretes mal, ni creas que es una pregunta estúpida. ¿Sabías
si practicaba cierto tipo de rituales?
Ella me miró interrogante.
—Como nuestra navegación, seguro que no. Supongo que era de tiro
rápido. Y aparte de los del Opus, no sabría qué decirte.
No quise preguntarle más. Como en muchas familias, las actividades
paternas son un misterio para sus allegados.
Pasamos la noche juntos y no volvimos a hablar del tema, nos dedicamos
a descubrirnos, a contarnos lo justo para dejar de ser unos desconocidos
y a no violar el jardín privado que acotamos en nuestras mentes. Hay
respuestas que se dan sin que se pregunte y preguntas cuya respuesta no
nos aportaría nada, porque son brisas que han impulsado a otros bajeles.

Nos despedimos haciéndome prometer que no la llamaría para una nueva
cita, como buena Lilith ella decidía cuándo volver a navegar.
Cuando necesite un nuevo rapto, lo sabrás –susurró mientras el ascensor
arribaba al séptimo cielo.
En el exterior, en una casi vacía Vía Augusta, la luz del amanecer
atravesaba los jardines del Turó Park e iniciaba el milagro cósmico de un
nuevo día.

La voz del pasado

Paseo de Gracia, junio de 1971

Tenía una nariz romana, un pasado terrible, una desvergüenza desmedida
y un pacto con el diablo y además, una hija preciosa de
melena irlandesa y otra hippie, nada de eso pudo evitar que acabara
en los dominios de Pedro Botero, si es que tal lugar existe fuera de
nuestras mentes y de la parafernalia religiosa. Confirmar si también era
uno de los violadores de Flix estaba en la capacidad sensorial de Nogal.
Me puse en contacto con Salvador Escamilla, locutor de radio Barcelona
y cliente del hotel. Sin darle grandes explicaciones, le pedí si en los
archivos radiofónicos de la emisora tendrían alguna grabación de Robert
Camperol. Al cabo de pocos días me llamó para decirme que disponían de
un par de cintas con la voz del difunto. Quedé con Félix Nogal en el hotel
para ir juntos en taxi a la emisora barcelonesa. El taxista frunció el ceño
cuando, Jesús Lucea, el portero de turno, le dijo nuestro destino a pocos
minutos del Manila. Muchos taxistas esperaban horas en la puerta del
hotel con la esperanza de que les saliera una buena carrera al aeropuerto,
hasta alguna población de la periferia o a un punto distante de Las Ramblas,
para que su contador marcara un generoso guarismo y contando con
una espléndida propina, pero un trayecto de apenas setecientos metros –
kilómetro y poco en coche-, hasta la calle Casp, casi esquina con Passeig
de Gràcia, truncaba esas expectativas; corrigió su expresión al comprobar
que el servicio era para mí, convenía estar a buenas con el dire. No
obstante, dio un magnífico rodeo y tardó bastante más que si hubiésemos
ido a pie. A pesar de la pequeña triquiñuela le di una propina rumbosa.
Convenía estar a buenas con los taxistas.
Subimos al primer piso, nos recibió Salvador Escamilla, director de
Radioscope, la ventana a las ondas de la llamada Nova Canço. Su programa
había descubierto y promocionado a un buen grupo de representan·
tes de éxito de la canción catalana, entre ellos Joan Manuel Serrat, Lluís
Llach o el grupo La Trinca.
—Pasad, pasad, en los archivos han localizado cintas de actos oficiales
con la intervención de Camperol-dijo con su magnífica voz de cantante
y locutor.
Entramos en uno de los estudios que estaba vacío, un técnico puso
desde la cabina las cintas seleccionadas. Las pasó un par de veces, una de
ellas correspondía a un pequeño discurso de una inauguración y la otra
de una entrevista a Camperol, precisamente en radio Barcelona. Nogal
confirmó, sin ninguna duda, que la voz de la entrevista y la de orador eran
la del llorón de Flix.
—Era el que gimoteaba –aseveró.
Le estaba dando las gracias a Escamilla por su favor, cuando Nogal
nos sorprendió de nuevo.
—El tipo que le presenta en la inauguración, también estaba allí.
—No jodas, exclamó Escamilla, ¿sabéis quién es?
—Me temo que sí –dije.
—¡Con la iglesia habéis topado! –exclamó Salvador.
—¿Quién es? –dijo Nogal con impaciencia.
—Luego te lo cuento.
Salimos de la emisora, y en vez de regresar al hotel le propuse a Félix
tomar algo en la terraza de la Cafetería Navarra. Nos sentamos en
una de las mesas del exterior porque el ruido de la circulación del
Passeig de Gràcia disimularía parte de nuestra conversación, que no importaba
a nadie más que a nosotros. En cuanto estuvimos acomodados,
entré con la excusa de pedir nuestras consumiciones y poder así admirar
la cristalera modernista del techo. Degustando nuestros riojas le aclaré
quién era su tercer hombre.
—Joan Deulovol.
—Joder, ¿el cura?
—El capellán, uno de los hombres fuertes de Modrego, el arzobispo
anterior, y ahora, después del nombramiento hace tres años de Marcelo
González, uno de los máximos impulsores de la campaña de movilización
nacionalista que exige obispos catalanes. Deulovol tiene todos los números
para ser nombrado coadjutor, con derecho a sucesión, y paralelamente
se habla de un inminente traslado de Marcelo y en cuanto esto suceda…
—O sea que en unos meses tendremos a un violador que ha firmado un
pacto con Satanás de arzobispo de Barcelona.
—Ese es el intento, la presión de la campaña Volem bisbes catalans,
está dando sus frutos.
—Espero que haya otros candidatos.
—Los hay, se habla de Narciso Jubany, pero Deulovol tiene todas las
preferencias.
—¿Cómo sabes tanto de estos asuntos, Jordi.
—Un hotel es como un gran confesionario, Félix y además con camas
y restaurantes, por nuestro negocio conocemos a los pecadores de pereza,
gula y lujuria, pero también los de soberbia o envidia… y de avaricia e
ira, en cuanto les pasamos la factura, tanto seglares como clérigos. Félix
estalló en una gran carcajada.
—No me imagino… –dijo, y no obstante, a pesar de su negación, Félix
andaba fabulando con algún prelado pecando de gula o de lujuria.
—Ya te he dicho que es como un gran confesionario y jamás revelamos
los secretos de confesión.
Paramos otro taxi para regresar al hotel. Nogal subió el primero y lo
hizo con la soltura de un vidente.
—Al hotel Manila –dije, una vez acomodado.
El taxista, farfulló algo en voz baja que no entendimos. Imaginamos
que su enunciado no le hubiese gustado a ningún purpurado.
—Les llevo por Vía Layetana o por Arco del Triunfo – preguntó, para
calibrar sibilinamente nuestros conocimientos en rutas callejeras.
—Directos a Las Ramblas –dijo Félix-, soy ciego, pero no turista.
El conductor no contestó, puso la primera y arrancó. Miré a Nogal y
sonreímos.
Yo me bajaré en el hotel y después mi compañero continuará hasta
Sants.
El taxista sonrió al saber que, a la postre, no sería una carrera corta

Jaime Gil de Niedma

Novena entrega: Panorama desde la casa del Opus…

Conversaciones al otro lado del puente


Premià de Dalt, junio de 1971

Enrique Ripoll apareció por el hotel una mañana para contarme, según
dijo, muchas cosas. Fuimos a mi despacho y le pedí a Quendy,
la secretaria de dirección, que no nos molestase nadie.
—Traigo noticias, Jorge –dijo Ripoll, resollando.
—Siéntate, Enrique, y tómate un respiro, no será tan urgente.
—Lo es, lo es. ¡Tenemos el arma del crimen!, bueno, la hoja de un
bisturí apareció en la plaza del Pi en una papelera. Sin huellas, claro, es
de una cuchilla de cirujano de hoja intercambiable, nada peculiar.
—Esto se pone interesante-dije, con la garganta seca por la emoción.
El rostro de Enrique no podía ocultar su entusiasmo, había caso ¡y de
los gordos!, se desabrochó la americana, se desplomó sobre el sillón y
continuó.
—Y hay más novedades. El Opus quiere vernos, no sólo a mí como
inspector que lleva el caso, me han pedido, expresamente, que me acompañes.
—¡Qué sorpresa!, yo también tengo ganas de hablar con ellos. ¿Los
has citado en la comisaría?
—No, me han sugerido que vaya a Castelldaura, una residencia que
tienen en Premià de Dalt… una antigua casona del siglo XIX.
—Y tú has aceptado la invitación.
—Claro, así en su casa se sentirán más confiados. Quiero averiguar
todo lo que pueda y saber qué quieren de ti.
—¿Y para cuándo dices que será? –dije, mirando la montaña de trabajo
que yacía sobre mi mesa esperando turno.
—Mañana…
Consulté la agenda con las reservas y las salidas para el día siguiente y
quedamos sobre el mediodía. No podía creerme el interés del Opus.
A la mañana siguiente se presentó Ripoll con un coche policial conducido
por un agente de uniforme. Sentí una rara sensación al sentarme con
Enrique en la parte trasera del coche oficial: no olía a misterio, como me
hubiese gustado, era un olor rancio a parque móvil y a algo que no podía
distinguir, me entró una extraña claustrofobia. Era un modelo común de
SEAT, concretamente un 1400 y no obstante, el hecho de que fuese un
vehículo policiaco, imponía. Ripoll advirtió mi incomodidad y sonrió,
se abrió la americana y mostró la sobaquera con el arma. «Huele a eso»,
dijo. No quise preguntarle si se refería a la piel de la funda, al arma o al
sobaco. Atravesamos el río Besos, pasamos por Badalona, recorrimos la
costa hasta llegar a Mongat y El Masnou, siempre paralelos al mar. Ya a
la vista de Premià de Mar nos dirigimos al interior hacia Castelldaura.
Nada más cruzar el puente que unía Premià de Mar con Premià de
Dalt, nos dimos de frente con Castelldaura, una antigua mansión decimonona
rodeada de pinos mediterráneos y por un muro con verjas. Merced
a la elevación del terreno quedaba el mar a nuestra espalda y a cierta
distancia, dándole un inesperado horizonte a la carretera de acceso. Nos
abrieron la cancela de la gran puerta de dos hojas que daba paso a la finca,
dos perros de piedra coronaban las pilastras de la entrada. «Un poco
pequeños los canes», comentó Ripoll. Sonreí, efectivamente, el tamaño
de los pétreos guardianes desmerecían la magnitud del portal de acceso.
El automóvil policial se adentró por el pasaje que conducía a la casa y
que cruzaba un gran jardín, El camino hasta el edificio estaba flanqueado
por plátanos y palmeras; deduje que aquella finca había sido la casa de
veraneo de algún rico «americano», como llamaban en Catalunya a los
indianos regresados con fortuna. Era una magnífica construcción con un
torreón a la izquierda presidido por un balcón que imitaba el gótico medieval.
Los cipreses escoltaban el entorno, haciendo bueno, si es que el
Todopoderoso gustaba de esos lares, el título de la novela de José María
Gironella, Los cipreses creen en Dios, la primera de su trilogía sobre la
Guerra Civil.
Llegamos a la entrada. El policía de uniforme se quedó al lado del coche
y nosotros subimos los peldaños de la escalera central que conducía
a la morada, el arranque sí estaba bien guarnecido por dos bellas figuras
de aguadoras, tan grandes como las columnatas donde reposaban. Frente
a la puerta de acceso estaba el doctor Balcells, Ramón Guardans y un sacerdote
de larga y negra sotana y de aspecto serio. A los dos primeros les
conocía como clientes y, en el caso de Guardans, también como consejero
de Tabacos de Filipinas.
—Bienvenidos –dijo Balcells- les presento a don Álvaro del Portillo,
miembro de Consejo General y secretario general de la Obra. A Guardans
y a mí creo que nos conocen de sobras.
Correspondimos a los saludos y nos dejamos acompañar a uno de los
salones. Tomamos asiento en unos tresillos capitoné de color gris, que se
me antojaron incómodos o tal vez fuese la situación la que me incomodaba.
Ripoll y yo nos apropiamos de uno de ellos y frente a nosotros de cara
al jardín, en otro gemelo, los tres anfitriones. Quedábamos de espaldas a
la luz, pero podíamos vigilar la puerta de entrada; pronto se nos disipó
todo temor. Nuestros interlocutores estaban tan ávidos de saber lo que
ocurría como nosotros. Antes de iniciar la conversación observé a aquellos
tres hombres.
Ramón Guardans tenía la mirada penetrante y decidida, de estatura
media, buen gourmet, con cierta tendencia a engordar, eran numerosos
sus compromisos y responsabilidades en Banesto y en Tabacos de Filipinas
que terminaban frente a una buena mesa. En sus años mozos, cuando
era un brillante abogado, paseaba su palmito por la Barcelona franquista,
hasta que en un viaje a Buenos Aires conoció a Helena Cambó, la hija de
político Francesc Cambó, y regresó casado con ella, como administrador
de sus bienes y adalid de la memoria del que hubiese sido su suegro. Sus
catorce hijos con Helena, su cuantiosa fortuna y sus grandes contactos
con el nuevo nacionalismo, le convertían en el supernumerario perfecto.
Alfonso Balcells no le iba a la zaga, alto, elegante, peinado hacia atrás,
parecía más un actor de teatro que médico. Escritor, brillante orador, catedrático,
rector durante años de la Universidad de Salamanca, ahora catedrático
de Patología General de la Facultad de Medicina de Barcelona.
En cuanto al tercer hombre, no teníamos ni idea de quién era, la sagacidad
de Ripoll descubrió que se trataba de un pilar importante de la Obra. Se
había alistado voluntario en el ejército republicano, para poder pasarse al
franquista en cuanto tuvo ocasión. No me dejé impresionar por tan influyente
cónclave y lancé la primera pregunta.
—Me gustaría saber qué pretendía de mí el difunto Gabriele.
Ripoll, me cogió la muñeca en un gesto de protección paternal al niño
que ha hecho una pregunta inoportuna o precipitada en una reunión de
adultos.
—Perdonen a Brotons, si no les importa empezaré yo con las preguntas.
¿Supongo que el fallecido era miembro de su asociación?
—Sí, efectivamente, era un valioso y viejo numerario-contestó Portillo.
—¿Tenía algún enemigo o estaba envuelto en algo turbio?, Brotons,
me dijo…
—Por eso hemos querido que le acompañara el amigo Brotons –dijo
Guardans-, tenía relación con el otro asesinado y la actitud de los últimos
momentos de Torras ha podido parecer… –dudó un momento antes de
continuar- un poco extraña.
—¿Cómo qué el otro asesinado? –dijo Ripoll- Camperol murió de un
ataque al corazón.
Se miraron entre ellos y luego a Ripoll. El sacerdote se removió en su
asiento un tanto nervioso.
—Creemos, comisario, que a Camperol le «ayudaron» a morir.
No pude evitar esbozar una sonrisa de satisfacción, estuve a punto de
gritar: ¡lo sabía, lo sabía…!
—¿Por qué piensan que pudo ser así? –preguntó el comisario.
—Camperol tenía proyectos, muchos proyectos. No le vamos a engañar,
estamos dispuestos a tomar el timón de los destinos de España, pero
también los de Catalunya. Intentamos, para bien del país, estar en todas
las instituciones y en las entidades financieras y culturales, ya saben, Omnium,
Orfeón Catalán –matizó Portillo en castellano-, el Club Catalónia,
la Junta de Museos de Barcelona, el Museo de Arte de Catalunya, el
Círculo Artístico San Lluc, la Editorial Católica, el Instituto Cambó, el
mundo universitario y sobre todo, en la nueva política catalana y Camperol
tenía que aterrizar en unos cuantos más, estaba entusiasmado con sus
objetivos; apasionado, fuerte y decidido –concluyó, un tanto excitado.
—El corazón es un órgano que a veces falla sin avisar, sobre todo si se
quiere abarcar demasiadas cosas –dije.
—Le hicimos una revisión hace tan solo un mes en una clínica privada,
estaba bien, con algunos achaques, pero bien-terció de nuevo Balcells.
—¿Quieren presentar una denuncia? –dijo Ripoll.
—Sólo serviría para desesperar a la familia y alertar al asesino.
—Y en todo esto ¿qué pinta Torras y su viaje a Estocolmo?, y ¿por qué
se hacía llamar Gabriele?-pregunté.
— ¿Y por qué escribió el mensaje en la servilleta?, hemos comprobado
que la sangre era suya –añadió Ripoll.
—Verán, la Obra está al servicio de Dios. Como ve somos científicos,
filósofos, empresarios o escritores, metidos en el mundo de la fe, aunque
estamos abiertos a cualquier suposición y más si procede del Maligno.
–dijo Guardans.
—¡Por Dios! –exclamó Ripoll elevando la voz- no creerán…
—Ni creemos, ni dejamos de creer. Torras era un investigador, un médico
del alma. Hizo un par de cursos en el Vaticano en la prestigiosa Universidad
Pontificia de Roma para preparase como exorcista. Las clases,
en este tipo de enseñanzas, van desde la antropología del satanismo y la
posesión diabólica, hasta el contexto histórico y bíblico del diablo. Por
eso cambió su nombre por el de Gabriele, en honor a su maestro, Gabriele
Amorth. No tenemos miedo a Satán, en palabras del Padre Amorth
trabajamos en nombre del Señor del Mundo y el diablo sólo es el mono
de Dios-dijo Portillo.
—Será un mono, pero ustedes le dan mucha importancia. ¿Qué buscaba
Torras en el Codex Gigas? –pregunté.
—Respuestas, buscaba respuestas. Y usted, amigo Brotons, también
las busca, lo sabemos.
—Se equivocan, yo busco verdades, a su numerario no lo mató el demonio,
por lo menos no sería él quién empuñó el bisturí asesino.
—Nada es lo que parece, amigos –dijo Balcells-. Cuando la Obra se
instaló en Barcelona, yo mismo, sin ser todavía miembro, alquilé un piso
para los numerarios. Incluso alojamos un par de veces en él a nuestro
fundador, era un piso pequeño en la calle Balmes casi esquina con la calle
Aragón, le llamábamos El Palau, como no teníamos capilla hice poner un
enorme crucifico de madera, muy sencillo, tosco, desnudo, sin la figura
del Señor y pintado en negro. Al poco tiempo, vecinos y curiosos aseguraban
que allí crucificábamos a seres humanos… como si fuésemos una
secta diabólica.
Estallaron los tres en una carcajada. Sin querer me estremecí, había
oído hablar de las sospechas populares y siempre pensé que eran falsas;
sin embargo, no pude evitar sentir un escalofrío mientras tomaba nota en
mi libretita verde.
—A Josemaría Escrivá le dolió la absurda afirmación –añadió Portillo-,
tanto, que hizo sustituir esa cruz por otra muy pequeña. Siempre
dice bromeando: Así no podrán decir que nos crucificamos, porque no
cabemos.
Volvieron a reírse. Ripoll y yo esbozamos una sonrisa de compromiso.
—Bien –dijo al fin Ripoll-, les informaré de los avances que tengamos,
siempre que no estén bajo secreto de sumario.

—No se preocupe comisario, de la información judicial ya nos ocupamos
nosotros, tenemos contactos en la judicatura. En cuanto a usted,
Brotons, nos gustaría que nos tuviera al corriente de sus averiguaciones.
Por favor.
—Siempre y cuando, ustedes me tengan informados de las suyas.
¿Quién irá a Estocolmo?
—Todavía no lo sabemos –contestaron casi al unísono-. ¿Tal vez le
interese ir a usted, Brotons?
—Me gustaría, no crean, pero tengo demasiado trabajo, esperaré a que
retorne su enviado.
Ya de regreso, salió el Ripoll de siempre.
—Estos tíos están como cabras. No, no te rías que tú tampoco tocas.
Seguro que hay un asesino con dos piernas y dos brazos, sin cola y si lleva
cuernos no son de los que se ven…
Me reí a gusto, el coche tomaba de nuevo la carretera del Maresme,
rumbo a la ciudad Condal. Entendí que a Ripoll le faltaba parte de la información
y le conté toda la historia y las sospechas de Nogal.
—¿Por qué no les has dicho que sus numerarios no eran precisamente
unos santos?
—Porque ya lo saben, aunque tal vez no sepan la historia completa.
—Trataré de averiguar quiénes eran los otros tres, los archivos militares
tendrán constancia. Me pondré en contacto con Segovia.
A lo lejos se adivinaba la Avenida de la Meridiana. Estábamos ya en
Barcelona.

Castelldaura
Meridiana, años 70 Fotos: Ajuntament de Barcelona

Octava entrega: En la que se habla de lugares en que puede aguardar la muerte y de pactos de Herman, el monje, con el diablo.

La muerte espera en las esquinas


Barcelona, junio de 1971

Aquella mañana, Gabriele, no asistió a la oración de los Libros de
Meditaciones. Tampoco había dormido en su cama de la casa
que compartía con otros numerarios. Yo no me enteré hasta que
recibí la visita de mi amigo Ripoll. No me sorprendió en absoluto, la
clarividencia de Nogal me lo había dejado muy claro. Los nudillos del
comisario golpearon la puerta de mi despacho, no me costó adivinarlo al
ver su familiar sombra a través del vidrio. Su mediana estatura se agigantó
por el efecto óptico del cristal y también la de su nariz, ya prominente
al natural. Escuché su característico carraspeo.
—Adelante, Enrique, pasa.
—Buenos días Jorge –dijo con voz seria, mientras tomaba asiento en
uno de los sillones.
Carraspeó de nuevo un poco y preguntó:
—¿Sabes a qué he venido?
— Me gustaría decir que no, pero me temo que por algo grave…
—Efectivamente, todavía ni ha salido en los periódicos, el Opus tiene
mucha mano. Uno de sus numerarios falleció ayer por la noche en plena
calle.
—¿Algún conocido?
—Mío no, pero sí tuyo… de hecho fuiste la última persona con quién
habló.
—Vaya por Dios, ¿cómo lo sabes?
—Salió de tu hotel pasada la una de la madrugada, todo el mundo os
vio dialogando antes de que te sentaras en el bar.
—Lo siento ¿de quién se trata? –dije, aunque conocía de sobras la
respuesta.
—De Miquel Torras, en la Obra le conocían como Gabriele.
Traté de demostrar asombro, aunque a Ripoll no era fácil engañarle.
Levanté el torso y me incliné ligeramente sobre los antebrazos, antes de
lanzar la pregunta.
—Puedo preguntarte de qué y cuándo murió.
—Claro, y voy a añadirte dónde, en la calle Petrixol frente a la chocolatería
La Pallaresa, a menos de trescientos metros de este hotel y cinco
minutos después de hablar contigo.
—¿Muerte natural? –pregunté, tragando saliva.
—Hombre, si entiendes por natural que te claven un estilete en el hígado…
podríamos considerarlo así –dijo recostándose en el sillón y estirando
las piernas casi por debajo de mi mesa.
—¿Nadie vio nada?, aquella hora todavía hay gente por la calle.
—Al parecer no murió de inmediato, se arrastró hasta un portal vecino
y allí agonizó. El sereno nos avisó a eso de las dos y media de la madrugada.
Le encontró en posición fetal, desangrado.
—Pues sí, le conocía del funeral de Camperol, aquella misma noche
me salió al paso en Vía Layetana, quería información sobre un libro.
Ripoll se removió en su sillón, encogió las piernas y agudizó el oído
para escuchar mis palabras. Suspiré antes de contarle la conversación, la
nota de la servilleta, la historia del Codex Gigas, y el proyectado viaje del
finado a Estocolmo.
—¿Conservas la servilleta?
—Pues claro, y los cubiertos. Sabía que me lo pedirías… no imaginé
que tan pronto.
—No sé cómo te las apañas, siempre estás en mitad de estos fregados,
me voy a llevar las pruebas y tú…
—Sí, ya sé, no me muevo del hotel.
Asintió con la cabeza antes de abandonar la comodidad del sillón, yo
le imité y me incorporé al unísono. Ya de pié, Ripoll me hizo la esperada
pregunta.
—¿Tú te crees esa bazofia del libro del diablo?
—Yo tal vez no, pero ellos sí creían que el libro contenía algo que les
interesaba, Torras lo escribió a modo de aviso, de advertencia y lo hizo
con su propia sangre para que Camperol no tuviese dudas.
—¿Y cuándo lo hizo? Torras no estaba entre los invitados, ¿verdad?
—No, no lo estaba y no entiendo de qué forma pudo hacerse con la
servilleta, rotularla y dejarla en el servicio de mesa. Teníamos media docena
de camareros, dos jefes de rango y un maître sirviéndoles, además
de un par de ayudantes para cambiar platos y cubiertos.
Me miró, se llevó la mano derecha a los labios y los presionó, en un
gesto espejo, como si tratara de exprimir su cerebro y callarse algo.
—Quiero hablar con todos.
—¿Ahora?
—No, antes he de analizar las pruebas, esperar la autopsia del muerto
y hablar con los del Opus.
—¿Puedo ir contigo?
—Ya veremos… en cuanto a tu personal…
—Sí ya sé, que no salgan de Barcelona.
Ya solo, medité sobre los acontecimientos. Tenía dos fiambres que,
según Nogal, y él pocas veces se equivocaba, habían coincidido en un
tiempo y un lugar en el pasado y también en el presente, ambos eran depositarios
de algún terrible secreto que ya nunca podrían contar y que a la
vista de los hechos, les había costado la vida. Y parte del misterio estaba
en el códice, en la Biblia del Diablo, Gabriele pretendió averiguarlo y
alguien se tomó la molestia de impedirlo, no podía asegurar si humano o
sobrenatural.
Traté de olvidarlo por lo menos durante unas horas. Trabajé durante
todo el día sin casi tener tiempo de pegar un bocado. Llegaba un grupo de
jubilados norteamericanos ávidos de conocer mi ciudad, comprar castañuelas,
probar la paella y asistir a una corrida de toros. Arribaban a uno de
los hoteles más exclusivos y caros de Barcelona en bermudas y sandalias,
eso sí, con calcetines. La España de los setenta les recibía con los brazos
abiertos. Barcelona iba transformándose, todavía no era el enorme parque
temático de un par de décadas después. En los setenta para los turistas
todos éramos toreadores, bandoleros, cármenes y curas. En su memoria
llevaban las imágenes del año 50 cuando Ava Garner rodó Pandora y el
holandés errante en una bella, salvaje y poco conocida Costa Brava y de
sus amoríos con el torero catalán Mario Cabré. O las del 54 cuando Frank
Sinatra la tuvo que rescatar de los brazos de Luis Miguel Dominguín.
Influenciados también por las historias de Hemingway y los Sanfermines,
preguntaban en recepción a qué hora soltarían los toros, mientras cambiaban
ventajosamente sus dólares por pesetas.
A las nueve de la noche estaba rendido, pero no vencido. Llamé a
Ruth y en menos de una hora estábamos cenando en la Parrilla. Sonaba
el Concierto de Aranjuez de Joaquín Rodrigo y ella estaba bellísima.
Degustábamos unos langostinos que el maître había flambeado con ron.
Brindamos con un Sauternes, el aroma de las salvajes uvas Sauvignon
Blanc, la dulzura del Moscadelle y la fragancia de la nectarina, formuladores
de aquel vino, nos envolvieron.
—Por nosotros –dije.
—Y por la vida –matizó Ruth.
Bebimos un par de sorbos, las últimas notas del maestro Rodrigo escapaban
por el restaurante buscando el camino a los jardines del Palacio
Real de Aranjuez. La velada terminó en mi habitación, repartiendo los
besos con sabiduría anatómica, enredados con el deseo y con el corchete
de su sujetador que no terminaba de soltarse, o eso quería yo que pareciera,
para escuchar una de sus expresiones favoritas llegado este momento.
—Rómpelo y también las bragas… –susurraba impaciente.
Por supuesto, yo nunca le rompía aquella ropa interior tan cara y tan
parisina, aunque me encantaba quitársela con fingida violencia y lanzarla
fuera de la cama por encima del hombro. Caía en sitios tan insospechados
que más de una vez tuvo que volver a casa sin alguna de esas prendas.
Terminada la refriega permanecimos uno frente al otro con las piernas
entrelazadas e intentando descubrir signos y características en la piel del
otro a las que antes no habíamos prestado atención o nos habían pasado
inadvertidas. Pequeñas señales cutáneas, cicatrices de caídas infantiles,
pliegues escondidos… lugares recónditos, donde besar y acariciar. Estando
inmersos en nuestra exploración epidérmica me miró a los ojos, los
suyos parecían brillar en la semioscuridad del dormitorio violada por los
faros y las luces nocturnas que se colaban intermitentes por la ventana.
Entre el espejuelo de la luz verde de un semáforo y el destello caramelo
del fanal de un automóvil, me lo dijo:
—Me voy la semana que viene a París y luego a la Riviera francesa,
unos amigos tienen un palacete en Cannes y me han invitado.
—Me parece genial, cariño. ¿Muchos días?
—No lo sé, Jordi. En Niza y Mónaco hay muchos millonarios…
Me reí a carcajadas. Ruth estaba dispuesta a conseguir sus propósitos
de ser multimillonaria y nuevamente viuda antes de los cuarenta.
—Espero que fracases –le dije divertido.
—Vaya amigo que tengo, debería hacerte feliz que llegara a ser una
lady como las Mitford o la señora de un multimillonario naviero griego,
como Jacqueline. Además yo te seguiré queriendo.
—Ya, como dice el bolero: Porque te quiero tanto me voy.
—Un día me lo tienes que cantar… me gustan mucho los tangos.

—Bolero, es un bolero, cariño.
La acompañé al garaje del hotel donde tenía aparcado su Mini negro,
regalo de su difunto marido, un color que resultó premonitorio. Me besó
apasionadamente al llegar a la altura de su vehículo, se arremangó la minifalda
para facilitarse el acceso al cubículo del conductor.
—Presta atención, Jordi, esta vez la prenda que no he encontrado es la
de abajo, ya me la devolverás cuando regrese.
Valió la pena el aviso, pude ver el vértice del apetito carnal al final de
aquellas largas piernas y suspiré profundamente, me iba a costar pasar el
verano sin Ruth.

Se acaba un libro, muere un hombre.

Monasterio de Podlažice, seis de junio de 1230

Herman el monje, o Hermann inclusis, como le llamaba el resto
del monasterio, se desplomó agotado sobre la hoja que acababa
de terminar, no sabía ni qué hora era ni en qué fecha estaba. Había
permanecido mucho, muchísimo tiempo encerrado en su celda escribiendo,
copiando de otros libros, ilustrando y dibujando el gran libro. Un
códice gigante que contenía toda la sabiduría humana y que tenía unas
proporciones extraordinarias. Con tremendo esfuerzo depositó en el suelo
de su celda el último cuadernillo. Lo acarició, era el postrer capítulo con
el contenido de todos los libros y sabidurías que la Orden Benedictina
le había proporcionado. Entre las páginas del códice estaba la regla de
San Benito; las traducciones latinas de Flavio Josefo y su Historia de los
Judios; el Antiguo y Nuevo Testamento; la Etimología –Etymologiae u
Originum sive etymologiarum libri viginti-, los veinte libros de San Isidoro.
Tres tratados médicos dedicados a la medicina práctica, escritos por
Constantino el Africano, otro monje benedictino. Otros ocho libros médicos,
Ars medicinae, de origen griego y bizantino, utilizados como libros
de texto para la enseñanza de la medicina. La Crónica de Bohemia, escrita
por Cosmas de Praga. Santorales, calendarios, listas de benefactores y
miembros de la comunidad monástica; esquelas; antiguas historias; curas
medicinales y encantamientos mágicos. Una confesión de los pecados y
una serie de conjuros, entre otros textos y escritos. Todo profusamente
iluminado y con dibujos de la mano del autor, incluido uno de Belcebú y
que sólo Herman conocía el porqué de su terrorífico retrato.
Hermanus Monachus Inclusus, fue la firma que estampó al llegar a
la página seiscientos veinticuatro del libro dando por acabado su colosal
trabajo. Todo estaba listo para la encuadernación de los cuadernillos de
pergamino y la elaboración de la cubierta. Se tomó un ligero respiro. El
día en que fue recluido se propuso el colosal trabajo organizándose mediante
el horario del monasterio. Siete espacios temporales monacales
contemplados en la Regla de San Benito, en armonía con El Libro de los
Salmos en el que podía leerse: Siete veces al día te alabaré, y a medianoche
me levantaré para darte gracias.
En cuanto escuchaba los Maitines, rezaba o meditaba una hora y empezaba
a trabajar hasta los Laudes, descansaba medía hora para ver amanecer
desde el ventanuco de su celda y seguía hasta la Prima, comía algo,
proseguía hasta la Tercia y la Sexta, comía de nuevo y no paraba hasta
la Nona en la que descansaba durante un par de horas y luego seguía
ilustrando y dibujando; en las Vísperas, desmenuzaba un trozo de pan,
llevándoselo a la boca con lentitud y saboreándolo como un manjar, seguía
hasta las Completas y entonces se acostaba rendido para escuchar los
nuevos Maitines apenas tres horas después. Le llevaban comida y agua
cada dos días y tenía que racionarse él mismo. Al principio controlaba los
días, el canto en gregoriano del Agnus Dei durante los salmos del sábado
le confirmaba que había pasado una semana. Pero pronto dejó de anotar
y empezó una sucesión de amaneceres sin cuento, su única comunicación
eran las notas que pasaba al recibir la comida solicitando pergaminos y
sobre todo, tintas. Había elegido cinco colores: rojo, azul, amarillo, verde
y oro. En el monasterio las fabricaban con metal o con insectos triturados,
él había insistido en que fuesen de este último tipo y que no tardasen más
de cuarenta y ocho horas en suministrar su pedido con objeto de que las
tintas tuviesen la misma luminosidad y que secaran los escritos antes de
las setenta y dos horas en que hubiesen sido fabricadas, así, el brillo, el
tono y los colores serían uniformes en todo el texto y no se distinguieran
los primeros escritos de los postreros.
Todo esto le permitió, durante los primeros tiempos, llevar cierto control
temporal, que fue perdiéndose con el paso de los días, las semanas
y los meses. Recordaba haber estado enfermo en alguna ocasión y sólo
entonces cambiaba su sistema de trabajo, la fiebre le postraba en su camastro
durante algunas horas o días y entonces cualquier cálculo se iba al
traste, por eso dejó de contar y de percibir el tiempo en toda su dimensión.
Luchó por mantener un orden estricto en su trabajo. Creyó que podía escribir
una línea cada veinte segundos, una columna cada treinta minutos
y una página cada hora. A pesar de sus conjeturas, erró en sus cálculos
porque la mano se le adormecía y los ojos se le cansaban. Además, a sus
cómputos como escribano, había que añadir los tiempos de ilustrador y
dibujante. Las miniaturas de las letras capitales ocupaban en ocasiones
el margen izquierdo de una página completa, en otras hojas tenía que
dibujar media docena y de distintos colores. También le llevaba muchas
horas los preparativos, antes de escribir en cada página tenía que dibujar
un sutil rayado para evitar ladearse o esquinarse y las guías para la iluminación,
pensar en la combinación de las tintas, sobre todo en las letras
capitales. El diseño de los dibujos precisaba también de mucha dedicación,
al igual que el lavado y raspado de los errores, las correcciones y los
gazapos cometidos.
Mejoró su técnica al máximo. Con la ayuda del cañivete, abría la
punta de las plumas de ave en dos, así la tinta, se mantenía en la abertura
practicada y corría con más facilidad sobre el pergamino, y procuraba
un suave deslizamiento de la pluma. La operación era muy delicada, de
ella dependía el tipo de utilización que Herman quería darles, pues según
el tipo de corte podía realizar diferentes trabajos sobre el códice. Con la
hendidura en el medio y simétrica obtenía una escritura de trazos verticales
fuertes, trazos horizontales finos y trazos oblicuos anchos. Con el
corte sesgado de derecha realizaba trazos más uniformes y finos, y con el
corte a la izquierda alternaba los trazos llenos y delgados. La pluma de
oca era la que más le gustaba, pero la intendencia le proporcionaba también
de buitre, de cuervo o de pato salvaje. La iluminación de las páginas
era uno de los pocos placeres de Herman. Allí encontraba la libertad para
interpretar cuanto él quería. Adornaba las páginas escritas con escenas o
letras floreadas La forma rectangular de las enormes páginas le permitía
hacer composiciones alargadas en las que la letra inicial adornada se situaba
en la altura más adecuada. Una vez terminaba la caligrafía del texto,
dibujaba la iluminación en el espacio que previamente había reservado
para tal efecto. Cuando daba una página por finalizada suprimía con cuidado
y delicadeza los trazos del borrador previo o las guías para el dibujo.
Y así, línea a línea, columna a columna, página a página, cuadernillo a
cuadernillo, pergamino a pergamino.
Había sido una tarea penosa y agotadora que Herman pagaba con una
importante pérdida de visión, un dolor cotidiano en la espalda y en los
riñones, y un malestar permanente en las costillas que le impedía una
respiración cómoda. A todo eso se añadía una fatiga crónica y un dolor
agudo en las articulaciones de la mano derecha. En algunos momentos
sentía que perdía las fuerzas, entonces se sentaba en el suelo de la celda
y dejaba que la luz lunar iluminara las montañas de pergaminos ya secos
o los que colgaban hasta el total enjugado, eso le producía cierta relajación…
y terror en ocasiones, porque las figuras y las letras parecían adquirir
dimensiones extraordinarias. Creía poder tocarlas desde su rincón
sin apenas alargar la mano. Cuando se iniciaban los rezos y los cánticos
en la capilla o las lecturas en el refectorio, imaginaba a sus hermanos
embutidos en su hábito negro blasfemando, la distancia y las paredes de
Podlažice le devolvían sólo ecos y era imposible entender las oraciones
y los cánticos en latín. Se dio cuenta de que había perdido la paz de su
alma y de que nunca conseguiría su propósito. Rezó a Dios en busca de
consuelo y de apoyo, el eco de los muros le devolvía distorsionadas las
oraciones de los otros monjes y el de sus propias maldiciones.
Hacía ya un par años que, durante una noche de tormenta y torrencial
lluvia, le pareció ver entre las sombras de su celda la figura de un extraño
ser. De repente sintió miedo, a pesar de sus temores la efigie se limitó a
jugar a las sombras con los destellos celestiales. Creyó que era un ángel.
«Lo soy», repuso una voz en el interior de su cabeza. Sin que un solo
sonido partiera de su garganta, Herman hizo una pregunta. «Luzbel o
Samael como me llamó mi padre, yo fui quien te inspiré para salvarte».
El monje se sintió aterrorizado, la fantasmagórica voz interior siguió hablándole.
«Me lo has pedido muchas veces y hoy he venido a satisfacerte,
terminarás tu obra, para gloria mía porque los monjes que te castigaron y
todos los futuros poseedores del códice pecaran de vanidad y de soberbia,
mataran, violaran y robaran para tener el libro o sus secretos y tú sobrevivirás…
y sí, te respondo a tu silente pregunta, el precio será tu alma».
En el exterior la tormenta seguía dibujando extrañas formas y delirios en
las paredes del convento. Herman cayó de hinojos ante una pared vacía y
desconchada, sin más vida que una miserable cucaracha.
A partir de entonces una extraña fuerza le acompañó en sus trabajos.
El codex avanzó como él nunca imaginó. Incluso le fueron transmitidos
los nombres de las siete hermanas de Satán: Ilia, Restilia, Fogalia, Suffogalia,
Affrica, Ionea e Ignea. Como agradecimiento, homenaje o sumisión
al Pateta que le concediera las fuerzas para terminar el trabajo, realizó un
dibujo del Tentador en la página yuxtapuesta a la de la representación del
cielo. Lo representó feroz, con cuernos, doble lengua, con cuatro dedos
en pies y manos terminados en garras, cubierto sólo por un taparrabos decorado
con colas de armiño en señal de realeza, al fin ya al cabo era el rey
de los infiernos. Lo simbolizó atrapado entre dos columnas, casi prisionero
como él, emparedado en su propia condición de Princeps Tenebrarum.
Lo pintó en la pagina 290 que sumada todas sus cifras da un once. Sí la
plenitud es el diez, que simboliza un ciclo completo, el once es la maestría,
pero también el exceso, la desmesura, la incontinencia y la violencia;
como decía San Agustín: El once es el escudo de armas del pecado.
Pero, ahora, concluido el libro, se daba cuenta de las futuras consecuencias
de su pacto. Sin embargo, hacía meses que tenía preparada una
salida a las dudas y preguntas que martilleaban su cabeza. ¿Y si fuese verdad
que la figura de aquella noche era la del diablo?, ¿y si ahora tenía que
pagar por su debilidad?, después de tanto y tanto esfuerzo. Cogió uno de
los cuadernillos que había apartado a un rincón especial de la celda, bajo
el título de Conjuros había una página cuyo texto sólo era la capitular C
pintada en verde y copió un antiguo conjuro judaico que permitía romper
un pacto con el mismísimo diablo. Esperó a los Maitines de aquella fecha
que desconocía y cuando uno de los monjes se acercó a entregarle algo de
comida, Herman le cogió por la muñeca.
—Espera, dile al abad que el libro está acabado y listo para la encuadernación.
No tuvo que esperar a Laudes, el abad, el prior y otros miembros de la
congragación acudieron prestos a su celda. A la vista del espectáculo contuvieron
la respiración, en una parte de la celda se amontonaban los cuadernos
de las páginas, numerados y listos para su cosido, encordado y encuadernado.
La cátedra aparecía llena de muescas y arañazos, entre sus cuatro
patas podía verse la armadura de la cajonera muy canteada de tanto abrirla
y cerrarla, en ella reposaban un par de pergaminos no usados y las plumas
de oca y otras aves utilizadas por Herman. Sobre las patas del escritorio,
delante del asiento, dos barras de madera sujetaban el tablero inclinado sobre
el que el benedictino recluso apoyaba el cuaderno en el que trabajaba. A
ambos lados del mueble se amontonaban los textos originales que había recopilado.
Docenas de vasitos de cerámica de diferentes tintas aparecían secos
en otro rincón de la celda, Herman había procurado mantener la calidad
y frescura de los colores para que no desmerecieran unas páginas de otras.
Los monjes comprobaron el contenido de los textos. Quedaron impresionados.
El monje cautivo había superado todas las expectativas. La obra
quedaba concluida a falta del encuadernado que realizarían el resto de los
monjes. Había tardado dieciocho años en terminar el códice; la fecha: el
seis de junio del 1230. La gloria del monasterio quedaba asegurada para
la eternidad, nadie advirtió los tres seises de la data, la cifra diabólica;
tampoco que dieciocho años eran tres veces seis.

Aquella noche de noviembre Herman se sintió mal, desde que terminara
el libro no podía casi conciliar el sueño, su antigua suficiencia y altanería
hacía tiempo que se habían esfumado al igual que su deseo de vivir. Trató
de incorporarse, estaba como atado a su camastro, no podía levantarse, hizo
un esfuerzo sobrehumano para ponerse en pie, faltaba más de una hora para
los Maitines. Tambaleándose se dirigió a la biblioteca del monasterio, allí,
sobre un gran atril, reposaba su códice ya encuadernado y abrigado por las
tapas de madera forradas en piel y adornadas con detalles metálicos en cantoneras
y en el centro. Abrió el códice por el capítulo donde se encontraban
los conjuros. Buscó uno que, bajo un titulo ficticio y encabezado por una
gran C de color verde, contenía la fórmula para deshacer su pacto con el
diablo. Leyó el texto con solemnidad entre el silencio del recinto y la luz
espectral de una vela, cada palabra parecía rebotar entre las paredes monacales.
Le pareció ver sombras que bailaban abigarradas alrededor del cirio.
No se detuvo, continuó desgranado las libertarias palabras en latín que le
darían paz y sosiego. Sintió que algo le atenazaba la garganta, no era físico,
tampoco interior, era un estrangulamiento mental; a pesar del dolor y del
miedo, siguió hasta terminar el conjuro. Entonces, todo quedó en silencio,
un silencio roto por un grito infrahumano. Como un alarido se escuchó una
maldición del Señor de las Tinieblas. Herman volvió a sentir aquella voz
que oyera en la celda. «Quiero otra alma en tu lugar, alguien más prestigioso
». El monje dio un paso atrás, comprendió que Lucifer no soltaría su
presa tan fácilmente. «No preguntes quién, lo sabes», dijo la cavernosa voz
que parecía brotarle de su propio cerebro.
Dejó el códice abierto y con paso cansado se dirigió a la celda del
prior, pero antes atravesó el refectorio, entró en la cocina y se hizo con
el enorme cuchillo de cortar carne y que sólo se utilizaba en fechas muy
señaladas, la dieta de Podlažice adolecía de músculo. Se acercó a la cama
del prior y de un solo tajo le rebanó el pescuezo, el sacrificado quedó boca
arriba con los ojos abiertos, antes de su último suspiro había despertado
y sentido la agonía de morir ahogado en su propia sangre. El monje regresó
a la biblioteca con las manos ensangrentadas y la vista perdida en
un infinito impreciso. En otra ala del monasterio, otro monje de manos
callosas y aspecto somnoliento se disponía a tocar Maitines. Herman llegó
a la altura del codex, repitió la última parte del conjuro y levantó sus
ensangrentadas manos. Entonces se desplomó muerto sobre las baldosas
de la biblioteca. Su rostro parecía, al fin, tranquilo y feliz. Tal vez no tuvo
en cuenta que los asesinos también son carne de averno.

El GIGAS CODEX
EL DIABLO DEL GIGAS CODEX
PAG 290
la habitación cerrada: LOS MONASTERIOS MEDIEVALES Y LA ...
Los secretos de la biblia del diablo
Foto de:
Eco Misterio, año Cero

Facsímil para la Feria del Libro de Zaragoza. Obra de Nanae.
El facsímil en la presentación de la novela en la Diputación Provincial de Zaragoza

Séptima entrega: de los adoquines de Barcelona, curas del Opus e historias de la Guerra Civil

Los adoquines de Barcelona


Las calles de Barcelona, junio 1971

A principio de los años setenta las calles de Barcelona todavía estaban
adoquinadas y en el Distrito Quinto, además, los adoquines
tenían historia. En mi barrio sí era cierto el pensamiento parisino
de Mayo del 68, de que debajo del adoquinado estaba la playa. Las losetas
de las aceras, los panots, también eran peculiares y de cuatro o cinco tipos.
Las más abundantes eran las que representaban una flor de cuatro pétalos,
en concreto la del almendro, aunque los barceloneses la llamaban la
de la rosa; era tan habitual y familiar que acabaría siendo un símbolo de la
ciudad. No obstante, los adoquines del barrio llevaban una larga tradición
escrita en ellos. Habían servido como parapetos ante el enemigo; para
levantar trincheras contra la intolerancia; y como arma arrojadiza ante las
dictaduras. No había momento de la historia de la Barcelona del siglo diecinueve
y veinte, en que los adoquines barceloneses no hubiesen tomado
protagonismo. Caminar sobre ellos o sobre las aceras de panots, era un
privilegio; incluso para detectar cuando alguien te sigue de madrugada.
Por eso agudicé el oído cuando en la vacía Vía Layetana y camino de
la plaza de la Catedral, escuché unos pasos que hacían eco a los míos y
que se detenían cada vez que yo paraba mi marcha. Imaginé que la Bestia,
representada por Herman, andaba tras mis pisadas, luego recordé que tenía
garras y que las largas uñas sonarían de forma distinta, además, andar
en taparrabos de madrugada cerca de la comisaria de Layetana, sede de la
Brigada Social, era un peligro por muy Pateta que seas. A los esbirros de
Vicente Juan Creix les hubiese gustado echar mano a cualquier diablillo o
ángel que no tuviera carnet del Movimiento. Doblé la esquina de la calle
de la Tapineria, dispuesto a salir a la plaza lo antes posible. La luz amarillenta
de una farola dibujó mi silueta sobre aquellos adoquines delatores.
Caminé unos metros a la espera de que mi perseguidor alcanzará el haz
de luz y su alargada sombra se extendiera hasta mi altura. Me paré en
seco y giré sobre mis talones. Allí estaba mi husmeador, bajo el embozo
protector de un sombrero de cinta negra. Vestía un traje cruzado de mil
rayas, camisa oscura y clériman; sus delatores zapatos brillaron a la luz
del fanal. Se detuvo y yo retrocedí a su encuentro. Al llegar a su altura
descubrí al miembro del Opus con el que cambié impresiones el día del
funeral de Camperol.
—¡Querido amigo! –dijo, aparentando una casualidad imposible.
—Caramba, ¡qué susto me ha dado usted!, creí que me perseguía el
mismísimo diablo.
—No, precisamente. Nosotros somos la antítesis de Belfegor –exclamó
con su gutural e inconfundible voz
Dudé de tal afirmación. Los componentes de cualquier grupo, corporación,
hermandad, cofradía o secta, tienen entre sus filas personas con
valores y otras deleznables, es la ley de las probabilidades.
—Sé que me seguía, Gabriele –dije, recordando su nombre-. Le ruego
que me diga el motivo de su insistencia.
—¿Y si fuésemos algún sitio para poder hablar?
—Me dirigía al hotel, he quedado con un amigo, si quiere podemos
charlar por el camino. Y me cuenta el porqué de tanto secreto.
—Los socios de la Obra, abominamos del secreto. Son palabras de
Josemaría Escrivá.
No respondí a su comentario. Cruzamos frente a la Catedral, camino
de Las Ramblas, a la altura de las murallas romanas se detuvo, el sombrero
de fieltro le ocultaba parte del rostro dándole un aspecto entre misterioso
y peligroso, se llenó de aire los pulmones antes de hablar.
—He de pedirle un favor, Brotons, sé que está investigando sobre el
Codex Gigas, me gustaría que me informara sobre sus avances.
—Y a mí me gustaría saber qué interés tiene usted con el libraco.
—Ya le dije en el hotel que hay cosas que usted no entendería.
—Si no soy incapaz de entender sus razones, menos capacidad tendré
para descubrir lo que el códice esconde-dije, mientras iniciaba de nuevo
la marcha por la calle Portaferrisa.
Gabriele permaneció callado durante un rato. Se desabrochó la americana
blazer. Me pareció ver que su mano izquierda buscaba la sobaquera
derecha. Me puse en guardia. No sabía qué pretendía, aunque no era
cuestión de morir a cinco minutos del hotel y sin saber por qué. Para mi
sorpresa y alivio, Gabriele sacó de su chaqueta un billete de avión.
—Me voy a Estocolmo, concretamente a la Biblioteca Nacional. Ya
debe imaginar a qué-dijo casi triunfante.
—Imagino que la Biblia del Diablo tiene algo que ver con su viaje.
—Efectivamente, todavía no tenemos sede en Estocolmo y debo desplazarme
personalmente. El año pasado no pude hacerlo porque los suecos
habían prestado el libro al Metropolitan Museum de Nueva York. Por
eso me sería de mucha utilidad saber sus discernimientos sobre el libro y
su contenido para poder corroborarlos in situ.
No quise preguntarle cómo conocía mi interés, desde la conversación
del Manila intuí que estaba al tanto del escrito en la servilleta de Camperol
y que yo andaba tras su oculto mensaje; sin embargo, nadie más lo
sabía, salvo el comisario Ripoll, yo mismo, y el asesino. Me aventuré a
sonsacarle.
—Mi noticia sobre la existencia del libro es muy reciente, su nombre
llegó a mí de una forma totalmente fortuita.
—En la servilleta de Robert Camperol y escrita con sangre,-dijo con
misterio.
—Lo escribí yo mismo-concluyó, en un tono que me heló la sangre.
—Me sorprende, Gabriele. Eso podría significar que…
No me dejó continuar, se llevó su dedo índice larguirucho y nudoso a los
labios en súplica de silencio, llegábamos a la puerta del hotel, varios clientes
esperaban taxis y nuestro portero les atendía con prontitud. Entramos.
—No conjeture, yo no tuve nada que ver con su muerte, era únicamente
un aviso, un aviso de amigo, de camarada y sólo con sangre podía saber
Camperol que era auténtico.
Envuelto en el enigma de mi interlocutor llegamos al bar del hotel
donde esperaba mi amigo Félix, sonaba el New York, New York, de Sinatra;
Gabriele se detuvo antes de alcanzar la barra.
—Tal vez mañana podamos continuar esta conversación, Brotons, no
es tema para hablar en público.
—Estoy de acuerdo, además, como le he dicho, me aguarda un amigo,
comenté, señalando el mostrador donde Félix ya estaba esperando.
Si quiere, mañana a las diez le puedo atender en mi despacho, estaremos
mucho más tranquilos.
—De acuerdo, seré puntual, las cosas del diablo no admiten demoras.
Le vi girar sobre sus talones, ponerse de nuevo el sombrero de fieltro y
salir hacia la puerta giratoria. Me quedé observando hasta que me aseguré
de que no regresaba y me dirigí al encuentro de Félix.

Félix Nogal era un viejo amigo, delgado, fibroso, bastante alto, de rostro
noble con un poblado mostacho que le cruzaba el labio superior casi
ocultándolo. Desconocía su edad, pero por su interesante conversación y
las historias que me contaba, pasaba de los cincuenta, aunque su apariencia
era más jovial y conservaba todo el pelo que acostumbraba a llevar
revuelto como un niño travieso; pero con estilo propio. Pinta y manos de
artista bohemio y alma de mago. Porque Félix Nogal innovaba con sus
intuiciones y premoniciones cualquier suposición o prejuicio. Nunca se
jactaba de ello y no obstante, descubría cómo eran las personas con quien
trataba al primer vistazo. Y eso era harto complicado porque Félix Nogal
era ciego.
Había perdido el don de la vista defendiendo a la República en los campos
de batalla del Ebro. Al terminar la contienda, su ceguera le evitó dar con
sus huesos en un campo de concentración o en la cárcel, pero no impidió que
su condición de ex oficial republicano le cerrara todas las puertas, incluso
las de la ONCE franquista, a la que no pudo acceder hasta los sesenta. Ahora
ocupaba un puesto en el nuevo sistema del audio libro que había iniciado su
andadura hacía apenas un año. Sin embargo, la verdadera esencia de Nogal
era la precognición, su lóbulo temporal derecho se había súper desarrollado
con la pérdida de la visión. Los déjà vu de mi amigo, aunque a él no le gustaba
esta acepción, podían asombrar a más de uno. Como decía Nogal, quitándole
importancia a su don, su cabeza era una ventana abierta al tiempo.
Me acerqué a él, sabiendo que ya me había «visto». Se dirigió al camarero,
antes de que yo me sentara a su lado.
—Por favor, traiga un J&B para su director.
—No dejarás de asombrarme –le dije al llegar a su altura.
—Y más que te voy a sorprender. ¿Quién era ese tipo?
—¿El que acabo de despedir?
Bajó la cabeza en señal de afirmación y levantó las cejas sobre las
gafas de cristal oscuro, señas de que barruntaba algo. Nos sentamos en
una mesa cercana.
—Dímelo tú –le reté.
—Podría pasar por un cura, pero ese hombre está más cerca del diablo
que de Dios.
—Sí –dije sonriendo-, al parecer el Ángel del Averno es su punto flaco.
—Porque está muy cerca de él.
—No me digas que es un demonio.
—No, no lo es, pero tampoco un santo.
—Vaya veo que tus dotes no están oxidadas.
—Esta vez juego con ventaja, Jordi.
—¿Le conoces?
—Me temo que sí. He de contarte una historia.
Reconozco que este era el punto favorito de mis conversaciones con
Félix, el momento en que se ponía serio e iniciaba uno de sus interesantes
relatos que me fascinaban, aunque en algunas ocasiones fuesen tan prodigiosos
que costaba creerlos. Y a pesar de todo, pocas veces se equivocaba.
Él me predijo que acabaría siendo director del hotel, cuando era un
simple ayudante de recepción. Adivinó… o vio, mi estancia en La Escuela
de Hostelería de Lausana; nunca dejaba de impresionarme. Pedí otra
ronda al barman y me acomodé en la butaca dispuesto a escuchar lo que
Nogal iba a contarme. El camarero trajo los dos whiskys, su Macallan, sin
hielos, y mi J&B con dos cubitos, ambos servidos en vasos cortos.
—Durante la batalla del Ebro, mi compañía estaba acantonada cerca
de Flix. Habíamos iniciado el combate por la tarde y avanzado, aprovechando
el desconcierto enemigo, más de lo previsto. Con las primeras
sombras nocturnas entramos con tres de nuestras compañías, incluida la
mía, en uno de los pueblos de la zona y sorprendimos a toda la guarnición
franquista desprevenida, el combate fue muy breve y el batallón enemigo
se rindió casi sin lucha. El coronel que los mandaba, un militar profesional,
lanzaba pestes sobre varios de sus oficiales de complemento que no
estaban en sus puestos, facilitando con ello nuestro ataque. «¡Esos catalufos!
» –gritaba con acento andaluz- «Ya me los echaré a la cara». Pero
no era la única anécdota del día. Los oficiales a los que el coronel aludía
habían sido capturados todos juntos a la salida de unos corrales. Luego se
supo que aquellos cinco tipos habían violado a una joven del pueblo. La
indignación por lo sucedido corrió entre nuestras tropas. No era la única
salvajada que reprochar a los franquistas, los dirigentes municipales de la
población habían sido fusilados al llegar los nacionales.
Félix detuvo su relato y bebió un sorbo de su vaso.
—Está bueno este whisky –dijo, levantando las cejas.
—Ya puede estarlo es de 25 años –corroboré, deseando impaciente
que prosiguiera.
—No te impacientes, ahora sigo.
Me pregunté cómo adivinaba la expresión de mi rostro, no acababa
de acostumbrarme a esta extrema sensibilidad síquica de mi amigo. Él
prosiguió con su narración.
—A las espera de juicio, se les encerró en un calabozo a todos juntos,
excepto al coronel, que andaba en otra estancia maldiciendo a sus hombres.
Unos meses después, en una noche de insomnio, salí del cobertizo
donde tenía extendido el jergón para fumarme un cigarrillo a la luz de la
luna. Un centinela me dio el alto. Me identifiqué y continué con mi paseo
nocturno. Me apuntalé en una pared para saborear el pitillo, liado con
papel de fumar republicano y con tabaco capturado al enemigo. Miré las
volutas de humo ascendiendo con la osada pretensión de ocultar aquella
hermosa luna. El silencio era total, salvo la cantinela de algunos grillos
que frotaban las patas para atraer a las hembras. Unas voces mitigadas
por el grueso de la pared salían por una ventana enrejada. Me di cuenta
que estaba apoyado en la casona cuyos bajos se usaban de calabozo, del
cuchitril partían lloros y comentarios en catalán. Presté toda la atención
para escuchar lo que decían.
—Teníamos que hacerlo, teníamos que hacerlo –repetía uno de los
prisioneros.
—¡Fue terrible, asqueroso! Yo la quería –dijo una de las voces entre
sollozos.
—Ya sabes cuál era la condición. Teníamos que hacer una prueba de
fe, una prueba de maldad.
—Pero ¿con ella?
—¿Qué más podíamos hacer?, ya nos habíamos cargado al alcalde
rojo y a su cuadrilla.
—Además fue idea tuya –dijo alguien a quién todavía no había escuchado.
—Lo más jodido es qué nuestro intento de salvación no se va a cumplir,
los rojos nos fusilan un día de estos –comentó una cuarta voz.
—Eso no lo sabemos, él nos prometió sobrevivir a esta guerra y disfrutar
de nuestra victoria –aseveró un quinto individuo.
—¿Y quién puede confiar en el Príncipe del Averno?
—Nosotros lo hemos hecho y hemos pagado por ello-repuso el llorón.
—Coño, Robert, deja de gimotear –dijo otro.
En aquel momento pasó frente a mí un grupo de soldados.
—Salud camarada –dijeron casi en coro.
—Salud –respondí.
Pasaron de largo y yo me quedé a la espera de que los prisioneros
reanudaran aquella extraña conversación, pero ya nada sucedió. Deduje
por su silencio que sospecharon que alguien podría oírles y callaron.

Al día siguiente quise ir a la celda y ver aquellos rostros de catalanes que habían sido capaces de asesinar y pactar con el diablo. Quería contárselo a mis superiores; sin embargo, ya no tuve tiempo. Al amanecer, la artillería franquista empezó a obsequiarnos con unos regalitos del cinco y medio y era más que probable que se tratara del inicio de un contraataque. En
efecto, al cesar los obuses las tropas enemigas atacaron con denuedo.
Defendí con mis hombres una de las posiciones avanzadas en las afueras
del pueblo, a pesar de la dureza del combate no podía quitarme de la
cabeza la conversación de los prisioneros. Estaba dispuesto a contemplar
aquellas caras para que nunca se me olvidasen, De repente, algo estalló
frente a mi rostro, la última visión que tuve fue la de un ser maligno que
reía al unísono con el estruendo del fatal estallido. Perdí el conocimiento.
Cuando recobré el sentido estaba semienterrado por cadáveres y tierra, no
veía nada, la sangre me resbalaba por el rostro. Oí el ruido de un grupo
de soldados que se acercaban, el inconfundible clic, clic del cierre de sus
armas les delataba. Traté de incorporarme.
—¡Aquí hay un oficial y es de los nuestros! –gritó un voz. El resto ya
lo sabes te lo he contado otras veces.
Félix se reclinó en el sillón del bar y dio un largo sorbo que terminó
con el resto del Macallan, dejando el vaso expedito. Le pedí al barman
dos nuevos whiskys.
—Un terrible historia, gracias por contármela –le dije a Félix- , ¿pero,
qué tiene que ver con el cura del Opus?
—Vaya, encima del Opus… Pues sí tiene que ver, Jordi, uno de aquellos
hombres del calabozo era el tipo que hablaba contigo.
—No jodas, Félix, ¿estás seguro?
—Reconocería esa voz gutural donde fuera y pasasen los años que
pasasen.
—¿A pesar de la música? –dije. En el bar sonaba el aria Il dolce suono
de Lucia di Lammermoor.
—Sé distinguir al mismo tiempo la voz de La Callas y la de un canalla.
Me quedé estupefacto.
—¿Serías capaz de reconocer el resto de las voces de aquella noche?
—Con toda seguridad, Jordi, aquel día nunca se me olvidará, en ninguno
de sus detalles.
—Veré la forma de traerlo de nuevo y que tú estés cerca para asegurarnos.
—Te digo que no hace falta, era él. Además no podrás hacerlo, tu amigo
del Opus ya no está entre nosotros.
—Pero ¿Qué dices?
—He tratado de mantener contacto síquico con él y hace ya un rato
que lo he perdido. Te aseguro que este tipo no podrá ya viajar, salvo al
infierno.
—¿Cómo sabías lo del viaje?
—No lo sabía, me lo dijo.
—¿Te lo dijo?
—Con sus gestos…
Ya no le pregunté nada más, la respuesta sería demasiado complicada.
Hay cosas que mi percepción no capta, a pesar de tener mis cinco sentidos
despiertos. Recordé que, en la historia que me había contado, el prisionero
gimiente se llamaba Robert, demasiadas casualidades. Aquella noche
me dormí sabiendo que Gabriele no acudiría a la cita.

Panot
Vía Layetana
Entrada del Manila Hotel


Sexta entrega: Donde se empieza a hablar del Codex Gigas

El misterioso libro


Biblioteca de la calle de Egipcíacas, junio 1971

Mi amiga la bibliotecaria de Egipcíacas con su acostumbrada eficacia
me había adelantado las características más conocidas y
generales del Codex Gigas, y prometido investigar más sobre
el librote. La conocía desde que era un crío y ella una joven esbelta de
apenas veinte años, que nos hacia enseñar las manos para comprobar si las llevábamos limpias antes de entregarnos un libro. A mis once años la veía como una mujer mayor y sólo me interesaba porque era el hada que me proporcionaba todas aquellas maravillas de Emilio Salgari, Daniel Defoe, Walter Scott, Julio Verne, Mark Twain o Jack London. A los quince mi percepción de la guapa archivera había cambiado por completo, al igual que mis autores de entonces los Ernest Hemingway, Conan Doyle,Morris West, Mika Waltari o la autora Vicki Baum, que describía el atractivo mundo de los hoteles de una forma magnífica. Además, atendiendo a su recomendación, pasé por todos clásicos españoles del Siglo de Oro.
Descubrí el placer de acercar mi cabeza a la suya y perderme en las esmeraldas de sus ojos, mientras me contaba las diferencias entre Quevedo y Lope de Vega. Por aquel tiempo, debo confesar, aunque nunca se lo he dicho, era una de mis favoritas en el serrallo de mis ensoñaciones, siempre me sentaba en una mesa donde podía contemplarla cuando cruzaba las piernas o subía por la escalera de madera para alcanzar un libro. Tal vez fuese mi mente calenturienta de adolescente, pero tenía la sensación de que, en las ocasiones en que estábamos solos, ella precisaba colocar los libros de los estantes más altos, lo que me proporcionaba el espectáculo del bamboleo de su falda y de las sinuosas formas de su trasero. Sensaciones
que pueden contar los libros, pero que tienes que ser un gran narrador
para transmitirlas en toda su magnitud, salvo que tengas quince años y tu bibliotecaria la silueta de Venus.
El caso es que, transcurridos más de catorce años, desde mi primera
vez en el mundo mágico de la biblioteca de Egipcíacas, ella seguía siendo mi musa librera y mi amiga. Seguía conservando su independencia y soltería, aunque me constaba, lo notaba por sus rubores matutinos y en sus prisas vespertinas, que su doncellez andaba perdida desde aquellos tiempos en que me comparaba a William Shakespeare con Cervantes. A los diecisiete dejé de frecuentar la biblioteca, el harén de mis excesos oníricos estaba ahora ocupado por docenas de chicas de mi edad y el puesto de favorita compartido por las que me concedían sus primeros besos y con las que descubrí no sólo el sexo, también la ternura de una mirada, de un gesto, o las emociones de un día de playa o una tarde de cine. Por eso el reencuentro con la bibliotecaria tuvo algo de mágico, ahora volvía a tener ocasión de disfrutar de sus ojos verdes, su físico de ninfa del bosque y de sus consejos e investigaciones, como si el tiempo no hubiese pasado.
Se acercó a mí con una sonrisa ligera y volátil como el vuelo de una
mariposa.
—Tengo más información sobre tu libro.
—Genial, Hipathia –le dije, utilizando el nombre que yo mismo le había dado, cuando ella me contó la historia de la Biblioteca de Alejandría-. Cuéntame.
—Ya te dije que está en Biblioteca Nacional de Suecia en Estocolmo,
allí fue llevado por deseo de Cristina de Suecia, obsesiva acaparadora de buenos libros, como Hipathia. Fue durante los últimos combates entre protestantes y católicos en los días de la Guerra de los Treinta Años. En 1648 el ejército sueco invadió áreas de Praga, entre ellas la del castillo de Hradschin donde se ubicaba el famoso Gabinete de las Maravillas del emperador Rodolfo II, donde astrónomos, matemáticos, científicos, magos, botánicos y, sobre todo alquimistas, dejaron sus huellas, sus investigaciones y sus secretos. Los invasores se llevaron objetos y libros importantes, tal vez lo más sobresaliente de su expolio fue la llamada Biblia del Diablo, tu códice, que el emperador había hecho trasladar a su Gabinete en 1594 y que nunca devolvió a los monjes; por aquel entonces el gran libro ya había pasado por varios monasterios. Después de hablar con Estocolmo y comentarles nuestro interés, me han remitido información y fotografías del codex.
Como cuando era un quinceañero pegamos nuestras cabezas para leer
juntos la documentación de los suecos. El perfume de su agua de colonia me envolvió como antaño, olía como las flores de lavanda en perfecta simbiosis con la fragancia de aquella biblioteca a la que debía tanto. Nos enteramos del extenso contenido del Codex Gigas y de sus dimensiones y peso, que estaba formado por 310 pergaminos hechos con la piel de 160 burros o becerros. Nos reímos y de nuevo pude mirarme en aquellos dos espejuelos verdes que me hicieron soñar tantas noches. Las fotos a color, cortesía sueca, nos mostraban la belleza de las ilustraciones y el colorido del libro, pese a que estaba bastante deteriorado.
—Durante un incendio en el castillo real en Estocolmo en 1697, el
libro fue arrojado por una ventana antes de que le consumieran las llamas y quedó bastante dañado –dijo Hipathia, tratando de acrecentar mi curiosidad como cuando era un niño-. Al parecer –prosiguió-, fue restaurado en 1819. Restauradores e investigadores han dejado sus firmas entre sus páginas y arrancado un par de ellas, también algunos de los consultores escribieron comentarios en sus pergaminos, incluso hay un Avemaría en una de sus hojas, concretamente en la página 273 y firmada por un tal Sobisslaus. El libro es uno de los más apreciados y está considerado como uno de los tesoros de la biblioteca. Pese a su leyenda, parece un libro maravilloso.
—Esa historia de que el monje Hermann inclusis «Herman el recluso
», como firma en el libro, lo escribió en una sola noche con la ayuda
del demonio, me parece terrorífica y literaria, pero difícil de creer. Mi
bibliotecaria asintió con la cabeza.
—Sin duda –dijo-, pero eso le salvó la vida y en agradecimiento dedicó
una página entera al supuesto retrato del diablo. Aparece al término
de la copia del Nuevo Testamento, junto a una ilustración de la Jerusalén celestial y enfrente de ella esa de Belcebú.
Miramos con detenimiento la ilustración de la figura del Señor de los
Abismos. No pudimos evitar estallar en una gran carcajada. Estaba representado como una criatura de grandes garras en pies y manos, con
enormes cuernos, un rostro verde de batracio con dos lenguas semejantes a los colmillos de una máscara ceremonial japonesa de oni y con una expresión facial que provocaba la risa más que el terror, la posición del cuerpo recordaba a la de un sapo barriga arriba. Lo más peculiar era el taparrabos-nunca mejor utilizado el plural – que llevaba la infernal criatura cubriéndole sus partes pudendas y que parecía un pañal mal puesto.
—Desde luego, esa ilustración confirma que el libro no es obra de
Mefistófeles, jamás se hubiese retratado tan feo –dije divertido.
Por fortuna la biblioteca estaba desierta y nuestros comentarios y coletillas no eran escuchadas por nadie. Hubiesen pensado que estábamos faltos de seriedad.
—Me aseguran de Estocolmo que los dibujos, ilustraciones y texto,
parecen haber sido hechos por la misma mano. Si no fue el Abadón de los hebreos, únicamente nos queda pensar que toda la monumental obra fue elaborada por un solo hombre, nuestro Hermann inclusis.
— Y un trabajo de esta envergadura precisa de muchos años de dedicación, si lo sabré yo, que tengo la mesa llena de papeles…
Cerró la carpeta con los documentos y las fotos remitidos por la Biblioteca Nacional Sueca.
—Espero haberte sido útil –dijo Hipathia.
— Te agradezco toda la ayuda que me has proporcionado, no sé cómo
pagarte.
—Con haber podido verte de nuevo estoy más que pagada-respondió,
mientras me estampaba un beso en la mejilla.
—¡Ya sé, tengo una idea! Ven un día a comer a La Parilla del hotel.
—De acuerdo, lo acepto… pero mejor a cenar, te llamaré, ¿te parece
bien la semana que viene?
Asentí al mismo tiempo que entrelazaba sus manos y la besaba en ambas mejillas. Se ruborizó al igual que aquellas mañanas en las que llegaba a la biblioteca con el recuerdo de un amante pintado en su rostro. Los libros de la calle Egipcíacas tenían en ella una bella y especial guardiana y yo recuperaba a una amiga.

El Gigas Codex
El GIGAS CODEX
EL DIABLO DEL GIGAS CODEX

Quinta entrega. De ministros y mujeres guapas

Los ministros las prefieren guapas


Manila Hotel, mayo 1971

Ya en mi despacho, sentado frente a una montaña de papeles, todos
importantes, pensé en la feliz tarde que había disfrutado con
Ruth, era bastante más agradable que recordar la historia del
monje Herman y el Codex Gigas. Subió a verme una de las telefonistas
con un disgusto tremendo. Entró gimoteando y se apoyó en uno de los
sillones sin atreverse a sentarse.
—Por Dios, Celia, ¿qué es lo qué te ocurre?
—Ay ¡qué disgusto JB! –dijo entre sollozos- ¡He metido la pata!
Celia era una de las telefonistas más veteranas, no por edad, sino porque estaba en la centralita del hotel desde la inauguración. Era una chica con carácter, siempre muy bien maquillada, sobre todo con el rímel con que embellecía sus largas pestañas; dicharachera, locuaz y lengüilarga, lo que en ocasiones le había dado algún disgusto con la clientela.
—Por favor, cálmate, siéntate y cuéntame –le dije.
Se acomodó en uno de los sillones, cruzó los pies y los brazos en un
gesto de protección. Cerró los ojos, las pestañas cubrieron sus párpados
con un manto espeso; tragó saliva, abrió los ojos de nuevo y mojándose el labio inferior empezó a contarme.
—Ya sabes que nos diste la orden de no molestar a los dos ministros
que tenemos alojados, si no fuese por una necesidad acuciante o porque les llamaran de Madrid. Pues bien, apenas habían vuelto del funeral de don Robert, el más alto de ellos y el más repeinado, ya sabes quién te digo,… recibió la visita de una señorita, muy guapa por cierto, que se registró en recepción como su esposa. Al cabo de un par de horas de descanso, de siesta o de lo que hiciesen en la habitación, salieron del hotel muy acaramelados…
Confieso que el tema iba interesándome, me arrebullé cuanto pude en
la comodidad de mi sillón para seguir con todo el interés la historia de
Celia, ya que el ministro en cuestión era del Opus y me constaba, por la
información que había recibido de recepción, que la señorita no era quien decía ser.
—Sigue, Celia, sigue. ¿Quieres un vaso de agua?
Ella hizo un gesto con la mano declinando el ofrecimiento. Descruzó
los brazos y empezó a gesticular mientras me contaba los detalles. Volvía a ser ella.
—Bien, pues nada más que le vi salir por la puerta giratoria –prosiguió-, recibí una llamada preguntando por el ministro; era una voz femenina que me pedía que le pasara con don…
Le hice un gesto con la mano y entorné los ojos para que no dijera el
nombre del ministro, las paredes oyen y si habitualmente éramos muy
diplomáticos y prudentes con toda nuestra clientela, en estos casos delicados extremábamos la prudencia. Celia, calló el conocido apellido y continuó.
—Le dije que le había visto salir hacía un rato y ella insistió. Le aseguro, señorita, que ha salido y muy bien agarrado del brazo de su esposa,le comenté con firmeza. Pues cuando vuelva haga el favor de darle un recado: que me llame sin dilación, me repuso. Me pareció una insolente, la verdad JB, es que estuve a punto de decirle algo, pero me contuve y le respondí desafiante: ¿De parte de quién? De su esposa, ¡la auténtica!, respondió ella, dejándome de piedra…
Si no hubiese sido el director del Manila Hotel, me hubiese echado a
reír; no obstante, el incidente era de los complicados. Un todopoderoso
ministro de Opus, auténtico defensor de los derechos de la familia y de la exclusividad del sexo en el matrimonio, de funeral por Barcelona, dejando huella, escándalo y fluidos pecadores, en una suite de mi hotel. A pesar del papelón no pude más que sonreír.
—Anda, Celia, pídeme una conferencia con el número de la esposa del
ministro y pásame la llamada. Veremos cómo salimos de esta.
—Cuánto lo siento, JB –dijo Celia, levantándose y dirigiéndose compungida hacia la puerta.
—Toma nota, Celia. Las mujeres de los miembros del Opus nunca
viajan solas.
Ella giró la cabeza y bajo un par de veces el mentón en señal de afirmación.
Al cabo de veinte minutos volví a escuchar su voz.
—Tu conferencia, JB –dijo.
—Nuestra conferencia, el lío es mutuo –le respondí.
Prensé el auricular contra mi oreja para percibir con claridad todos los
matices de mi interlocutora, así sabría el grado de enojo y su sensibilidad para aceptar mis excusas.
—¡Querida señora! –dije, después de presentarme y dándome cuenta
de inmediato que no había escogido el tratamiento -por lo de querida- más adecuado, pero sin arrepentirme-. Es un placer saludarla –proseguí-, me temo que tengo que disculparme porque ha habido un mal entendido.
—Umm, creo que sí –respondió ella en un tono que evidenciaba su
disgusto, pero también la esperanza de una salida conveniente.
—Una de nuestras telefonistas ha cometido un error imperdonable,
ha confundido a su esposo con otro cliente del hotel… precisamente y en aquel momento, su marido estaba en un funeral al que yo también asistí.
—Bien, le creo; no obstante, y como le he dicho a la señorita, póngame
con mi esposo.
—Ahora mismo, señora. Yo mismo bajaré al salón, donde está reunido
con directivos del Opus y a pesar de que me han dicho que no les moleste les interrumpiré para pasarle su llamada.
Se hizo un impenetrable silencio, si es que la callada puede endurecerse más que las palabras. Escuché un suspiro al otro lado del auricular y una maldición que no le hubiese gustado oír a Escrivá de Balaguer.
—No es necesario importunarle, serán asuntos importantes. Cuando
termine la reunión dígale que me llame.
—Le agradecería, señora, que no le comentara nada a su esposo de lo
sucedido, ya he reñido a la telefonista por su error.
—De acuerdo, Brotons, olvidaremos ambas conversaciones, pero
quiero que me dé su palabra de que si esta zorra vuelve por el hotel no la dejarán gatear por la habitación de mi marido.
—Nadie tiene porque subir a la habitación de su esposo, tenemos orden
de no molestarle, yo mismo me ocuparé de que así sea. Sepa, estimada
amiga, que su esposo dormirá esta noche en nuestro hotel, solo, y sin
que nadie le importune.
—¿Tengo su palabra?
—La tiene.
Bajé al bar del hotel a esperar el regreso del ministro, dispuesto a contarle todo el enredo y mi promesa.
—¿Un J&B, Jordi? –preguntó el camarero.

—Sí, pero doble y dile al conserje que cuando llegue el ministro me
avise.
El glub, glub del escocés al chocar contra los dos cubitos de hielo me
recordó a la orquesta del Titanic, en el Manila Hotel las meteduras de pata se solucionaban con ingenio y los naufragios con whisky.
Mis explicaciones al señor ministro fueron del todo convincentes.
Papi, nuestro portero, buscó un taxi para la señorita cuya carrera pagó
con gusto el hotel. Aquella noche me tomé dos whiskys más con el ministro, hablamos del funeral, de las mujeres bonitas y de la salvación eterna, también del Opus. Después de su cuarto J&B, me cogió por el hombro y me dijo:
—Amigo, Brotons, usted sería un excelente numerario para la Obra…
Luego hipeó un par de veces y se le escapó un ruidoso viento por sus
cuartos traseros al levantarse de la banqueta, buscó apoyo en el mostrador y se irguió con forzada dignidad.
—Hasta podría llegar a supernumerario –dijo levantando su dedo índice,camino del ascensor.
Aquella noche el superministro durmió solo. Me contaron que a su
regreso a casa, la esposa le saludó con dos besos y le trajo sus zapatillas favoritas. Sus ocho hijos, cuatro varones y cuatro féminas, festejaron el regreso del padre. En su siguiente visita a Barcelona, el ministro viajó con su esposa y se alojaron en el Manila Hotel. La obsequié con un ramo de rosas blancas, símbolo de pureza. Celia, la telefonista, les puso una conferencia para poder hablar con su numerosa prole y decirles que habían llegado bien.

Bar Manila