Sexta entrega: Donde se empieza a hablar del Codex Gigas

El misterioso libro


Biblioteca de la calle de Egipcíacas, junio 1971

Mi amiga la bibliotecaria de Egipcíacas con su acostumbrada eficacia
me había adelantado las características más conocidas y
generales del Codex Gigas, y prometido investigar más sobre
el librote. La conocía desde que era un crío y ella una joven esbelta de
apenas veinte años, que nos hacia enseñar las manos para comprobar si las llevábamos limpias antes de entregarnos un libro. A mis once años la veía como una mujer mayor y sólo me interesaba porque era el hada que me proporcionaba todas aquellas maravillas de Emilio Salgari, Daniel Defoe, Walter Scott, Julio Verne, Mark Twain o Jack London. A los quince mi percepción de la guapa archivera había cambiado por completo, al igual que mis autores de entonces los Ernest Hemingway, Conan Doyle,Morris West, Mika Waltari o la autora Vicki Baum, que describía el atractivo mundo de los hoteles de una forma magnífica. Además, atendiendo a su recomendación, pasé por todos clásicos españoles del Siglo de Oro.
Descubrí el placer de acercar mi cabeza a la suya y perderme en las esmeraldas de sus ojos, mientras me contaba las diferencias entre Quevedo y Lope de Vega. Por aquel tiempo, debo confesar, aunque nunca se lo he dicho, era una de mis favoritas en el serrallo de mis ensoñaciones, siempre me sentaba en una mesa donde podía contemplarla cuando cruzaba las piernas o subía por la escalera de madera para alcanzar un libro. Tal vez fuese mi mente calenturienta de adolescente, pero tenía la sensación de que, en las ocasiones en que estábamos solos, ella precisaba colocar los libros de los estantes más altos, lo que me proporcionaba el espectáculo del bamboleo de su falda y de las sinuosas formas de su trasero. Sensaciones
que pueden contar los libros, pero que tienes que ser un gran narrador
para transmitirlas en toda su magnitud, salvo que tengas quince años y tu bibliotecaria la silueta de Venus.
El caso es que, transcurridos más de catorce años, desde mi primera
vez en el mundo mágico de la biblioteca de Egipcíacas, ella seguía siendo mi musa librera y mi amiga. Seguía conservando su independencia y soltería, aunque me constaba, lo notaba por sus rubores matutinos y en sus prisas vespertinas, que su doncellez andaba perdida desde aquellos tiempos en que me comparaba a William Shakespeare con Cervantes. A los diecisiete dejé de frecuentar la biblioteca, el harén de mis excesos oníricos estaba ahora ocupado por docenas de chicas de mi edad y el puesto de favorita compartido por las que me concedían sus primeros besos y con las que descubrí no sólo el sexo, también la ternura de una mirada, de un gesto, o las emociones de un día de playa o una tarde de cine. Por eso el reencuentro con la bibliotecaria tuvo algo de mágico, ahora volvía a tener ocasión de disfrutar de sus ojos verdes, su físico de ninfa del bosque y de sus consejos e investigaciones, como si el tiempo no hubiese pasado.
Se acercó a mí con una sonrisa ligera y volátil como el vuelo de una
mariposa.
—Tengo más información sobre tu libro.
—Genial, Hipathia –le dije, utilizando el nombre que yo mismo le había dado, cuando ella me contó la historia de la Biblioteca de Alejandría-. Cuéntame.
—Ya te dije que está en Biblioteca Nacional de Suecia en Estocolmo,
allí fue llevado por deseo de Cristina de Suecia, obsesiva acaparadora de buenos libros, como Hipathia. Fue durante los últimos combates entre protestantes y católicos en los días de la Guerra de los Treinta Años. En 1648 el ejército sueco invadió áreas de Praga, entre ellas la del castillo de Hradschin donde se ubicaba el famoso Gabinete de las Maravillas del emperador Rodolfo II, donde astrónomos, matemáticos, científicos, magos, botánicos y, sobre todo alquimistas, dejaron sus huellas, sus investigaciones y sus secretos. Los invasores se llevaron objetos y libros importantes, tal vez lo más sobresaliente de su expolio fue la llamada Biblia del Diablo, tu códice, que el emperador había hecho trasladar a su Gabinete en 1594 y que nunca devolvió a los monjes; por aquel entonces el gran libro ya había pasado por varios monasterios. Después de hablar con Estocolmo y comentarles nuestro interés, me han remitido información y fotografías del codex.
Como cuando era un quinceañero pegamos nuestras cabezas para leer
juntos la documentación de los suecos. El perfume de su agua de colonia me envolvió como antaño, olía como las flores de lavanda en perfecta simbiosis con la fragancia de aquella biblioteca a la que debía tanto. Nos enteramos del extenso contenido del Codex Gigas y de sus dimensiones y peso, que estaba formado por 310 pergaminos hechos con la piel de 160 burros o becerros. Nos reímos y de nuevo pude mirarme en aquellos dos espejuelos verdes que me hicieron soñar tantas noches. Las fotos a color, cortesía sueca, nos mostraban la belleza de las ilustraciones y el colorido del libro, pese a que estaba bastante deteriorado.
—Durante un incendio en el castillo real en Estocolmo en 1697, el
libro fue arrojado por una ventana antes de que le consumieran las llamas y quedó bastante dañado –dijo Hipathia, tratando de acrecentar mi curiosidad como cuando era un niño-. Al parecer –prosiguió-, fue restaurado en 1819. Restauradores e investigadores han dejado sus firmas entre sus páginas y arrancado un par de ellas, también algunos de los consultores escribieron comentarios en sus pergaminos, incluso hay un Avemaría en una de sus hojas, concretamente en la página 273 y firmada por un tal Sobisslaus. El libro es uno de los más apreciados y está considerado como uno de los tesoros de la biblioteca. Pese a su leyenda, parece un libro maravilloso.
—Esa historia de que el monje Hermann inclusis «Herman el recluso
», como firma en el libro, lo escribió en una sola noche con la ayuda
del demonio, me parece terrorífica y literaria, pero difícil de creer. Mi
bibliotecaria asintió con la cabeza.
—Sin duda –dijo-, pero eso le salvó la vida y en agradecimiento dedicó
una página entera al supuesto retrato del diablo. Aparece al término
de la copia del Nuevo Testamento, junto a una ilustración de la Jerusalén celestial y enfrente de ella esa de Belcebú.
Miramos con detenimiento la ilustración de la figura del Señor de los
Abismos. No pudimos evitar estallar en una gran carcajada. Estaba representado como una criatura de grandes garras en pies y manos, con
enormes cuernos, un rostro verde de batracio con dos lenguas semejantes a los colmillos de una máscara ceremonial japonesa de oni y con una expresión facial que provocaba la risa más que el terror, la posición del cuerpo recordaba a la de un sapo barriga arriba. Lo más peculiar era el taparrabos-nunca mejor utilizado el plural – que llevaba la infernal criatura cubriéndole sus partes pudendas y que parecía un pañal mal puesto.
—Desde luego, esa ilustración confirma que el libro no es obra de
Mefistófeles, jamás se hubiese retratado tan feo –dije divertido.
Por fortuna la biblioteca estaba desierta y nuestros comentarios y coletillas no eran escuchadas por nadie. Hubiesen pensado que estábamos faltos de seriedad.
—Me aseguran de Estocolmo que los dibujos, ilustraciones y texto,
parecen haber sido hechos por la misma mano. Si no fue el Abadón de los hebreos, únicamente nos queda pensar que toda la monumental obra fue elaborada por un solo hombre, nuestro Hermann inclusis.
— Y un trabajo de esta envergadura precisa de muchos años de dedicación, si lo sabré yo, que tengo la mesa llena de papeles…
Cerró la carpeta con los documentos y las fotos remitidos por la Biblioteca Nacional Sueca.
—Espero haberte sido útil –dijo Hipathia.
— Te agradezco toda la ayuda que me has proporcionado, no sé cómo
pagarte.
—Con haber podido verte de nuevo estoy más que pagada-respondió,
mientras me estampaba un beso en la mejilla.
—¡Ya sé, tengo una idea! Ven un día a comer a La Parilla del hotel.
—De acuerdo, lo acepto… pero mejor a cenar, te llamaré, ¿te parece
bien la semana que viene?
Asentí al mismo tiempo que entrelazaba sus manos y la besaba en ambas mejillas. Se ruborizó al igual que aquellas mañanas en las que llegaba a la biblioteca con el recuerdo de un amante pintado en su rostro. Los libros de la calle Egipcíacas tenían en ella una bella y especial guardiana y yo recuperaba a una amiga.

El Gigas Codex
El GIGAS CODEX
EL DIABLO DEL GIGAS CODEX

Quinta entrega. De ministros y mujeres guapas

Los ministros las prefieren guapas


Manila Hotel, mayo 1971

Ya en mi despacho, sentado frente a una montaña de papeles, todos
importantes, pensé en la feliz tarde que había disfrutado con
Ruth, era bastante más agradable que recordar la historia del
monje Herman y el Codex Gigas. Subió a verme una de las telefonistas
con un disgusto tremendo. Entró gimoteando y se apoyó en uno de los
sillones sin atreverse a sentarse.
—Por Dios, Celia, ¿qué es lo qué te ocurre?
—Ay ¡qué disgusto JB! –dijo entre sollozos- ¡He metido la pata!
Celia era una de las telefonistas más veteranas, no por edad, sino porque estaba en la centralita del hotel desde la inauguración. Era una chica con carácter, siempre muy bien maquillada, sobre todo con el rímel con que embellecía sus largas pestañas; dicharachera, locuaz y lengüilarga, lo que en ocasiones le había dado algún disgusto con la clientela.
—Por favor, cálmate, siéntate y cuéntame –le dije.
Se acomodó en uno de los sillones, cruzó los pies y los brazos en un
gesto de protección. Cerró los ojos, las pestañas cubrieron sus párpados
con un manto espeso; tragó saliva, abrió los ojos de nuevo y mojándose el labio inferior empezó a contarme.
—Ya sabes que nos diste la orden de no molestar a los dos ministros
que tenemos alojados, si no fuese por una necesidad acuciante o porque les llamaran de Madrid. Pues bien, apenas habían vuelto del funeral de don Robert, el más alto de ellos y el más repeinado, ya sabes quién te digo,… recibió la visita de una señorita, muy guapa por cierto, que se registró en recepción como su esposa. Al cabo de un par de horas de descanso, de siesta o de lo que hiciesen en la habitación, salieron del hotel muy acaramelados…
Confieso que el tema iba interesándome, me arrebullé cuanto pude en
la comodidad de mi sillón para seguir con todo el interés la historia de
Celia, ya que el ministro en cuestión era del Opus y me constaba, por la
información que había recibido de recepción, que la señorita no era quien decía ser.
—Sigue, Celia, sigue. ¿Quieres un vaso de agua?
Ella hizo un gesto con la mano declinando el ofrecimiento. Descruzó
los brazos y empezó a gesticular mientras me contaba los detalles. Volvía a ser ella.
—Bien, pues nada más que le vi salir por la puerta giratoria –prosiguió-, recibí una llamada preguntando por el ministro; era una voz femenina que me pedía que le pasara con don…
Le hice un gesto con la mano y entorné los ojos para que no dijera el
nombre del ministro, las paredes oyen y si habitualmente éramos muy
diplomáticos y prudentes con toda nuestra clientela, en estos casos delicados extremábamos la prudencia. Celia, calló el conocido apellido y continuó.
—Le dije que le había visto salir hacía un rato y ella insistió. Le aseguro, señorita, que ha salido y muy bien agarrado del brazo de su esposa,le comenté con firmeza. Pues cuando vuelva haga el favor de darle un recado: que me llame sin dilación, me repuso. Me pareció una insolente, la verdad JB, es que estuve a punto de decirle algo, pero me contuve y le respondí desafiante: ¿De parte de quién? De su esposa, ¡la auténtica!, respondió ella, dejándome de piedra…
Si no hubiese sido el director del Manila Hotel, me hubiese echado a
reír; no obstante, el incidente era de los complicados. Un todopoderoso
ministro de Opus, auténtico defensor de los derechos de la familia y de la exclusividad del sexo en el matrimonio, de funeral por Barcelona, dejando huella, escándalo y fluidos pecadores, en una suite de mi hotel. A pesar del papelón no pude más que sonreír.
—Anda, Celia, pídeme una conferencia con el número de la esposa del
ministro y pásame la llamada. Veremos cómo salimos de esta.
—Cuánto lo siento, JB –dijo Celia, levantándose y dirigiéndose compungida hacia la puerta.
—Toma nota, Celia. Las mujeres de los miembros del Opus nunca
viajan solas.
Ella giró la cabeza y bajo un par de veces el mentón en señal de afirmación.
Al cabo de veinte minutos volví a escuchar su voz.
—Tu conferencia, JB –dijo.
—Nuestra conferencia, el lío es mutuo –le respondí.
Prensé el auricular contra mi oreja para percibir con claridad todos los
matices de mi interlocutora, así sabría el grado de enojo y su sensibilidad para aceptar mis excusas.
—¡Querida señora! –dije, después de presentarme y dándome cuenta
de inmediato que no había escogido el tratamiento -por lo de querida- más adecuado, pero sin arrepentirme-. Es un placer saludarla –proseguí-, me temo que tengo que disculparme porque ha habido un mal entendido.
—Umm, creo que sí –respondió ella en un tono que evidenciaba su
disgusto, pero también la esperanza de una salida conveniente.
—Una de nuestras telefonistas ha cometido un error imperdonable,
ha confundido a su esposo con otro cliente del hotel… precisamente y en aquel momento, su marido estaba en un funeral al que yo también asistí.
—Bien, le creo; no obstante, y como le he dicho a la señorita, póngame
con mi esposo.
—Ahora mismo, señora. Yo mismo bajaré al salón, donde está reunido
con directivos del Opus y a pesar de que me han dicho que no les moleste les interrumpiré para pasarle su llamada.
Se hizo un impenetrable silencio, si es que la callada puede endurecerse más que las palabras. Escuché un suspiro al otro lado del auricular y una maldición que no le hubiese gustado oír a Escrivá de Balaguer.
—No es necesario importunarle, serán asuntos importantes. Cuando
termine la reunión dígale que me llame.
—Le agradecería, señora, que no le comentara nada a su esposo de lo
sucedido, ya he reñido a la telefonista por su error.
—De acuerdo, Brotons, olvidaremos ambas conversaciones, pero
quiero que me dé su palabra de que si esta zorra vuelve por el hotel no la dejarán gatear por la habitación de mi marido.
—Nadie tiene porque subir a la habitación de su esposo, tenemos orden
de no molestarle, yo mismo me ocuparé de que así sea. Sepa, estimada
amiga, que su esposo dormirá esta noche en nuestro hotel, solo, y sin
que nadie le importune.
—¿Tengo su palabra?
—La tiene.
Bajé al bar del hotel a esperar el regreso del ministro, dispuesto a contarle todo el enredo y mi promesa.
—¿Un J&B, Jordi? –preguntó el camarero.

—Sí, pero doble y dile al conserje que cuando llegue el ministro me
avise.
El glub, glub del escocés al chocar contra los dos cubitos de hielo me
recordó a la orquesta del Titanic, en el Manila Hotel las meteduras de pata se solucionaban con ingenio y los naufragios con whisky.
Mis explicaciones al señor ministro fueron del todo convincentes.
Papi, nuestro portero, buscó un taxi para la señorita cuya carrera pagó
con gusto el hotel. Aquella noche me tomé dos whiskys más con el ministro, hablamos del funeral, de las mujeres bonitas y de la salvación eterna, también del Opus. Después de su cuarto J&B, me cogió por el hombro y me dijo:
—Amigo, Brotons, usted sería un excelente numerario para la Obra…
Luego hipeó un par de veces y se le escapó un ruidoso viento por sus
cuartos traseros al levantarse de la banqueta, buscó apoyo en el mostrador y se irguió con forzada dignidad.
—Hasta podría llegar a supernumerario –dijo levantando su dedo índice,camino del ascensor.
Aquella noche el superministro durmió solo. Me contaron que a su
regreso a casa, la esposa le saludó con dos besos y le trajo sus zapatillas favoritas. Sus ocho hijos, cuatro varones y cuatro féminas, festejaron el regreso del padre. En su siguiente visita a Barcelona, el ministro viajó con su esposa y se alojaron en el Manila Hotel. La obsequié con un ramo de rosas blancas, símbolo de pureza. Celia, la telefonista, les puso una conferencia para poder hablar con su numerosa prole y decirles que habían llegado bien.

Bar Manila