Nunca sabrás cuál es tu última cena
Salones del Hotel Manila, mayo 1971
Robert Camperol o Roberto Camperol Maduxa, como anunciaba
su documento de identidad y su antiguo carnet de falangista, tenía
la cara redonda y una papada que partía insolente de su barbilla
ocultando parte de su cuello. Los ojos, de color pardo, eran dos líneas excesivamente almendradas semiocultas entre las pobladas cejas y las excesivas bolsas de las ojeras; dos puñaladas en un tomate. Lo más correcto de su rostro era la nariz romana, que en su juventud fue lo más atractivo de su cara, junto a un mentón rectangular y desafiante, desaparecido ahora por la carnosidad del papado. Su pelo era lacio, todavía oscuro y abundante, peinado hacia atrás, con raya central, como en sus días de la España eterna.
Camperol era un industrial de éxito, amante de los excesos y de las
criadas bonitas. Su pertenencia al Opus Dei le obligaba a recibir la descendencia que Dios le mandara, pero pronto se cansó de su esposa, unamujer beata, con atractivos suficientes para hacer soñar a un hombre, aunque sin ganas de mostrarse complaciente; el sexo la aburría y nunca se había mostrado en cueros a su marido, por eso, en un pacto sin firma ni documento, decidieron llevarse muy bien en la cama y dormir todas las noches. Las dos hijas que tenían, fruto de un par de locuras, eran todo su bagaje marital. Camperol no se conformó con los rezos y la abstinencia a pesar de que no sabía conquistar a una mujer de su clase y de su compromiso con la Obra. Había sido un gran admirador de Francesc Cambó quien, en su yate Catalonia, había gozado de las más bellas mujeres de la sociedad catalana y de no pocas artistas y cantantes del momento. Él no, pese a su prominente barbilla, su nariz romana, sus ojillos de flan chino el Mandarín y los duros de su padre, era incapaz de hacerle la corte a una cantante del Liceo o a una heredera de la burguesía. Por eso dirigía sus objetivos a lavanderas, chicas de servicio, floristas o prostitutas. Ahí era el rey, envolvía a sus víctimas con halagos, regalos y cenas en lujosos restaurantes, eso sí, en saloncitos privados que tuvieran salida trasera para evitar cruzarse con miembros de otras familias burguesas.
Nadie se explicó como acabó en la Falange y combatiendo al lado de
Franco. No es que fuera el único, pero la burguesía catalana militaba más bien en el tradicionalismo golpista. El caso es que Robert Camperol fue uno de los que entraron en Barcelona con las tropas franquistas el 26 de enero del 39.
Ahora, su cuerpo yacía en una silla en uno de los despachos del Manila
Hotel. Su rostro parecía tranquilo, la cabeza algo ladeada a la izquierda, ¡qué ironía!, y su cuerpo reposaba apoyado en el respaldo de la silla, con los brazos cruzados sobre su regazo, parecía a punto de despertar de una siesta; pero, su letargo era muy profundo, eterno.
A pocos metros, en el salón principal, el ágape proseguía. Nadie echaba
de menos ni preguntaba por el invitado que se había sentido indispuesto y al que se habían llevado con silla y todo. Pese a que el médico estaba convencido de su fallecimiento, decidió, ante mis ruegos, llamar a una ambulancia para trasladarle al Clínic de la calle Antonio de Villaroel, precisamente uno de los héroes de Camperol. Villaroel había sido un militar al servicio del odiado Felipe V, que luego se pasó a los austracistas y fue nombrado comandante defensor de Barcelona, de sus fueros y de sus derechos. Un paralelismo que le gustaba imaginar y presumir a Robert Camperol.
Mi gesto de contrariedad, ante el cuerpo de Camperol sujeto ahora a
la silla por uno de los camareros, fue captado por el galeno que se había hecho cargo de la delicada situación.
—Pude estar todavía vivo –dijo el médico mientras buscaba de nuevo
el pulso al desvanecido-. Ya sé que a usted, amigo Brotons, como director del hotel, eso le intranquiliza.
—Así es, doctor. Es muy complicado y embarazoso que se muera un
cliente en pleno banquete.
—Tal vez reanimándolo –dijo, más para atender mi ruego que por
tener algún atisbo de esperanza.
—Gracias, doctor Figueres, no sé cómo…
—No se preocupe, Brotons, me lo cobraré con alguna comida en La
Parrilla.
—Por supuesto, usted y su familia serán siempre bien recibidos.
—¿Y si voy con mi enfermera?
—Sería una buena elección, tengo entendido que es una mujer muy
bella.
Él sonrió mientras examinaba las pupilas de Camperol. La ambulancia
acababa de llegar y dos enfermeros subieron con una camilla por la
escalera de servicio.
—Hemos venido sin poner la sirena tal y como nos lo ha pedido, doctor.
—Muchas gracias, trasladen al paciente. Yo iré con ustedes en la ambulancia.
La ambulancia partió silente hacia el Clínic y yo fui a tranquilizar al
resto de comensales, que degustaban el siguiente plato sin apenas comentar el incidente.
—El señor Camperol ha sufrido un ligero percance, el doctor Figueres
le lleva en estos momentos al hospital.
Se escucharon algunos comentarios y siseos y la fiesta continuó como
si nada hubiese ocurrido. No les había mentido, el percance había sido
ligero, nada ostentoso, ligero como la brisa que levanta la Parca, ligero
como el viento que se lleva las hojas muertas, ligero como el sutil hilo del que penden todas nuestras vidas.
Precavido, quise informar del incidente a mi amigo Enrique Ripoll,
comisario jefe de la comisaría de policía de nuestro barrio. Le conté lo del desmayo, la intervención del doctor y el traslado al Clínic. Con Ripoll no valían ni subterfugios ni medias tintas.
— Creo que está muy perjudicado…
—¿Cómo cuánto de perjudicado?
—… Umm, del todo –dije, sin querer hacer un chiste.
—Vamos a ver, ¿me estás contado que se te ha quedado un cliente
tieso en pleno banquete y que sin avisar al juez ni a la policía os lo habéis llevado al hospital?
—Bueno, el doctor Figueres ha dicho que tal vez había alguna posibilidad.
—Y yo soy la reina de Saba… este tío ya estaba fiambre, Jorge.
—Es posible…
—¿Cómo que sólo posible? ¿A qué si llamo al hospital me dicen que
ha ingresado cadáver?
—Es posible…
—Joder ¡qué cara tienes!
— Enrique, escucha. ¿Vendrías a comer mañana a nuestro restaurante
si supieras que el influyente Robert Camperol se ha muerto en pleno
banquete?
—¿Y tú sabes la cantidad de pistas que se han podido desvanecer?
—No te preocupes, lo tengo todo controlado… los cubiertos y servilletas
los he retirado yo mismo. La silla en la que ha fallecido, apartada.
Las listas de los empleados a buen recaudo y el resto de los comensales
está de sobremesa sin el más mínimo síntoma ni malestar.
No le comenté que en la servilleta aparecía escrito con sangre: Codex
Gigas.
—La madre qué… Bien, llamo al hospital y te digo algo, y tú…
—Sí, ya sé… no me muevo del hotel.
Sin embargo, lo primero que hice en cuanto terminó el banquete fue
llegarme a la biblioteca de la calle de las Egipcíacas, a menos de cinco
minutos del hotel y donde había estado ubicado un convento de monjas
Agustinas en el que antaño recogían a las mujeres de vida licenciosa que se arrepentían de sus «pecados». El antiguo convento era ahora una magnífica biblioteca pública, al frente de la cual estaba una antigua amiga. Quería enterarme de qué trataba el códice cuyo nombre estaba escrito en la servilleta del fallecido. La respuesta de la bibliotecaria me trastornó. No era una simple hipérbole medieval, el Codex Gigas existía y su historia, además de increíble, podía esconder alguna extraordinaria respuesta a la muerte de mi cliente. Salí de la biblioteca, crucé por la fachada del Milà i Fontanals, mi antigua escuela y tomé la calle de los Ángeles camino de la del Pintor Fortuny. Frente a la estatua del pintor en la esquina con la calle Xuclà se encontraba la entrada principal del Manila, protegida por la
puerta giratoria de color dorado que ejercía de cancerbero. Entré.
Me sentía aturdido como si bajara de una noria. Fui al bar del hotel
en busca de consuelo etílico. Los clientes hablaban de sus cosas entre el
espeso puré de patatas de sus cigarrillos. Las volutas de humo se escondían tras la cortina de color crema del bar, como si quisieran escaparse del delicado momento.
—¿Te sirvo lo de siempre JB?-preguntó el camarero.
—Sí, pero del especial –dije, consciente de que necesitaba algo animoso
y más exclusivo de lo habitual.
El camarero buscó en la estantería la botella de reserva 25 años de
J&B, mi marca de whisky preferida, y las siglas por las que me conocían mis compañeros, JB, Jordi Brotons. Me sirvió la bebida en vaso corto y con dos hielos. A pesar de todo lo sucedido no me lo bebí de un trago como en las películas de Hollywood, aquel whisky merecía un respeto y los disgustos también hay que saborearlos; así se aprende que, tanto en la vida como en la muerte, los acontecimientos intempestivos son lo que nos separa del cielo o del infierno.


