En primer lugar agradecer a Editorial Comuniter, el haber permitido la publicación por entregas de mi novela para cubrir los momentos de tedio del confinamiento.
Final de la novela:
La vida es un regalo, la muerte una cruz
La vida es un regalo, un regalo que algunos se empeñan en estropear antes de devolverlo. (Jordi Martínez Brotons)
Barcelona, agosto 1971
Me llamó Ruth desde Niza, estaba eufórica. —¿Jordi?, soy muy feliz, me ha regalado un diamante de un montón de quilates y del tamaño de un dedal. —Vaya, me alegro, Ruth, eso significa… —Sí, estoy prometida, tiene muchos años y muchos millones. —Una bonita combinación. Enhorabuena. —Nos casaremos muy pronto en su castillo. Ya te invitaré. —No me lo perdería por nada del mundo. —En septiembre regresaré a Barcelona, tengo muchos regalos para ti. Seguimos hablando por espacio de media hora. Me alegré por Ruth. A los amores hay que quererles por su forma de ser, aceptando sus libertades, sin intentar cambiarles; siendo dichosos con su felicidad. Recostado en el sillón de mi despacho me sentí dispuesto a afrontar un día más de trabajo. El hotel estaba en plena efervescencia, el restaurante lleno de gente desayunando, la recepción abarrotada de clientes que pagaban su factura y los mozos de equipaje y los botones trajinando con las maletas de los clientes. Me sentí feliz, era mi mundo. Pero la llamada de Ripoll me dejó perplejo. —Se han cargado a Gabaldá… Sentí algo especial, como supongo lo había sentido Ripoll al saber la noticia. Pude gritar aquello de ¡alguien ha apretado el botón!, ¡se ha hecho justicia! Sin embargo, opté por conocer bien todos los detalles. —No me digas, Ripoll, ¿cómo ha sido? —Esta mañana en su apartamento de Pedralbes, le han encontrado clavado en una cruz de madera, muy sencilla y tosca, pintada en negro. — Pavoroso –atiné a decir. —Ahí no acaba todo –dijo Enrique-. Los calvos que atravesaban las manos y los pies de Gabaldá eran de plata y en la cabeza de cada uno de ellos figuraban grabados los nombres de Camperol, Torras y Pagés y sobre el crucifijo había escrita una leyenda con la propia sangre de Gabaldá: Exorcizamus te omnis immundus spiritus, omnis satanica potestas, omnis incursio, infernalis adversarii, omnis legio, omnis congregatio et secta diabolica. Ab insidiis diaboli, libera nos, Domine. De las asechanzas del diablo, líbranos, Señor. Parece parte de un exorcismo. —Me dejas impresionado, Enrique. ¿Qué vas a hacer? —Nada, no es de mi distrito –dijo con la mayor tranquilidad-, corresponde a la comisaría de Pedralbes, y ya sabes que, personalmente, no le tenía ninguna simpatía. Y tú, ¿vas a investigarlo? —No, Ripoll. Ni pasó en mi hotel, ni era mi amigo, ni tampoco mi cliente. —… y era un capullo y un cabrón –dijo Ripoll. —Un diablo –contesté. Todavía no me había repuesto de la noticia. No quería ni imaginar quién o qué había eliminado a Gabaldá, bastante complicado había sido todo como para empezar de nuevo. El teléfono repiqueteó de nuevo ansioso. —Tienes otra llamada JB, del señor Nogal… —Pásamelo. —¿Jordi? No te asustes, tengo que decirte algo muy importante, he tenido una percepción… —¿Gabaldá? —Sí… ¿Cómo lo sabes? —Tú tienes clarividencia y yo a Ripoll. —¿Ha muerto, verdad? —Del todo –dije, para contarle luego todos los detalles. —No me extraña, ni tampoco me extrañaría cualquier hipótesis sobre los autores. —¿El diablo? ¿Belcebú? ¿Un exorcista aburrido? –pregunté con socarronería. —Todo puede ser, Jordi, son muchos los candidatos… los nombres del diablo son infinitos, ya sean bíblicos como Lucifer, Satanás, Belial o Samael; literarios como Mefistófeles, Leviatán o Asmodeo; ocurrentes como el Señor del pozo, el Rey de las langostas o el Destructor; caseros como el Demonio, Astarot o Belfagor… y reales como Hitler, Stalin, Franco, Gabaldá o tantos otros a lo largo de la Historia. Infinitos nombres para un mismo ser. Un ente que habita en cada uno de nosotros, despertarle o no, depende sólo de uno mismo. —Entonces, hasta pudo el Diablo matar a otro diablo, una especie de ejecución… con la ayuda desinteresada de alguien. —Sí, no le imagino subiéndose a la cruz solo. —Y yo no le imagino clavándose de pies y manos, no tenía pinta de contorsionista… ¡Y a su edad! Escuché la risa de mi amigo al otro lado del teléfono. La telefonista nos interrumpió. —Tienes otra llamada, JB. Me despedí de Nogal y pedí que me pasaran el nuevo reclamo. Era Lilith. —Con cien cañones por banda… –dijo, por toda presentación. La imaginé sentada en la barra del Boadas, con su pelo casi rojizo, las cuatro pecas cercando a su nariz y esa sonrisa de niña mala. El icono de la belleza que surge de improviso y que se cuela por la puerta de los sentimientos. —¿A qué hora, princesa? –respondí entusiasmado. —¿A las once te parece bien? —Perfecto. Pensé que la vida es un regalo, un regalo que debemos aprovechar día tras día. En aquellas horas, Las Ramblas estaban en pleno apogeo. Los paseantes compraban flores unos metros más abajo, deambulaban bajo los centenarios plátanos y luego se paraban para ver el edificio del Manila Hotel… camino de la Plaza de Catalunya, corazón de una ciudad abierta, plural, acogedora. Feliz a pesar de todo. FIN
El Manila HotelEl diablo sabe a quién elige.El ritual de un exorcistaEl misterio y el JB prosiguen en una nueva aventura
A la mañana siguiente me desperté con el olor de Lilith flotando en todo mi cuerpo y con mucho sueño. Había sido un noche preciosa, llegué al hotel muy tarde y tenía que levantarme pronto para despedir a míster Backster y a su acompañante, sin haber podido adivinar si este último era mudo o muy reservado. Luego llamé a Ripoll para contarle mi impresión de la velada anterior sobre la forma en que pudo morir Camperol. —Pudieron inyectarle algo la noche de la cena. —Es muy posible, Jorge. A lo largo de la mañana tendré las pruebas de toxicología de unos inyectables que encontraron en el piso de Gassiot. —Genial, tendrías que pasarme unas fotografías del profesor, es posible que alguno de nuestros empleados pueda recordarle. Pasé el día esperando la llamada de Ripoll. A eso de las ocho de la tarde vino el comisario al Manila Hotel. Nos sentamos en una mesa del bar, un tanto apartada. Hice una seña al camarero y levanté el índice y el medio. Me confirmó el pedido bajando la barbilla en señal de afirmación. A los pocos minutos avanzó con paso elegante y con la bandeja con los dos whiskys. —Dos de los tuyos JB –dijo. —Gracias, Jesús. Ya bien provistos, llegó el momento de que Ripoll me contara sus impresiones sobre el interrogatorio de Gassiot. —Tenías razón, el resultado toxicológico de los inyectables encontrados revelan la existencia de batracotoxina. —¿Una toxina de batracio? —En concreto de un rana, la Phyllobates terribilis. Un tipo de rana del oeste de Colombia. La utilizan los indios para envenenar sus flechas y sus dardos. —¿Y cómo actúa? –pregunté asombrado. —Impide la transmisión del impulso nervioso hacia los músculos y se produce una hiperexcitabilidad de los tejidos nervioso, muscular y cardíaco… —Es decir, lo paraliza todo. —Todo, la víctima muere de parada cardiaca, sin dolor, como entrando en un sueño profundo. Sólo con dos microgramos por kilo de peso del sacrificado, basta. —Así que mi tesis tiene base, pudo haberle inyectado la toxina en el tumulto de la entrada a la cena. —Así debió ser. —El sudor de una rana puede matar a un príncipe –dije. —Es otra forma de ver los cuentos –contestó Ripoll. —¿Ha confesado? —Bueno, él sí… pero nos falta la mitad de la confesión. —¿La del diablo? –dije tratando de embromarle. —No te rías, Jorge. Este tío tiene algún tipo de enfermedad mental. El lunes haremos un nuevo interrogatorio, esta vez en presencia de un siquiatra y de un forense. —¿Ha llegado a involucrar a Gabaldá? —No, no reconoce haber hablado con él las últimas semanas. —¿Ni cuándo fue a verle el día de la detención? Ripoll movió la cabeza negando. Bebió un sorbo de whisky, cruzó las piernas y me miró fijamente. —No sé si tenemos a dos asesinos y a un solo culpable, o dos culpables y un solo asesino. En cualquier caso le tenemos. —Eres un gran policía, Enrique –dije muy sincero. —Gracias, Jorge y tú un gran director de hotel… y un aprendiz de detective. Reímos. Fuera la tormenta mojaba los plátanos de Las Ramblas y los transeúntes corrían a refugiarse en algún establecimiento. Las primeras luces eléctricas empezaban a iluminar la ciudad, el Manila volvía a cerrar completo. En una de nuestras suites dos hombres recordaban París y se prometían regresar el año próximo a Barcelona y al Manila Hotel. Aquel lunes tuvo lugar el segundo interrogatorio de Gassiot y fue una sarta de despropósitos. Por fortuna estaban presentes el juez, un siquiatra y un forense. La doble personalidad del detenido convirtió las interpela- ciones en inútiles. Al parecer, según el siquiatra, la personalidad demoníaca era la dominante y apuntaba a algún tipo esquizofrenia; el forense mantenía que era un severo trastorno mental en los que los delirios y alucinaciones sometían su personalidad. A medida que avanzaba el interrogatorio, Satán tenía más protagonismo y sus amenazas eran más extremas, reconoció que había matado a los cuatro; «su tiempo había concluido », repetía. Ambos facultativos recomendaron su ingreso en un instituto de salud, es decir, en el manicomio de San Boi de Llobregat, a pocos kilómetros de Barcelona. El juez aceptó la propuesta de los doctores y Gassiot fue trasladado, con diablo incluido, al famoso siquiátrico. Decían que el desorden de personalidad múltiple de Gassiot podía deberse a una enfermedad mental o la creencia de una posesión. Al parecer, los demonios atormentan con preferencia a las personas que tienen problemas mentales serios, no quisieron concretar si se referían a los demonios de la mente o a los bíblicos. Nos contaron que, a menudo, le veían dialogar a oscuras en su celda; nadie sabía con seguridad si consigo mismo o con otros seres demoníacos. Sin embargo, para nosotros, no había terminado el caso y no nos quedaríamos parados. Los profesionales de la siquiatría resolverían la veracidad de la distorsión de Gassiot; aunque subsistía el inductor, el que tenía algo que ganar con los asesinatos y para nosotros tenía nombre propio y carnet de identidad, por tanto dentro de la jurisdicción terrena de Ripoll. Carles Gabaldá i Flores, merced a un perturbado, había eliminado a los únicos testigos y cómplices que podrían haberle arruinado su carrera política. Ahora estaba libre; para él, el sortilegio del conjuro que rompía su pacto con Belcebú había funcionado y Gassiot, conocedor de la verdad, andaba perdido por sus laberintos mentales. —Tenemos que pillarle, Ripoll –le dije por teléfono. —Por supuesto, Jorge, ahora sólo tú y yo conocemos el alcance de sus delitos. ¡Ándate con ojo!, igual que se cargó un banco, puede cargarse a un director de hotel. —… O a un policía –dije para provocarle. —No le interesa, sería demasiado evidente, en cambio un restaurador que muere probando la comida de su restaurante… El sentido del humor de Ripoll era bastante peculiar. Seguía siendo un poli. La verdad es que sería muy difícil pillar a Gabaldá, no había estado en los lugares de los crímenes, tenía excelentes coartadas apoyadas por docenas de personas. Nadie, en su sano juicio, creería ni su pacto con el diablo ni su ruptura. El conjuro restaría escondido bajo nombre extraño entre los 350.000 volúmenes en la Librería del Seminario, sólo Gassiot si recuperaba la cordura, podría decir dónde estaba. El Maligno disfrutaba con su mejor jugada, se había cobrado cuatro almas y Gabaldá quedaba libre para llegar a ser el corruptor y el prevaricador que el infierno necesitaba, alguien capaz de jugar con lo más sagrado, sembrar la discordia, engañar a los crédulos y someterse al poder de los de siempre para gloria del infierno. No obstante, los caminos de la justicia divina suelen tener muchos recovecos. A la mañana siguiente tuve que visitar a algunos clientes del centro, concretamente en el Paseo de Gracia. Mi objetivo era ofrecerles las ventajas del Manila Hotel, ya que en la zona tenía un importante competidor y era el Hotel Avenida Palace de la Gran Vía. Pasado el mediodía me dispuse a regresar al hotel. Noté que un tipo me andaba siguiendo, me paré en un escaparate del paseo para observarle bien en el reflejo de uno de los cristales. Era un gorila de unos cuarenta años, fornido y con aspecto de aquellos asesinos que contrataba la patronal para eliminar sindicalistas y líderes obreros. Llevaba en el ojal de la solapa un escudo de la falange. Bajé por la calle Pelayo con el retrovisor virtual atento. Pasé frente a los Almacenes Capitolio, la amplitud de Pelayo permitía un disparo certero y huir hacia la plaza Castilla en dirección a Tallers o a Joaquín Costa. Llegué al cruce de Balmes con Bergara donde estaba la entrada a la Avenida de la Luz, no lo pensé dos veces y bajé a la galería comercial, olía a viejo y a cacahuetes tostados; sobre el número 25, en el mostrador de Pam-pers, el aroma cambiaba a esencia de barquillo y de vino Montroy de Pedro Masana. Como yo esperaba, en los dos mil metros de galería había abundantes peatones paseando o comprando en las todavía numerosas tiendas del recinto. El individuo no se amedrentó y me siguió hasta allí; sin embargo, yo tenía todas las ventajas, había recorrido el lugar cientos de veces, jugado en los futbolines y asistido a docenas de proyecciones en el antiguo cine. Así que pensé que sería fácil perderle entre las grandes columnas que flanqueaban la galería. Por fortuna, los grandes neones de potentes luces que en la década de los cuarenta y cincuenta asombraban a los barceloneses, andaban ahora un tanto estropeados, el que no estaba fundido estaba cubierto de polvo, la Avenida de la Luz había perdido su glamur e iniciaba su imparable decadencia. Me vinieron de perlas las zonas de poca luminosidad y las numerosas tiendas vacías, otrora ocupadas por prestigiosas joyerías y relojerías, para intentar deshacerme de mi insistente perseguidor. No tenía ni la menor duda de que era un esbirro de Gabaldá, tal y como me auguró Ripoll. Sin embargo, cuando me las prometía tan felices, comprobé que el tipo seguía pegado a mi espalda. Me paré en la cafetería semicircular de la galería, los altos taburetes estaban casi todos ocupados, pedí un café. Mi perseguidor, sin ningún tipo de prudencia,se situó al otro lado de la barra. Tenía un rostro grisáceo, con ojeras, los ojos se mostraban abollados entre unas pestañas también grises, la mirada turbia, matona. Era tan alto como yo pero más macizo, calculé que pasaría de los cien kilos. Dejó su lugar en la barra y se separó un metro de las banquetas, quedaba en diagonal a mí, sin posibilidad de tiro porque yo estaba emparedado entre dos hombres sentados cómodamente en sendos taburetes. Recordé que acarreaba el arma que me había proporcionado Ripoll, pero tenía que colocar el cargador que llevaba aparte por precaución. Él dio un primer paso hacia mí. Pagué el café, el tipo estaba por su tercer paso. Aproveché que uno de mis vecinos de taburete se levantó. Salí hacía el centro de la galería cubierto por el ciudadano. Mi perseguidor se detuvo. Yo me dirigí hacia los servicios cerca del cine Avenida, hice la intención de entrar, aunque desvié mi dirección cuando calculé que estaba fuera del campo de visión del gorila y me quedé pegado a la pared. Le vi entrar en los servicios, tenía la mano derecha escondida en la chaqueta a la altura de la axila, sus pasos eran rápidos, seguros, asesinos. Pude huir, pero no lo hice, hubiese continuado su implacable persecución. Le vi salir, las sienes le temblaban, las manos le sudaban, era su manera de incitar su deseo asesino. Le esperé aplastado a la pared y en cuanto alcanzó mi altura estiré mi pierna derecha para trastabillarle, cayó de bruces contra el suelo, desenfundé el arma y salté sobre él, había girado el cuerpo y estaba boca arriba, no estaba tan corpulento como aparentaba, más bien seboso. Le pegué la pistola a los testículos. —¡Si te mueves te capo! –grité como en las mejores películas. Algunos curiosos se habían acercado, otros permanecían a prudente distancia. —¡Llamen a la comisaría de Doctor Dou, díganle al comisario que envíe una dotación! Los curiosos miraban la escena sin intervenir, por la expresión de sus rostros adiviné que yo les parecía el bueno y el tipo del suelo el malo. Tal vez porque cumplíamos con sus estereotipos. Alguien desde el teléfono del bar llamó a la comisaría. El pájaro trató de moverse, yo tenía el ama amartillada y él podía verlo. —No me obligues –exclamé, como si lo hubiese hecho toda la vida. Aparecieron un par de grises. Pensé que demasiado pronto para ser hombres de Ripoll. Uno de ellos desenfundó su arma reglamentaria. —Trataba de matarme –dije por toda explicación. —¿Es usted del cuerpo? –preguntó el segundo agente, mientras el primero le ponía las esposas a «mi» detenido. —No, soy el director del Manila, he llamado al comisario Ripoll –dije como si esto fuese una garantía de bondad. —Ya, deme el arma. Y no se mueva –dijo el primer agente. Tomó el arma, la miró y sonrió. — ¿Sabe que está descargada? —Por supuesto –contesté-, mostrando el peine todavía en la cartuchera. En aquel momento llegaba Ripoll con otros dos agentes. —Vaya, tenías que ser tú… siempre metiéndote en líos. La pistola es mía y este señor tiene permiso de armas, me hago yo cargo del paquete –dijo Enrique a los dos policías. —A sus órdenes señor comisario –respondieron. El gorila se incorporó a duras penas. Ripoll buscó en la sobaquera del detenido y le quitó un revólver del calibre 38 Smith & Wesson. —Te hubiese matado un clásico –señaló con su humor policiaco. —No me consuela, Enrique. —Anda, tómate un coñac, te animará. Me voy a la comisaría a llevar a ese tipo, pasas luego para hacer la oportuna denuncia. Me quedo con la Browning, me olvidé decirte que necesitas balas para disparar –dijo con sorna. —Ya, no me dio tiempo a poner el peine. ¿Por qué te crees que le apunté a los testículos y no a la cabeza? Así no pudo ver que estaba descargada. —Tienes cojones, Jorge. Este tío es un profesional, un poco pasado de peso, pero un profesional. No olvides lo de la denuncia. —En media hora estoy en comisaría. Seguí el consejo de Ripoll. No obstante, en vez del coñac, pedí un J&B con dos hielos y en vaso corto, en el bar de la galería. Los clientes me miraban entre el asombro y la admiración. Me hubiese gustado saber qué contarían en casa. Llegué al Manila después de presentar la denuncia contra mi perseguidor, por supuesto no cantó el nombre del que le había encargado el trabajito, pero era muy fácil adivinarlo. Pensé en la larga mano de Gabaldá y me enfurecí. Encima de la mesa de mi despacho estaba una campánula de plata regalo de una amiga muy especial que tenía en Lausana. Aquella campanilla me había salvado la vida en una ocasión, o eso creía. Por un momento dudé si, como en la fábula del Mandarín de Rousseau, podía desear la muerte de alguien sólo con tocarla. Deduje al fin que utilizar un objeto salvador para una misión de verdugo sería miserable y aunque no se puede juzgar a nadie porque sus pecados sean distintos a los nuestros, cuando los delitos ponen en peligro la vida de uno, la cosa cambia. Por eso telefoneé a Gabaldá, para pedirle explicaciones y llamarle por su nombre; me dijeron que ya no estaba en la oficina. Precisamente, aquel viernes, los Gabaldá se habían trasladado a la Costa Brava a pasar el fin de semana. Desde los tiempos del abuelo Gabaldá la familia tenía una hermosa casa en Lloret de Mar, uno de esos pueblos asomados al Mediterráneo en que los pinos llegan hasta besar la mar. El abuelo siempre contaba entre risas que la casona, La Negra, como la había bautizado, era fruto de las correrías de su padre como tratante de esclavos en la vieja Cuba. A Carles Gabaldá le encantaba el lugar, también a sus siete hijos, a sus nietos y a su esposa, la madre superiora, como él la llamaba. Entre ambos había existido la complicidad de los intereses creados, ella sabía que era un canalla y que, gracias a eso, su prole tenía el porvenir asegurado y dada la memez que abundaba en sus retoños, era muy importante. Aquella tarde, recostado en su sillón favorito viendo jugar a sus nietos y conversar a sus hijos, Gabaldá se sintió feliz. Imaginaba que yo ya no estaba en este mundo, sonrió. No sabía el porqué pero le dio un repaso mental a su vida, todavía no lo tenía todo; no obstante, sus objetivos ya estaban trazados. Para ello había tenido que hacer muchas cosas, algunas terribles… terribles para los fusilados, los desahuciados, los desfalcados, los timados, los engañados y los asesinados. Todo por Dios y por la Patria, sólo que su dios y su patria tenían el mismo nombre: Gabaldá. Sintió que tenía algo muy fuerte dentro de él, un poder omnímodo, imparable. Soñó en prados verdes con cientos de esclavos negros recolectando algodón y en industrias textiles llenas de obreros sin convenio y con salarios bajos. El sábado por la mañana sonó el teléfono, alguien preguntaba por Carles Gabaldá. Mascullando improperios, Gabaldá atendió a la llamada. Su rostro cambió de expresión, primero fue de sorpresa, luego de indignación. —En un par de horas, estoy allí. Hablaremos –dijo al interlocutor. Colgó con el fastidio pintado en la cara. —Debo volver a Barcelona, un asunto de negocios. Regresaré por la noche. —¿Tan importante es? –preguntó su esposa, mientras terminaba sus rezos matinales. —Sí, querida, es inoportuno, pero debo ir. Sus nietos jugaban en la piscina, sus hijos hablaban de negocios que sólo podían proyectar gracias a papá, lo hacían en castellano, porque el catalán era un idioma para pobres y sirvientes, decían. Algunos hermanos todavía dormían la juerga discotequera del viernes. Una familia típica… típica de cierta alta burguesía barcelonesa de los años setenta. Gabaldá ni se despidió de ellos porque suponía que regresaría en unas horas. No lo sabía, pero aquel sería su último viaje.
Phyllobates terribiliLa Avenida de la Luz, vacíaCon públicoEl barEntrada a los Ferrocarriles CatalanesEl cine AvenidaDegustación de barquillos y Montroy Masana
Una mesa desvencijada, cuatro sillas y una lámpara, era el mobiliario con que el comisario Ripoll iniciaría su interrogatorio a Gassiot. Este permanecía solo, sentado y esposado, parecía el decorado del primer acto de una obra teatral. El profesor, aparentemente, hablaba consigo mismo. Entró en el cuarto Ripoll con dos de sus hombres. Uno de ellos permaneció de pie junto a la puerta, y el comisario y el otro agente se sentaron frente a Gassiot. Por supuesto el jesuita abogado no había sido invitado a estar presente. —¿Tienes algo que decirnos? –preguntó Ripoll. Gassiot negó con la cabeza. Ripoll lamentó no fumar, el humo era un aliado sicológico para los interrogatorios pero, el comisario, no soportaba el humo. Así que la estrategia fue la de interrogarle en mangas de camisa y con la sobaquera colgando, eso sí, separado el cargador. El único que sí estaba preparado, sólo a falta de martillear su arma, era el policía de la puerta. —Vamos a ver, profesor, las pruebas del polígrafo han resultado positivas… —No se haga ilusiones, comisario, eso ha sido una tontería más propia de charlatanes que de policías. —Vaya, le tenía a usted por un hombre de ciencia y experto en ocultismo… no quiere creer que una planta puede sentir y en cambio sí cree en un ser teriomorfo con cuernos y rabo, que va haciendo y deshaciendo contratos con las almas. El rostro de Gassiot pareció transformarse, un rictus de ira arrugó sus facciones y frunció el ceño. Bizqueaba y babeaba como un poseso. —¡No sabe lo que dice, comisario, él está aquí, con todo su poder, no le ofenda!-dijo escupiendo saliva y palabras. —¿Cómo qué está aquí?, ¿en este edificio? —Aquí, aquí mismo, desgraciados –dijo Gassiot con voz gutural y levantándose de la silla. El policía de la puerta sacó su arma. Ripoll y el segundo policía sentaron de nuevo y a la fuerza al profesor. Ripoll le orientó la lámpara a la cara, los haces de luz se proyectaron contra su rostro totalmente transfigurado. Una sombra de la silueta de Gassiot se pintó en una de las paredes, dando la impresión chinesca de un ser terrorífico. El profesor seguía con su perorata. —¡Esbirros, os conmino a liberarme! Probablemente, si el comisario hubiese sido otro, los aspavientos del detenido le hubiesen intimidado o por lo menos impresionado, pero Ripoll era demasiado ducho para acojonarse, como él diría. Estaba acostumbrado a los chulos y proxenetas del Raval que habían abierto en canal a sus protegidas o a las vampiras que robaban niños para aprovechar su sangre -en realidad los utilizaban para goce de los pederastas de la alta burguesía barcelonesa-. También a las bandas de chorizos y traficantes que pululaban por su distrito, a los masoquistas, putañeros sin dinero y borrachos pendencieros. Además existía otra fauna muy especial compuesta por maltratadores de esposas e hijos, banqueros ladrones, empresarios timadores adictos al Régimen y curas de manos largas, todos estos, a pesar de detenerlos, entraban por una puerta del juzgado y salían por la otra; la justicia de la época era muy tolerante con ciertas actitudes. Pero mi amigo Ripoll los conocía a todos. Estaba tan acostumbrado a sus amenazas, que los gritos de un tío con cara de ir estreñido ya no le sobresaltaban. Sonó un bofetón que tuvo eco en las cuatro paredes de la habitación, la mano de Ripoll aparecía marcada en el cuello del detenido, su expresión cambió al momento, la ira se transformó en sorpresa, la mirada se volvió limpia e interrogante y el cuello le pareció que estaba ardiendo. —Volvamos a empezar ¿o quieres más polígrafo? –dijo Ripoll, mostrando su mano. En aquel momento llamaron a la puerta de la sala de interrogatorio. —¿Pudo entrar, comisario? –preguntó una voz. —Pase –contestó Ripoll, apartando el haz de luz del rostro de Gassiot. —Debería usted venir conmigo un instante, hay novedades –dijo el recién llegado. —Continúe –dijo Ripoll al otro policía-. El lado derecho del cuello está franco. Ripoll salió de la sala, dos de sus agentes le esperaban. —En el registro de su casa hemos encontrado un bisturí –explicó uno de ellos. —¡Eureka!, buen trabajo. —Eso no es todo… —¿La página del conjuro? —No, comisario, esa no la hemos localizado, pero sí estos inyectables de un preparado que desconocemos y que hemos enviado al laboratorio. Los agentes entregaron a Ripoll el bisturí dentro de una bolsa de plástico. El comisario no cabía en su gozo. No era un aprueba tan concluyente como la bala de una pistola disparada por un arma determinada, los bisturís eran parecidos, este era del 22, y la hoja encontrada cerca del lugar en que murió Miquel Torras era para este «calibre» de bisturí –pensó Ripoll, en términos policiales, mientras regresaba a la sala de interrogatorios. Gassiot ya no estaba tan seguro de sí mismo. Miró a Ripoll cuando entró en la sala, sus ojos se dirigieron a la bolsa que llevaba el comisario. —¿Lo ha visto alguna vez? –preguntó Ripoll, depositando la bolsa con el bisturí sobre la mesa. —Nunca –respondió Gassiot. Ripoll hizo una señal a su agente y este soltó un revés a la parte derecha del cuello de Gassiot alcanzándole en el pescuezo y en el pabellón auditivo, que adquirieron un tono carmesí. Gassiot se llevó las manos esposadas a la cara. El comisario, sin preguntar de nuevo, movió en el aire la bolsa con el bisturí. —Tal vez lo tenía en mi casa, mis trabajos también incluyen la restauración –dijo el detenido. —O sea, que podría ser suyo –repreguntó Ripoll. —Podría, hay muchos iguales. —Pero no que tengan restos de sangre de Deulovol y de Torras… aunque los haya lavado siempre queda huella de la sangre seca. Gassiot se desmoronó. —Yo no quería, no quería, pero él me lo mandó. No podía dejar de escuchar aquella voz que repetía: Tráeme sus almas, tráeme sus almas… No era yo, comisario, no era yo… estaba poseído. —¿Por quién? —Ya lo sabe, comisario. Llevo años estudiando al diablo, tantos, que siento como si formara parte de mí o yo de él. —¿Y por qué Camperol, Torras, Deulovol y Pagés? —El diablo reclamó sus almas. Yo no los maté, fue el Maligno. Gassiot cayó sobre la mesa, lloroso y mendicante. —No fui yo, no fui yo –repetía. Ripoll comprendió que podía sacarle una confesión en aquel momento, disponía todavía de horas para que pasara a disposición del juez. Las pruebas se iban acumulando, los pelos encontrados en el mirador de San Justo y Pastor pertenecían a la perilla de Gassiot y uno de bisturís estaba en su domicilio, no obstante, tenía dudas de que en el laboratorio pudiesen encontrar todavía restos de sangre. Por otro lado, tenían la prueba del polígrafo al ficus, prueba que no podría llevarse a juicio, pero sí el informe de Backster. Además había algo importante, había incluido el nombre de Camperol en el lote y Gassiot no lo descartó. Según él, el Maligno se había cargado a los cuatro. Ahora tenía que esperar que le informaran desde el laboratorio del contenido de los inyectables. —¿Quién fue entonces? –gritó Ripoll —El diablo, fue el diablo, a través de mi mano, pero fue él. —¿De su mano siniestra? —Sí. Era el instrumento de Belcebú. —Y Gabaldá, ¿qué tiene qué ver con el asunto? —Gabaldá… Gabaldá, sólo he hablado con él una vez en mi vida, vino a pedirme un documento. —¿Y últimamente no le ha visto? —No, yo, no. —¿Y el diablo? —No sé, no puedo saberlo; no puedo entenderlo. —No te creo Gassiot, no creo esa doble personalidad que aparentas. Gassiot empezó a temblar, un sudor frio le bajaba como una torrentera por la frente, el rostro se le contraía y los ojos se le volvieron a inyectar en sangre. Miró a los dos policías y algo en su interior surgió de improviso. —¡No tienes ni idea! –escupió con voz cavernosa. Aquello parecía una amenaza del infierno, un grito del más allá. Algo tenebroso. —Me daré un festín con las almas de mis enemigos… y tú estarás en la mesa –rugió. Pero Ripoll no perdió la calma, levantó su mano derecha mostrando la palma abierta. Aunque los labios de Gassiot se movieron tratando de decir algo, enmudeció. Se tragó al diablo y se desplomó sobre la mesa lloriqueando.
—Bien, lo dejaremos por hoy, Gassiot, mañana seguiremos, piense esta noche en una confesión completa, sólo así se librará del garrote vil –dijo Ripoll. Mientras tanto, yo recibía al grupo de cenadores que había reservado Sergio Congost para la noche del viernes. Salí a la puerta principal y departí unos momentos con Congost que me presentó a un par de cirujanos del Hospital del Mar. Los comensales iban llegado y se aglomeraban frente a la puerta giratoria esperándose unos a otros, al poco rato la zona de la entrada estaba atiborrada, salí al exterior y les sugerí que pasaran al hall. Uno a uno, entraron individualmente por cada una de las tres hojas, algunos, más torpes o bromeando, accedían por parejas, bloqueando en ocasiones la puerta. Estaba observándoles cuando una de las invitadas se adentró en una de las hojas y antes de que empujara para que girara se coló un hombre a su espalda. Ella sonrió, el hombre, probablemente uno de los médicos, se pegó a su trasero, ella sonrió de nuevo al sentir el contacto masculino, él bajó la mano derecha y manoseó con disimulo el glúteo de la chica. Lo hizo por debajo de la nalga, justo cuando empieza el muslo. El gesto duró apenas unos segundos, el hombre soltó la deseada manzana cuando entraron en el hall. Sonreí. De repente, como la fugaz visión de un rayo, mi mente extrapoló el momento al día de la muerte de Camperol. ¿Y si alguien había aprovechado el tumulto de la entrada para inyectarle un fármaco o un veneno? Decidí llamar el día siguiente a Ripoll para comentarle mi sospecha. Ahora tenía que atender a mis clientes. La cena transcurrió sin ningún incidente, salvo que la pareja de la puerta giratoria no pudo disimular sus querencias después del segundo whisky. Sergio Congost se acercó a mí. —No me equivoqué, Brotons, la cena ha estado magnífica. —Me alegro, muchas gracias. —Yo debo dárselas a usted. Gracias a su gestión pude explicarme con Eulalia. Hice ver que no sabía ni lo de su encuentro con Lilith ni las consecuencias posteriores. Supuse que Congost no me iba a relatar los detalles. Como si leyera mi pensamiento, empezó a darme explicaciones que yo no le había pedido. —No fue como yo esperaba. Por unas horas nos reconciliamos, aunque sospecho que me equivoqué de nuevo. —No dudo que podrá arreglarse –dije. —Se equivoca. Algo pasó, sentí un estúpido arrepentimiento. Ahora sé que tengo una amiga o tal vez un bello recuerdo, pero no la mujer de mi vida. Por fortuna desde el ojo humano no puede percibirse el estado anímico de lo que llamamos alma, porque, Congost, me hubiese visto pegando saltos de alegría. —¿La ha visto de nuevo? –pregunté para aseverarme. —No, quedamos que sería ella la que me llamaría y no lo ha hecho. —Tal vez sea pronto todavía –dije, bailando interiormente la danza de la lluvia. —Tal vez…, esperaré. Lo cierto es que todo ha cambiado. —En la vida, Congost, a veces se gana y otras se aprende. —Lo sé, de nada sirve mirar atrás. El tiempo todo lo cambia. Me sentí de nuevo un pirata a punto de raptar a su princesa, sólo tenía que esperar que me llamara, pero no quise dar tiempo al tiempo esta vez. Subí al despacho; de los servicios del primer piso salía la pareja de la puerta giratoria. Muy contentos. Rompiendo con las reglas establecidas… por Lilith, la llamé. Estaba en casa, un viernes, con Barcelona en pie de juerga y ella en casa. Aunque me alegró la circunstancia, me extrañó. —¿Jordi?, me alegro que me hayas llamado. —Supongo que estás a punto de salir. —Sí, me están esperando unos amigos –mintió. —Lástima, en el Boadas tienen un nuevo cóctel –mentí. Se hizo un silencio de breves segundos. —¿Me das una horita, cariño? –dijo con entusiasmo. —Y todas las que quieras. —Pues prepara el galeón, hoy me apetece un rapto. —No tardes, princesa. Antes de colgar escuché el tocadiscos de Lilith, una canción sonaba en él. —Espera Lilith, eso que suena es… —Es Te quiero, te quiero de Nino Bravo. —Es muy bonita, ¿pensabas en alguien al escucharla? —Te lo contaré luego, pirata… cuando estemos juntos. Llegué puntual al Boadas, ella ya estaba sentada en la barra principal charlando con María Dolores. Al verme entrar, la mestressa cambió el disco en la platina y sonó el vozarrón de Nino Bravo con el Te quiero, no cabía duda que ambas mujeres se habían puesto de acuerdo para darme una sorpresa. Lilith esperó que llegara a su altura y me estampó un beso en los labios. Empezaba otra noche mágica.
Una mesa desvencijada, cuatro sillas y una lámpara, era el mobiliario con que el comisario Ripoll iniciaría su interrogatorioUn buen vino para buenas circinstancias