Los infinitos nombres del diablo.

Primer capítulo

He muerto. No ha sido una muerte dulce, tampoco dolorosa. Una
extraña sudoración ha perlado mi frente. Siento un impacto, un
bloqueo en alguna parte de mi organismo y un estertor, seco,
silbante… definitivo. He muerto.
Mi cabeza ha cedido vencida por el peso de la muerte, la barbilla se
apoya sobre el pecho en un último gesto de afirmación a la vida que ya
se ha escapado. Sin embargo, mis manos permanecen sobre el mantel esperando inútilmente que me traigan el próximo plato. Sé que ya no habrá más, a menos que, en el infierno, sirvan la ceniza en bandeja.
En pocos segundos voy perdiendo los veintiún gramos de mi espíritu y
espero, nada impaciente, ver la luz que me conducirá no sé adonde. Trato de discernir si la Parca ha venido a buscarme porque me tenía en su lista o si alguien ha precipitado su visita envenenando el plato que comía tan a gusto. No se equivoquen, no muere un inocente. He vivido con desenfreno y eso, habitualmente, es sinónimo de culpabilidad. Tampoco muere un justo ni un hombre generoso, todo lo que he hecho ha sido para mi conveniencia, por mi interés y para mis excesos. Mañana dirán que ha muerto un patriota, un mecenas, un alma noble. No les crean, o sí. Los hombres como yo viven de la confianza y de la buena voluntad de los simples. Acumulamos las mayores mentiras detrás de las más bellas banderas y siempre hemos tenido el armario de la metáfora lleno de cadáveres.
Parece que alguno de los comensales ya se ha dado cuenta de mi nada
protocolaria rigidez. Oigo algunos comentarios soto voce. Alguien ha subido el volumen de la música. Un par de camareros me levantan a mí ya la silla en volandas y me llevan a un despacho al otro lado del salón.
Alguien comenta a los invitados que ha sido un desfallecimiento y que
pronto me reincorporaré a la fiesta. Miente como yo lo he hecho tantas
veces. Uno de los presentes, con apariencia de galeno, me examina las
pupilas y el pulso; se gira hacia el grupo de cabezas que me rodean y dice en un tono solemne: Ha muerto. ¡Eso ya lo sabía yo!, pero debo confesar que todavía tenía alguna esperanza. Quiero gritarle que no he muerto, que me han matado, ahora estoy seguro. No obstante, nada surge de mi garganta. Veo al fin la pretendida luz, no es nada brillante, más bien es una niebla oscura y densa, tampoco veo pasar mi historia, ni recuerdos de niñez, ni locuras de juventud, ni canalladas de adulto; sólo surge una imagen, la imagen de ella, la imagen de mi pecado, de mi traición, y trato, inútilmente, de pedirle perdón. Una voz en mi interior me dice que ya es tarde y lloro como nunca he llorado, sin lágrimas y sin gemidos… como los cobardes.